Sherzad Hassan es un icónico novelista, cuentista, ensayista, poeta y traductor, así como activista y crítico, de origen kurdo. Nació en fecha desconocida Erbil, la capital de la región autónoma de Kurdistán, al norte de Irak. Creció en una sociedad musulmana y su padre era adicto al juego; su madre lo envió a una mezquita a una edad temprana, a fin de que aprendiera los valores islámicos. A los trece años comenzó a rebelarse y, a pesar de que aún era menor de edad, empezó a leer literatura occidental y libros prohibidos en Irak en lengua árabe. Debido a las dificultades económicas que enfrentaba su familia, trabajó como carpintero, herrero, restaurantero, portero y carretillero desde los diez años, hasta graduarse de la universidad. Cursó estudios de Lengua y Literatura Inglesas en la Universidad de Bagdad. Fue empleado como profesor de inglés en 1977 y desde entonces ha residido en Solimania.
Sherzad Hassan es uno de los representantes más importantes de la literatura contemporánea kurda. Alcanzó la fama con sus numerosos cuentos y obras en prosa, como La soledad (1983), La rosa negra (1988) o La fortaleza y los perros de mi padre (1996). Como crítico del Islam a menudo cuestiona los valores básicos de la religión en ensayos y conferencias; de igual manera, defiende con vehemencia los derechos de la mujer. Aborda temas tabú como la sexualidad, la corrupción y los asesinatos por honor, y se opone al sistema educativo de Irak. Por su actitud crítica hacia la política, los dogmas sociales y sobre todo la religión, ha sido amenazado en múltiples ocasiones. Mullah Krekar, ex líder de Ansar al-Islam, considerado terrorista por la ONU, ha pronunciado la fetua en su contra. Por esta razón se vio obligado a abandonar el país.
En el verano de 1997 huyó a Finlandia, tras una invitación del PEN Club Internacional. Vivió como refugiado en Tampere durante un año y posteriormente canceló su solicitud de asilo para regresar a Kurdistán en la primavera de 1998, pues su hermano había sido arrestado por los baazistas y su madre estaba enferma. De junio de 1998 a la caída de Saddam Hussein, en 2003, trabajó para la UNESCO. Posteriormente se incorporó al Ministerio de Educación, aunque fue cesado en 2013.
Junto a otros autores de su generación, como Bachtyar Ali, Mariwan Qani, Rebin Hardi, Barzan Faraj, Rebwar Siwayli o Faruk Rafik, fundó una nueva corriente intelectual en Solimania principalmente a través de seminarios, creando así posibilidades de articulación hasta ese punto desconocidas. Ha participado en ese grupo desde 1991, mediante publicaciones en la revista filosófica Azadi y luego la revista Rahand. Ha traducido numerosas obras del inglés al kurdo, entre ellas Mirando hacia atrás con ira de John Osborne, Marat/Sade de Peter Weiss, El rey Lear de William Shakespeare y Un ángel en Babilonia de Friedrich Dürrenmatt, además de numerosos poemas, cuentos y ensayos. Algunas de sus novelas y relatos han sido traducidos al inglés, alemán, italiano, sueco, finlandés, persa, turco, árabe y ahora al español por primera vez.
Actualmente Sherzad Hassan es el presidente honorario de la asociación Kurdish PEN. Ha recibido seis premios por parte del gobierno autónomo kurdo, pero los ha rechazado en protesta por la guerra civil y la corrupción. Desde 2010 ha vivido entre Europa y Kurdistán y se ha involucrado en actividades culturales y literarias, así como protestas contra el terrorismo islámico y el fracaso educativo. A partir de 2021 ha recibido nuevas amenazas de muerte por parte de decenas de mulás.
Esta es la primera vez que un cuento kurdo aparece en español. Me siento honrado de presentar a este gran escritor; jamás pensé que me serían otorgados los derechos de traducción cuando comencé a leer sus obras a una temprana edad. Agradezco de corazón la ayuda de mi cotraductor y amigo mexicano Ariel Miller, sin él este proyecto no hubiera sido posible. Gracias también a La Tempestad de México y a ustedes, queridas lectoras, como dice nuestra clásica poeta Nali, “Les mando saludos lejanos…”.
–Jiyar Homer
El azrael
Traducción del kurdo de Jiyar Homer y Ariel Miller
No sé… si le doy gracias a Satanás o lo maldigo por presentarme a Azrael. Si no fuera por Satanás no podría saber del engaño de mi madre… mi bella… y amable madre… mi madre traidora… sí… madre… engañaste a tus hijos… eres una pecadora… tú, la mujer amable que rezaba a los ángeles sobre su tapete de oración… no… ¡sobre tu chal! Nos vendiste a ese azrael, diste la espalda a tus hijos, tus niños y tus niñas que te amaban… les diste la espalda y te reconciliaste con ese azrael… Te rogamos con los ojos… te dijimos… te culpamos: “Madre, por Dios, apártate de tu cama… nunca más duermas con semejante monstruo… su aliento es el vapor del Infierno… ay, sus dientes amarillentos que el cigarro había tornado venenosos… cómo pudiste venderle a tus niños…”.
Aquella vez en que el tacón de sus botas hirió tu cabecita, y a la vez te perforó el cejo, una sangre escarlata escurría hacia tu barbilla tatuada… esa vez nos declaramos en huelga, y te resentiste y regresaste al hogar de tu madre, ahora divorciada. Nosotros no cenamos esa tarde ni docenas de otras tardes… cientos de tardes antes y después de aquel momento. Nosotros, los cobardes, estábamos en huelga… desde que caía la tarde nos metíamos debajo de las viejas sábanas y nos arrastrábamos con nuestros brazos, todos dormíamos debajo de apenas un par de sábanas… no podíamos tragar a causa de tu ira, pero, ay… él con sus patadas… con escupidas y vulgares insultos: “Hijos de puta… ¿es que ninguno de ustedes puede freírme un huevo?”.
Cuando él rugía… nos enfilábamos como los soldados de Hitler… yo solía traer un sartén… y Shler, el huevo; Farhad, la grasa, y Pakiz encendía la estufa… y él desvergonzadamente masticaba los bocados… ¡Oh, bella y traidora madre nuestra! Ese hombre era un sinvergüenza, no se rebajaba… le rogábamos a Dios que se le atorara un bocado en la garganta y lo asfixiara… nos íbamos a dormir con hambre y él se metía bocados grasientos en la boca. Cuando en secreto debajo de las sábanas sacábamos nuestras cabezas como erizos… él nos escupía… después, el día en que taló la higuera… después de cinco años de esa catástrofe, cuando la tosferina mató a mi hermana, Narmin, le dijiste: “¡Ismael… eres responsable por la muerte de la niña…!”, y su rugido llenó la habitación: “¡Entonces… soy Azrael…!”.
Le respondiste con tristeza: “No… no eres Azrael… Azrael es también uno de los ángeles de Dios, Ismael… pero desde el día en que talaste la higuera, ni yo… ni mis hijos hemos podido sentirnos felices, dejamos de tener pan todos los días, nuestra situación está empeorando.… ¡estamos galopando y no podemos manejarla!”.
Cada Fiesta del Sacrificio la regabas con la sangre de tus gallinas y gallos decapitados… para que tus hijos e hijas comieran higos benditos y jugaran bajo su sagrada y bendita sombra… que sus hojas sagradas cayeran sobre nuestras cabezas…
Pero, madre, ¿de qué sirvió eso…? Nos traicionaste, te traicionaste a ti misma y traicionaste a la higuera, a tu higuera bendita. Tenías la costumbre de recoger gatitos, gorriones y golondrinas botadas, errantes y con las alas rotas, para que Dios tuviera piedad de nosotros y les echáramos más pan, que nuestro contenedor se llenaría de trigo. Por la santidad habías traído el retoño de la higuera del santuario de santa Wakasha… la plantaste en el pequeño patio. Cada Fiesta del Sacrificio la regabas con la sangre de tus gallinas y gallos decapitados… para que tus hijos e hijas comieran higos benditos y jugaran bajo su sagrada y bendita sombra… que sus hojas sagradas cayeran sobre nuestras cabezas… le pediste a Dios que él se comiera dos o tres higos y que abandonara las casas de té, las tabernas y los casinos, que llegara al camino verdadero y que Él lo guiara y no nos azotara nunca más y que no te arrastrara más por los cabellos… pero, madre, eso no pasó… él nunca comió de los higos, te odió a ti, a nosotros y a la higuera… solía decir: “Aun si estuviera a punto de morir… y me dijeran que me curaría con esos putos higos… juro que no me los comería”. Mejor que no se los coma… aún tendríamos más higos… el neurótico que conocías no se detuvo con eso… ¿Te acuerdas…? Aquella fría tarde de otoño… abrió las puertas dobles del patio a patadas… se cerraron… se quedó en el umbral con una pavorosa hacha en las manos, un hacha con un rabioso filo que podía hasta cortar pelos… la agitó, la giró… jugó con ella, nos miraba y se reía, y la higuera lo supo… de miedo se marchitaron diez o doce hojas, cada una posada sobre la cabeza de cada uno de los hijos, y nos susurraron “Por favor, díganle a su padre que no asesine a nuestra madre…!”. No nos digas que estamos mintiendo… tú estabas diciendo “Todos los perros… gatos… serpientes… insectos… y árboles hablan, están en duelo por catástrofes y fracasos, y bailan en los días buenos… y los viernes todos alaban a Dios…”. No estabas mintiendo, madre nuestra, amable y desleal, no estabas mintiendo… las hojas lloraron, y Azrael, mientras, sosteniendo su hacha, se reía, estaba ansioso por quebrantar el alma de nuestra higuera. La higuera se agitaba de miedo por su muerte de un lado al otro, y tus hijos sabían que una catástrofe sucedería… vinimos a suplicarte, te suplicamos en silencio… pero al llegar el lunar rojo de tu ojo izquierdo se ennegreció, descubrieron que era una tragedia y tú no pudiste hacer nada… Siempre solías decirnos: “Si ese azrael quisiera hacer algo, fracturarse un brazo, romper un muro, talar un árbol… ¡no tiene piedad, hijos… no me entristezcan…!”.
Siete años después de esa catástrofe, cuando Shirín se fracturó el brazo completamente y se retorció por tres meses… le dijiste: “Ismael… esto también es resultado de la rabia de la higuera… ¡es la maldición de santa Wakasha!”.
Ese pagano… madre, ¿te acuerdas de lo que hizo ese pagano…? Te respondió con un insultante sonido de desprecio… un sonido que no cupo en la pequeña habitación en la que todos nos habíamos colado… tú lloraste y dijiste gimiendo: “Porque tú te has vuelto sucio… la ira de Dios no afecta a un sucio como tú… pero mis hijos son suaves y les afecta…”.
Tres años después de aquella maldición, cuando mi hermano Mahoma reprobó matemáticas… gritaste: “Ismael… esto también es la maldición de la higuera…!”.
Entonces, madre… nuestros días… nuestras noches estuvieron llenas de maldiciones, pasamos una época maldita, le suplicamos con ojos que no talara nuestra higuera… el lunar en el interior de tu ojo izquierdo se estaba ennegreciendo constantemente, se deslizó más y más hasta conquistar tu esclerótica… no fue poca tu pena por la higuera… desde ese día cada vez que te acuestas vuelves la mirada hacia el pequeño tronco que ha emergido de la tierra… tu ojo izquierdo se convierte en una gota de alquitrán…
No estaba talando tan sólo una higuera, ni dos… ni tres ni… diez, sino cientos de árboles en un bosque. Se rió de cómo temblábamos nosotros y la higuera. Se acercó más y se arremangó, un crujido surgió del corazón de la higuera tras el primer golpe…
Todos nosotros… Farhad, Mahoma, Shler, Shirín, Pakiz, tú y yo nos convertimos en su valla… en un muro para la higuera y la rodeamos en círculo, aunque llorara hojas, sabía que si hubiera un hacha en las manos de Azrael acontecería una tragedia… parecía que eran sus últimos momentos de danzar… madre, tú también lo sabías… nos traicionaste… estábamos preocupados por ti… ¿bajo la sombra de qué árbol te sientas, te afliges y lloras, un llanto como todas las madres, las madres de nuestro barrio… y de los otros barrios… las madres en los pueblos y en ciudades distintas… en los pueblos y en las ciudades que nos gustaría visitar pronto… las madres de todo el mundo…? Parecía que teníamos que llorar todos los días, fuimos una pinche vallita de hijos e hijas tuyos, cobardes y asustados, cuando él… cuando el azrael se acercó y agitó su hacha en el aire, todos nos meamos los calzones, y soltamos nuestros dedos sucios y sudorosos y delgados… nosotros, los pequeños y los bajitos, estábamos mirando a un enorme azrael… y el mango de su hacha era enorme… enorme como su altura. No estaba talando tan sólo una higuera, ni dos… ni tres ni… diez, sino cientos de árboles en un bosque. Se rió de cómo temblábamos nosotros y la higuera. Se acercó más y se arremangó, un crujido surgió del corazón de la higuera tras el primer golpe… lloró… esta vez cientos de hojas cayeron al suelo de nuestro pequeño patio, las hojas danzaban en la brisa y estaban enlutadas, pero desafortunadamente… ¿Cuándo ha tenido Azrael compasión por sus víctimas…?
No parecía que el hacha pudiera volar sobre su cabeza y caer sobre el tronco… no… desde un lejano cielo… más allá de la cabeza de Azrael, su rugido nos acosó, y pusiste tus manos temblorosas sobre sus manos peludas… las manos de cuyas venas azules, enderezadas y enfadadas teníamos miedo… suplicaste… él arrojó tus manos amables… le suplicaste de nuevo: “¡No lo tales… es sagrado… desde que lo plantamos nos han llovido bendiciones…!”.
Otro golpe, otro grito, otra astilla, otro talar… una sangre blanquecina y lechosa…
Madre culpable… tus hijos… tus niños y niñas no te perdonan… ¿cómo te atreviste a acostarte con él…? Nos engañaste… entonces éramos pequeños… nos estafaste, tú y el azrael que taló la higuera desde la raíz se burlaban de nuestras mentes inmaduras… no… triste y desleal madre nuestra, no te absolvemos… él destruyó el único árbol que causaba felicidad en nuestra infancia y tú no protestaste en la noche que lo derrumbó… nuestra segunda madre… siempre nos decías: “Esta higuera sagrada es mi hermana y es su madre también”. Bajo su sombra dormíamos, jugábamos y nos columpiábamos, y a cada uno de nosotros nos daba un higo con la llegada de la mañana.
A veces nos sobraban algunos y tú se los dabas a los niños hambrientos y avariciosos del barrio como caridad. Qué desleal fuiste… la misma noche dormiste con él, te acostaste a su lado… se deslizó debajo de tus sábanas y no lo echaste. No taló tan sólo la higuera… la fuente de nuestra vida… sino que cegó el pequeño manantial de nuestra alegría… herviste su polvo y bebiste su esencia… dijiste: “Es el alma de Wakasha… ¡lo sacrificaría!’’, así como “Desde que bebo la esencia de sus hojas hervidas mi cuerpo es como la vela y la grasa… deseo convertirme en el polvo de su tumba…!”.
Ese azrael no taló la higuera, sino que posó su hacha en el alma de Wakasha. Me privó del olor del pecho y el cuello de Naze. Y Farhad lloraba por su nido… el nido de sus palomas en el abrazo de la higuera, ya no puede contemplar los huevecillos…
Para el dolor de cabeza y de estómago y de espalda la esencia de las hojas era tu medicina. Algunas mañanas, cuando me despertaba temprano, solía ver un ave colorida que me ignoraba plantar su pico en un higo maduro y fermentado hasta emborracharse… esa ave colorida y pequeña cantaba tanto que me extasió. Cuando llegué a la pubertad y el amor por nuestra vecina Naze me volvía loco, quería escuchar a esta ave del paraíso y escribirle hermosas cartas a Naze, envolverla con mis brazos debajo de tu higuera y alzarla para que agarrara unos cuantos higos… y mi nariz se pegaría entonces al hueco que no me atrevo a nombrar, madre… Ese azrael no taló la higuera, sino que posó su hacha en el alma de Wakasha. Me privó del olor del pecho y el cuello de Naze. Y Farhad lloraba por su nido… el nido de sus palomas en el abrazo de la higuera, ya no puede contemplar los huevecillos… los polluelos con el cuello desnudo… sus picos amarillos… ya no llueven gorriones a bandadas mientras él acecha con una resortera, ya está privado de la carne firme y asada del pecho de los gorriones. Shirín y Pakiz lloraban para que atara el columpio, y yo… yo… muchas veces Naze se hizo una niña otra vez… montaría el columpio y diría: “¡Pues ven a empujarme…!”.
Oh, querida madre… malditos sean todos los padres… el viento tocó su falda… su cuerpo se empaparía con la sombra y el sol de debajo de la higuera, y con la sombra y el sol sobre su rostro y sus piernas sentiría frío por un momento, y calor por un momento… madre, sálvame… salva tu higuera bendita… la medicina de todos tus sufrimientos, la sombra de tus dolores… salva el nido y los huevecillos de las palomas… el columpio y a Naze y a los deliciosos higos y al ave embriagada del tiempo del alba.
Tú querías que el hacha te tajara en lugar de la higuera, que tu cráneo se partiera en dos trozos, y no te dejamos… mató a la higuera… sería fácil para él matarte a ti también: una de nuestras madres se fue… no vamos a perder también a la otra. Enfrentaste al hacha de boca rabiosa que brillaba… un brillo fatal… nos hacía cerrar los ojos… suplicaste… lloraste, y el azrael dijo: “Miryam, tu maldita higuera no deja que mi vid dé frutos… tu higuera se roba la fuerza de mi vid”.
Le respondiste tristemente: “Ismael… ¡tu vid es infructuosa!”.
–Quien lo dice es infructuoso… es la vid negra… traje su injerto de Shaqlawa.
–Hombre, por tus hijos… están contentos con esa higuera… no la cortes, por Dios.
–¿Qué tiene mi vid?
–No tiene nada, hombre… pero no queremos ser malditos, por los santos.
–Mierda… yo no sacrifico mi vid por tu higuera y tus hijos.
–¿Insistes en cortarla?
–Voy a talarla…. soy un hombre y estoy decidido.
–La higuera es bendita… se la menciona en el Corán… ¿por qué lo haces?
–La talaré incluso si se mencionara en los cuatro libros de Dios.
–Pero a Dios no le gus…
No dejó que terminaras de hablar, te jaló e hizo gemir a la higuera. Él no estaba golpeando el filo del hacha contra el tronco de nuestro querido árbol… sino contra nuestros cuerpos. Pero que Dios te maldiga… nos pusimos en huelga hasta ahora, pero te rendiste y tropezaste esa misma noche, te sedujo con unas palabras dulces que sólo escuchabas en las noches. La vez que te enfermaste y dijiste: “Mis queridos hijos… me voy a morir… perdónenme!”.
Naze vino a mi sueño… con el bonito perfume de sus pechos inmaduros, con su cuerpecito, no dejé que supieras este secreto… el secreto de la pubertad de tu hijo… con esto me vengué de ti.
No dijimos nada, y tú no sabías por qué guardábamos silencio… no sabías… estábamos enfurecidos por el pecado de esa terrible noche… no podíamos perdonarte… lloramos… con cada golpe del hacha volaba un astilla, saltaba y caía en nuestros brazos… una astilla para mí, una para Mahoma, para Farhad… Shler… Shirín… Pakiz… y para ti, madre… las astillas nos rogaban que salváramos la juventud de la higuera, no pudimos… no pudimos… la misma noche… la noche de la tala de la higuera llegó mi pubertad… como dices, soñé con Satanás… ¿pero con cuál Satanás, madre? Naze vino a mi sueño… con el bonito perfume de sus pechos inmaduros, con su cuerpecito, no dejé que supieras este secreto… el secreto de la pubertad de tu hijo… con esto me vengué de ti. Esa misma noche fuiste a los brazos de Azrael una vez más, y al caer el día no supe si le di gracias a Satanás o lo maldije por hacerme comprender el secreto de tu azrael… qué vergüenza, madre, tus sucias mentiras, nos avergonzamos de ser tus hijos e hijas, nos avergonzamos del alma de tu higuera, fuiste desleal tanto con nosotros como con ella. Después de aquella noche, tantas otras noches Satanás se metió en la ropa de Naze y me volteaba como pan casero en el comal… no dejé que te alegraras… te privé de aquel trino… el trino de convertir a tu hijo en hombre… de repartir dulces y dátiles a los vecinos. Cada noche solía esconder de ti mis calzoncillos sucios y amarillos… mi bozo y… mi voz grave… pero nunca te dejé saber… después de dos años cuando lo descubriste… las muchas manchas amarillas en el colchón fueron tu evidencia… dijiste: “No lo creo… mi hijo aún es un niño”.
La siguiente noche que fuiste a los brazos de aquel azrael, yo los escuché… después sus desvergonzados jadeos a medianoche:
–Ismael… tu hijo soñó muy pronto con Satanás.
Él finge no entenderlo.
Dijiste: “Ese chico no tenía que soñar con Satanás tan pronto… eso también es la ira de Wakasha”.
No respondió, respiré profundo, vi el fuego del cigarrillo… escuché el desagradable ruido de su pecho… tu voz estaba empapada de vergüenza… dijiste: “No dormiré contigo nunca más… ya es una vergüenza… tus hijos han crecido… es vergonzoso que todos durmamos en una habitación…”.
No respondió… inhaló el humo del cigarrillo con tristeza, y ardió más y más se deleitó.
Dijiste: “Vamos a construir una habitación simple al lado…”.
¿Después de qué, madre?… ¿Después de qué? Desde el momento en que descubrí que el azrael de quien hablaste y se deslizaba en tu cama era nuestro padre… el padre corazón de piedra que arremetía con el hacha al cuello de nuestro árbol… esa misma noche… en que volviste a cruzar tus muslos con aquel azrael, qué pena inculcaste en mi corazón, esa noche ninguno de nosotros pudo dormir… ¿quién podría dormir sufriendo el dolor de la higuera, el nido, las palomas, el columpio, Naze y la esencia bendita de las hojas…? ¿Quién? Siempre solías decirnos:
–Mis hijos… mis dulces hijos e hijas, por la noche, cuando apago la luz, pongan las sábanas sobre sus ojos: los ángeles del cielo descienden por la noche, visitan cada casa… Azrael… Israfil… Mijaíl… Ridwan… Satanás… los críos de Satanás… los espíritus de ojos amarillos y de ojos rojos… por la noche, al dormir, ellos se despiertan… se pasean… sin vergüenza y sin miedo visitan casa por casa.
La vez que te pregunté: “Madre, algunas noches escucho jadeos, susurros, tos, ronquidos… escucho muchas cosas”.
–Hijo, no te quites la sábana de los ojos… ése es Azrael… está cansado de privar el alma de la gente, y algunas noches pasa por aquí… no hay muro alguno, techo alguno ni límite alguno para los ángeles.
–Madre… ¿y la sombra de la persona que algunas noches pasa por nuestra habitación… bebe agua, se mete en tu cama…?
–Es él… él también es Azrael… está cansado y quiere tomar una siesta.
Esa misma noche descubrí que ese azrael que durmió contigo en la noche de la tala de nuestra higuera preciosa era nuestro padre, nuestro neurótico y desleal padre… el mismo que asesinó a la higuera para hacernos enojar…
Oh, nuestra madre engañosa… no por la mañana… sino esa misma noche descubrí que ese azrael que durmió contigo en la noche de la tala de nuestra higuera preciosa era nuestro padre, nuestro neurótico y desleal padre… el mismo que asesinó a la higuera para hacernos enojar… derramó su sangre amarillenta en el patio… no tenías por qué ir a sus brazos… yo lo descubrí: tu engaño… todos lo descubrimos… ¿quién podría dormir con semejante pena? Regresó tarde, abrió la puerta de la habitación, y la luz de la luna entró derramándose… trajo consigo su preciosa hacha desde el patio, y ésta brillaba bajo la luz plateada de la luna, y cerró la puerta, y la luz fría de la luna entró por el otro lado del patio, lentamente… sin hacer ruido… como un ladrón recargó su hacha en la parte trasera de la puerta, nos asustamos… pensábamos que iba a decapitar nuestros estrechos cuellos como el tronco de la higuera… nos escondimos más entre nuestros brazos… nos acurrucamos hacia la parte inferior de las sábanas, las viejas sábanas tan agujereadas… tú con una voz tan llena de dolor como si fueras a asfixiarte y queriendo hablar, dijiste: “¿Por qué no dormiste en la taberna?”.
Cada vez modelaba una catástrofe más, cuando te golpeaba a ti o a uno de nosotros, cuando torcía alguno de nuestros brazos… o cuando talaba alguna higuera bendita, lujuria espumaba en sus venas en lugar de sangre. Descubrí que ese fantasma que conquistó nuestra habitación por cientos de noches pasadas… y nos asustaba era aquel azrael… Pero no puede ser que haya sido Azrael… ¿Qué hace Azrael en las casas de té y las tabernas en esta medianoche?
Sin hacer ruido, aventó sus ropas tradicionales, su sharwal, kurtak, sombrero y turbante… no podía ver nada… tan sólo con aquel crujido yo sabía qué prenda se quitaba, parecería que Azrael se estaba desnudando. Iba detrás de la puerta y orinaba, el sonido de su orina a medianoche cuando todo yacía silencioso se asemejaba al fluir de un río inmaduro. Cada mañana veíamos la amplia huella en el polvo debajo del patio, parecía entonces que Azrael también podía mear. Esa noche, inconsciente de sí mismo, dejó salir una ventosidad, la habitación resonó, todos nos sobresaltamos bajo las sábanas. Por vergüenza, el sudor corrió por mi espalda… él caminó como un ladrón ligeramente hacia tu cama. Los vi desde el hueco de las sabanas con mi ojo izquierdo… la madre desleal y traidora… la madre de hijos cobardes… no digas que no fue así… ¿cómo te atreviste? Que te maldiga Dios… él no te dejó… se derramó bajo tu flanco… gruñó tres veces:
–Miryam, no me des la espalda.
Y le preguntaste con tristeza: “¿Por qué talaste la higuera?”.
–No me des la espalda, mañana es viernes.
Lloraste ahogándote –¡oh, siempre tienes tus llantos listos…!–, dijiste con sollozos:
–Eres consciente… de que ni cenaban… ¡Que Dios ciegue a su madre…!
–Si me haces enojar voy a talar todas las higueras del barrio… entonces sé una buena mujer y no me des la espalda…
–Si es que Wakasha no nos castiga, di lo que quieras…
–Mañana es viernes, Miryam… ¡Dios te castigará!
–Cuánta alegría le daba la higuera a los niños…
–Mañana es viernes… el pecado de que me des la espalda es más grande que haber talado la higuera…
–Sacrificaste la higuera bendita por esa vid infecunda…
–Mañana es viernes… sé buena mujer…
¿Es nuestra madre y nos da la espalda? No… éramos nosotros… los hijos cobardes, cuán extraños y solos estábamos, las lágrimas impedían mi visión, ustedes se convertían en dos siluetas… yo sollozaba… y ellos estaban llorando…
Oh, qué impotente fuiste, madre, te sedujo con unas dulces palabras, el apestoso silencio y el crujido de la traición, la noche de quebrar el cristal de la vergüenza, y en el patio una brisa malintencionada jugaba con las hojas muertas de la higuera… y las barría, las amontonaba debajo del patio y frente al umbral, el crujido de las las hojas me dolió en el corazón, y las hojas de su vid… las malditas hojas de su vid danzaban en el viento. Después de un tiempo de llanto y sollozos empezaste a jadear… no fui yo… madre… no yo, sino la pura luz de la luna quien los deshonró a ustedes dos, se estaba derramando al interior de una apertura sobre la puerta, estocadas y estremecimientos del azrael que arrancó tus sábanas, eras un gorrión entre las garras de un águila… ay… madre… ¿qué tenía que ver? ¿Qué vi? ¿Qué veo? Traición… traición… traición… ay, de ese jadeante y absurdo Azrael… ay, sus dientes amarillentos que el cigarrillo había tornado venenosos. La traición de aquella noche es una herida profunda en mi corazón, en mi alma, estabas llorando y él te revolcaba… tú estabas jadeando y él te retorcía… yo tenía miedo de que saliera mi ojo izquierdo por el hueco de las sábanas a causa del dolor… tenía miedo de que te ahogaras bajo el peso del asqueroso Azrael… no… ella no puede ser nuestra madre… ¿es nuestra madre y nos da la espalda? No… éramos nosotros… los hijos cobardes, cuán extraños y solos estábamos, las lágrimas impedían mi visión, ustedes se convertían en dos siluetas… yo sollozaba… y ellos estaban llorando… apretamos nuestras gargantas fuertemente para que ningún sonido se escapara, yo y Mahoma y Farhad y Shler y Shirin y Pakiz nos agarramos la garganta el uno al otro para sofocar nuestra voz, estuvimos cerca de asfixiarnos a causa de la ira y pena que nos trajo tu traición… que morimos como tu higuera. Él, medio desnudo, levantó su cabeza como una serpiente gigante, se dobló hacia atrás, con un jadeo… viniéndose, y dijo: “Miryam… oigo el llanto de uno de los niños…!”.
Y tú dijiste: “No pasa nada… tal vez sueña con la higuera…!”.
Ay, de esa larga e interminable noche… ya desde aquella noche, desde ese día… tus hijos no se atreven a mirarse el uno al otro.
Estamos mortificados… sentimos vergüenza… una vergüenza fatal que se apodera de nosotros… ¿nuestra madre pura y bendita se acuesta con Azrael? Desde aquella noche… una noche le doy gracias a Satanás y otra lo maldigo por presentarme a Azrael, quien tantas noches mezcló su aliento sucio con el limpio aliento de nuestra madre… y nosotros, en secreto… lo maldecíamos desde abajo… maldición de aquella tarde en que asesinó a nuestra higuera…
Maldición de aquella noche… ¡ay, el gran pecado de aquella noche… la noche de las madres desagradecidas… la noche de las amables y bellas madres… con el corazón repleto de dolor… las traidoras… tan tristes… tristes… tristes…
1989
La entrada El azrael se publicó primero en La Tempestad.
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