Hace unos días apareció My Back Was a Bridge for You to Cross, el álbum que marca el regreso de Anohni. Lo que puede leerse desde el párrafo inicial en casi todas las notas y artículos sobre él es que su autora reunió a The Johnsons para el que ha sido su primer álbum en conjunto desde hace 13 años. Lo cierto es que podría decirse que es la primera ocasión en que suenan, propiamente, como una banda (y no como un ensamble), desde al menos 2004, cuando apareció I Am a Bird Now.
Esto puede estar relacionado con su regreso al soul (más precisamente, el llamado blue-eyed soul, aunque dejaré las discusiones sobre la apropiación cultural para otro día) o, al menos, con su alejamiento de las resonancias de géneros cercanos a lo académico y la vanguardia presentes en Swanlights (2010) y varias vetas de electrónica en Hopelessness (2018; el primer álbum grabado bajo el nombre Anohni y sin la banda). Este movimiento de retorno se siente natural, acaso demasiado natural: la ruptura que implicó el álbum previo, en varios sentidos además del estilístico, fue un riesgo frente a un público que se había acostumbrado a escuchar su voz envuelta por registros de una exquisitez que estaba cerca de volverse complaciente.
Más allá de lo que pueda decirse sobre My Back… es fácil constatar, incluso en una escucha superficial, que la voz de su autora suena intacta. Es un sonido con una fuerza de arrastre que parece volver incontestable cualquier línea que se le ocurra cantar. Esta cualidad puramente sonora no explica por sí misma el poder de devastación emocional por el que se conoce a Anohni, quien además tiene una sensibilidad lírica inusualmente afinada, ya sea como observadora de lo que le rodea o como una implacable autocrítica. Su mirada se encuentra en canciones que desmenuzan varias de las formas nocivas que puede tomar el amor, por ejemplo, así como los efectos de la política contemporánea o el desastre que deja tras de sí la muerte de una persona cercana. Esta facilidad para ajustar el lente y centrarse en lo cercano y lo lejano con la misma precisión la vuelve el conducto ideal para un tema tan difícil como el colapso ambiental (el más difícil de los temas, muy posiblemente).
De hecho esta catástrofe colectiva, que no es sólo humana y, de hecho, es mucho más grande que lo humano, ha sido tema de varias de sus canciones desde The Crying Light (2009) y se volvió central ya en Hopelessness, que fue un punto de quiebre para su yo poético. En este último “4 Degrees” resultó en una de las piezas más estremecedoras de su obra, por la sinceridad con que elaboraba su abandono de la esperanza: no existe una obligación moral de volver cada alusión al tema un llamado a la acción (ya existió un Bono y no son necesarios más; un chantajista de ese tamaño es más que suficiente). Es indispensable hablar del desastre que nos aguarda y hacerlo en los términos más descarnados posibles.
La crudeza lírica de Hopelessness se mantiene la mayor parte del tiempo. Cuando se trata del colapso ambiental esta vez la diversifica un poco: además de explorar las varias formas que toma, en lo personal y en lo colectivo, esa sensación que ha dado en llamarse solastalgia (la melancolía que nos invade ante el colapso inminente del mundo que conocemos), explora la implicación personal en ese desastre. Tal vez sonaría injusto explicar esto con el efecto siempre tramposo de la culpa, si no fuera porque ella misma lo deja claro: “es mi culpa, la forma en que rompí a la Tierra”, repite una y otra vez, en “It’s My Fault”. (Se trata del raro ejemplo, en su obra, de una canción inconsecuente.)
Así como Anohni es la voz ideal para hablar del más difícil de los temas, también es el mejor ejemplo de la inevitable limitación que cualquiera encontrará al cantar sobre los efectos de este colapso en la esfera de lo personal. Se trata de un fenómeno o un conjunto de fenómenos (incluso un hiperobjeto) que para ser comprendido requiere el abandono del antropocentrismo y la capacidad de representar subjetividades no humanas.
Desde hace más de una década, Cheryl E. Leonard ha realizado grabaciones de campo de los glaciares antárticos. En algún punto se volvió evidente que estaba documentando su lenta muerte (lenta desde la perspectiva humana) y esta se volvió su tema manifiesto en el título más reciente de esta serie: Antarctica: Music from the Ice (2022). Las piezas resultantes son tal vez demasiado abstractas si se les escucha sin contexto, pero cobran una profundidad casi insoportable cuando se piensa en la fuente material de los sonidos. En vez de centrarse en los efectos, emocionales y prácticos, que tiene el desastre ambiental en los humanos, adopta la perspectiva de un sujeto no humano (los glaciares) que tendría mucho que decir sobre el tema y cuya muerte supondría también una sentencia de muerte colectiva para buena parte del resto de la vida terrestre.
De cualquier forma, por más contexto que se tenga, la música de Antarctica no puede compararse con la capacidad casi automática para conmovernos que tiene un álbum con un tema vagamente similar, como el más reciente de Anohni. Sus canciones son irreprochables en su intensidad certera y su honestidad. Para enfrentarme, a la manera de Anohni, a la implicación que tengo con su álbum, debería decir que produjo un efecto de exaltación y desesperanza que he buscado revivir en cada nueva escucha. No dudo que me acompañará durante un buen rato. A la vez, al final de cada vuelta, me deja la pregunta de si esta belleza está conectada, ya no en un sentido de acción y consecuencia, sino en el de representación, con el enorme problema del que se ocupa. Tal vez algo del tamaño del colapso total de los ecosistemas y las civilizaciones vuelve inútil lo que nos resulta más valioso, incluso las canciones hermosas.
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