miércoles, 26 de julio de 2023

‘Barbie’ y la crisis espiritual posmoderna

No quería ver Barbie, pero caí y qué sorpresa: es, más que cualquier película reciente, un thriller existencial exquisitamente aterrador. 

Cuando la muñeca rubia comienza a sufrir pensamientos de muerte constantes necesita visitar el mundo real, poniendo en marcha un golpe de Estado de extrema derecha en Barbieland. Así, Barbie explora cómo la crisis espiritual del consumismo neoliberal provoca un resurgimiento del fascismo estadounidense, aquí liderado por los Kens. Como alegoría política, para decirlo pronto, la película resulta bastante limitada. Principalmente porque está vertebrada en torno a un feminismo blanco totalmente despolitizado, orquestado por la directora Greta Gerwig, que ignora las cuestiones materiales para enfocarse solamente en el aspecto sentimental de la trama. 

Debo confesar, sin embargo, que apenas pude mantener una perspectiva crítica mientras la veía. Me sentí transportado, ¿absorto?, en su delicioso paisaje plástico, fotografiado por el mexicano Rodrigo Prieto, eso sin contar que los esfuerzos promocionales ya habían replanteado a todas mis amigas como Barbies y que me habían emocionado, durante un previo, viendo a la protagonista sentada en el cine en la misma fila que yo.

Al borrar las líneas de la realidad, Barbie narra los efectos psicopolíticos de lo que Karl Marx llamó “fetichismo de la mercancía”, y de lo que Jean Baudrillard definió como “hiperrealidad” de la condición posmoderna. La película explora específicamente el modo en que el consumismo forma a las personas bajo estas mecanizaciones. Es decir, cómo estamos alienados y somos reconstituidos como mercancías y representaciones. 

Cuando el cuerpo de Barbie comienza a descomponerse ella busca la verdad en el mundo real, y así descubre que las mujeres no la tienen en alta estima porque ha establecido estándares poco realistas para sus cuerpos y sus vidas. Barbie conoce a una madre y a su hija ambiguamente racializadas (latinas de algún origen). Estos personajes dan voz a la crítica de la muñeca, para que gradualmente tome conciencia de su propio poder fetichista como mercancía y entienda cómo se ha construido sobre relaciones sociales injustas. De esta forma Barbie alcanza lo hiperreal y, como representación fetichizada de las mujeres, se vuelve más influyente que las mujeres mismas, más determinante en su sentido del yo. 

Desafortunadamente la rubia es criticada solamente por razones culturales, así como por cuestiones de representación y movilidad social, pues la película articula su análisis en términos de un feminismo no interseccional, que carece de una visión político-económica del mundo. Nadie esperaría una perspectiva desde el materialismo histórico en Mattel, por supuesto, pero si la intención del lavado de marca era poner a su muñeca en el banquillo de los acusados omitir ciertas cuestiones deja, bajo el hipócrita remojado, manchas difíciles de remover.

Aquí vemos muchos jefes, muchos profesionales, miles de consumidores y mercancías. Pero ¿dónde están los trabajadores y esclavos de los que depende este sistema? Los personajes racializados son meras extensiones del ego blanco, sin historia ni cultura. La frontera entre Barbieland y el mundo real igualmente banaliza el colosal tema de la inmigración. 

A medida que se desarrolla la trama de Barbie, un Ken abandonado por su amor aprende sobre el patriarcado y se lanza a la toma política de Barbieland. La catástrofe se evita cuando Barbie y sus amigas aprenden a empoderarse, vuelven a uno de los muñecos masculinos en contra del otro y le enseñan a Ken que debe amarse a sí mismo. 

Esta narrativa sugiere que la voluntad de tomar el poder de la derecha extrema reside en los hombres (pues únicamente los Kens son responsables) y que sus motivaciones son meramente psicológicas, pues siguen la lógica heterosexual de Barbie y Ken y sus propios viajes de autodescubrimiento. En otras palabras, no registra la complicidad de las mujeres blancas en la perpetuación de la injusticia económica, dado que no registra ni siquiera la existencia de la injusticia económica. 

Su diagnóstico de la crisis es precisamente un síntoma de la crisis: el liberalismo blanco capitalista ha aprendido hábilmente a recuperar discursos que critican la misoginia y el consumismo para venderlos de nuevo, incluso mientras borran el vocabulario que nos haría concientizar las verdaderas causas de la crisis. 

Encuentro, sin embargo, una figura esperanzadora en el filme: el muñeco Allan. Es mi tocayo y me identifico con él. Según los estándares de belleza, Allan es feo, con un mentón débil y ojos tristes. Además traiciona a los Kens y no se solidariza del todo con las Barbies. Es el único personaje que recurre a la violencia física con una agenda clara: la autopreservación. En lugar de querer ayudar a Barbieland, su único deseo es salir y vivir solo. Allan es políticamente impotente, su visión no cambia nada, pero al menos deja algo claro: todavía hay quienes queremos, a toda costa, la libertad.

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