Me encuentro en una fiesta con personas cinco o seis años menores. Hay mezcal en todas las mesas, y al menos cuatro pantallas: dos tienen instalada una consola Nintento Switch donde los invitados juegan Mario Kart mientras beben y comen pastel. Sobre las mesas hay algunas drogas simples, cocaína y marihuana, acaso algo de MDMA, pero nada más. Está sonando música de The Smiths y se intercambian conversaciones sobre la importancia de Throbbing Gristle.
Las pantallas tres y cuatro, ambas en mute, muestran contenidos del mismo tipo pero radicalmente distintos. Una proyecta videos de idols k-pop, visualmente sorprendentes, magistralmente realizados en cinematografía, dirección de arte, coreografía y edición; la segunda transmite un programa con los mismos idols, pero aquí los vemos enfrentarse a diversos desafíos, cuyo reto principal consiste en bailar sus propias coreografías, apenas por unos segundos y en partes aleatorias de las canciones. Casi todos fracasan. El reto está diseñado para hacerlos olvidar lo que aprenden durante su formación como idols. Cabe señalar que si un intérprete se equivoca constantemente recibe un agresivo castigo: uno de los presentadores toma un mazo de plástico y, con una satisfacción inconfundible, golpea a la superestrella. Tras recibir el golpe algunos lloran, otros ríen, otros más caen al suelo doblados por el dolor.
Esto no es, contra todo sentido, lo más sorprendente del programa. En cada episodio sucede algo todavía más particular: los participantes aclaran, antes de completar algún desafío, el premio que quisieran obtener. Aquí ocurre algo sólo posible dentro del capitalismo más enloquecido. Los idols no piden millones de wons o viajes al extranjero, automóviles, sino cosas de la vida diaria como colchones, guardarropas, una televisión, extrañísimos etcéteras. En su mayoría no reciben ganancias por su trabajo sino hasta que han conquistado alucinantes alturas en cuanto a número de ventas y presentaciones. Su trabajo está precarizado hasta alcanzar la fama, son la más franca representación –quizá sólo empatada con el mundo futbolístico europeo– de la brutalidad que subyace a la lógica del esfuerzo y las metas inalcanzables.
En su mayoría, los idols no reciben ganancias por su trabajo sino hasta que han conquistado alucinantes alturas en cuanto a número de ventas y presentaciones.
Tres compañías tienen el control de prácticamente toda la industria: YG, SM y JYP. Sus idols reciben la misma estima –quizá menor– que una innovación tecnológica, y en este sentido no son distintas a las compañías de Occidente. Pero, a diferencia de éstas, han perfeccionado las prácticas instrumentales y mercadológicas que garantizan el sustento de la industria. En términos de ventas, eficiencia y manejo de personal funcionan de forma similar a las industrias del calzado, la automovilística e incluso la pornográfica.
Unas cuantas señas. Los contratos suelen rondar los diez o quince años (slave-contract es el nombre que han acuñado para los mismos), de forma que si un aspirante a idol quiere salirse de la carrera se vea obligado a pagar una multa por lo general imposible de saldar. El 90% de las ganancias van directamente a la empresa; los aspirantes apenas reciben unos cuantos beneficios. Es un ambiente agresivamente misógino. Los idols tienen prohibido salir entre ellos –cuando Taeyeon de Girls Generation y Baekhyun de Exo fueron descubiertos en un romance tuvieron que ofrecer disculpas públicas por haber “lastimado» a sus fanáticos. Las jornadas de trabajo, la disciplina, los entrenamientos, las responsabilidades son tan brutales que varios idols se han desmayado durante sus presentaciones. De alguna manera habitan una visión del capitalismo tardío que empuja a pensar en los intereses irrealizables antes que en cuestiones menos prometedoras, como la seguridad social o el plan de retiro.
Y, en medio, un álbum
Dicho esto, me gustaría lanzar un supuesto: incluso en una industria colmada de métodos y procesos puede encontrarse alguna expresión más o menos genuina e interesante. Pienso, por ejemplo, en el álbum más cuidadoso y conceptualmente logrado que he encontrado dentro del k-pop, Pink Tape de f(x). El empaque tiene el formato de un VHS; los CDs se encuentran dentro y son acompañados de un libro de más de veinte páginas que funciona como una especie de fotonovela en la cual leemos una guía intelectual del grupo: “I am ambivalent”, dice una fotografía donde puede apreciarse a algunas chicas del grupo en blanco y negro sin demasiados arreglos, desmaquilladas, vestidas de forma casual, libres de todo ornamento.
Es k-pop convencional elevado a la extrañeza. Hay melodías pegajosas y ritmos pensados para coreografiarse, pero Pink Tape incluye también un corto circuito: al escucharlo con atención muestra sus contradicciones, con canciones que no construyen momentum, cuyos movimientos no pueden digerirse con facilidad y tienden a la ensimismamiento. Es verdad que en “Rum Pum Pum Pum” las vocalizaciones son atractivas hasta lo irrefutable y las inflexiones de ritmo sólo realzan los aspectos más agradables de la composición. Hasta aquí todo pasa sin ningún contratiempo. Inmediatamente después ocurre una rareza patrocinada por los talentos de Sophie Ellis Bextor y 8bit: “Shadow” es una canción comprometedora, exigente, cuyo sonido parece producido tras una sobredosis de azúcar y LSD. Alguna vez fue descrita como “encender un soplahojas dentro de una colonia de hadas”. En “Shadow” las vocales parecen siempre a punto de desvanecerse, son las voces de artistas cansadas de interpretar una y otra vez, hasta el desfallecimiento. Es una extrañeza, quizá la más rara piedra en el universo del k-pop, porque a diferencia del 99% de las producciones de dicho género “Shadow” es de hecho bastante grata de escuchar.
“Shadow” es una canción comprometedora, exigente, cuyo sonido parece producido tras una sobredosis de azúcar y LSD. Alguna vez fue descrita como “encender un soplahojas dentro de una colonia de hadas”.
Luego viene un coctel muy atrofiado de sobresaltos, coros eficaces, puentes aburridos, melodías en espiral, derrames de talento, cansancio, frustración e imaginación convertida en pequeños juegos melódicos, que parecen diseñados para mantener la música a flote. Aunque el disco no vuelve jamás a retomar la condensada nube de “Shadow”, las chicas de f(x) hacen todo para crear en Pink Tape un producto capaz de escaparse de sí mismo. La lenta pero infatigable melodía de referencias disco que hay en “Signal” podría, sin mucho esfuerzo, bailarse, pero es en todo sentido preferible no hacerlo, está hecha para habitarse con la cabeza. Tras su salida, los fans de f(x) construyeron un video para esta canción donde, respetando la relativa sobriedad de la melodía, eligen mostrar a Amber, Krystal, Victoria y Luna, pero sin escoger fragmentos donde se les vea interpretar. Todo lo contrario, el video es una dinámica constante de estéticas sobrepuestas una sobre otra a la manera de los collages más impresionantes de la época de Instagram. Aquello puede ser entendido como un gesto bastante definitivo: sería difícil reproducir la acumulación que f(x) pretende en Pink Tape, pero si hay alguna forma de hacerlo será mediante una conjunción de estéticas dispares, no mediante una forma dictada de ser, verse o actuar.
No deja de ser curioso que la canción más convencional del disco, “Goodbye Summer”, sea la que se recarga en instrumentación más tradicional, como una guitarra acústica, ya que todas las composiciones electrónicas vienen cargadas de una resistencia profunda a la estructura simple. “Airplane” y “Toy” son dos canciones hechas de fragmentos aparentemente contradictorios, y cuyo único lazo verdadero es que están pegadas dentro de la misma cinta. De hecho, en todo Pink Tape hay mucho de aquel juego de Paul McCartney en el estudio: tomar un pedazo de cinta y pegarle enseguida otro completamente distinto. Es un arte accesible para todos, pero susceptible a traducir lo convencional en un lenguaje extraño. Hacia el final del álbum, con “Snapshot” y “Ending Page”, tenemos la claridad de haber escuchado en el disco todo aquello que no prometía ser, una incisión en los prejuicios.
El álbum agota mucho de lo que el k-pop debe hacer. Como si las chicas, sus productores y un brazo de aquella maquinaria se hubiesen puesto de acuerdo para sabotear el embalaje por un día, pero sin detener su productividad sino acelerándola hasta estrellarse. Es una de las formas más inteligentes de trabajar con la violencia de la industria: acelerando sus efectos y desperdigándolos por la grabación. Luego comienza el ejercicio de reconstrucción que sólo los mejores productores del mundo, los coreanos, pueden organizar y jerarquizar para que tenga sentido. Wn cierto sentido, Pink Tape es de corte utópico. Dentro de una industria que ha pulverizado al humano hasta dejarlo sin opciones, el álbum prueba que algo puede levantarse con los pedazos de interés genuino que compositores, artistas, productores, estilistas, directores de arte y demás dejaron regados por el suelo mientras participaban en la competencia más brutal posible.
Nota final: recuerdo que en la fiesta descrita al principio pude ver el episodio de f(x) en el absurdo programa de retos: las chicas apenas fallaban.
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