En los capítulos cuarto y quinto de El sueño eterno (1939), de Raymond Chandler, Philip Marlowe intenta dar con la siniestra figura de A.G. Geiger, un librero que ha estado intentando chantajear, con fotografías comprometedoras, al millonario que ha contratado al detective filosófico. En su pesquisa el ojo de Marlowe cataloga y describe lo que parece una librería elegante y acogedora –madera, antigüedades, artículos de colección con toques orientales, asientos de piel–, aunque pronto detecta algo fuera de lugar: una mujer sentada detrás de un escritorio, que “se levantó lentamente y se balanceó hacia mí en un ajustado vestido negro que no reflejaba la luz. Tenía largos muslos y caminaba con un no sé qué que no se veía a menudo en librerías”. Marlowe finge estar buscando la tercera edición de Ben-Hur (“la que tiene la errata en la página 116”) o, en su defecto, “un Chevalier Audubon de 1840 –el set completo, por supuesto”. La especificidad de las preguntas descoloca a la supuesta librera. Y en los dinámicos párrafos subsecuentes, como sabemos, se descubre que la librería es una fachada para un grotesco negocio de renta de pornografía. Marlowe roba un libro “pesado, bien encuadernado, bellamente impreso con tipos móviles, en papel fino. Lleno de fotografías artísticas a página completa. Tanto las fotos como el texto impreso eran de una inmundicia indescriptible”.
Opera aquí, me parece, un cortocircuito que en realidad revela una pulsión bien conocida por los coleccionistas o fetichistas en general. Se juzga una “inmundicia indescriptible” el material pornográfico revisado por Marlowe, con el eco de la mujer de largos muslos, pero al mismo tiempo se da una mirada atenta y apreciativa (tanto al local como a la calidad del encuadernamiento e impresión, etcétera). Es una curiosidad que quizá pueda resultar malsana en ciertos ámbitos de la sociedad –como sabrá cualquier bibliófilo acumulador–, pero que conlleva sus riesgos.
Hace poco, por ejemplo, decidí comprar un libro que encontré en la mesa de novedades de una librería, solamente porque su título me llamó la atención: Asesinato en la librería (2023), de Sue Minix. Estaba retractilado y lo compré por impulso, sin abrirlo. Más tarde me llevé algunas sorpresas. Sue Minix, creía yo, por el nombre, pero también por la portada del libro y mis propios prejuicios, era una autora ¿oriental? No, en realidad Minix es un apellido gaélico (la autora nació en Michigan y ahora vive en el desierto de Nuevo México, como se informa en la solapa). Pero sobre todo creía que el libro encajaría firmemente en ese subgénero del relato criminal, el bibliomisterio. Y algo de eso hay, concedo: en la novela existe una librería, la protagonista escribe novelas de intriga y el crimen está relacionado con un premio literario. Pero, ¡promesas rotas!, el asesinato titular no ocurre en la librería –sino a bordo de un velero, que explota– y el relato es un obvio ir y venir de escenas aburridísimas y previsibles. Es el peor crimen de una novela de este tipo, que supuestamente debe ser un producto de entretenimiento. Me tomó una semana leerla y sólo tiene treinta capítulos (la edición cuenta con apenas 333 páginas). Lo peor es que casi todas las oraciones bien podrían haber salido de generadores de texto. Recuerdo haberme reído en voz alta cuando leí que, en cierto momento, la “atmósfera era tan densa que podría cortarse con un cuchillo”.
Creo que el libro me molestó, además, porque era demasiado caro (más de 500 pesos, en El Péndulo; tal vez me hubiera ido mejor con Asesinato entre libros, de Kate Carlisle, que también puede encontrarse en El Péndulo por 399 pesos). La experiencia de consumo me recordó, también, que la novela negra rara vez puede ser juzgada desde la crítica literaria y en realidad es sujeto de la crítica cultural. Llevo un tiempo intentando dar con relatos de crimen que tratan sobre libros y he acumulado muy pocos. El coleccionista de libros (2015), de Alice Thompson; Los falsificadores (2014), de Bradford Morrow; Death of a Bookseller (1956, aún sin traducir), de Bernard J. Farmer; y Murder by the Book (2021, aún sin traducir), antología de relatos editada por Martin Edwards. ¿Puedo incluir en esta lista El cuchillo –The Blunderer, en el original– de Patricia Highsmith? El antagonista es un desagradable librero de viejo que un mal día decide asesinar a su esposa. ¿Me veo obligado a añadir libros de Pérez-Reverte y Umberto Eco…?
Como ocurre con la novela negra en general, los bibliomisterios pueden encontrarse en lo peor de la industria editorial (con sus momentos sorprendentemente dignos). Al margen de la lectura atenta encuentro interesante una sospecha que se esconde en este subgénero, y que va a contrapelo de una idea extendida hoy en día (que la lectura garantiza empatía u otras virtudes): quienes dedican sus vidas a leer y a los libros pueden ser personas odiosas, cascarrabias y posiblemente peligrosas. Es una idea que comprendo perfectamente, pues paso la mayor parte de mi tiempo entre libros, leyéndolos o vendiéndolos. Y debo decir que sí son, los libros y las librerías, pararrayos de gente extraña. Al respecto varios libreros han escrito diarios y memorias, que son un género en sí mismo y que comentaré en mi próxima entrega. Hay, me temo, una continuidad aquí: el ambiente antiintelectual de nuestros días enfrenta a los libreros a la dura realidad del comercio, y a la fragilidad del interés genuino por las artes. ¿Caldo de cultivo para distintas gradaciones de males mentales, que pueden pasar de la ansiedad al… asesinato perfecto?
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