El siguiente artículo fue publicado el 15 de mayo de 2017 en Quodlibet. El traductor agradece a Giorgio Agamben y a la señora Agnese el permiso para traducir y publicar este material.
Han transcurrido cien años desde que Benjamin, en un ensayo memorable, denunció la miseria espiritual de la vida de los estudiantes berlineses, y exactamente medio siglo desde que un folleto anónimo, difundido en la Universidad de Estrasburgo, expuso este tema con el título La miseria en el ámbito estudiantil, considerada a partir de aspectos económicos, políticos, psicológicos, sexuales y, en particular, intelectuales. Desde entonces, este diagnóstico despiadado no sólo no ha perdido su vigencia sino que se puede decir, sin temor a exagerar, que la miseria –a la vez económica y espiritual– de la condición estudiantil ha crecido de modo incontrolable. Y esta degradación, para un observador atento, resulta más evidente cuando se la intenta ocultar mediante la elaboración de un vocabulario ad hoc, que está entre la esfera empresarial y la nomenclatura del laboratorio científico.
Un indicador de esta falsedad terminológica es el uso en todos los ámbitos de la palabra “investigación” como reemplazo de “estudio”, que evidentemente parece menos prestigiosa. Y la sustitución es tan integral que cabe preguntarse si la palabra, prácticamente desaparecida de los textos académicos, acabará por ser borrada también de la expresión –que ahora suena como una reliquia histórica– “Universidad de los estudios”. En cambio, intentaremos mostrar que el estudio no sólo es un paradigma cognoscitivo superior en todos los aspectos a la investigación, sino que, en el ámbito de las humanidades, el estatuto epistemológico que le corresponde es mucho menos contradictorio que el de la didáctica y la investigación.
Precisamente a causa del término “investigación” resultan particularmente notables los inconvenientes que se derivan de la transferencia irresponsable de un concepto del ámbito científico al de las humanidades. En efecto, el mismo término remite en ambas esferas a perspectivas, estructuras y metodologías totalmente opuestas. La investigación en la ciencia implica, en primer lugar, uso de equipos tan complejos y costosos que no es ni siquiera imaginable que un investigador independiente pueda realizarlos por su propia cuenta; además, incluye encomiendas, normas y programas de investigación que son resultado de la coyuntura generada por necesidades objetivas –por ejemplo, la propagación del cáncer, el curso de nueva tecnología en desarrollo o las necesidades militares– y de intereses correspondientes a las industrias química, informática o bélica. Nada parecido ocurre en las humanidades. Aquí el “investigador”, que se podría definir más propiamente como “estudioso”, sólo necesita bibliotecas y archivos, a los cuales generalmente el acceso es fácil y gratuito (cuando se requiere una cuota de inscripción, resulta irrisoria). En este sentido, las reiteradas protestas por los fondos insuficientes para la investigación (ciertamente escasos) están desprovistas de todo fundamento. Desde luego, los fondos para este tema no son utilizados propiamente para la investigación, sino para participar en conferencias y coloquios que, dada su naturaleza, no tienen ninguna relación con sus equivalentes en la ciencia. Mientras que en ésta se trata de transmitir las novedades más urgentes –no sólo en la teoría sino también, y ante todo, en la validación de experimentos–, nada parecido ocurre en el ámbito humanístico, en el que la interpretación de un pasaje de Plotino o de Leopardi no está vinculada a ninguna urgencia particular. De esta diversidad estructural se desprende también que, mientras en las ciencias las investigaciones más avanzadas suelen ser realizadas por grupos de científicos que trabajan en conjunto, en las humanidades los resultados más innovadores suelen ser obtenidos por estudiosos solitarios, que pasan su tiempo en bibliotecas y no les atrae participar en conferencias.
Si bien esta heterogeneidad sustancial de los dos ámbitos aconsejaría reservar el término investigación a la ciencia, otros argumentos también sugieren retornar las humanidades al estudio que las ha caracterizado durante siglos. A diferencia del término “investigación”, que remite a un viaje en círculo que nunca encuentra el objeto (circare), el estudio, que etimológicamente significa el grado extremo de un deseo (studium), siempre localiza su objeto. En las humanidades la investigación sólo pertenece a una fase temporal del estudio, que concluye una vez identificado su objeto. El estudio es una condición permanente. En todo caso, se puede definir al estudio como el punto donde un deseo de conocimiento alcanza su máxima intensidad y se convierte en una forma de vida: la vida del estudiante o, mejor, del estudioso. Por esto –contrariamente a lo implícito en la terminología académica, donde el estudiante es un grado más bajo que el investigador– el estudio es un paradigma del conocimiento jerárquicamente superior a la investigación, en el sentido de que ésta no puede alcanzar su objetivo si no está animada por un deseo y, una vez alcanzado, no puede sino convivir estudiosamente con él, transformarse en estudio.
Se puede objetar a estas consideraciones que, mientras la investigación siempre tiene en la mira una utilidad concreta, no se puede decir lo mismo del estudio, que en tanto representa una condición permanente y casi una forma de vida, difícilmente puede reivindicar una utilidad inmediata. Aquí es necesario invertir el tópico común, según el cual todas las actividades humanas están definidas por su utilidad. En virtud de este principio, evidentemente las cosas más superfluas se inscriben hoy en un paradigma utilitarista, reconfigurando como necesarias las actividades humanas que siempre se han hecho sólo por puro placer. Debería quedar claro, en efecto, que en una sociedad dominada por la utilidad las cosas inútiles se convierten precisamente en un bien que hay que salvaguardar. A esta categoría pertenece el estudio. De hecho, la condición estudiantil es para muchos la única ocasión de hacer de la experiencia –hoy cada vez más rara– una vida desentendida de fines utilitarios. Por ello la transformación de las escuelas de humanidades en institutos profesionales resulta para los estudiantes un engaño y, a la vez, un desvarío: un engaño, porque no existe ni puede existir una profesión que corresponda a los estudios (ni tampoco a la didáctica, por cierto, cada vez más enrarecida y desacreditada); un desvarío, porque priva a los estudiantes de lo que constituye el sentido más propio de su condición, permitiendo que, incluso antes de ser atrapados por el mercado laboral, vida y pensamiento, unidos en el estudio, se separen en ellos irrevocablemente.
Traducción del italiano de Roberto Bernal
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