En uno de los primeros pasajes de Algo escrito (2012), especie de novela sobre Pier Paolo Pasolini, Emanuele Trevi plantea algo que me obliga a levantar la vista y teclear: “Lo que en las leyendas medievales representaban los mártires cristianos, los ascetas, los grandes pecadores iluminados por la Gracia, lo encarnaban ahora individuos tan excepcionales como Mandelshtam, Céline, Sylvia Plath, Mishima. Thomas Bernhard esperaba que sus vecinas recurrieran a su figura para asustar a los niños: ‘¡Como no te portes bien vendrá el señor Bernhard y te llevará!’. Hoy, en cambio, la máxima aspiración de los escritores es que los padres y los hijos los amen, como a Papá Noel (las escritoras, claro está, aspiran a parecerse a la bruja Befana, pero la vocación de repartidor de regalos es la misma)”.
Me pregunto si el dictamen es justo. Mentira, ni siquiera me lo cuestiono. Trevi reivindica la literatura moderna, su exigencia, la ambición que produjo libros como Petróleo de Pasolini. Y carga contra los modelos narrativos hegemónicos a partir de los años ochenta: “Artista nada modesto, autor de relatos inolvidables como los de Catedral, Carver representa a la perfección el extraordinario cambio que se ha operado. En sus libros, asistimos al desconcertante espectáculo de una literatura que ha dejado de pensar. El único cometido que el escritor se asigna es el de ser un storyteller”. Luego responsabiliza al editor de Carver, Gordon Lish, pero eso es irrelevante para lo que nos ocupa. ¿Qué nos ocupa? Ese dejar de pensar.
Hay un ensayo breve de Mario Montalbetti, incluido en Cualquier hombre es una isla (2014), que considero capital, “La nuestra es una época visual”. Escribe el poeta y lingüista peruano: “El pensamiento existe solamente en la lectura, es decir, en el trabajo de la distancia entre significante y significado”. Cuando esa distancia tiende a cero se recurre a asociaciones fijas, inmutables; es lo que desean el Estado y el mercado, que todo se entienda. ¿Y el arte? Busca el hecho estético, es decir, la apertura del signo que habilita el pensamiento. La evidencia que nos ofrecen la prensa y la mayor parte de los libros que circulan es que se piensa poco, si es que se piensa.
Los escritores de hoy quieren ser comprendidos, lo que los ha llevado a hablar como políticos o profesores. Y a escribir, al menos sus intervenciones en prensa, como funcionarios o asesores de funcionarios. Procuran ser claros y mantener a una distancia mínima significante y significado, evitando giros verbales inventivos capaces de producir ambigüedad. Es muy peligroso dejar espacios donde el lector pueda pensar: podría no estar de acuerdo, o incluso convencerse de no comprar nuestro nuevo libro. ¿Para qué incomodar si se puede emular a Santa Claus, como dice Trevi? Provocador casi profesional, Bernhard quería ser el Coco, pero además escribió Corrección y Tala, el exacto reverso del storytelling que practican lo mismo narradores que publicistas.
Volvamos con Pasolini, en una reseña dedicada a Cien años de soledad: “Tal esfuerzo por simplificar, desdramatizar y poder comunicar todo sin problemas reales, acaba por convertirse en una forma atroz de adular al patrón”. “La primera regla moral de un autor es”, dijo también, “considerar al lector como su igual”. Es decir, alguien capaz de pensar.
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