Aquellos oyentes de rock que leyeron a Fredric Jameson a mediados de los ochenta debieron sentirse desconcertados con su idea de que la producción cultural había entrado en un modo netamente nostálgico. Recordemos, sin ánimo exhaustivo, algunos discos aparecidos en 1984, el año en que la New Left Review publicó el ensayo “El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo avanzado”: Three of a Perfect Pair, de King Crimson; Ocean Rain, de Echo & the Bunnymen; Zen Arcade, de Hüsker Dü; From Her to Eternity, de Nick Cave & the Bad Seeds; Treasure, de Cocteau Twins; Piano Bar, de Charly García; el debut de The Smiths; The Wonderful and Frightening World Of…, de The Fall; Micro-Phonies, de Cabaret Voltaire. El rock se encontraba en la fase final de uno de sus períodos más inventivos, el postpunk, y esta “música de timbre y textura” (Brian Eno) aún estaba preñada de futuro. Se trataba de una vanguardia popular: mientras en la “alta cultura” los lenguajes se entregaban a toda suerte de rituales necrófilos, el rock aún era el vehículo del cambio y, por ello mismo, la banda sonora de las juventudes urbanas de Occidente.
Pero el diagnóstico de Jameson terminó por ser cierto también para el rock, unos lustros después: “El pastiche es, como la parodia, la imitación de una mueca determinada, un discurso que habla una lengua muerta: pero se trata de la repetición neutral de esa mímica, carente de los motivos de fondo de la parodia, desligada del impulso satírico, desprovista de hilaridad y ajena a la convicción de que, junto a la lengua anormal que se toma prestada provisionalmente, subsiste aún una saludable normalidad lingüística”. (Parece que hablara de los repulsivos Oasis.) Sobre este proceso, Simon Reynolds escribió un libro central –Retromanía. La adicción del pop a su propio pasado (2011)– y Mark Fisher hizo lo propio en los ensayos de Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos (2013). Para la tercera década del siglo XXI, como anticiparon diversas tendencias a partir de los noventa, el rock ha abandonado la pulsión de lo nuevo para relacionarse patológicamente con el archivo. Y lo nuevo, se sabe, no se encuentra en los museos.
La distinción jamesoniana entre parodia (moderna) y pastiche (posmoderno) recuerda un pasaje de Kierkegaard que siempre encuentro pertinente: “Reanudación y recuerdo son un mismo movimiento, pero en direcciones opuestas; porque lo que uno vuelve a recordar ha ocurrido: así pues, se trata de una repetición que vuelve hacia atrás; mientras que la reanudación propiamente dicha sería un recuerdo que vuelve hacia adelante”. Hoy tenemos a nuestro alcance el archivo completo del rock, a un par de clics de distancia en casi cualquier sistema de streaming, pero se ha impuesto el saqueo de tumbas sobre la invocación de espectros, que como sabemos por el Marx más hamletiano es la forma de conjurar los futuros perdidos. Shaking the Habitual (2013), de The Knife, fue una de las últimas ocasiones en que sentí, oyendo sus piezas de manera obsesiva, que algo se reanudaba. Pero la realidad es que los oyentes de rock, sobre todo los que no supieron entregarse al goce de la electrónica en los noventa, están más interesados en adquirir los box sets que reafirman las excelencias del pasado que en abrirse a las músicas preferidas por sus hijos, especialmente el hip hop y el reguetón, donde circulan las energías del presente.
Formado decisivamente por la promesa del rock, no ignoro que sus tiempos como fuerza cultural transformadora han pasado. Pero tampoco pienso que sea un campo erosionado por completo. Todos los años aparecen, aquí y allá, brotes que parecen activar potencias dormidas. Uno de los futuros del rock se insinúa en lo que, a falta de un nombre mejor, llamaré pop desopilante. Sus orígenes podrían ubicarse en el Trout Mask Replica (1969) del Captain Beefheart, pero creo que un antecedente más concreto son las grabaciones de Palais Schaumburg, la banda alemana de la primera mitad de los ochenta. A la vez bailables y animadores de ritmos descoyuntados, crearon timbres nacidos de un uso hilarante de la tecnología: en sus manos los aparatos se convierten en una juguetería sónica. Estimo que la política del pop desopilante se sostiene en la voluntad de profanar, de volver a usar lo que se ha sacralizado. Y lo practican, sobre todo, mujeres. Mica Levi, especialmente en sus trabajos con Micachu & the Shapes / Good Sad Happy Bad, es la punta de lanza de eso que ahora sólo alcanza a atisbarse, pero que encontramos en Juana Molina, Tune-Yards, Solex o Raisa K. El futuro del rock, quién lo diría, está lleno de paradójicos gestos dadá.
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