Es particular, la forma en que cada hombre de la expedición mantiene su cara seria antes de darle una fumada al porrito. Bueno, sí, es el último que les queda, y bendito sea quien encuentre a un dealer aquí, tantos miles de kilómetros al otro lado del océano. Tan sólo el idioma.
Pero los nativos hablan el mismo. El explorador con el porro está explicando la verdadera raíz de su problema: debemos pensar en isla. Tiene que estar escondida.
Mi amante está de acuerdo. Se ha atado un sarmiento al tobillo y se va a lanzar por un acantilado al amanecer en doce horas, con tres de los nativos. La guardan en algún lugar, dice, tienen que estar igual de drogados.
O de estúpidos, digo yo.
Todos se vuelven hacia a mí, mi inocencia, y mi feminidad recta, tonta y política se revela una vez más y no hacen ningún comentario, lo peor.
El líder, que fue el último en ver a Rockefeller antes de que los cocodrilos lo atraparan, sugiere que vaya a comer pan en caso de que todavía tenga ganas de vomitar.
Iba a decir que él también comió el pescado, pero bueno. Lo entiendo. Excepto que el pintor de la expedición está sentado con las piernas cruzadas frente a la puerta mirando su mano de pintor en vez de hacerse a un lado. Hago un movimiento para patearlo. El tipo con el sarmiento alrededor del tobillo, mi amante, se encoge de hombros con su c’est la vie tan típico de él.
Doy una patada al pintor.
A través de la ventana hay una revuelta de colores a punto de pudrirse, el mundo en blanco y negro de la noche se filtra en pájaros verdes, flores rojas, cerdos marrón oscuro, el cielo dividido en isleños que se dedican a los asuntos de la bebida y el sexo, y que cuentan historias que no puedo superar: el orgasmo del océano tan fuerte que las olas llegan a la cima de la montaña, las estrellas que caen y asan un cerdo. Sólo he leído traducciones, y para mí los nativos son ilegibles, estampados, sin embargo, con amabilidad, y bailan y pescan mal en barco ahora que nosotros, en el sentido regio, hemos atracado los nuestros y conquistado y, en particular, hemos llegado a documentar a los antedichos.
Soy la chica del sonido de la expedición. El instrumento que manejo les roba las almas de sus tambores, lo de siempre. El resto de la expedición trabaja con las cámaras y se lanza –bueno, uno de ellos– por los acantilados para mostrar a los nativos que nosotros también somos estúpidos, o para degradar su hazaña. Los nativos bailan o pescan cuando les apetece y así las cámaras son introducidas en todas partes, y mi bastón de micrófono también. Curiosamente no nos comen como lo hacían en el dulce pasado. Estos hombres con los que estoy –es extraño, soy la única mujer, los nativos han señalado– se reúnen todas las noches después de que sus cámaras se descomponen o se quedan sin película o se vuelven demasiado pesadas, y fuman y se jactan y planifican el rodaje del día siguiente y cualquier hazaña que sienten que necesitan para amplificar su gran aventura, como si no fuera suficiente hurgar todo el día en la de los nativos.
Atrapada en todo ese humo en cámara lenta, pienso…
luego existo en soledad. El amante con el tobillo atado convierte hacer el amor en un ejercicio. Es largo el camino a casa y a la corta relación que tuvimos antes de venir aquí. Los otros en la expedición tienen un poco de curiosidad sobre tal arreglo. Yo soy mejor callada así que cuando hablo se asombran, el perro puede bailar, etc. Debería estar sentada al lado del amante drogado y sostener su ¿qué?
Pateo al pintor de nuevo.
Liberada por fin de la habitación llena de humo, prácticamente bailo. Me gustaría bailar como los nativos o con ellos, con sexo en cada giro, pero mis rodillas no me dan.
Al final de mi paseo en la oscuridad el suelo se calienta, la hojarasca de coco y sus hojas se ha vuelto mucho más delgada y los nativos que están delante me hacen señas de advertencia con linternas. Hay una fosa que termina con una larga zanja, donde hay una fila de cadáveres de perros al humo. Todos los oficiales en la multitud alrededor de los perros ahumados están muy alegres. Los perros siempre corren hacia la carretera, dice el primer-ministro-también-bombero, ofreciéndome un trago. La seguridad pública, me dice, es primordial.
El jefe supremo de algún lugar de África, le digo, es asfixiado para que no muera de muerte natural.
Dice que deben asfixiar a estos jefes en la cama, implicando con su sonrisa que no es una mala manera de morir. Yo le devuelvo la sonrisa porque ¿qué más? Acepto un trago, media cáscara de coco llena de leche y licor. El asado huele muy bien, pero pienso en Fido, todos los pequeños Fidos, tan tontamente domésticos. El primer ministro pregunta: ¿Por qué no se está filmando esto?
Yo podría decir que nadie va a salir corriendo de su estupor inducido por las drogas para un ritual de seguridad pública. La escena de todos modos apenas está encendida: el fuego ondulante y las antorchas de fuego, las baterías de las linternas en parpadeo. Me sorprende cuando el pintor aparece para pedir su propia copa de coco de licor.
¿Estás listo para partir mañana? ¿Todo empacado?, le pregunto.
De alguna manera Gauguin nunca se fue, dice.
Pongo los ojos en blanco, aunque sólo en mi cerebro.
Después del salto de mañana, la expedición se irá volando, todos menos yo y el amante. Si el amante vive, por supuesto. Me refiero al amante como “el” para poner distancia entre mi miedo a que muera y su miedo a que lo deje. Me matarás si me dejas, dice. Antes de que lo pueda matar se va a morir con esa cosa del tobillo. Después de que el resto de la expedición se vaya, debemos filmar la vida íntima de los nativos.
El pintor dice que percibe mis dificultades con la vida íntima. En su experiencia, dice, una isla las magnifica. Cuanto más pequeña es la isla…
Pone su brazo alrededor de mi hombro. Toda mi ingenuidad se me mete en la boca, no sólo la saliva del miedo de que alguien haya notado la manipulación de mi amante, confirmando que está sucediendo, y no del miedo que este pintor me esté tratando de ligar para su propio placer, ya que ninguna nativa lo ha acompañado a su habitación de hotel, a pesar de las invitaciones, o eso dice. ¿Sabía usted, le digo, que estas flores –le sacudo el brazo en el acto de señalar– son más fragantes por la noche, pero no tienen néctar y engañan a sus polinizadores?
Siempre hay dos lados de una historia, se ríe. Tengo una habitación libre en casa, por ejemplo.
Si algo soy es leal, no soy nadie si dejo a alguien. ¿Quiero matar al amante? Todavía no tengo moretones. Lo que respondo al pintor no es el agradecimiento por decir algo.
Camino de regreso.
En un instante es la una de la madrugada. Los hombres excepto uno apuntan con sus lentes a los tres nativos y al de nuestro equipo, todos atados con un sarmiento. ¿Caerá la preocupación al acantilado con el amante? A él no le importa que yo esté preocupada. Podría importarle menos. Está allí, bien puesto y drogado, con franchipanes en una corona alrededor de su cabeza. Lo suficientemente fragante, da dos pasos y salta sobre el acantilado.
Su tobillo ni siquiera está torcido.
Entonces el avión sale volando con el pintor dentro, un animal en el cielo que huye de las cenizas de lo que asó a los perros, más o menos, mi infiel traducción.
¿A qué le soy tan fiel? A la aventura. Soy tan mala como el resto. ¿Qué hizo el amante meses después para provocar esa carta que envié al pintor que luego me envió un telegrama, ofreciendo de nuevo una salida? ¿Escribí “Ayuda” en un pedazo de papel y lo puse en una botella? Lo que recuerdo es que la lluvia de la isla obligó a las ratas a entrar en el dormitorio.
Ahora quiero contar el final de la historia sobre cómo me enteré de que el amante había muerto tantas décadas después, tres años después de que el cáncer se lo llevó, cómo se negó al tratamiento, cómo de todas formas no tenía dinero ni seguro. Todos esos años no pagó impuestos ni alquiler, no tenía tarjeta de seguridad social ni correo electrónico ni factura de gas. La viuda con la que nunca se casó hizo que sus hijos pusieran su cuerpo en el asiento trasero de un coche prestado y luego condujeron por la noche a otro estado donde cavaron un agujero. Él le dijo que la despertaría de su sueño para el resto de su vida si no seguía sus órdenes. Perseguir, dijo, de la forma en que me lo dijo a mí.
Traducción del inglés de Mauricio Ruiz
Publicado originalmente en la revista Guernica, octubre de 2017
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