En el prólogo que nos recibe a las puertas de Huesera (2022), la maternidad guadalupana vigila desde lo alto, protectora pero amenazante cual ogresa filantrópica, a las feligresas que acuden a pedir o pagar favores y mandas divinas. Estamos en Ocuilán, en el municipio del Ahuehuete, un avispero fervoroso y vecino del santuario del Señor de Chalma, dominado por la efigie imponente de una Virgen María dorada y descomunal. A ella acude Valeria (Natalia Solián), no por devoción propia sino empujada por su madre (Aída López) y su tía (Mercedes Hernández) a rogar por una fertilidad que, a ojos ajenos, la realice y le dé sentido como mujer.
A juicio de sus parientes –incluyendo su esposo Raúl (Alfonso Dosal)– Valeria muestra varias anomalías veladas que sólo podrían corregirse con la maternidad: se dedica a la carpintería, muestra desinterés por sus sobrinos o por cualquier otro infante y carece de instinto para los cuidados maternales, lo que, desde la mirada familiar, no constituye un mero rasgo de personalidad sino una especie de disfunción. Entre risas, cuentan que la única vez que cargó a un bebé lo dejó caer por las escaleras.
Sea por intercesión guadalupana o, más probablemente, por el dinero invertido en clínicas de fertilidad, Valeria queda embarazada y recibe el diagnóstico con una reacción sintomática: fumando a escondidas para controlar la ansiedad, antes de compartir lo que para todo su entorno debería ser una buena noticia. Pero ¿deseaba ella ese resultado? Sin saberlo a ciencia cierta, Valeria empieza a percibir cambios que tienen poco que ver con antojos, olores o mareos: visiones en crescendo que van desde arañas –¿preñadas como ella?– hasta el aparente suicidio de una vecina lanzándose por la ventana. Cuando siente temor o aprensión se multiplica en su cabeza el sonido de huesos tronando y quebrándose como varas de leña seca, fracturándose en astillas y saliendo de la piel.
En esa zona fecunda del cine de espantos que es el horror corporal abundan ejemplos de maternidades atribuladas por el encuentro con una maldad sin nombre; después de todo, una gestación implica ya un arco narrativo perfecto con prólogo, desencadenante, desarrollo de un personaje, riesgos, transformación, clímax y coda. Pero pocos relatos, entre los que destacan Alien (Ridley Scott, 1979, más secuelas) y, ante todo, El bebé de Rosemary (Roman Polanski, 1968), resultan eficaces al narrar embarazos de alto riesgo en donde la semilla del mal viene de dentro del cuerpo y no como algo externo o alienante. En el cine reciente una curiosa corriente de horror autoral bordea este terreno: las maternidades descritas por El legado del diablo (Ari Aster, 2018), Dulces sueños, mamá (Veronika Franz y Severin Fiala, 2014) o Babadook (Jennifer Kent, 2014) bastan como ejemplo.
Pero al menos dos elementos llamativos distinguen a Huesera de este reducido grupo de cine sobre horrores maternales. El primero es que la ópera prima de Michelle Garza Cervera esté coescrita por ella y la novelista Abia Castillo, fotografiada por Nur Rubio Sherwell, editada por Adriana Martínez, diseñada por Ana Bellido. Que todas las cabezas de departamento en la producción sean mujeres no es anecdótico ni condicionante ideológico ni pago de cuotas. Es, más bien, una explicación certera de la honestidad, la autoridad y la precisión con la que los horrores de Huesera describen el asfixiante peso cultural que la maternidad ejerce sobre las mujeres, incluso (o incluso más) cuando no son madres; un tipo de angustia interna que poco tiene que ver con entidades malignas, inframundos o leyendas, pero que el equipo encabezado por Garza Cervera sabe dibujar a través de símbolos sincréticos, visiones, pesadillas e imaginarios dantescos porque no están hablando de espectros ni demonios sino de otro tipo de miedo íntimo. Así, la eficacia de su relato reside en que su mirada y su voz narrativa nos hablan en primera persona.
En este sentido, la segunda mitad de Huesera es aún más interesante en tanto se interna en los sincretismos, usos y costumbres de los cultos asociados a los vínculos entre maternidad, divinidad, fertilidad y sufrimiento. Son figuras de profunda raíz regional que lo mismo aparecen en la virgen argentina de Luján, la Yemanyá brasileña, la Oshún yoruba y especialmente en Guadalupe, la Tonantzin mexicana que abre y cierra las visiones de la película, así como en sus muchas ascendencias prehispánicas: la Coyolxauhqui, Coatlicue, Ixchel, Tlazoltéotl y, por supuesto, la Llorona, cuya ánima en pena por haber renunciado a la maternidad al ahogar a sus hijos recorre como un espectro anónimo algunas de las escenas más tensas y dramáticas de Huesera.
Impresiona la naturalidad y el buen ritmo con los que Michelle Garza Cervera y la fotografía de Rubio dosifican la aparición de estas señales asociativas, desde la mitología de la madre araña y sus telares hasta el leitmotiv de los huesos crujientes que despiertan intuiciones distintas, todas eficaces: desde las ramas muertas de un bosque vacío hasta la apertura brutal de una pelvis en parto. Todo ello sin perder nunca el centro más tenso del relato, que resulta ser el realista: el hundimiento progresivo de Valeria en sus relaciones de pareja –con Raúl, pero también con una amante de juventud (Mayra Batalla)–, con el juicio silencioso de su familia, con su hermana (Sonia Couoh) y, ante todo, con su propia identidad.
En tanto la cronología del cine mexicano de horror ha sido intermitente, sus obras señeras desde El fantasma del convento (1934) hasta los clásicos de Carlos Enrique Taboada, Guillermo del Toro o Juan López Moctezuma semejan más un archipiélago de islas distantes que una tradición en forma. En el boom tétrico de años recientes se mezclan géneros e influencias dispares que van de la ciencia ficción a la distopía, el falso documental o el gore sin tapujos, pero la película de Michelle Garza Cervera, junto a Vuelven (2017) de Issa López, despunta como el trabajo más inteligente al usar las claves del cine de horror como puente para describir miedos más profundos, silenciados y universales.
Si hay una tradición con la cual Huesera puede dialogar en confianza es más literaria que fílmica, porque de entre sus sombras y espantos llegan olores de narradoras como la zacatecana Amparo Dávila o la tapatía Guadalupe Dueñas, maestras a la vez marginadas y marginales de lo extraño en quienes las oscuridades de lo femenino adoptan formas insospechadas y perturbadoras, que bien podrían ser una gota de sangre, un frasco, la tela de araña formada por un huevo después de una limpia o un juguete colgante de madera que, entre colores, animales y melcocha infantil, encierra el más profundo de los terrores.
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