Somos nuestra memoria. Somos también el legado genético y el pasado familiar y cultural. Pero seleccionamos los episodios del pasado que guardamos e interpretamos reiteradamente, aquellos que nos intrigan o en los que nos reconocemos, y no siempre sabemos por qué esos y no otros son los que dejan su impronta en nuestras vidas.
Myriam Moscona ha escrito la novela León de Lidia en episodios autobiográficos, sueños, ensoñaciones y fantasías de la memoria que cobran sentido porque juntos son la exploración de una condición humana, la suya. “En la galería de figuras simbólicas, siempre encontramos un ritmo, una cadencia”, escribe al final de un capítulo. Ella encuentra cadencia y sentido en narraciones breves que van articulándose en su presente de mujer sexagenaria que carga el dolor de la orfandad del padre a los siete años y vuelve a gozar la dulzura de los momentos de íntima comprensión con su madre, muerta también en su juventud; o bien halla el origen de su rebeldía en los desencuentros con su agria abuela Victoria y la ilusión de libertad en el amor adúltero de una tía abuela a quien no llegó a conocer.
La indagación del pasado familiar en viajes a Bulgaria en lugares, documentos y fotografías; las citas en judeoespañol, el idioma que hablaban sus abuelas, a quienes vuelve a referirse en este libro, y la propia necesidad de la autora de recuperar su legado enlazan este libro con Tela de sevoya (2012). No obstante, en tanto esa primera novela –un relato híbrido– comunica el duelo por una lengua que está desapareciendo –y la autora recupera para sí– y describe las circunstancias en que la familia se asentó en México, recordando la diáspora de la comunidad judía de Bulgaria y el exterminio en la vecina Tesalónica, el tono y sentido de este nuevo mosaico de relatos es distinto. No se trata de una continuación, sino de una obra que nace de la genuina necesidad de honrar a sus muertos y comprender cómo se tejen los recuerdos que nos dan identidad.
En su búsqueda literaria Myriam Moscona da con el nombre de una poeta de la región de sus padres, Ekaterina Yosifova, quien lleva el apellido de su línea materna. De uno de los pocos poemas que encuentra en la red captura este verso: “Los días se deshacen como nubes”, que recurrirá en su relato dando sentido al hilado y deshilado de recuerdos en el viaje breve de la vida. La autora carga de intención la coincidencia.
Una fotografía de un grupo numeroso de hombres con sombrero y portafolios aparece sin ninguna lógica entre las páginas de un diario de la tante Blanche, reprobada por su conducta. Los hombres miran en la misma dirección. Más adelante una amiga le cuenta un episodio en que, con una acción inexplicable, convoca la mirada de los hombres de una oficina frente a la ventana de su hotel; a la narradora esta anécdota le da pie para comprender aquella imagen y su lugar en el cuaderno de la tía.
En otros momentos se pregunta por la adicción de su padre al cigarro, y narra un sueño en que no se explica por qué, además, él usa guantes. Se infiere una culpa. Su hermano le dice que la organización a la que perteneció se llamaba Fatherland. Se entrevista luego con Yoshi, un anciano que fue compañero de su padre en la resistencia, quien le cuenta cómo éste ordenó la muerte de un joven nazi. Así vamos descubriendo su busca del padre, quien a su vez defendió la patria. La autora y protagonista encuentra testimonios, ata cabos, ve señales y valora las coincidencias. La memoria es una creación de la imaginación, pero se funda en lo real, aquello que no puede reducirse a la interpretación: la muerte, la orfandad.
Las amigas y los encuentros fortuitos son mojones que permanecen en la memoria y se convierten en buscapiés. Dos amigas de la madre quedaron en Europa, una fue paciente de Jung. Un anciano a quien conoce en unos baños fue vecino de Freud. El psicoanálisis ronda los sueños, la comunicación con los muertos y el sentido de la memoria, pero nunca toma el centro de estos relatos.
¿Es verdad lo que guardamos en la memoria? ¿Dejan huella nuestros sueños? Leer esta novela entrañable nos da algunas respuestas. El “León de Lidia” es el grabado de la primera moneda que circuló en el mundo, acuñada en una nación que dejó de existir hace muchos siglos. En un museo de Estambul hay un ejemplar, un objeto material que evidencia ese reino extinto. Este libro es el objeto cifrado que hace patentes los episodios de una memoria íntima, la de una escritora de origen sefardí que tiene su león y su lidia. Su ilación de sueños y de las anécdotas de sus muertos nos permiten indagar en nuestra condición humana, porque somos memoria.
Myriam Moscona, León de Lidia, Tusquets, México, 2022
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