Dos libros recientes permiten evocar una de las exposiciones verdaderamente importantes de los últimos tiempos: …y luego se tornará resquicio, de Luis Felipe Ortega, pudo visitarse en el Museo Amparo de Puebla entre febrero y mayo del año pasado. Sus planteamientos se extienden ahora en papel, lo mismo a través del catálogo de la muestra que del artefacto editorial Sin título (Contra la verdad de la fotografía). Ambos documentos certifican la condición de artista-pensador de Ortega, que utiliza los medios a su alcance no tanto para exponer ideas, mucho menos temas, como para abrir un espacio a la interrogación, un diálogo entre las artes visuales, la literatura, la filosofía, la antropología o el cine.
El trabajo de Luis Felipe Ortega (Ciudad de México, 1966) es un continuo, como puede comprobar cualquiera que revise su trayectoria. Hay motivos y formas que se exploran a lo largo de los años, gestos y preocupaciones que emergen una y otra vez. De los territorios abiertos por el conceptualismo, el minimalismo o el neoconcretismo ha surgido una de las búsquedas más consistentes del arte contemporáneo mexicano. El espectador reconoce en sus piezas algunos rasgos: el rigor y la precisión, cierto aspecto enigmático, la presencia puntual del color en un ambiente dominado por blancos, negros, grises. Hubo muchos negros en …y luego se tornará resquicio, por cierto, pero todos eran distintos, comenzando por el del cubo inmenso que recibía a los visitantes en el vestíbulo del Museo Amparo, Espacio abierto. “Si la pieza no provoca una crisis, sólo hay un fragmento de la experiencia”, declaró en esta revista.
Sin título (Contra la verdad de la fotografía) recupera un notable ensayo inédito de Sergio González Rodríguez, con una introducción de María Virginia Jaua. Se trata de reflexionar, a través de tres separatas reunidas en una carpeta, sobre el estatuto contemporáneo de la fotografía, que aquí se plantea como “urdimbre de indicios culturales, nunca un expediente de verdad”. La frase del escritor, desaparecido hace más de un lustro, permite afinar la mirada para acercarse al tercer cuadernillo de la edición: la reproducción de una serie de imágenes intervenidas que formaron parte de …y luego se tornará resquicio. Son, sin excepción, invitaciones a pensar con los ojos. Impresas en papel algodón a través de la técnica piezográfica –lo que las acerca a la pintura, debido al uso de pigmentos naturales–, de un metro de alto por metro y medio de ancho, las fotografías son ritmadas por líneas de acrílico que obligan a mirar al sesgo los paisajes mostrados. Fundamentalmente queda al desnudo la representación, el marco a través del cual miramos, ya sea una pantalla de video, una persiana o la sala de un museo. Los títulos implican, al devolver la vista a las piezas, una dimensión adicional: la del tiempo retenido en la imagen.
…y luego se tornará resquicio fue una exposición sobre el horizonte y el espacio, sobre el cuerpo y su relación con el presente, entre otras nociones. El campo bidimensional del libro no puede ni quiere reproducir la experiencia del visitante del museo, pero la propuesta editorial implica, antes que un registro (también lo es), un nuevo recorrido por los motivos de la muestra. Las Varillas a la pared, que en los muros del Museo Amparo se desplegaban como un dibujo tridimensional, son aquí un principio genético: líneas que se van sumando, entrecruzándose, que pasan de emular una notación a producir una textura, la saturación del grafito en Horizonte invertido, donde una nueva línea, esta vez blanca, rasga la superficie como un rayo de luz. Luego vienen las superficies densas, los pasillos oscuros, el horizonte que se tambalea en una pantalla, además de los textos esclarecedores del curador Daniel Montero y la artista Magali Lara. Hay además un escrito de Luis Felipe Ortega, redactado con la lucidez que caracteriza a su trabajo crítico.
Mucho puede decirse sobre la experiencia que significó …y luego se tornará resquicio, evocada por las ediciones que nos ocupan. Me concentraré, sin embargo, en su aspecto político. La cuestión es el cuerpo en el espacio, aquí y ahora. El espectador que recorría las salas inevitablemente hacía uso de su cuerpo: Espacio cerrado, un volumen negro suspendido en el techo de una de las salas, implicaba inclinarse, agacharse, sentir la imposibilidad de percibir su forma íntegramente. No hay horizonte. La verdad habita en el fondo del túnel, por su parte, produce en quien se interna una sustracción beckettiana: uno está solo con el sonido de los pies que pisan vidrio, aventurándose en la oscuridad. ¿Cuál es la verdad, aquí? ¿La penumbra del trayecto o el resplandor que nos espera al regreso? La luminosidad puede ser una metáfora, pero es también una experiencia corporal concreta, como sabe quien entró en A propósito del borde de las cosas, un espacio que primero descoloca para, luego de unos segundos, mostrar una ranura que permite ver el exterior. Es el horizonte, y es distinto para cada par de ojos abiertos a la luz.
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