viernes, 31 de enero de 2025

La comunidad del naufragio

Un momento de Herida fecunda me persigue hasta la almohada. Sandra Lorenzano niña y su padre atestiguan una oquedad en el tiempo: “Allí, a la orilla del río, estaba mi termómetro de la situación. Allí fui con papá una noche a tirar un par de valijas cargadas de libros que la ignorancia, la prepotencia y la intolerancia de los distintos gobiernos militares habían prohibido. Siempre habían estado escondidos”. Y miró ella, como se mira por primera vez la ruina, los libros en el agua de la noche y la lejanía: Lorca, Camus, Silva Herzog. Libros como peces que mueren en su elemento. El exilio comienza antes de mover el cuerpo de lugar.

Para Lorenzano el destierro es como un naufragio, y en Herida fecunda (Páginas de Espuma, 2024) se pregunta: ante la catástrofe ¿qué salvar del equipaje? Por eso en estos ensayos breves la imagen de la maleta –que aparece desde la portada– es metáfora y memoria. Las páginas son en sí mismas la respuesta a esa pregunta, pues la autora ha decidido salvar poemas, canciones, fotografías, palabras, relatos que combaten la soledad de a quien le es arrebatada su tierra. Una soledad que atraviesa, gracias a la literatura, los mapas y las décadas, y se transforma en materia de invocación.

La escritora argenmex, ganadora del XV Premio Málaga de Ensayo, se arroja a la búsqueda de otras voces que, como ella, tuvieron que partir a la fuerza para salvarse, hasta que de su lenguaje quedara sólo una estela. Y es justo de ese rastro último del que se sostiene para entretejer comunidades con las que abre una conversación en este libro. Ahí están María Zambrano, Cristina Peri Rossi, Alaíde Foppa, Juan Gelman, Raúl Zurita… Dice Lorenzano: “No sé si toda la gente cuando vuelve de viaje se pregunta dónde está su hogar. Para mí es un leit motiv del regreso”. Quizá por eso vuelve a la poesía, porque ahí encuentra su lugar seguro.

Sandra Lorenzano

En Herida fecunda también resuena la obra de artistas contemporáneos que amplían el horizonte del duelo y del desarraigo, construyendo un espacio donde las palabras y las imágenes convergen para narrar lo indecible, para sostener lo que queda cuando todo lo demás se ha perdido, pero también para resignificarlo. Una de las obras que me resultan más significativas es la de Lucila Quieto, Ensayo fotográfico, en la que sobrepone su figura a las fotografías proyectadas de su padre, asesinado por la dictadura militar argentina.

Un ejercicio similar ha hecho Lorenzano en estos ensayos: colocarse al lado de aquellos que llevan consigo un vacío como el suyo, para hacerlo menos denso y acaso crear una memoria colmada de suturas. “¿Qué salvaríamos…? La pregunta vuelve una y otra vez. Me obsesionan las imágenes del equipaje de los migrantes: mochilas, maletas, bultos sobre la cabeza. Lo útil. Lo amado. Lo que alcanzamos a guardar a último momento. Pregunto: ¿Qué trajeron? ¿Con qué llegaron?”.

Pienso en Herida fecunda como un punto de encuentro, más que en la reunión de nombres, con un pasado de lejanías. Un punto de encuentro en el que no sólo está en juego la reinvención de un lenguaje –palabras que se dislocan: matria, saudade, regreso, azar–, sino también la posibilidad de que lo íntimo se vuelva colectivo.

Una sola cosa parece dar momentos de alivio a la autora: el deseo. La apuesta de Peri Rossi (“de todas las catástrofes, incluida el exilio, nos salva la libido”) abraza las palabras de Lorenzano, con un profundo sentido de reivindicación, de tal modo que la piel se vuelve el principio vital de este diálogo. Cartas, notas y mensajes a la mujer amada abren esa puerta que reconfigura la identidad, incluso cuando el exilio ha fracturado todo lo demás: “Sólo amándote a ti vuelvo a amar la vida” / “Y tú me aceptas como si hubieras estado esperádome”.

Sandra Lorenzano no sólo reconstruye las heridas del exilio, sino que nos recuerda que en cada pérdida habita también la posibilidad de un reencuentro: con las palabras, con las memorias, con otros y otras. Con una comunidad que sobrevive a cuestas del olvido y la lejanía, y que es la literatura y el arte lo que devuelve el pulso. ¿Qué salvar en el naufragio sino esos fragmentos que pueden convertirse en el refugio más humano: uno tejido con lenguaje, amor y resistencia?

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La comunidad del naufragio

Un momento de Herida fecunda me persigue hasta la almohada. Sandra Lorenzano niña y su padre atestiguan una oquedad en el tiempo: “Allí, a la orilla del río, estaba mi termómetro de la situación. Allí fui con papá una noche a tirar un par de valijas cargadas de libros que la ignorancia, la prepotencia y la intolerancia de los distintos gobiernos militares habían prohibido. Siempre habían estado escondidos”. Y miró ella, como se mira por primera vez la ruina, los libros en el agua de la noche y la lejanía: Lorca, Camus, Silva Herzog. Libros como peces que mueren en su elemento. El exilio comienza antes de mover el cuerpo de lugar.

Para Lorenzano el destierro es como un naufragio, y en Herida fecunda (Páginas de Espuma, 2024) se pregunta: ante la catástrofe ¿qué salvar del equipaje? Por eso en estos ensayos breves la imagen de la maleta –que aparece desde la portada– es metáfora y memoria. Las páginas son en sí mismas la respuesta a esa pregunta, pues la autora ha decidido salvar poemas, canciones, fotografías, palabras, relatos que combaten la soledad de a quien le es arrebatada su tierra. Una soledad que atraviesa, gracias a la literatura, los mapas y las décadas, y se transforma en materia de invocación.

La escritora argenmex, ganadora del XV Premio Málaga de Ensayo, se arroja a la búsqueda de otras voces que, como ella, tuvieron que partir a la fuerza para salvarse, hasta que de su lenguaje quedara sólo una estela. Y es justo de ese rastro último del que se sostiene para entretejer comunidades con las que abre una conversación en este libro. Ahí están María Zambrano, Cristina Peri Rossi, Alaíde Foppa, Juan Gelman, Raúl Zurita… Dice Lorenzano: “No sé si toda la gente cuando vuelve de viaje se pregunta dónde está su hogar. Para mí es un leit motiv del regreso”. Quizá por eso vuelve a la poesía, porque ahí encuentra su lugar seguro.

Sandra Lorenzano

En Herida fecunda también resuena la obra de artistas contemporáneos que amplían el horizonte del duelo y del desarraigo, construyendo un espacio donde las palabras y las imágenes convergen para narrar lo indecible, para sostener lo que queda cuando todo lo demás se ha perdido, pero también para resignificarlo. Una de las obras que me resultan más significativas es la de Lucila Quieto, Ensayo fotográfico, en la que sobrepone su figura a las fotografías proyectadas de su padre, asesinado por la dictadura militar argentina.

Un ejercicio similar ha hecho Lorenzano en estos ensayos: colocarse al lado de aquellos que llevan consigo un vacío como el suyo, para hacerlo menos denso y acaso crear una memoria colmada de suturas. “¿Qué salvaríamos…? La pregunta vuelve una y otra vez. Me obsesionan las imágenes del equipaje de los migrantes: mochilas, maletas, bultos sobre la cabeza. Lo útil. Lo amado. Lo que alcanzamos a guardar a último momento. Pregunto: ¿Qué trajeron? ¿Con qué llegaron?”.

Pienso en Herida fecunda como un punto de encuentro, más que en la reunión de nombres, con un pasado de lejanías. Un punto de encuentro en el que no sólo está en juego la reinvención de un lenguaje –palabras que se dislocan: matria, saudade, regreso, azar–, sino también la posibilidad de que lo íntimo se vuelva colectivo.

Una sola cosa parece dar momentos de alivio a la autora: el deseo. La apuesta de Peri Rossi (“de todas las catástrofes, incluida el exilio, nos salva la libido”) abraza las palabras de Lorenzano, con un profundo sentido de reivindicación, de tal modo que la piel se vuelve el principio vital de este diálogo. Cartas, notas y mensajes a la mujer amada abren esa puerta que reconfigura la identidad, incluso cuando el exilio ha fracturado todo lo demás: “Sólo amándote a ti vuelvo a amar la vida” / “Y tú me aceptas como si hubieras estado esperádome”.

Sandra Lorenzano no sólo reconstruye las heridas del exilio, sino que nos recuerda que en cada pérdida habita también la posibilidad de un reencuentro: con las palabras, con las memorias, con otros y otras. Con una comunidad que sobrevive a cuestas del olvido y la lejanía, y que es la literatura y el arte lo que devuelve el pulso. ¿Qué salvar en el naufragio sino esos fragmentos que pueden convertirse en el refugio más humano: uno tejido con lenguaje, amor y resistencia?

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‘Yanhuitlán’, ficción arquitectónica

La tierra roja de la Mixteca, partida en rebanadas para dar paso a la carretera, multiplica y distorsiona el alto sol de enero. A lo lejos aparece el campanario de una iglesia y mi guía, Julio César, interrumpe lo que me va contando para decir parcamente: “Eso es Yanhuitlán”.

A una hora y media de la ciudad de Oaxaca, en el municipio de Nochixtlán, está el pueblo de Yanhuitlán, regido por usos y costumbres. Presume el templo más alto de la Mixteca: una iglesia construida por los dominicos sobre un templo prehispánico en el siglo XVI, con un órgano del XVII al que todavía le arrancan conciertos de música sacra. El ex convento adosado a la iglesia alberga un museo de sitio y, ocasionalmente, una exposición colectiva de arte popular de la región, pero desde octubre del año pasado exhibe una muestra de pintura atípica para aquel pueblo: Yanhuitlán, del artista Jerónimo Rüedi (Mendoza, Argentina, 1981).

Rüedi planeó la exposición a partir del espacio del ex convento. Las paredes, de más de un metro de ancho, tejen una continuidad entre las once piezas tanto como el paisaje alrededor. No sorprende que los habitantes de la comunidad hayan acudido a la inauguración y recibido la obra con entusiasmo: sin hacer concesiones fáciles, la pintura de Rüedi ofrece muchas entradas, desde las insinuaciones figurativas (ruedas, insectos de luz, carreteras apenas bosquejadas) hasta la paleta de color, que juega con el tono de la paredes del ex convento, pero también con las zonas de sombra de las escaleras y con el paisaje que se asoma por las ventanas, abrasado y con pinceladas de verde.

Jerónimo Rüedi

Vista de la exposición Yanhuitlán, de Jerónimo Rüedi. Fotografía: Ramiro Chaves. Cortesía de Nordenhake

La serie de once piezas que compone Yanhuitlán sugiere un trabajo sobre la ficción, como si Rüedi sobrepusiera una idea del lugar al lugar mismo. Preservadas por varias capas de resina, las escenas de los cuadros se nos ofrecen a la distancia, como si las viéramos entre las brumas del sueño o la leyenda. Así, el Yanhuitlán de Rüedi coincide casi con el Yanhuitlán de la Mixteca, pero hay un desfase entre ambos.

Un mes antes de viajar a Yanhuitlán estuve en la casa de William Faulkner, en Oxford (Mississippi), y ahí, colgando en una las paredes del estudio del escritor, había un mapa de Yoknapatawpha, ese condado ficticio que Faulkner construyó morosamente, más como personaje que como escenario de su ficción. En Oaxaca, confrontado por la obra de Rüedi, sentí un eco de aquel mapa. Y es que en la pintura de Jerónimo Rüedi aparecen trazos que parecen aludir a sitios específicos pero, como sucede con los códices, esos espacios nos resultan a menudo inaccesibles, bien porque la simbología no es transparente o bien porque no están ubicados totalmente sobre la Tierra, sino en un plano intermedio donde la ficción o el mito tienen tanta influencia como la erosión del viento.

En las piezas de mayor formato, y en especial en El sueño de un perro (2024), la pintura de Rüedi dialoga con las formas arquitectónicas, pero los espacios no se muestran en su literalidad habitable, sino distorsionados en escala y perspectiva por el ejercicio imaginario de ponerse en el lugar de una especie otra (en este caso, el perro del título). Es decir que en Yanhuitlán se actualiza esa aspiración de Jakob Von Uexküll, filósofo y pionero de la ecología que, en su célebre Andanzas por los mundos circundantes de los animales y los hombres (1934), quiso imaginar cómo se percibía el mundo desde la mirada y la sensibilidad de una garrapata.

Jerónimo Rüedi

El sueño de un perro (2024), de Jerónimo Rüedi, en la exposición Yanhuitlán. Fotografía: Ramiro Chaves. Cortesía de Nordenhake

Los títulos de Jerónimo Rüedi apuntan a veces a una inestabilidad, a una confusión del sujeto y lo que observa. En Hacia (2024) se intuye un trayecto imposible, como si fuera la representación gráfica (y onírica) de una de las aporías de Zenón de Elea. En La ascensión (2024), quizá la pieza más espiritual de la muestra (y me disculpo por la vaguedad del adjetivo, pero no encuentro otro y no creo andar desencaminado al usar ese), tenemos la sensación de que la materia con la que Rüedi trabaja no es el pigmento sino la luz y la naturaleza. Y, pensándolo bien, algo hay en Yanhuitlán que rima con las cianotipias de Anna Atkins, que aprendió a capturar el alma de las plantas al grabarlas con luz sobre la piel fotosensible del papel.

Yanhuitlán supone un salto hacia adelante en la carrera, de por sí promisoria, de Jerónimo Rüedi. Sin ceder a las tendencias más bobaliconas de la figuración rediviva, ni poner en escena una nueva sátira del expresionismo abstracto, el artista transita en un terreno liminal, con préstamos de Cy Twombly pero también de Xul Solar o Man Ray. Rüedi es un fotógrafo de los primeros, de esos alquimistas que prometían captar a los espectros en las sesiones espiritistas. En este caso, el espectro que habita sus cuadros es el de una región (la Mixteca) y un espacio (el ex convento) donde la violencia colonial quiere convivir con el silencio místico.

Jerónimo Rüedi

Vista de la exposición Yanhuitlán, de Jerónimo Rüedi. Fotografía: Ramiro Chaves. Cortesía de Nordenhake

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‘Yanhuitlán’, ficción arquitectónica

La tierra roja de la Mixteca, partida en rebanadas para dar paso a la carretera, multiplica y distorsiona el alto sol de enero. A lo lejos aparece el campanario de una iglesia y mi guía, Julio César, interrumpe lo que me va contando para decir parcamente: “Eso es Yanhuitlán”.

A una hora y media de la ciudad de Oaxaca, en el municipio de Nochixtlán, está el pueblo de Yanhuitlán, regido por usos y costumbres. Presume el templo más alto de la Mixteca: una iglesia construida por los dominicos sobre un templo prehispánico en el siglo XVI, con un órgano del XVII al que todavía le arrancan conciertos de música sacra. El ex convento adosado a la iglesia alberga un museo de sitio y, ocasionalmente, una exposición colectiva de arte popular de la región, pero desde octubre del año pasado exhibe una muestra de pintura atípica para aquel pueblo: Yanhuitlán, del artista Jerónimo Rüedi (Mendoza, Argentina, 1981).

Rüedi planeó la exposición a partir del espacio del ex convento. Las paredes, de más de un metro de ancho, tejen una continuidad entre las once piezas tanto como el paisaje alrededor. No sorprende que los habitantes de la comunidad hayan acudido a la inauguración y recibido la obra con entusiasmo: sin hacer concesiones fáciles, la pintura de Rüedi ofrece muchas entradas, desde las insinuaciones figurativas (ruedas, insectos de luz, carreteras apenas bosquejadas) hasta la paleta de color, que juega con el tono de la paredes del ex convento, pero también con las zonas de sombra de las escaleras y con el paisaje que se asoma por las ventanas, abrasado y con pinceladas de verde.

Jerónimo Rüedi

Vista de la exposición Yanhuitlán, de Jerónimo Rüedi. Fotografía: Ramiro Chaves. Cortesía de Nordenhake

La serie de once piezas que compone Yanhuitlán sugiere un trabajo sobre la ficción, como si Rüedi sobrepusiera una idea del lugar al lugar mismo. Preservadas por varias capas de resina, las escenas de los cuadros se nos ofrecen a la distancia, como si las viéramos entre las brumas del sueño o la leyenda. Así, el Yanhuitlán de Rüedi coincide casi con el Yanhuitlán de la Mixteca, pero hay un desfase entre ambos.

Un mes antes de viajar a Yanhuitlán estuve en la casa de William Faulkner, en Oxford (Mississippi), y ahí, colgando en una las paredes del estudio del escritor, había un mapa de Yoknapatawpha, ese condado ficticio que Faulkner construyó morosamente, más como personaje que como escenario de su ficción. En Oaxaca, confrontado por la obra de Rüedi, sentí un eco de aquel mapa. Y es que en la pintura de Jerónimo Rüedi aparecen trazos que parecen aludir a sitios específicos pero, como sucede con los códices, esos espacios nos resultan a menudo inaccesibles, bien porque la simbología no es transparente o bien porque no están ubicados totalmente sobre la Tierra, sino en un plano intermedio donde la ficción o el mito tienen tanta influencia como la erosión del viento.

En las piezas de mayor formato, y en especial en El sueño de un perro (2024), la pintura de Rüedi dialoga con las formas arquitectónicas, pero los espacios no se muestran en su literalidad habitable, sino distorsionados en escala y perspectiva por el ejercicio imaginario de ponerse en el lugar de una especie otra (en este caso, el perro del título). Es decir que en Yanhuitlán se actualiza esa aspiración de Jakob Von Uexküll, filósofo y pionero de la ecología que, en su célebre Andanzas por los mundos circundantes de los animales y los hombres (1934), quiso imaginar cómo se percibía el mundo desde la mirada y la sensibilidad de una garrapata.

Jerónimo Rüedi

El sueño de un perro (2024), de Jerónimo Rüedi, en la exposición Yanhuitlán. Fotografía: Ramiro Chaves. Cortesía de Nordenhake

Los títulos de Jerónimo Rüedi apuntan a veces a una inestabilidad, a una confusión del sujeto y lo que observa. En Hacia (2024) se intuye un trayecto imposible, como si fuera la representación gráfica (y onírica) de una de las aporías de Zenón de Elea. En La ascensión (2024), quizá la pieza más espiritual de la muestra (y me disculpo por la vaguedad del adjetivo, pero no encuentro otro y no creo andar desencaminado al usar ese), tenemos la sensación de que la materia con la que Rüedi trabaja no es el pigmento sino la luz y la naturaleza. Y, pensándolo bien, algo hay en Yanhuitlán que rima con las cianotipias de Anna Atkins, que aprendió a capturar el alma de las plantas al grabarlas con luz sobre la piel fotosensible del papel.

Yanhuitlán supone un salto hacia adelante en la carrera, de por sí promisoria, de Jerónimo Rüedi. Sin ceder a las tendencias más bobaliconas de la figuración rediviva, ni poner en escena una nueva sátira del expresionismo abstracto, el artista transita en un terreno liminal, con préstamos de Cy Twombly pero también de Xul Solar o Man Ray. Rüedi es un fotógrafo de los primeros, de esos alquimistas que prometían captar a los espectros en las sesiones espiritistas. En este caso, el espectro que habita sus cuadros es el de una región (la Mixteca) y un espacio (el ex convento) donde la violencia colonial quiere convivir con el silencio místico.

Jerónimo Rüedi

Vista de la exposición Yanhuitlán, de Jerónimo Rüedi. Fotografía: Ramiro Chaves. Cortesía de Nordenhake

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jueves, 30 de enero de 2025

La era del doble y la guerra contra la realidad

En el servicio religioso después de la toma de posesión del segundo período presidencial de Donald Trump ocurrió algo inédito: Mariann Budde, obispa de la Diócesis Episcopal de Washington, pidió misericordia con los migrantes y la comunidad LGBT+. Horas después recibió una reprimenda presidencial, además de una solicitud de disculpa. Los numerosos seguidores del presidente de Estados Unidos acusaron a la religiosa de difundir un mensaje contrario a la fe; los más radicales le enviaron amenazas de muerte. ¿En qué momento la misericordia o, en todo caso, la empatía se volvió algo negativo? No es un incidente aislado.

En años recientes hemos visto resquebrajarse el consenso social. Un sector se transformó en una especie de doble que niega los derechos humanos y la visión de la realidad construida, por ejemplo, por medio de la ciencia. El cambio climático no es tal, dicen los que habitan el mundo que niega y amenaza con suplantar al nuestro, es sólo “alarmismo climático” que no amerita ninguna medida de emergencia. La desigualdad no es algo que se deba combatir, pues es un proceso deseable para que las sociedades prosperen. Los millonarios no deben pagar impuestos, al contrario, su riqueza debe ser aún mayor para beneficio de todos. No hay ni hubo limpieza étnica contra la población árabe en Gaza; a pesar de lo que digan la ONU y sus expertos, los únicos agresores son los musulmanes, que quieren la destrucción de Israel. Hay, es claro, una visión maniquea en este tipo de creencias, pero también la construcción de una realidad que se opone a aquello que, creemos, es el “sentido común”.

Naomi Klein, autora del célebre ensayo La doctrina del shock (2007), se interna en el tema del doble en su reciente libro Doppelgänger. Un viaje al mundo del espejo (2023; Paidós). La activista canadiense explora no sólo el auge de la ultraderecha y sus ideas reaccionarias, sino la avalancha de irrealidad que vivimos, en la cual todo tiene cabida sin importar la lógica más elemental. El punto de partida es otra Naomi de apellido Wolf con la que Klein era confundida en redes sociales y presentaciones de libros. Wolf se volvió una estrella del movimiento antivacunas en Estados Unidos durante los años del covid. Escritora de artículos y libros de corte feminista, pronto fue una invitada regular en War Room, el popular podcast de Steve Bannon, el principal ideólogo de Trump durante su primera campaña rumbo a la Casa Blanca. En particular se volvió un referente para el sector de la sociedad estadounidense fanática de las teorías de la conspiración. De ser personajes aislados, los escépticos de la realidad se articularon en la derecha de ese país, que explota los miedos y la inconformidad de una población que busca vengarse de enemigos a modo: inmigrantes, feministas, ecologistas, izquierdistas, científicos, académicos, entre muchos otros.

¿En qué momento se pervirtió el sentido de la realidad y, por ende, se degradó la búsqueda de soluciones políticas para las numerosas crisis actuales? Klein aborda el problema a través del doble, el Doppelgänger que se parece mucho a nosotros pero es una suerte de sombra que amenaza con diluir los límites entre ficción y realidad. El doble que, según la tradición, sirve como antesala de una tragedia, también es un ente fuera de control que siembra discordia en nuestro nombre, como ocurre en la novela Los elíxires del diablo de E.T.A. Hoffmann, publicada a inicios del siglo XIX. En ella el doble maligno de un monje, Fray Medardo, funciona como una fuerza que nació de la egolatría del religioso. Occidente y el mundo global, particularmente países como Estados Unidos, fragmentó su realidad a partir de la desigualdad económica que, a su vez, acabó con casi cualquier elemento de cohesión social, como explica el filósofo Michael Sandel en El descontento democrático (1996). La pandemia del covid sólo aceleró las fallas estructurales de muchos países por medio del aislamiento, el individualismo y el abandono gubernamental ante una emergencia que cobró la vida de millones de víctimas en el mundo.

La sombra explorada por Naomi Klein es representada lo mismo por los trumpistas que tomaron el Capitolio en enero de 2021 que por aquellos que decidieron mirar a otro lado mientras el colapso social y ecológico se cierne sobre nosotros, particularmente las poblaciones del Sur Global. Ante esta crisis y la pérdida del futuro, Klein describe cómo la irrealidad ha surgido del otro lado del espejo alterando la lógica en la que vivíamos y, peor aún, convirtiendo a los victimarios en víctimas. Esto se pudo ver cuando el movimiento antivacunas en Estados Unidos y Canadá –formado generalmente por blancos de clase media– se apropió de las consignas de las minorías raciales en el siglo XX, intentando convertirse a sus partidarios en mártires. La idea de que un puñado de genios malignos –Bill Gates, George Soros y compañía– mueve los hilos a partir de un plan perfectamente diseñado oculta la naturaleza caótica del capitalismo terminal. Según la visión de Klein la gente ha decidido ignorar esta incómoda realidad sumergiéndose en un mundo paralelo –el mundo del espejo– en el que el cambio está en uno mismo, así como en las fantasías que vende una sociedad de consumo volcada al narcisismo. Esta sensación de urgencia sin salida clara, apuntalada por las redes sociales y la fragmentación de la información, provoca que el pánico sea cosechado por la clase dirigente ofreciendo chivos expiatorios.

Uno de los dobles más inquietantes es el de la identidad judía, herencia de Naomi Klein. La construcción del Estado de Israel por medio del despojo de la población árabe de Palestina creó una sombra que amenaza con devorar al judaísmo. En este caso la víctima atraviesa el espejo y se convierte en victimario. El caos provocado hace que las soluciones más tentadoras sean las que promueven el sometimiento a un Estado autoritario, como ha sucedido con los gobiernos reaccionarios israelíes. Una posible resistencia es, como afirma la autora al final de Doppelgänger, conservar la lucidez e interpretar el mundo sin resbalar a ese otro universo en donde viven nuestros dobles y los de la sociedad; dobles que ejercen una peligrosa atracción pues ofrecen soluciones fáciles y apelan a los instintos más elementales, que abren espacios al odio, la disolución social y la violencia.

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La era del doble y la guerra contra la realidad

En el servicio religioso después de la toma de posesión del segundo período presidencial de Donald Trump ocurrió algo inédito: Mariann Budde, obispa de la Diócesis Episcopal de Washington, pidió misericordia con los migrantes y la comunidad LGBT+. Horas después recibió una reprimenda presidencial, además de una solicitud de disculpa. Los numerosos seguidores del presidente de Estados Unidos acusaron a la religiosa de difundir un mensaje contrario a la fe; los más radicales le enviaron amenazas de muerte. ¿En qué momento la misericordia o, en todo caso, la empatía se volvió algo negativo? No es un incidente aislado.

En años recientes hemos visto resquebrajarse el consenso social. Un sector se transformó en una especie de doble que niega los derechos humanos y la visión de la realidad construida, por ejemplo, por medio de la ciencia. El cambio climático no es tal, dicen los que habitan el mundo que niega y amenaza con suplantar al nuestro, es sólo “alarmismo climático” que no amerita ninguna medida de emergencia. La desigualdad no es algo que se deba combatir, pues es un proceso deseable para que las sociedades prosperen. Los millonarios no deben pagar impuestos, al contrario, su riqueza debe ser aún mayor para beneficio de todos. No hay ni hubo limpieza étnica contra la población árabe en Gaza; a pesar de lo que digan la ONU y sus expertos, los únicos agresores son los musulmanes, que quieren la destrucción de Israel. Hay, es claro, una visión maniquea en este tipo de creencias, pero también la construcción de una realidad que se opone a aquello que, creemos, es el “sentido común”.

Naomi Klein, autora del célebre ensayo La doctrina del shock (2007), se interna en el tema del doble en su reciente libro Doppelgänger. Un viaje al mundo del espejo (2023; Paidós). La activista canadiense explora no sólo el auge de la ultraderecha y sus ideas reaccionarias, sino la avalancha de irrealidad que vivimos, en la cual todo tiene cabida sin importar la lógica más elemental. El punto de partida es otra Naomi de apellido Wolf con la que Klein era confundida en redes sociales y presentaciones de libros. Wolf se volvió una estrella del movimiento antivacunas en Estados Unidos durante los años del covid. Escritora de artículos y libros de corte feminista, pronto fue una invitada regular en War Room, el popular podcast de Steve Bannon, el principal ideólogo de Trump durante su primera campaña rumbo a la Casa Blanca. En particular se volvió un referente para el sector de la sociedad estadounidense fanática de las teorías de la conspiración. De ser personajes aislados, los escépticos de la realidad se articularon en la derecha de ese país, que explota los miedos y la inconformidad de una población que busca vengarse de enemigos a modo: inmigrantes, feministas, ecologistas, izquierdistas, científicos, académicos, entre muchos otros.

¿En qué momento se pervirtió el sentido de la realidad y, por ende, se degradó la búsqueda de soluciones políticas para las numerosas crisis actuales? Klein aborda el problema a través del doble, el Doppelgänger que se parece mucho a nosotros pero es una suerte de sombra que amenaza con diluir los límites entre ficción y realidad. El doble que, según la tradición, sirve como antesala de una tragedia, también es un ente fuera de control que siembra discordia en nuestro nombre, como ocurre en la novela Los elíxires del diablo de E.T.A. Hoffmann, publicada a inicios del siglo XIX. En ella el doble maligno de un monje, Fray Medardo, funciona como una fuerza que nació de la egolatría del religioso. Occidente y el mundo global, particularmente países como Estados Unidos, fragmentó su realidad a partir de la desigualdad económica que, a su vez, acabó con casi cualquier elemento de cohesión social, como explica el filósofo Michael Sandel en El descontento democrático (1996). La pandemia del covid sólo aceleró las fallas estructurales de muchos países por medio del aislamiento, el individualismo y el abandono gubernamental ante una emergencia que cobró la vida de millones de víctimas en el mundo.

La sombra explorada por Naomi Klein es representada lo mismo por los trumpistas que tomaron el Capitolio en enero de 2021 que por aquellos que decidieron mirar a otro lado mientras el colapso social y ecológico se cierne sobre nosotros, particularmente las poblaciones del Sur Global. Ante esta crisis y la pérdida del futuro, Klein describe cómo la irrealidad ha surgido del otro lado del espejo alterando la lógica en la que vivíamos y, peor aún, convirtiendo a los victimarios en víctimas. Esto se pudo ver cuando el movimiento antivacunas en Estados Unidos y Canadá –formado generalmente por blancos de clase media– se apropió de las consignas de las minorías raciales en el siglo XX, intentando convertirse a sus partidarios en mártires. La idea de que un puñado de genios malignos –Bill Gates, George Soros y compañía– mueve los hilos a partir de un plan perfectamente diseñado oculta la naturaleza caótica del capitalismo terminal. Según la visión de Klein la gente ha decidido ignorar esta incómoda realidad sumergiéndose en un mundo paralelo –el mundo del espejo– en el que el cambio está en uno mismo, así como en las fantasías que vende una sociedad de consumo volcada al narcisismo. Esta sensación de urgencia sin salida clara, apuntalada por las redes sociales y la fragmentación de la información, provoca que el pánico sea cosechado por la clase dirigente ofreciendo chivos expiatorios.

Uno de los dobles más inquietantes es el de la identidad judía, herencia de Naomi Klein. La construcción del Estado de Israel por medio del despojo de la población árabe de Palestina creó una sombra que amenaza con devorar al judaísmo. En este caso la víctima atraviesa el espejo y se convierte en victimario. El caos provocado hace que las soluciones más tentadoras sean las que promueven el sometimiento a un Estado autoritario, como ha sucedido con los gobiernos reaccionarios israelíes. Una posible resistencia es, como afirma la autora al final de Doppelgänger, conservar la lucidez e interpretar el mundo sin resbalar a ese otro universo en donde viven nuestros dobles y los de la sociedad; dobles que ejercen una peligrosa atracción pues ofrecen soluciones fáciles y apelan a los instintos más elementales, que abren espacios al odio, la disolución social y la violencia.

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miércoles, 29 de enero de 2025

La fábrica de contenido gratuito

A finales del año pasado varios medios retomaron los resultados de un (supuesto) estudio, según el cual en un día promedio de 2024 se publicó más música que durante todo el año 1989. El dato fue casi automáticamente interpretado con optimismo, como señal del saludable estado del “ecosistema” (o cualquier otro eufemismo para aludir a un entorno de producción). La fábrica de música entrega cuentas que hacen salivar a sus dueños. ¿Cómo puede ser esto, si los obreros reciben la remuneración proporcionalmente más baja en la historia de la música?

De inicio es necesario tomar con cautela ese cálculo, considerando que la fuente fue Will Page, quien alguna vez tuvo el puesto de economista en jefe de Spotify. Más si resulta útil para sustentar el discurso de las discográficas trasnacionales y las mayores plataformas de streaming, quienes repiten, cada vez que tienen ocasión, que nunca ha sido tan barato hacer música y que las oportunidades de “monetizarla” son más accesibles que nunca: la competencia por la atención puede redundar en ganancias impredecibles, invirtiendo muy poco. Esto, por supuesto, sirve de coartada implícita para justificar que las plataformas paguen cada vez menos por la música con la que se enriquecen sus ejecutivos y sus accionistas. Incluso que no paguen en absoluto, como hace Spotify con más del 80% de la música que pone el sitio a disposición de sus usuaries.

Sea o no exacta esa proporción monumental, es indiscutible que los lanzamientos discográficos se suceden a un ritmo vertiginoso. Que esto sea un hecho positivo depende de lo que espera cada persona, como escucha o como integrante de la cadena industrial de este ramo (y de si se piensa la música, en primer término, como una industria y sus aspectos estéticos se consideran algo incidental). Las razones tal vez no sean tan distintas de las que dan los multimillonarios del sector digital (aunque menos magnificadas): la popularización de herramientas más accesibles para hacer música y la multiplicación de canales, en entornos digitales, para publicarla a bajo costo. Se espera, además, que esta frecuencia se acelere, a medida que se desarrollen programas y aplicaciones que faciliten, aun más, los procesos para la creación de piezas.

Durante unas semanas tensas se especuló que la amenaza de desaparición que pendía sobre TikTok en el territorio estadounidense afectaría de forma irreparable la economía de este entorno, especialmente los ingresos de artistas emergentes. Se decía que la facilidad con que se podían difundir las canciones en esa aplicación, que cuenta con alrededor de 170 millones de personas usuarias en ese país, había hecho de ella una plataforma insustituible para que aquéllas llegaran a su público, eliminando la mediación de representantes y empresas, con la posibilidad siempre latente de viralizarse y entregar a sus autorxs a los brazos de las multinacionales y sus contratos millonarios. Este cuento de hadas de la movilidad social se disuelve al contrastarlo con las evidencias documentadas de las altas cifras que cobran influencers por incluir ciertas canciones en sus videos, en una modalidad de campaña publicitaria que es análoga a la infame payola. Como siempre, las mayores oportunidades económicas estaban del lado de quienes ya contaban con recursos, en primer lugar.

Como se sabe, la desaparición de esta red social en territorio estadounidense fue conjurada (de acuerdo con las apariencias, debido a un acuerdo con el presidente entrante), y el mercado musical, supuestamente, respiró tranquilo, aunque las condiciones materiales de la mayoría de quienes hacen la música permanezcan igual, de una forma u otra. De hecho algunas de las alternativas que se habían planteado al hueco económico que habría dejado aquel cese de operaciones apuntaban a trazar canales de exposición similares a los perdidos, a partir de la fuga de usuaries a otras plataformas ya existentes. Esta limitación de alcances se extiende a la de organizaciones emergentes de músicos independientes (sobre todo en países de alto ingreso promedio), en apariencia opuestas a los modelos de explotación de las plataformas pero con un programa que apunta al reformismo de bajo impacto: poco más que exigir que las empresas del sector digital paguen mayores tarifas, en vez de poner la mira en la construcción de estructuras autónomas como, por ejemplo, plataformas gestionadas de forma colectiva.

La paradoja de la proliferación masiva de la música publicada y los pagos históricamente bajos a sus autorxs puede resultar incomprensible si se piensa en los términos de la economía previa al surgimiento de los medios digitales, que han reconfigurado varias de las formas de producción y los medios para recolectar las ganancias, sin modificar los fundamentos del capitalismo y favoreciendo la concentración de la riqueza en menos manos. De hecho, como explica Ian Alan Paul en The Reticular Society (2024), esta forma de la economía, nueva aunque no tanto, representa una fase superior, acelerada, de este sistema. De acuerdo con el autor afincado en Barcelona, Internet ha provocado el surgimiento de una sociedad más conectada y, a la vez, más atomizada. Las posibilidades de comunicación y enlaces, incontables, no han resultado en una mayor capacidad de organización para las clases trabajadoras, sino en una amplificación y profundización de la vigilancia, por parte de quienes detentan los medios, que es utilizada para una optimización de los procesos y una aceleración de los procesos productivos.

El saldo de una Internet corporativa ha sido el de un mayor control de la mano de obra. La hiperconexión ha provocado, en palabras de Paul, una “separación digital y una integración en red” que fractura las oportunidades de colaboración entre pares de clase, hasta aislar a los individuos. La fragmentación alcanza incluso el ámbito interior: hay una escisión entre las distintas esferas de la subjetividad. Un mismo acto en esta red puede implicar una dimensión clientelar, una laboral y representar, a la vez, una forma de mercancía. Por eso categorizar este entorno económico como un tecnofeudalismo (un término que se escucha con demasiada frecuencia estos días) es, a la vez, impreciso e insuficiente: se trata de una forma de explotación más honda y multifactorial. The Reticular Society ayuda a comprender la multiplicidad, tan aludida, de las personas usuarias de Internet, que somos a la vez empleadas y clientes, además de que nuestra atención y tiempo en línea adquiere valor comercial.

Para quienes hacen música ésta se vuelve, bajo este esquema, “contenido” que debe producirse, a un ritmo cada vez mayor. No han sido pocas las ocasiones en que Daniel Ek, en alguna conferencia de prensa u ocasión similar, se dirige a este gremio como si estuviera integrado por sus empleades (aunque, de nuevo, la mayoría sin sueldo) y les ha instado a producir cada vez con mayor velocidad. No parece que este modelo de explotación, con dimensiones ya de por sí absurdas, vaya a dejar de profundizarse pronto, sino al contrario, atendiendo a las señales de la muy evidente alianza de las mayores cabezas del sector digital con el nuevo presidente estadounidense y fuerzas de la ultraderecha europea. La misma Spotify donó 1.7 millones de coronas suecas al festejo por la toma de posesión del hombre naranja.

Volviendo a la supuesta sobreproducción de “contenido” respecto a 1989, se trata de un escenario que depende de una definición cerrada de la música y de su publicación. Se dice que los lanzamientos discográficos en aquel año requerían, por lo general, una inversión mayor y una infraestructura más compleja para grabarlos, producirlos y distribuirlos. Pero se trata de un enfoque problemático: siempre ha sido barato hacer ciertas formas de música (debe recordarse no toda se ha hecho en estudios que deben rentarse por cientos o miles de dólares al día, ni siquiera en 1989) y las vías por las que puede salir al mundo son más variadas que las contempladas por la Asociación de Industrias de la Grabación (RIIA) estadounidense. En especial, no toda ella debe convertirse necesariamente en contenido para las megaplataformas.

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La fábrica de contenido gratuito

A finales del año pasado varios medios retomaron los resultados de un (supuesto) estudio, según el cual en un día promedio de 2024 se publicó más música que durante todo el año 1989. El dato fue casi automáticamente interpretado con optimismo, como señal del saludable estado del “ecosistema” (o cualquier otro eufemismo para aludir a un entorno de producción). La fábrica de música entrega cuentas que hacen salivar a sus dueños. ¿Cómo puede ser esto, si los obreros reciben la remuneración proporcionalmente más baja en la historia de la música?

De inicio es necesario tomar con cautela ese cálculo, considerando que la fuente fue Will Page, quien alguna vez tuvo el puesto de economista en jefe de Spotify. Más si resulta útil para sustentar el discurso de las discográficas trasnacionales y las mayores plataformas de streaming, quienes repiten, cada vez que tienen ocasión, que nunca ha sido tan barato hacer música y que las oportunidades de “monetizarla” son más accesibles que nunca: la competencia por la atención puede redundar en ganancias impredecibles, invirtiendo muy poco. Esto, por supuesto, sirve de coartada implícita para justificar que las plataformas paguen cada vez menos por la música con la que se enriquecen sus ejecutivos y sus accionistas. Incluso que no paguen en absoluto, como hace Spotify con más del 80% de la música que pone el sitio a disposición de sus usuaries.

Sea o no exacta esa proporción monumental, es indiscutible que los lanzamientos discográficos se suceden a un ritmo vertiginoso. Que esto sea un hecho positivo depende de lo que espera cada persona, como escucha o como integrante de la cadena industrial de este ramo (y de si se piensa la música, en primer término, como una industria y sus aspectos estéticos se consideran algo incidental). Las razones tal vez no sean tan distintas de las que dan los multimillonarios del sector digital (aunque menos magnificadas): la popularización de herramientas más accesibles para hacer música y la multiplicación de canales, en entornos digitales, para publicarla a bajo costo. Se espera, además, que esta frecuencia se acelere, a medida que se desarrollen programas y aplicaciones que faciliten, aun más, los procesos para la creación de piezas.

Durante unas semanas tensas se especuló que la amenaza de desaparición que pendía sobre TikTok en el territorio estadounidense afectaría de forma irreparable la economía de este entorno, especialmente los ingresos de artistas emergentes. Se decía que la facilidad con que se podían difundir las canciones en esa aplicación, que cuenta con alrededor de 170 millones de personas usuarias en ese país, había hecho de ella una plataforma insustituible para que aquéllas llegaran a su público, eliminando la mediación de representantes y empresas, con la posibilidad siempre latente de viralizarse y entregar a sus autorxs a los brazos de las multinacionales y sus contratos millonarios. Este cuento de hadas de la movilidad social se disuelve al contrastarlo con las evidencias documentadas de las altas cifras que cobran influencers por incluir ciertas canciones en sus videos, en una modalidad de campaña publicitaria que es análoga a la infame payola. Como siempre, las mayores oportunidades económicas estaban del lado de quienes ya contaban con recursos, en primer lugar.

Como se sabe, la desaparición de esta red social en territorio estadounidense fue conjurada (de acuerdo con las apariencias, debido a un acuerdo con el presidente entrante), y el mercado musical, supuestamente, respiró tranquilo, aunque las condiciones materiales de la mayoría de quienes hacen la música permanezcan igual, de una forma u otra. De hecho algunas de las alternativas que se habían planteado al hueco económico que habría dejado aquel cese de operaciones apuntaban a trazar canales de exposición similares a los perdidos, a partir de la fuga de usuaries a otras plataformas ya existentes. Esta limitación de alcances se extiende a la de organizaciones emergentes de músicos independientes (sobre todo en países de alto ingreso promedio), en apariencia opuestas a los modelos de explotación de las plataformas pero con un programa que apunta al reformismo de bajo impacto: poco más que exigir que las empresas del sector digital paguen mayores tarifas, en vez de poner la mira en la construcción de estructuras autónomas como, por ejemplo, plataformas gestionadas de forma colectiva.

La paradoja de la proliferación masiva de la música publicada y los pagos históricamente bajos a sus autorxs puede resultar incomprensible si se piensa en los términos de la economía previa al surgimiento de los medios digitales, que han reconfigurado varias de las formas de producción y los medios para recolectar las ganancias, sin modificar los fundamentos del capitalismo y favoreciendo la concentración de la riqueza en menos manos. De hecho, como explica Ian Alan Paul en The Reticular Society (2024), esta forma de la economía, nueva aunque no tanto, representa una fase superior, acelerada, de este sistema. De acuerdo con el autor afincado en Barcelona, Internet ha provocado el surgimiento de una sociedad más conectada y, a la vez, más atomizada. Las posibilidades de comunicación y enlaces, incontables, no han resultado en una mayor capacidad de organización para las clases trabajadoras, sino en una amplificación y profundización de la vigilancia, por parte de quienes detentan los medios, que es utilizada para una optimización de los procesos y una aceleración de los procesos productivos.

El saldo de una Internet corporativa ha sido el de un mayor control de la mano de obra. La hiperconexión ha provocado, en palabras de Paul, una “separación digital y una integración en red” que fractura las oportunidades de colaboración entre pares de clase, hasta aislar a los individuos. La fragmentación alcanza incluso el ámbito interior: hay una escisión entre las distintas esferas de la subjetividad. Un mismo acto en esta red puede implicar una dimensión clientelar, una laboral y representar, a la vez, una forma de mercancía. Por eso categorizar este entorno económico como un tecnofeudalismo (un término que se escucha con demasiada frecuencia estos días) es, a la vez, impreciso e insuficiente: se trata de una forma de explotación más honda y multifactorial. The Reticular Society ayuda a comprender la multiplicidad, tan aludida, de las personas usuarias de Internet, que somos a la vez empleadas y clientes, además de que nuestra atención y tiempo en línea adquiere valor comercial.

Para quienes hacen música ésta se vuelve, bajo este esquema, “contenido” que debe producirse, a un ritmo cada vez mayor. No han sido pocas las ocasiones en que Daniel Ek, en alguna conferencia de prensa u ocasión similar, se dirige a este gremio como si estuviera integrado por sus empleades (aunque, de nuevo, la mayoría sin sueldo) y les ha instado a producir cada vez con mayor velocidad. No parece que este modelo de explotación, con dimensiones ya de por sí absurdas, vaya a dejar de profundizarse pronto, sino al contrario, atendiendo a las señales de la muy evidente alianza de las mayores cabezas del sector digital con el nuevo presidente estadounidense y fuerzas de la ultraderecha europea. La misma Spotify donó 1.7 millones de coronas suecas al festejo por la toma de posesión del hombre naranja.

Volviendo a la supuesta sobreproducción de “contenido” respecto a 1989, se trata de un escenario que depende de una definición cerrada de la música y de su publicación. Se dice que los lanzamientos discográficos en aquel año requerían, por lo general, una inversión mayor y una infraestructura más compleja para grabarlos, producirlos y distribuirlos. Pero se trata de un enfoque problemático: siempre ha sido barato hacer ciertas formas de música (debe recordarse no toda se ha hecho en estudios que deben rentarse por cientos o miles de dólares al día, ni siquiera en 1989) y las vías por las que puede salir al mundo son más variadas que las contempladas por la Asociación de Industrias de la Grabación (RIIA) estadounidense. En especial, no toda ella debe convertirse necesariamente en contenido para las megaplataformas.

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martes, 28 de enero de 2025

Pedro Juan Gutiérrez: la escritura machacante

Una pregunta repetida y constante, quizás apenas formulada de maneras distintas aunque dirigida siempre a lo mismo: ¿y usted cómo escribe? Pedro Juan Gutiérrez la refería, inicialmente, al ejercicio físico de tomar la pluma, a si el escritor trabajaba a mano o se iba directo a la máquina de escribir. Porque lo otro, lo del estilo y el método y los temas y la inteligencia y lo que viene de dentro ya lo sabía o lo imaginaba. Y lo cotejaba en sus entrevistas para Bohemia, Revolución y Cultura, La Gaceta de Cuba, Habanera y Marcha (Uruguay). Quizás intuía que la forma siempre va ligada al fondo, y viceversa. ¿Qué hace un periodista sino espejearse desde de sus preguntas?

Durante años un editor pidió a Gutiérrez que desempolvara sus trabajos periodísticos, sus crónicas y esas entrevistas que hizo a Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Angela Davis, Juan Gelman. El cubano respondía que no, que eso ya había quedado atrás. Ya ni siquiera le interesa ejercer como reportero ni columnista, sino dedicarse de lleno a la literatura. Ha llegado a los 75 años este 27 de enero y lo que lo mueve son sus cuentos, sus poemas visuales, su propio tiempo. Además de escritor y periodista ha sido vendedor de helados, kayakista, boxeador, cortador de caña, soldado. “Los años no pasan en vano”, dice en una llamada desde la isla. Otra frase que repite varias veces es “llevaba una vida muy intensa”. No sólo se refiere a los oficios, sino al esfuerzo propio de escribir.

A los siete ya era un gran lector, a los 13 un cinéfilo, a los 20 había firmado que sería escritor. En el punto más intenso de su trabajo en los medios, Pedro Juan Gutiérrez dobleteó para sacar su gran libro, Trilogía sucia de La Habana (Anagrama, 1998), por el que algunos le llegaron a llamar “el Bukowski cubano”. Mientras en sus entrevistas preguntaba sobre el papel de la televisión ante la prensa escrita, la Guerra Fría y la caída del socialismo en Europa del Este, en el papel dedicado a la literatura dejaba la historia de Pedro Juan, alter ego desde el que habló de lo marginal y lo que la revolución había quedado a deber en Cuba.

Pedro Juan Gutiérrez

30 años después de publicadas sus entrevistas y su trilogía, hay cosas que no han cambiado en la isla, en el mundo. Pedro Juan Gutiérrez buscó entre sus archivos y encontró algunas crónicas y entrevistas que aún conservan validez. “No da para un libro de 500 páginas, pero algo es algo. Yo creo que sí, que esto tiene una atmósfera interesante, y es como una memoria”, dice el autor. Los textos que tanto le había pedido el editor finalmente se compilaron en Escritores peligrosos y otros temas, editado por Aquelarre Ediciones a finales de 2023. Hay otras cosas que sí cambiaron. Pedro Juan, por ejemplo, ya escribe directamente en la computadora sin necesidad de pasar por su borradores en papel. 

Cuando tenías estas entrevistas, ahora publicadas en Escritores peligrosos, ¿sabías que esos temas podrían resonar 30 años después? ¿O habrá sido, por decir algo, una casualidad?

No, no en absoluto. Yo llevaba una vida muy intensa como periodista. Trabajaba mucho, viajaba mucho por aquí en Cuba y también por el exterior. Y lo que pensaba era lo que estaba haciendo en el momento, ¿sabes?, no en el futuro. Las escribí para publicarlas la semana próxima, y ya. Eso era todo.

¿Y a la distancia cómo las lees?

“Yo llevaba una vida muy intensa como periodista. Trabajaba mucho, viajaba mucho por aquí en Cuba y también por el exterior. Y lo que pensaba era lo que estaba haciendo en el momento, ¿sabes?, no en el futuro”.

Realmente las leí y me extrañé un poco porque eran entrevistas pensadas no para revistas especializadas, sino para publicar en Bohemia o Habanera, que eran revistas de periodismo de generalidades; no un periodismo especializado ni de literatura. Y entonces las entrevistas tienen esa cosa de reflejar la memoria de un momento: los años noventa, la caída del Muro de Berlín en el 89, inmediatamente después, el 25 de diciembre de 1991, la caída de la Unión Soviética. Más o menos las entrevistas están alrededor de esas fechas, de esos momentos, que eran momentos de mucha incertidumbre para todo el mundo: ¿qué va a pasar ahora?, ¿un mundo unipolar? Creo que todo eso está ahí reflejado. Y además están las crónicas también, que me gustan mucho. Yo trabajé siempre la crónica porque es un género muy cercano a la literatura. En la crónica uno puede inventar, puede ficcionar un poco. Me gusta muchísimo la crónica. Me gustaba.

¿Ya no le gusta la crónica?

Bueno, en general ya el periodismo no me gusta. De hecho, en los últimos años me han hecho varias propuestas para que escriba periodismo en diferentes medios. Incluso un periódico de ahí, de Ciudad de México. Y siempre me he negado. No quiero volver al periodismo. El compromiso de tener que escribir una columna semanal… no, no, no. Prefiero seguir como estoy.

¿Y eso por qué?

Bueno, es que el periodismo te amarra mucho con las fechas y con las entregas. Si te comprometes a hacer una columna semanal pues tienes que escribir la columna semanal, sea como sea, y dejar lo que estás haciendo. Yo ahora terminé un libro de cuentos, por ejemplo. Estuve un año y medio trabajando en ese libro y lo pude escribir por eso, por la tranquilidad que tengo, porque no tengo compromisos periodísticos de ningún tipo. Y puedo hacer lo que yo quiera.

¿La vida misma le impuso esa calma o ya lo había narrado todo desde el periodismo?

Sí, yo creo que hay algo de eso. Pasé 26 años haciendo periodismo y anhelando poder escribir solo literatura. Es decir, yo trabajaba como periodista, pero siempre estaba buscando la manera de tener un poquito de tiempo libre para escribir mis cuentos, escribir poesía. De hecho, Trilogía sucia de La Habana lo escribí de esa manera. Fueron tres años trabajando en esos cuentos y haciendo periodismo. En ratos libres, los fines de semana, por las noches iba escribiendo los cuentos que después serían Trilogía sucia de La Habana. Y cuando al fin pude dejar el periodismo –que bueno, de hecho no lo dejé– me echaron a la calle cuando salió la Trilogía. Y yo me alegré: Bueno, qué bien, ahora tengo todo el tiempo para trabajar la literatura, nada más, y no pensar en otra cosa. Sí, la vida va cambiando. A veces deseas una cosa y otras veces deseas otra.

Pedro Juan Gutiérrez

Algunos pasajes de la Trilogía coinciden con los textos de Escritores peligrosos. El Pedro Juan de Trilogía sucia era un alter ego, pero de pronto hay muchas similitudes con el Pedro Juan periodista. ¿Había quizá, compartidos, un poco de depresión, un poco de frustración por lo que se vivía en esos años? 

Sí, yo creo que sí. Fue una etapa bastante frustrante y bastante desagradable para mí, y yo diría que para toda mi generación. Los cubanos nos habíamos entregado mucho a un proyecto político y de pronto nos quedábamos sin nada. Había que cambiar todo y fue muy frustrante. Trilogía, en realidad, empiezo a escribirla en 1994 y se publica en octubre de 1998, hace ahora 26 años. Había un poco de depresión, un poco de tristeza, un poco de bajón. El Pedro Juan, este personaje, yo creo que sí soy un poco yo en aquel momento. Mucho alcohol, mucho sexo, mucha locura, pero también un poco de tristeza y un poco de desencanto. Hay un ser humano que siente que está perdiendo parte de su vida, que se está quedando atrás y cómo que hay que empezar desde cero. Cuando se publica Trilogía yo tenía 48 años. No era ningún niño. Ya tenía la mitad de mi vida echada atrás. Así que sí, tienes razón.

¿Fue difícil traducir toda esa tristeza a la literatura?

Bueno, yo estaba tratando de escribir literatura, es decir, cuentos, poesía, etcétera, desde que tenía unos 20 o 21 años, cuando decidí que quería ser escritor durante toda la vida. Y además tuve mucha suerte porque como periodista trabajé no solo en radio, en periódicos, en revistas, sino también en una agencia de cablegráfica, en una agencia de noticias. Y eso me ayudó mucho a controlar el idioma, a no ser excesivo, a no escribir como Carpentier, o a no escribir sino controlar el idioma. Algunos escritores norteamericanos, como Truman Capote, Grace Paley, Carson McCullers o Ernest Hemingway, son muy contenidos, muy controlados en el idioma.

“Yo no empiezo a escribir los cuentos de Trilogía sucia desde cero. Tenía ya toda una experiencia y cuando empiezo a escribir el primer cuento ya sabía cómo quería escribir: de manera muy minimalista, muy concentrado, muy fuerte. También quizás era una reacción mía, inconsciente, contra Carpentier y contra Lezama Lima”.

Yo no empiezo a escribir los cuentos de Trilogía sucia desde cero. Tenía ya toda una experiencia y cuando empiezo a escribir el primer cuento ya sabía cómo quería escribir: de manera muy minimalista, muy concentrado, muy fuerte. También quizás era una reacción mía, inconsciente, contra Carpentier y contra Lezama Lima. Hay un barroquismo excesivo de Lezama y de Carpentier, que me gusta y los leo –tengo todos sus libros aquí, están aquí al lado mío–, pero no me interesa escribir como ellos, para nada. Me interesa escribir de una manera fuerte, machacante, que le llegue a la gente, que lo pueda leer todo el mundo. No solo para eruditos, para gente que controle el idioma de esa manera, como si fueran académicos. No, no, no, hay que ir para todo el mundo.

¿Por qué le interesa tanto la palabra escrita?

Bueno, yo creo que un escritor antes que escritor es lector. Yo empecé a leer intensamente a los siete años. Leía, sobre todo, los cómics –“los muñequitos”, les decíamos en Cuba– de Superman, La pequeña Lulú, del Pato Donald, en fin, y leía mucho, leía cantidad, porque tenía una tía que tenía la distribuidora de prensa en un pueblo que se llama San Luis, en Pinar del Río, cerca de aquí de La Habana, y yo me iba para allá de vacaciones y me pasaba el día leyendo, leyendo, leyendo. Creo que poco a poco empecé a amar la palabra y la expresión de la palabra. Tú sabes que además los cómics tienen diálogos muy rápidos, muy activos y muy breves, son diálogos muy intensos, y quizás todo eso me fue marcando. Fue como un aprendizaje inconsciente, siempre de esa manera, siempre jugando, jugando con el idioma, jugando con las imágenes, jugando con todo.

Después hubo algo muy importante que fue todo el cine europeo. A Cuba dejaron de llegar películas americanas a partir del año 60 y se empezó a ver inmediatamente todo el cine europeo importantísimo de los años 60 y 70; el cine francés, polaco, ruso, el japonés de Akira Kurosawa, el español de Carlos Saura. Hay películas que todavía recuerdo, como la primera película de Roman Polanski, El cuchillo en el agua, o las de Milos Forman, de Checoslovaquia. Yo tenía 13, 14, 15 años, y lo recuerdo. De esa manera fui amando el arte de la palabra y de contar historias a través de la palabra, creo yo.

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Pedro Juan Gutiérrez: la escritura machacante

Una pregunta repetida y constante, quizás apenas formulada de maneras distintas aunque dirigida siempre a lo mismo: ¿y usted cómo escribe? Pedro Juan Gutiérrez la refería, inicialmente, al ejercicio físico de tomar la pluma, a si el escritor trabajaba a mano o se iba directo a la máquina de escribir. Porque lo otro, lo del estilo y el método y los temas y la inteligencia y lo que viene de dentro ya lo sabía o lo imaginaba. Y lo cotejaba en sus entrevistas para Bohemia, Revolución y Cultura, La Gaceta de Cuba, Habanera y Marcha (Uruguay). Quizás intuía que la forma siempre va ligada al fondo, y viceversa. ¿Qué hace un periodista sino espejearse desde de sus preguntas?

Durante años un editor pidió a Gutiérrez que desempolvara sus trabajos periodísticos, sus crónicas y esas entrevistas que hizo a Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Angela Davis, Juan Gelman. El cubano respondía que no, que eso ya había quedado atrás. Ya ni siquiera le interesa ejercer como reportero ni columnista, sino dedicarse de lleno a la literatura. Ha llegado a los 75 años este 27 de enero y lo que lo mueve son sus cuentos, sus poemas visuales, su propio tiempo. Además de escritor y periodista ha sido vendedor de helados, kayakista, boxeador, cortador de caña, soldado. “Los años no pasan en vano”, dice en una llamada desde la isla. Otra frase que repite varias veces es “llevaba una vida muy intensa”. No sólo se refiere a los oficios, sino al esfuerzo propio de escribir.

A los siete ya era un gran lector, a los 13 un cinéfilo, a los 20 había firmado que sería escritor. En el punto más intenso de su trabajo en los medios, Pedro Juan Gutiérrez dobleteó para sacar su gran libro, Trilogía sucia de La Habana (Anagrama, 1998), por el que algunos le llegaron a llamar “el Bukowski cubano”. Mientras en sus entrevistas preguntaba sobre el papel de la televisión ante la prensa escrita, la Guerra Fría y la caída del socialismo en Europa del Este, en el papel dedicado a la literatura dejaba la historia de Pedro Juan, alter ego desde el que habló de lo marginal y lo que la revolución había quedado a deber en Cuba.

Pedro Juan Gutiérrez

30 años después de publicadas sus entrevistas y su trilogía, hay cosas que no han cambiado en la isla, en el mundo. Pedro Juan Gutiérrez buscó entre sus archivos y encontró algunas crónicas y entrevistas que aún conservan validez. “No da para un libro de 500 páginas, pero algo es algo. Yo creo que sí, que esto tiene una atmósfera interesante, y es como una memoria”, dice el autor. Los textos que tanto le había pedido el editor finalmente se compilaron en Escritores peligrosos y otros temas, editado por Aquelarre Ediciones a finales de 2023. Hay otras cosas que sí cambiaron. Pedro Juan, por ejemplo, ya escribe directamente en la computadora sin necesidad de pasar por su borradores en papel. 

Cuando tenías estas entrevistas, ahora publicadas en Escritores peligrosos, ¿sabías que esos temas podrían resonar 30 años después? ¿O habrá sido, por decir algo, una casualidad?

No, no en absoluto. Yo llevaba una vida muy intensa como periodista. Trabajaba mucho, viajaba mucho por aquí en Cuba y también por el exterior. Y lo que pensaba era lo que estaba haciendo en el momento, ¿sabes?, no en el futuro. Las escribí para publicarlas la semana próxima, y ya. Eso era todo.

¿Y a la distancia cómo las lees?

“Yo llevaba una vida muy intensa como periodista. Trabajaba mucho, viajaba mucho por aquí en Cuba y también por el exterior. Y lo que pensaba era lo que estaba haciendo en el momento, ¿sabes?, no en el futuro”.

Realmente las leí y me extrañé un poco porque eran entrevistas pensadas no para revistas especializadas, sino para publicar en Bohemia o Habanera, que eran revistas de periodismo de generalidades; no un periodismo especializado ni de literatura. Y entonces las entrevistas tienen esa cosa de reflejar la memoria de un momento: los años noventa, la caída del Muro de Berlín en el 89, inmediatamente después, el 25 de diciembre de 1991, la caída de la Unión Soviética. Más o menos las entrevistas están alrededor de esas fechas, de esos momentos, que eran momentos de mucha incertidumbre para todo el mundo: ¿qué va a pasar ahora?, ¿un mundo unipolar? Creo que todo eso está ahí reflejado. Y además están las crónicas también, que me gustan mucho. Yo trabajé siempre la crónica porque es un género muy cercano a la literatura. En la crónica uno puede inventar, puede ficcionar un poco. Me gusta muchísimo la crónica. Me gustaba.

¿Ya no le gusta la crónica?

Bueno, en general ya el periodismo no me gusta. De hecho, en los últimos años me han hecho varias propuestas para que escriba periodismo en diferentes medios. Incluso un periódico de ahí, de Ciudad de México. Y siempre me he negado. No quiero volver al periodismo. El compromiso de tener que escribir una columna semanal… no, no, no. Prefiero seguir como estoy.

¿Y eso por qué?

Bueno, es que el periodismo te amarra mucho con las fechas y con las entregas. Si te comprometes a hacer una columna semanal pues tienes que escribir la columna semanal, sea como sea, y dejar lo que estás haciendo. Yo ahora terminé un libro de cuentos, por ejemplo. Estuve un año y medio trabajando en ese libro y lo pude escribir por eso, por la tranquilidad que tengo, porque no tengo compromisos periodísticos de ningún tipo. Y puedo hacer lo que yo quiera.

¿La vida misma le impuso esa calma o ya lo había narrado todo desde el periodismo?

Sí, yo creo que hay algo de eso. Pasé 26 años haciendo periodismo y anhelando poder escribir solo literatura. Es decir, yo trabajaba como periodista, pero siempre estaba buscando la manera de tener un poquito de tiempo libre para escribir mis cuentos, escribir poesía. De hecho, Trilogía sucia de La Habana lo escribí de esa manera. Fueron tres años trabajando en esos cuentos y haciendo periodismo. En ratos libres, los fines de semana, por las noches iba escribiendo los cuentos que después serían Trilogía sucia de La Habana. Y cuando al fin pude dejar el periodismo –que bueno, de hecho no lo dejé– me echaron a la calle cuando salió la Trilogía. Y yo me alegré: Bueno, qué bien, ahora tengo todo el tiempo para trabajar la literatura, nada más, y no pensar en otra cosa. Sí, la vida va cambiando. A veces deseas una cosa y otras veces deseas otra.

Pedro Juan Gutiérrez

Algunos pasajes de la Trilogía coinciden con los textos de Escritores peligrosos. El Pedro Juan de Trilogía sucia era un alter ego, pero de pronto hay muchas similitudes con el Pedro Juan periodista. ¿Había quizá, compartidos, un poco de depresión, un poco de frustración por lo que se vivía en esos años? 

Sí, yo creo que sí. Fue una etapa bastante frustrante y bastante desagradable para mí, y yo diría que para toda mi generación. Los cubanos nos habíamos entregado mucho a un proyecto político y de pronto nos quedábamos sin nada. Había que cambiar todo y fue muy frustrante. Trilogía, en realidad, empiezo a escribirla en 1994 y se publica en octubre de 1998, hace ahora 26 años. Había un poco de depresión, un poco de tristeza, un poco de bajón. El Pedro Juan, este personaje, yo creo que sí soy un poco yo en aquel momento. Mucho alcohol, mucho sexo, mucha locura, pero también un poco de tristeza y un poco de desencanto. Hay un ser humano que siente que está perdiendo parte de su vida, que se está quedando atrás y cómo que hay que empezar desde cero. Cuando se publica Trilogía yo tenía 48 años. No era ningún niño. Ya tenía la mitad de mi vida echada atrás. Así que sí, tienes razón.

¿Fue difícil traducir toda esa tristeza a la literatura?

Bueno, yo estaba tratando de escribir literatura, es decir, cuentos, poesía, etcétera, desde que tenía unos 20 o 21 años, cuando decidí que quería ser escritor durante toda la vida. Y además tuve mucha suerte porque como periodista trabajé no solo en radio, en periódicos, en revistas, sino también en una agencia de cablegráfica, en una agencia de noticias. Y eso me ayudó mucho a controlar el idioma, a no ser excesivo, a no escribir como Carpentier, o a no escribir sino controlar el idioma. Algunos escritores norteamericanos, como Truman Capote, Grace Paley, Carson McCullers o Ernest Hemingway, son muy contenidos, muy controlados en el idioma.

“Yo no empiezo a escribir los cuentos de Trilogía sucia desde cero. Tenía ya toda una experiencia y cuando empiezo a escribir el primer cuento ya sabía cómo quería escribir: de manera muy minimalista, muy concentrado, muy fuerte. También quizás era una reacción mía, inconsciente, contra Carpentier y contra Lezama Lima”.

Yo no empiezo a escribir los cuentos de Trilogía sucia desde cero. Tenía ya toda una experiencia y cuando empiezo a escribir el primer cuento ya sabía cómo quería escribir: de manera muy minimalista, muy concentrado, muy fuerte. También quizás era una reacción mía, inconsciente, contra Carpentier y contra Lezama Lima. Hay un barroquismo excesivo de Lezama y de Carpentier, que me gusta y los leo –tengo todos sus libros aquí, están aquí al lado mío–, pero no me interesa escribir como ellos, para nada. Me interesa escribir de una manera fuerte, machacante, que le llegue a la gente, que lo pueda leer todo el mundo. No solo para eruditos, para gente que controle el idioma de esa manera, como si fueran académicos. No, no, no, hay que ir para todo el mundo.

¿Por qué le interesa tanto la palabra escrita?

Bueno, yo creo que un escritor antes que escritor es lector. Yo empecé a leer intensamente a los siete años. Leía, sobre todo, los cómics –“los muñequitos”, les decíamos en Cuba– de Superman, La pequeña Lulú, del Pato Donald, en fin, y leía mucho, leía cantidad, porque tenía una tía que tenía la distribuidora de prensa en un pueblo que se llama San Luis, en Pinar del Río, cerca de aquí de La Habana, y yo me iba para allá de vacaciones y me pasaba el día leyendo, leyendo, leyendo. Creo que poco a poco empecé a amar la palabra y la expresión de la palabra. Tú sabes que además los cómics tienen diálogos muy rápidos, muy activos y muy breves, son diálogos muy intensos, y quizás todo eso me fue marcando. Fue como un aprendizaje inconsciente, siempre de esa manera, siempre jugando, jugando con el idioma, jugando con las imágenes, jugando con todo.

Después hubo algo muy importante que fue todo el cine europeo. A Cuba dejaron de llegar películas americanas a partir del año 60 y se empezó a ver inmediatamente todo el cine europeo importantísimo de los años 60 y 70; el cine francés, polaco, ruso, el japonés de Akira Kurosawa, el español de Carlos Saura. Hay películas que todavía recuerdo, como la primera película de Roman Polanski, El cuchillo en el agua, o las de Milos Forman, de Checoslovaquia. Yo tenía 13, 14, 15 años, y lo recuerdo. De esa manera fui amando el arte de la palabra y de contar historias a través de la palabra, creo yo.

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lunes, 27 de enero de 2025

César Martínez y Félix Blume: la idea y la comunidad

En La idea y la odisea, la retrospectiva de César Martínez en el Ex Teresa Arte Actual de la Ciudad de México, se perciben dos momentos diferentes. En la primera mitad, más allá de los textos y sus configuraciones conceptuales, abundan piezas con una marcada atención por la materialidad y el proceso: las tres “carabelas”, esqueletos que cuelgan del techo con remos por brazos; figuras inflables que parecen respirar o despertarse con la ayuda de un ventilador; estatuas plañideras de cera con la mitad de la cabeza derretida. Gracias a su cuerpo, a su presencia, estas obras ofrecen una experiencia estética para la que toda aclaración discursiva resulta accesoria, suplementaria. En una de las salas se reproduce una entrevista con Martínez cuando era un joven artista, y allí se puede notar la libertad y el arrojo que poseía para experimentar con técnicas distintas (cuetes, explosiones, cera) y para añadir el azar como coautor de las obras.

En la segunda parte de la exposición (curada por Gloria Maldonado Ansó), sin embargo, el juego y el azar se ven constreñidos. El proceso de creación y el cuerpo de las obras pasan a un segundo plano, se vuelven sobre todo vehículos para la transmisión de mensajes. Toda la serie de billetes entre España y México parece solo una excusa para recordarnos la acumulación de capital en la colonización de América. Un muro con nombres de bancos internacionales en pedacería solo se completa cuando uno lee en el texto que esta pieza se refiere a “las ruinas” que nos han dejado dichos bancos. No hay realmente mentiras, pero tampoco transmisión estética. Desde luego que uno de los problemas aquí es la sencillez de estos argumentos, pero si las obras tuvieran un discurso más sofisticado ¿sería realmente una mejora?

Theodor Adorno deseaba que los artistas tuvieran algún grado de inconsciencia, es decir, que actuaran como agentes que no saben bien a bien qué están haciendo. Mientras más deliberado era un artista con los significados y efectos de su obra, menos afortunado, menos artístico incluso, le parecía al pensador alemán. Fue esto lo que tendió una brecha constante con Brecht. No es que haga falta ser un creador ignorante, se trata más bien de no estar completamente en control, por lo menos en lo que respecta a la lectura que el público va a hacer de las obras. Es posible percibir cuándo un artista está intentando forzar una idea en nosotros y cuándo la estamos explorando a su lado, cuándo está predicando y cuándo es un guía –no del todo responsable– en un territorio que recorre también por primera vez.

Vista de la exposición La idea y la odisea, de César Martínez, en Ex Teresa Arte Actual, Ciudad de México

A un par de kilómetros, en el Laboratorio Arte Alameda, se pueden ver las exposiciones de Sara Eliassen, Lili Reynaud-Dewar y Félix Blume. Hay una comunicación entre las tres. Eliassen ofrece seis videos con diversos testimonios y capturas de la violencia en México. Reynaud-Dewar también trabaja con entrevistas, en su caso alrededor del tema de la masculinidad. Curada por José Luis Barrios, la exposición de Félix Blume es tal vez menos directa en su tratamiento de lo comunitario pero al mismo tiempo lo activa de un modo intrínseco.

Es difícil saber cuál ha sido la influencia de Reinaldo Laddaga en las artes, cuántos creadores lo cuentan entre sus fuentes, aunque sus ideas parecen estar difuminadas en el espíritu de la época, sin nombre, sin dueño: un ánimo general. El régimen práctico de las artes, para Laddaga, consiste en considerar a las obras y los artistas ya no como personas en solitario que dan con un objeto, la obra, que tiene un fin en sí mismo, sino como disparadores y acompañantes de lo comunitario, cuyo trabajo sirve para cohesionar y fundar procesos colectivos y nuevas formas de vida. La exposición de Félix Blume, Variaciones sobre el murmullo, colinda con esta manera de ver las cosas. 

La música y la naturaleza son claves en Blume, pero a esto que podría ser marcadamente impersonal, bombas eólicas tocando un violonchelo, ocarinas sopladas por el viento, lluvia que cae en cuencos tibetanos, le añade casi siempre alguna participación humana: grupos de niños unen sus propios sonidos a los de la naturaleza en un dueto a la vez elemental y tierno. Blume incluye un “diario personal” del árbol bajo el que están los cuencos, en que resalta el rol que ha jugado en su comunidad a lo largo de los años. En Los grillos del sueño Blume funcionó sólo como un facilitador para la creatividad de los niños, que idearon la fábula, construyeron los grillos-máquina, y actuaron en el cortometraje. Blume puso su conocimiento al servicio de este colectivo creativo, justo como lo pedía Walter Benjamin: que el papel de los expertos en las artes debe ser llamar e incluir a otros en la producción.

Quizás esa es la sensación que causa tener al lado las exposiciones de Eliassen y Reynaud-Dewar. Si bien trabajan también lo comunitario lo hacen desde el registro, tienen una posición externa a lo que documentan. Si quisiéramos ir más lejos, podríamos decir que frente a sus sujetos y temas sostienen una posición extractivista, mientras que las piezas de Blume son la chispa misma de la dinámica social, disparadores de procesos colectivos, objetos que fortalecieron comunidades o incluso ayudaron a crearlas.

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