Hablar, por ejemplo, de la tentación de escribir un texto casi biográfico, un relato donde los acontecimientos se desplieguen en la página y, como en un ámbar, queden apresados entre las palabras. O decir, con un gesto irónico, que se es escritor antes de haber redactado una sola línea, que se comienza a escribir con anterioridad, sin pluma, secretamente, mientras se forja el temperamento que después, cuando perdamos la inocencia, llamaremos prosa. Agregar, en todo caso, que la experiencia del mundo es informe, inasible, que la escritura, con sus pliegues, con sus ondulaciones, hace visible lo antes nublado, que la vida, con sus alegrías y tormentos, es la materia que la prosa ordena sobre la página, acaso a la manera de una trampa adherente en donde caen las moscas. (O las ratas.) Por eso, a veces, las palabras vibran. Hablar, por qué no, de la gracia o, más precisamente, de los momentos de gracia, aquellos en los que, por un azar benévolo e incomprensible, lo escrito, esa voz hecha de palabras, otorga vida a lo que ya no la tiene, restituye el soplo, para que ellos sean, otra vez.
Entonces viene lo que Juan José Saer llamó “concesión pedagógica”. Y, sin embargo, con Pierre Michon se tiene la sensación de estar haciendo lo correcto. Al decir, por ejemplo, que nació en el poblado de Cards, en la Creuse francesa, en 1945, cuando Europa se acercaba al fin de la Segunda Guerra. Sucede que, luego de leer Vidas minúsculas (1984), dejar de mencionar ciertas cosas, ciertas personas, es casi traicionar el espíritu de una obra que se ha cimentado en “la voluntad de hacer justicia a las pequeñas vidas olvidadas”. La de su madre, por ejemplo, profesora abandonada por su marido cuando el hijo de ambos tenía dos años de edad y para quien, según ha declarado éste, fue escrita la obra maestra ya mencionada, un libro que la mujer apretó contra su corazón al expirar. O la suya, la del escritor tardío, o mejor: el escritor que durante 37 años careció de obra, pues no era poseído por la gracia, a la que esperaba, frente a páginas en blanco, o toscamente emborronadas, ayudado por el alcohol y las anfetaminas, a veces de gira como parte de una compañía de teatro. El escritor que, lleno de ruido y furia, como rezan las palabras de Shakespeare que uno de sus autores amados –un rey, diría él– usó para titular un monumento narrativo, se reconcilió con sus paisanos para, un día, comenzar a contar las vidas de algunos de ellos o, mejor dicho, para a través de ellas hablar de la suya, de cómo un día la literatura se le apareció y apaciguó su odio.
La prosa, entonces: una suerte de instrumento con el cual es posible hundirse, atendiendo a los sentidos, en el magma de la realidad, para luego reaparecer en la superficie con algunos hallazgos en el bolsillo.
Michon es un escritor que se halla en las antípodas de, digamos, Maurice Blanchot o, entre nosotros, Salvador Elizondo, para quienes escribir es un acto casi abstracto, cosa mentale realizada de espaldas al mundo. Nuestro autor, en cambio, concibe la vida como una especie de escritura permanente. La prosa, entonces: una suerte de instrumento con el cual es posible hundirse, atendiendo a los sentidos, en el magma de la realidad, para luego reaparecer en la superficie con algunos hallazgos en el bolsillo. Apunta en Vidas minúsculas: “la teoría literaria me repetía hasta la saciedad que la escritura está ahí donde no está el mundo, pero me había dejado estafar: había perdido el mundo, y la escritura no estaba”.

Pierre Michon retratado por Jean-Luc Bertini
Cuando la gracia tuvo a bien habitarlo, recuperó el mundo de la mano de la literatura. Es como si la escritura otorgara vida. Ateo no demasiado convencido, Michon parece escribir al amparo del versículo 14 del Evangelio de Juan: “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”. El Verbo, como se sabe, “era Dios”. Para Michon, sin embargo, esa deidad no es otra que la Literatura, cuya voz se escucha a través de aquellos capaces de convocar la gracia. (En Los Once, de 2009, atribuye el Terror revolucionario al hecho de que los miembros del Comité de Salvación Pública fueron escritores frustrados, “viudos de la gloria literaria”.)
La prosa de Michon reinstaura la confianza en la palabra. Su estilo, tentado permanentemente por el clasicismo, cifra su actualidad en una especie de vértigo frente a la diversidad del mundo, al que opone frases dúctiles capaces de apresarlo todo, de descubrir, con una insuperable penetración verbal, todo aquello que hace una vida. Parece apuntar a un género específico, pero éste es transformado en una forma narrativa donde los espacios vacíos de lo factual son sorteados con los instrumentos de la ficción. En “Fervor de Brigid”, el primero de los “Tres prodigios en Irlanda” de Mitologías de invierno (1997), Patricio, arzobispo de Armagh, recorre los caminos de Irlanda para convertir a la fe de Cristo a los reyes de la región. No ha encontrado mayor resistencia en los monarcas paganos, y lamenta esa facilidad, pues “quisiera que un verdadero milagro ocurriera, una vez, que una vez en su vida y ante sus ojos la materia opaca se convirtiera en la Gracia”. Una metáfora exacta de lo que Pierre Michon entiende por literatura.
La prosa de Pierre Michon reinstaura la confianza en la palabra. Su estilo, tentado permanentemente por el clasicismo, cifra su actualidad en una especie de vértigo frente a la diversidad del mundo.
Michon escribe biografías especulativas dentro de la tradición iniciada por Marcel Schwob en sus Vidas imaginarias (1896). Una forma de escritura que permite ver la estela dejada por el trayecto de una existencia. Así, conocemos lo mismo escenas de vida de los abuelos de Michon (en Vidas minúsculas) que de la de Joseph Roulin, el empleado de correos retratado por Van Gogh en un cuadro que ahora cuelga en una de las salas del Museo de Arte Moderno de Nueva York (Vida de Joseph Roulin, 1988); lo mismo la biografía de Rimbaud (Rimbaud el hijo, 1991) que pasajes biográficos de Piero della Francesca (Señores y sirvientes, 1990); lo mismo la historia del abad Èble, hermano del duque Guillermo III Cabeza de Estopa (Abades, 2002), que la del pintor apócrifo François-Élie Corentin, que recibe el encargo de retratar a los once miembros del Comité de Salvación Pública, los responsables del Terror encabezados por Robespierre (Los Once). El efímero paso de los hombres por el mundo se ilustra en el apartado más logrado de Mitologías de invierno, “Nueve pasajes del causse”: en el Macizo Central francés se suceden, a lo largo de los siglos, las presencias de un antropólogo y un espeleólogo del siglo XIX, un obispo, una santa, un escribiente (“Bertrán” es un bello relato sobre el arte de la traducción) y un monje medievales, un campesino durante la Revolución…
Si, como ha escrito Slavoj Žižek, el modernismo y el posmodernismo se oponen “por medio de la tensión entre el mito y la ‘narración de la historia real’”, Michon ha dibujado un espacio narrativo animado por una tensa ambigüedad. James Joyce y T.S. Eliot presentaban acontecimientos cotidianos para despertar, a través de ellos, las resonancias del relato mítico, con la intención de dibujar al héroe de su tiempo, el hombre común. Nuestro autor apunta a la modestia esencial de todo lo existente, representa la vida como un puñado de sensaciones e intuiciones que no logran imponerse a nuestra condición de cadáver futuro; si habla de los grandes hombres, lo hace a través del testimonio de la “gente humilde y silenciosa” que alguna vez los rodeó. Y, sin embargo, la manera en que Michon elige narrar esas biografías tiende a radicalizar sus rasgos esenciales: todos terminan convertidos en santos o emperadores. Los escritores, los grandes escritores, concretamente, son, sin más, presentados como la encarnación de una naturaleza dual:
Sabido es que el rey tiene dos cuerpos: un cuerpo eterno, dinástico, que el texto entroniza y consagra, y al que arbitrariamente llamamos Shakespeare, Joyce, Beckett, o Bruno, Dante, Vico, Joyce, Beckett, pero se trata del mismo cuerpo inmortal ataviado con pasajeros andrajos; y hay otro cuerpo mortal, funcional, relativo, el andrajo, que se encamina a la carroña; que se llama, y nada más se llama, Dante y lleva un gorrito que le baja hacia la nariz chata; o nada más se llama Joyce, y entonces tiene anillos y mirada miope y pasmada; o nada más se llama Shakespeare, y es un rentista bonachón y robusto con gorguera isabelina. O se llama nada más, y carcelariamente, Samuel Beckett…
En Cuerpos del rey (2002), de donde proviene la cita, las vidas elegidas son las de Beckett, Flaubert y Faulkner. Villon y Hugo. Muhamad Ibn Mangli. En Tres autores (1997) ya había narrado escenas vitales de Balzac, Cingria y Faulkner (“Es el padre de cuanto he escrito”). Porque, después de todo, por más que Michon se haya reconciliado con los campesinos de su pueblo, para él la escritura es la forma más alta de vida, caracterizada, lo hemos dicho, por la aparición de la gracia. De ahí que su confianza en el Verbo se traduzca en la convicción borgesiana de que en los grandes autores la voz personal cede el paso a otra voz, superior y despótica: la de la Literatura. (El emperador de Occidente, de 1989, es el intento de escribir un relato de Borges con el pulso de Proust). El cuerpo monárquico del escritor es un mero vehículo para que Ella hable, desde el Reino de los Muertos, “algo así como el punto de vista de los ángeles”.
Hablamos de un artista que entiende que la prosa, en tanto medio expresivo, es un recurso que, como el agua de río, recoge a su paso toda clase de materiales, así como la resina encapsula insectos en el futuro ámbar.
¿Importa entonces, después de lo dicho, especificar de qué tipo de textos estamos hablando? Con excepción de El Beune Grande (1995) –el relato resultante de un balzaciano y abortado proyecto de novela– y El Beune Chico (2023) –que completa el díptico Los dos Beune casi tres décadas después–, la obra de Michon se conforma de ejercicios que, a fuerza de esquivar la definición genérica, tendrían que ser descritos sencillamente como prosas narrativas. No nouvelles, no cuentos, no ensayos, no biografías. Hablamos de un narrador, un artista que entiende que la prosa, en tanto medio expresivo, es un recurso que, como el agua de río, recoge a su paso toda clase de materiales, así como la resina encapsula insectos en el futuro ámbar. El limo de Michon se conforma de aquello que ayuda a dibujar un rostro, de ahí su fascinación por los pintores en Vida de Joseph Roulin, Señores y sirvientes, El rey del bosque (1996) o Los Once. ¿Por qué la prosa y no el verso? En el origen está Rimbaud, pero un autor que comienza a escribir a los 37 años no puede dejarse seducir por la incandescencia del poema: está ya de vuelta. Así, la solución queda situada en un punto de máxima tensión: entre la potencia narrativa de Balzac, la riqueza sensorial de Faulkner y el lirismo de Rimbaud. Como ha visto Ivan Farron, tales son los nombres que conforman la novela familiar de Pierre Michon.
“¿Qué es lo que hace renacer sin fin a la literatura? ¿Qué es lo que hace escribir a los hombres? ¿Los demás hombres, su madres, las estrellas, o las viejas enormidades, Dios, la lengua? Las potencias lo saben. Las potencias del aire son ese vientecillo que atraviesa los follajes” (Rimbaud el hijo). En Los dos Beune, sin embargo, el motor es el deseo, la superposición imaginaria entre las cuevas prehistóricas y la fiebre por “el origen del mundo”, la revelación que espera bajo las faldas de una estanquera. Hacerse a un lado, entonces. Concentrar todos los recursos, preparar el escenario para que, al final, sea Ella quien hable. No es ya mi voz ni la tuya, es Su voz.
Biblioteca
Salvo Vidas minúsculas (Flora Botton-Burlá, Seix Barral), Mitologías de invierno. El emperador de Occidente (Nicolás Valencia, Alfabia), Rimbaud el hijo (Una Pérez-Ruiz, Aldus) y Abades (N. Valencia, Alfabia), leí la obra de Pierre Michon en las traducciones de María Teresa Gallego Urruria publicadas por Anagrama: Señores y sirvientes (que conjunta ese relato con Vida de Joseph Roulin y El rey del bosque), Cuerpos del rey (que incluye ese texto y Tres autores), Los Once y Los dos Beune. Wunderkammer editó, traído al castellano por la misma traductora, el libro de entrevistas Llega el rey cuando quiere. Conversaciones sobre literatura (2007). Este ensayo reorganiza y pone al día textos aparecidos en la edición impresa de La Tempestad entre 2007 y 2011.
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