miércoles, 9 de julio de 2025

‘El último tren’: McCarthy dramaturgo

Clásico incontestable de la novela contemporánea en lengua inglesa, Cormac McCarthy (1933-2023) escribió también guiones y obras de teatro. Además de cumbres narrativas como Meridiano de sangre (1985), Todos los hermosos caballos (1992) o La carretera (2006), el autor estadounidense concibió dos piezas escénicas: The Stonemason (estrenada en 1995 pero redactada en los años ochenta) y El Sunset Limited (2006), que puede leerse, como buena parte de su obra, en Random House traducida al español por Luis Murillo Fort. Concebida como “una novela en forma dramática”, ha sido traída a los escenarios mexicanos como El último tren, bajo la dirección de Luis Ángel Gómez.

De estructura mínima y ánimo existencial, se trata de un diálogo entre dos personajes: Blanco, un profesor ateo sumido en la desesperanza, y Negro, un ex convicto que halla en la fe motivos para seguir adelante. El contraste de personalidades va trabajándose a través de diálogos en los que, con el sello de McCarthy, la mezcla de coloquialismo y lirismo produce un tono singular. Ausente la acción dramática, los espectadores atestiguan una batalla dialéctica sobre el sentido de la vida, sin que los personajes abandonen nunca la habitación en la que discuten. El Sunset Limited fue convertida en 2011 en una película para la televisión, con interpretaciones de Tommy Lee Jones (que además dirige) y Samuel L. Jackson.

Tras su estreno en 2024, un nuevo elenco ha llevado El último tren a distintos recintos del país este año. Durante mayo tuvo funciones en el Teatro de la Rendija de Mérida y el Teatro Juan de la Cabada Vera de Campeche, para recalar actualmente en el Foro de las Artes del CENART de la Ciudad de México, donde tendrá su última presentación el 12 de julio. Posteriormente, del 24 al 27 de julio, terminará su temporada en el Centro Cultural La Gaviota Teatro de Querétaro. A este “duelo de visiones entre la luz y la oscuridad”, como lo ha definido Luis Ángel Gómez, le dan cuerpo los experimentados actores Marco Antonio García (Negro) y Carlos Álvarez (Blanco).

Traducida para México por Gerardo Capetillo Pasos, productor de la obra, esta adaptación del trabajo de Cormac McCarthy permite atestiguar la forma en que su lenguaje construye escenas de pensamiento con un intento de suicidio como detonante de la historia. Con diálogos que alternan ironía, humor y desolación, explora las contradicciones humanas y la fragilidad de nuestras convicciones. El último tren es teatro filosófico, en el que sentido en que lo son algunas obras de Albert Camus o Samuel Beckett.

Cormac McCarthy

Los actores Carlos Álvarez (Blanco) y Marco Antonio García (Negro)

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‘El último tren’: McCarthy dramaturgo

Clásico incontestable de la novela contemporánea en lengua inglesa, Cormac McCarthy (1933-2023) escribió también guiones y obras de teatro. Además de cumbres narrativas como Meridiano de sangre (1985), Todos los hermosos caballos (1992) o La carretera (2006), el autor estadounidense concibió dos piezas escénicas: The Stonemason (estrenada en 1995 pero redactada en los años ochenta) y El Sunset Limited (2006), que puede leerse, como buena parte de su obra, en Random House traducida al español por Luis Murillo Fort. Concebida como “una novela en forma dramática”, ha sido traída a los escenarios mexicanos como El último tren, bajo la dirección de Luis Ángel Gómez.

De estructura mínima y ánimo existencial, se trata de un diálogo entre dos personajes: Blanco, un profesor ateo sumido en la desesperanza, y Negro, un ex convicto que halla en la fe motivos para seguir adelante. El contraste de personalidades va trabajándose a través de diálogos en los que, con el sello de McCarthy, la mezcla de coloquialismo y lirismo produce un tono singular. Ausente la acción dramática, los espectadores atestiguan una batalla dialéctica sobre el sentido de la vida, sin que los personajes abandonen nunca la habitación en la que discuten. El Sunset Limited fue convertida en 2011 en una película para la televisión, con interpretaciones de Tommy Lee Jones (que además dirige) y Samuel L. Jackson.

Tras su estreno en 2024, un nuevo elenco ha llevado El último tren a distintos recintos del país este año. Durante mayo tuvo funciones en el Teatro de la Rendija de Mérida y el Teatro Juan de la Cabada Vera de Campeche, para recalar actualmente en el Foro de las Artes del CENART de la Ciudad de México, donde tendrá su última presentación el 12 de julio. Posteriormente, del 24 al 27 de julio, terminará su temporada en el Centro Cultural La Gaviota Teatro de Querétaro. A este “duelo de visiones entre la luz y la oscuridad”, como lo ha definido Luis Ángel Gómez, le dan cuerpo los experimentados actores Marco Antonio García (Negro) y Carlos Álvarez (Blanco).

Traducida para México por Gerardo Capetillo Pasos, productor de la obra, esta adaptación del trabajo de Cormac McCarthy permite atestiguar la forma en que su lenguaje construye escenas de pensamiento con un intento de suicidio como detonante de la historia. Con diálogos que alternan ironía, humor y desolación, explora las contradicciones humanas y la fragilidad de nuestras convicciones. El último tren es teatro filosófico, en el que sentido en que lo son algunas obras de Albert Camus o Samuel Beckett.

Cormac McCarthy

Los actores Carlos Álvarez (Blanco) y Marco Antonio García (Negro)

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Alguien, algún otro, alguien más, etc.

Para sustraer la lengua del uso administrativo, mediático o comercial, de la demanda uniformadora de claridad, deben imaginarse formas de producir interrupciones, cortocircuitos, interferencias. Formas de jaquearla.

Nicolás Cabral, Formas de habitar (2023)

 

Sumergido en imprecisos cuerpos e indeterminadas voces, alguien que escribe observa y escucha. Atestigua, capta imágenes y frases, reflexiona y anota. Transcribe, parece, lo que sucede en un estudio invadido por termitas y por profesionales de esos asuntos que se ocupan de resolver el problema. La plaga está ahí, no se sabe desde cuándo pero ahora se ha revelado. La Peste, epidemia, azote. También abundancia, exceso, profusión –dice el diccionario. A partir del inesperado episodio, la escena se expande más allá de la contingencia. Inicia un viaje mental. Abundante, excesivo, profuso. El texto se siente en tiempo real: está montado en una actitud dispuesta en lo súbito, lo repentino que, paulatinamente, expone el universo psicológico que del imprevisto deriva. Una mente febril recorre ventrículos mientras capta todo lo que hay en el territorio de lo hasta ahora impensado. Hay que abrazar el accidente: “Como gente que cae en una calle falsa, lisura que desciende y desciende, alguien habla”.

En Fiebre (Impronta, 2025), de Gabriel Wolfson, no hay claves de lectura evidentes o sugeridas, ni guías que pacten con el lector para iluminar un intercambio, como se espera de un ejercicio de escritura. Los libros sin pistas obvias me fascinan –a veces me desesperan– porque me obligan a pensar. Pensar sobre el pensamiento que hay detrás de este libro al que le gusta desconcertarnos: “alguien y algún otro, dice alguien […], atención: alguien y ese otro sujeto son el mismo sujeto, pero en fin, de esa forma me resulta más sencillo hablar, hablando no sólo de alguien sino de alguien y algún otro, dice alguien”. Además de la convención comunicativa sencilla, aquí hay otra cosa que ha sido sustraída.

“Alguien”, “algún otro”, “alguien más”. El efecto de los pronombres indefinidos sostenidos, reiterados a lo largo del libro, nos aísla poco a poco de los hechos mismos de la trama: lo que está o sucede frente a ese alguien que percibe y recibe a través de sus sentidos, en el exterior, no existe. Y no es que no exista por haber ya sucedido, por haberse esfumado en el tiempo del relato, lo que pasa es que el texto es todo un interior. No hay realidad sensible. Miro mi piano y pienso: cuando toco con el pedal en sordina todo se lee distinto, desde adentro, muy al fondo, escondido de la luz en reflector que normalmente recibe un personaje que protagoniza o un espacio-tiempo que se detalla para ser fácilmente imaginado por quien lee. Alguien está pegado, un fieltro, entre los martillos y las cuerdas, entre las frases, en el interlineado. En su etimología fieltro y filtro tienen el mismo origen.

Fiebre es un largo párrafo de 53 páginas. Así, sin un punto y aparte, sin pausa, sin respiro, así, como es la vigilia, nuestra parte de la vida despierta: pensar, estar pensando, desde el amanecer hasta el atardecer. El texto fluye incesante, como en asociación libre pero bien calculada, es un dictado, una construcción del dictado. Es un espacio mental que se despliega como una nube, una nube psíquica, que es el único personaje que realmente vemos, así como vemos el cielo, así como leemos el cielo. La masa vaporosa se desplaza, hay sombras, hay luz, lo normal, y a veces nos envuelve, cuando el efecto del texto está crestado. Claro, podríamos decir que todo es espacio psíquico en la obra artística, en la producción cultural, es más, en todo, en lo político, por supuesto, pero pienso que pocas veces su estructura, su composición o su sustancia nos son reveladas. ¿De qué está hecha esta nube psíquica?

Gabriel Wolfson

Fotografía: cuenta de Instagram de la librería El Traspatio

Fiebre es un relato que no relata en realidad nada más que su forma, me atrevo: el autor, una disolución, escribe/describe el modo, la manera que tiene un alguien de analizar, considerar y cuestionarse todo lo que cruza por su mente a partir de una experiencia dada. El serpenteo, casi performático de indeterminación y forma expuesta, logra una impresión de acercamiento a la nada que hay –¿la nada puede ser/estar?– entre nuestra percepción y nuestra recepción, activa en lo inmediato, de los acontecimientos. El alguien”, el algún otro” o el alguien más” que nos informan los hechos –pasados o presentes– y hacen referencias a libros, manuales técnicos, personajes históricos, situaciones existenciales de una pareja no están observando, viendo en realidad, intuyo, más bien, están analizando y cavilando, estudiando cómo todo eso podría urdirse, tejerse, destejerse y convertirse en texto, ser texto, para adquirir el estatus ya no de literatura” sino tal vez, sólo y felizmente, de escritura. Digo escritura” como oportunidad de liberar, recuperar el trabajo creativo con el leguaje escrito y situarlo en el afuera de los intercambios sistemáticos en la experiencia estética tradicional, de sus hábitos, de sus costumbres. Dibujar, cortar, coser, armar patrón sin otra intención que la de dar paso a la obsesión que está todo el tiempo pensando cómo escoger –digo cómo, no sólo escoger– palabras y hacerlas frases indiferentes a la seducción de la compra/venta de palabras y frases encuadernadas entre dos forros. Pensar en cómo escoger palabras y armar frases para que existan, estén por ahí, para que vivan. Que la sintaxis piense. Cosas.

La emoción y la sensación, en este libro, no pasan el filtro hacia la carne, no alcanzan a convertirse en una impresión anímica: tristeza, por ejemplo, o dicha. La fiebre de Fiebre no es un asunto corpóreo, sensitivo, es más bien un crujido intelectual de escritura activado por el chasquido de los insectos y la monotonía amorosa. La emoción y la sensación parecen querer ser algo que decir, que sentir, que pensar, ¿un “en potencia”?, un desear no resuelto porque es siempre un aún: “¿Aún? Según todo indica, nunca ocurrirá […] Aún: espera que ocurra, y pronto”, cito descontextualizando. Si la fiebre aquí no es sudores y temblores de un cuerpo aquejado, entonces es una perturbación intelectual, indiferente, insensible, diría yo, al gozo o al dolor que podrían tocar, según los hechos van sucediendo, las almas y los corazones que aparecen en el relato. Y también de quien lee.

Termitas, libros, una casa, una relación matrimonial: son los “temas pretexto” que sostienen el caudal de reflexiones, referencias y sentencias. Estos temas motivo, para la “plática fácil”, para “divagar” –leemos– pueden interesar o no pero captan la atención, primero, por estar afuera de los temas normalizados del universo estético actual y, segundo, por su ser molde que recibe la forma de la experiencia mental que está siendo redactada. La larga meditación irradia en distintos subtemas engarzados, a veces, de manera inesperada. Eso me hace recordar Monsieur Teste –una exploración de la naturaleza del lenguaje, de la consciencia– de Paul Valéry, y pienso en la forma en que Fiebre va hilvanando lo que el autor francés adoraba: “esos instantes del ocio en los que el pensamiento se ocupa solamente en existir”. Y, al estar sólo siendo en el texto, el pensamiento avanza, con la lectura, hacia nosotros: las termitas me interesan poco pero empiezo a sentir su hechizo. Sucede que su pulular me lanza hacia mi propio espacio mental. Llevada por el texto, de nuevo miro mi piano y pienso en esas termitas que ahora lo están tocando. Veo la pared, alzo mi nada para estar conmigo misma, acompañarme a pensar en vaivén con este texto, viendo mi experiencia en este cúmulo de frases que me hacen meditar, por reflejo de lo que leo, sobre cosas que no sabía de mí misma. En mí estoy crepitando sobre mí, rodeada de murmullos invisibles y alusiones diversas que este libro me sugiere. Pienso en mí, por mí, desde mí. Aquí está el “lenguaje como medio en el que los humanos se aperciben de sí y del mundo”, nos recuerda Nicolás Cabral parafraseando a Walter Benjamin, en el libro citado en el epígrafe.

La cuestión sobre por qué leer textos así, complejos o desconcertantes, en lugar de sólo consentirnos, mimarnos con libros que comunican claramente, no está en qué experiencia es agradable y gozosa o no, pues lo difícil –no voy a poner la cita de siempre, no teman– también lo es para quien encuentra diversión y entretenimiento (como consumidores que somos, ya no personas, en el semiocapitalismo) en un tipo de escritura que quiere vivir fuera de la literalidad, de los significados digeridos, del fast text, del texto prêt-à-porter, etc., y aunque en Fiebre la gramática es “correcta”, es decir, el lenguaje está trabajado en modo “reglamentario” por así decirlo, el texto nos separa del lenguaje de los medios masivos, de lo publicitario y del poder, de esos códigos en los que estamos inmersos y en los que la literatura también se ve implicada a través de la prosa “instrumental”, como la llama Cabral, que lo es muchas veces involuntariamente. Las decisiones formales que tomó ese alguien que redactó logran un ambiente hipnótico, así como el proceso del pensamiento.

El arte se mete con el misterio de la forma, con el imaginario colectivo que nos hemos formado de los modos. ¿Qué forma de formar tiene la forma? La experimentación es una intención de proponer, formar nuevos “recuerdos” –ideas ya concebidas o preconcebidas por la tradición y la historia que tenemos almacenados en la memoria común sobre lo que se supone debería ser lo artístico, sus temas y, además, la forma de tratarlos. Esto puede aplicarse a lo social y lo político, por supuesto. Hay que producir otros imaginarios de lo que es la literatura, hay que intervenir la evocación tradicional que tenemos de ella, es decir, la aprendida, la instruida, para que nuestra mente tenga otros asideros, otra manera de concebirse como consciencia reflexiva y presencia frente a lo real, en un mundo ofrecido sólo como mercancía para adquirir y digerir inmediatamente. Desmantelar la estética del statu quo o, por lo menos, ignorarla para tratar de pensar de otras maneras, fugarse de lo aprendido en la instrucción, en la consigna.

Al final, el desencadenado pensamiento de Fiebre se precipita imprevisto, entre diagonales, literalmente “/”, estrellándose en forma de poema hacia el punto final: “Tú lo dijiste./ En fin./ Y yo inmóvil/ La garganta cerrada/ Paralizado. Pero no se van a ir, existen./ Se mueven./ Pero en su propio no esclerotizado eje, sin rumbo./ ¿Tú no?/ Al final sí, claro. Algo hay que hacer./ ¿Cuánto pasa? / Quizá son dos minutos, uno, ni eso./ Muchísimo./ Siempre has soñado con eso, has imaginado ese terror/ Y un día está ahí, diciéndote…”, etc. Podría transcribir toda esta sección, armada en versos, cuya naturaleza de fragmento encuentra en los añicos que resultan del repentino derrumbe, una forma de salida ideal. Si el texto es una intensa etapa o temporada psicológica –tomo el concepto de Valéry (de nuevo) hablando de Mallarmé– lo natural es que termine exhausto, recogido sobre sí mismo, abrazando, apretando sus materiales.

Cierro el libro. Me vienen a la mente los gestos, las piernas y los brazos que se mueven, los ademanes, descritos regularmente a lo largo del texto: “Alguien alza la cara, cruza la pierna y habla de ese otro, o habla en todo caso para sí mismo”, releo ojeando las páginas. Mientras repaso las descripciones de los cuerpos y las voces que pueblan Fiebre, recuerdo esta descripción, también de Monsieur Teste de Valéry: “Cuando hablaba, no alzaba nunca un brazo o un dedo, había matado la marioneta”. Creo que no necesito explicar por qué mi mente asocia esta idea con la escritura de Gabriel Wolfson.

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Para sustraer la lengua del uso administrativo, mediático o comercial, de la demanda uniformadora de claridad, deben imaginarse formas de producir interrupciones, cortocircuitos, interferencias. Formas de jaquearla.

Nicolás Cabral, Formas de habitar (2023)

 

Sumergido en imprecisos cuerpos e indeterminadas voces, alguien que escribe observa y escucha. Atestigua, capta imágenes y frases, reflexiona y anota. Transcribe, parece, lo que sucede en un estudio invadido por termitas y por profesionales de esos asuntos que se ocupan de resolver el problema. La plaga está ahí, no se sabe desde cuándo pero ahora se ha revelado. La Peste, epidemia, azote. También abundancia, exceso, profusión –dice el diccionario. A partir del inesperado episodio, la escena se expande más allá de la contingencia. Inicia un viaje mental. Abundante, excesivo, profuso. El texto se siente en tiempo real: está montado en una actitud dispuesta en lo súbito, lo repentino que, paulatinamente, expone el universo psicológico que del imprevisto deriva. Una mente febril recorre ventrículos mientras capta todo lo que hay en el territorio de lo hasta ahora impensado. Hay que abrazar el accidente: “Como gente que cae en una calle falsa, lisura que desciende y desciende, alguien habla”.

En Fiebre (Impronta, 2025), de Gabriel Wolfson, no hay claves de lectura evidentes o sugeridas, ni guías que pacten con el lector para iluminar un intercambio, como se espera de un ejercicio de escritura. Los libros sin pistas obvias me fascinan –a veces me desesperan– porque me obligan a pensar. Pensar sobre el pensamiento que hay detrás de este libro al que le gusta desconcertarnos: “alguien y algún otro, dice alguien […], atención: alguien y ese otro sujeto son el mismo sujeto, pero en fin, de esa forma me resulta más sencillo hablar, hablando no sólo de alguien sino de alguien y algún otro, dice alguien”. Además de la convención comunicativa sencilla, aquí hay otra cosa que ha sido sustraída.

“Alguien”, “algún otro”, “alguien más”. El efecto de los pronombres indefinidos sostenidos, reiterados a lo largo del libro, nos aísla poco a poco de los hechos mismos de la trama: lo que está o sucede frente a ese alguien que percibe y recibe a través de sus sentidos, en el exterior, no existe. Y no es que no exista por haber ya sucedido, por haberse esfumado en el tiempo del relato, lo que pasa es que el texto es todo un interior. No hay realidad sensible. Miro mi piano y pienso: cuando toco con el pedal en sordina todo se lee distinto, desde adentro, muy al fondo, escondido de la luz en reflector que normalmente recibe un personaje que protagoniza o un espacio-tiempo que se detalla para ser fácilmente imaginado por quien lee. Alguien está pegado, un fieltro, entre los martillos y las cuerdas, entre las frases, en el interlineado. En su etimología fieltro y filtro tienen el mismo origen.

Fiebre es un largo párrafo de 53 páginas. Así, sin un punto y aparte, sin pausa, sin respiro, así, como es la vigilia, nuestra parte de la vida despierta: pensar, estar pensando, desde el amanecer hasta el atardecer. El texto fluye incesante, como en asociación libre pero bien calculada, es un dictado, una construcción del dictado. Es un espacio mental que se despliega como una nube, una nube psíquica, que es el único personaje que realmente vemos, así como vemos el cielo, así como leemos el cielo. La masa vaporosa se desplaza, hay sombras, hay luz, lo normal, y a veces nos envuelve, cuando el efecto del texto está crestado. Claro, podríamos decir que todo es espacio psíquico en la obra artística, en la producción cultural, es más, en todo, en lo político, por supuesto, pero pienso que pocas veces su estructura, su composición o su sustancia nos son reveladas. ¿De qué está hecha esta nube psíquica?

Gabriel Wolfson

Fotografía: cuenta de Instagram de la librería El Traspatio

Fiebre es un relato que no relata en realidad nada más que su forma, me atrevo: el autor, una disolución, escribe/describe el modo, la manera que tiene un alguien de analizar, considerar y cuestionarse todo lo que cruza por su mente a partir de una experiencia dada. El serpenteo, casi performático de indeterminación y forma expuesta, logra una impresión de acercamiento a la nada que hay –¿la nada puede ser/estar?– entre nuestra percepción y nuestra recepción, activa en lo inmediato, de los acontecimientos. El alguien”, el algún otro” o el alguien más” que nos informan los hechos –pasados o presentes– y hacen referencias a libros, manuales técnicos, personajes históricos, situaciones existenciales de una pareja no están observando, viendo en realidad, intuyo, más bien, están analizando y cavilando, estudiando cómo todo eso podría urdirse, tejerse, destejerse y convertirse en texto, ser texto, para adquirir el estatus ya no de literatura” sino tal vez, sólo y felizmente, de escritura. Digo escritura” como oportunidad de liberar, recuperar el trabajo creativo con el leguaje escrito y situarlo en el afuera de los intercambios sistemáticos en la experiencia estética tradicional, de sus hábitos, de sus costumbres. Dibujar, cortar, coser, armar patrón sin otra intención que la de dar paso a la obsesión que está todo el tiempo pensando cómo escoger –digo cómo, no sólo escoger– palabras y hacerlas frases indiferentes a la seducción de la compra/venta de palabras y frases encuadernadas entre dos forros. Pensar en cómo escoger palabras y armar frases para que existan, estén por ahí, para que vivan. Que la sintaxis piense. Cosas.

La emoción y la sensación, en este libro, no pasan el filtro hacia la carne, no alcanzan a convertirse en una impresión anímica: tristeza, por ejemplo, o dicha. La fiebre de Fiebre no es un asunto corpóreo, sensitivo, es más bien un crujido intelectual de escritura activado por el chasquido de los insectos y la monotonía amorosa. La emoción y la sensación parecen querer ser algo que decir, que sentir, que pensar, ¿un “en potencia”?, un desear no resuelto porque es siempre un aún: “¿Aún? Según todo indica, nunca ocurrirá […] Aún: espera que ocurra, y pronto”, cito descontextualizando. Si la fiebre aquí no es sudores y temblores de un cuerpo aquejado, entonces es una perturbación intelectual, indiferente, insensible, diría yo, al gozo o al dolor que podrían tocar, según los hechos van sucediendo, las almas y los corazones que aparecen en el relato. Y también de quien lee.

Termitas, libros, una casa, una relación matrimonial: son los “temas pretexto” que sostienen el caudal de reflexiones, referencias y sentencias. Estos temas motivo, para la “plática fácil”, para “divagar” –leemos– pueden interesar o no pero captan la atención, primero, por estar afuera de los temas normalizados del universo estético actual y, segundo, por su ser molde que recibe la forma de la experiencia mental que está siendo redactada. La larga meditación irradia en distintos subtemas engarzados, a veces, de manera inesperada. Eso me hace recordar Monsieur Teste –una exploración de la naturaleza del lenguaje, de la consciencia– de Paul Valéry, y pienso en la forma en que Fiebre va hilvanando lo que el autor francés adoraba: “esos instantes del ocio en los que el pensamiento se ocupa solamente en existir”. Y, al estar sólo siendo en el texto, el pensamiento avanza, con la lectura, hacia nosotros: las termitas me interesan poco pero empiezo a sentir su hechizo. Sucede que su pulular me lanza hacia mi propio espacio mental. Llevada por el texto, de nuevo miro mi piano y pienso en esas termitas que ahora lo están tocando. Veo la pared, alzo mi nada para estar conmigo misma, acompañarme a pensar en vaivén con este texto, viendo mi experiencia en este cúmulo de frases que me hacen meditar, por reflejo de lo que leo, sobre cosas que no sabía de mí misma. En mí estoy crepitando sobre mí, rodeada de murmullos invisibles y alusiones diversas que este libro me sugiere. Pienso en mí, por mí, desde mí. Aquí está el “lenguaje como medio en el que los humanos se aperciben de sí y del mundo”, nos recuerda Nicolás Cabral parafraseando a Walter Benjamin, en el libro citado en el epígrafe.

La cuestión sobre por qué leer textos así, complejos o desconcertantes, en lugar de sólo consentirnos, mimarnos con libros que comunican claramente, no está en qué experiencia es agradable y gozosa o no, pues lo difícil –no voy a poner la cita de siempre, no teman– también lo es para quien encuentra diversión y entretenimiento (como consumidores que somos, ya no personas, en el semiocapitalismo) en un tipo de escritura que quiere vivir fuera de la literalidad, de los significados digeridos, del fast text, del texto prêt-à-porter, etc., y aunque en Fiebre la gramática es “correcta”, es decir, el lenguaje está trabajado en modo “reglamentario” por así decirlo, el texto nos separa del lenguaje de los medios masivos, de lo publicitario y del poder, de esos códigos en los que estamos inmersos y en los que la literatura también se ve implicada a través de la prosa “instrumental”, como la llama Cabral, que lo es muchas veces involuntariamente. Las decisiones formales que tomó ese alguien que redactó logran un ambiente hipnótico, así como el proceso del pensamiento.

El arte se mete con el misterio de la forma, con el imaginario colectivo que nos hemos formado de los modos. ¿Qué forma de formar tiene la forma? La experimentación es una intención de proponer, formar nuevos “recuerdos” –ideas ya concebidas o preconcebidas por la tradición y la historia que tenemos almacenados en la memoria común sobre lo que se supone debería ser lo artístico, sus temas y, además, la forma de tratarlos. Esto puede aplicarse a lo social y lo político, por supuesto. Hay que producir otros imaginarios de lo que es la literatura, hay que intervenir la evocación tradicional que tenemos de ella, es decir, la aprendida, la instruida, para que nuestra mente tenga otros asideros, otra manera de concebirse como consciencia reflexiva y presencia frente a lo real, en un mundo ofrecido sólo como mercancía para adquirir y digerir inmediatamente. Desmantelar la estética del statu quo o, por lo menos, ignorarla para tratar de pensar de otras maneras, fugarse de lo aprendido en la instrucción, en la consigna.

Al final, el desencadenado pensamiento de Fiebre se precipita imprevisto, entre diagonales, literalmente “/”, estrellándose en forma de poema hacia el punto final: “Tú lo dijiste./ En fin./ Y yo inmóvil/ La garganta cerrada/ Paralizado. Pero no se van a ir, existen./ Se mueven./ Pero en su propio no esclerotizado eje, sin rumbo./ ¿Tú no?/ Al final sí, claro. Algo hay que hacer./ ¿Cuánto pasa? / Quizá son dos minutos, uno, ni eso./ Muchísimo./ Siempre has soñado con eso, has imaginado ese terror/ Y un día está ahí, diciéndote…”, etc. Podría transcribir toda esta sección, armada en versos, cuya naturaleza de fragmento encuentra en los añicos que resultan del repentino derrumbe, una forma de salida ideal. Si el texto es una intensa etapa o temporada psicológica –tomo el concepto de Valéry (de nuevo) hablando de Mallarmé– lo natural es que termine exhausto, recogido sobre sí mismo, abrazando, apretando sus materiales.

Cierro el libro. Me vienen a la mente los gestos, las piernas y los brazos que se mueven, los ademanes, descritos regularmente a lo largo del texto: “Alguien alza la cara, cruza la pierna y habla de ese otro, o habla en todo caso para sí mismo”, releo ojeando las páginas. Mientras repaso las descripciones de los cuerpos y las voces que pueblan Fiebre, recuerdo esta descripción, también de Monsieur Teste de Valéry: “Cuando hablaba, no alzaba nunca un brazo o un dedo, había matado la marioneta”. Creo que no necesito explicar por qué mi mente asocia esta idea con la escritura de Gabriel Wolfson.

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lunes, 7 de julio de 2025

Todorov: el arte o la vida

Para los tiempos que corren, en los que la ética trata de volver a sujetar al arte, en los que los valores burgueses de autonomía artística han perdido la hegemonía que alguna vez tuvieron, las ideas de un libro como ¡El arte o la vida! de Tzvetan Todorov –aun si data de 2008– parecen demasiado anticuadas, componen una estética de supremo viejo lesbiano. De cualquier modo es una exposición clara, por momentos reductivista y en otros original, de una cuestión que parece no tener fin, y la postura específica de Todorov se torna, ahora que está a contracorriente, más punzante que hace dos décadas.

El primer ensayo del libro, “El caso Rembrandt”, es un análisis de los dibujos y grabados que el pintor flamenco dedicó a escenas cotidianas y hogareñas. Al principio parece tan sólo un esclarecimiento de los valores que lo volvieron uno de los más grandes pintores de la historia, pero poco a poco surge el problema que realmente interesa a Todorov. Tras mostrarnos estudios conmovedores de niños aprendiendo a caminar o jugando por primera vez con un perro, el pensador francés advierte que Rembrandt no era el mejor padre ni el mejor esposo, por decir lo menos: “Rembrandt dibujó como nadie antes que él los gestos y las emociones de los niños pequeños; nada en su vida demuestra que alguna vez los haya amado”.

Si el pintor pudo hacer todas esas estampas de la vida familiar no fue porque pasara su tiempo dedicado a ella, porque a ella dedicara su energía y su esfuerzo, sino precisamente por lo contrario, porque estuvo dispuesto, en cada ocasión, a sacrificarla por las exigencias de su arte, fue egoísta con sus cercanos y generoso con su pintura, usaba a su familia, a los demás, al mundo entero, tan sólo como materia prima, como un insumo para su obra, con la cual mantenía su único verdadero compromiso.

Lo que coloca a Todorov en una dirección contraria a los vientos que corren es que sugiere que esto en realidad no es un mal negocio. Quizá las cinco o diez personas en la vida de Rembrandt padecieron a un tipo ausente e irresponsable, pero son millones los que han disfrutado de sus cuadros. Oscar Wilde lanzaba la misma provocación en El alma del hombre bajo el socialismo (1891): al concentrarse en el perfeccionamiento de sí mismos y de su arte, al volverse sordos a las exigencias de sus contemporáneos y al sufrimiento que habrían podido tal vez aliviar con una ocupación diferente, los grandes artistas han podido entregar un regalo más valioso: su obra. Cuestión espinosa.

La justificación de esa idea reside en que –como lo explica el segundo ensayo del libro, “Arte o moral”– el arte no es un mero entretenimiento ni un mero placer sino una labor ética en sí misma. Frente a las dos posiciones clásicas –la sumisión del arte a la ética como en Platón, el arte sacro, el arte comprometido; o la autonomía burguesa, el arte por el arte, el decadentismo, etc.– Todorov prefiere una tercera, que toma de la escritora británica Iris Murdoch: “El arte y la moral son una y la misma cosa. Su esencia es la misma. La esencia común a las dos es el amor. El amor es la toma de conciencia extremadamente difícil del hecho de que algo distinto de nosotros es real. El amor, y entonces el arte y la moral, consiste en el descubrimiento de la realidad”.

El arte para Murdoch es una manera de aproximarnos a los otros y al mundo, su mensaje primordial es que los demás existen. Todos podemos decir “los otros”, pero en nuestra cotidianidad, advierte Proust, en nuestro ir y venir por la calle, en el vaivén del trabajo y el consumo, no les damos existencia real, los olvidamos. El arte corrige esto. Es una ética porque es un acto concentrado de atención, en el peso y el significado que esta palabra tiene para Simone Weil: “La atención, en su más alto grado, es lo mismo que un rezo. Supone la fe y el amor. […] La atención es la forma más rara y más pura de la generosidad. Le es otorgado a muy pocas mentes el descubrir que las cosas y los seres existen”.

Al concentrarse en su pintura, en la observación que vertía en ella, aun si ese empeño lo volvía incapaz para la vida familiar, aun si lo alejaba de sus queridos, Rembrandt realizaba –consciente o inconscientemente–, a decir de Todorov, un acto ético que valía mucho más que su existencia personal, y quizás acusarlo de mal padre, de mal esposo o mal amigo sería –como hacer el mismo reclamo a los revolucionarios que optaban por cancelar su vida anterior y sacrificarse por la causa– a la vez completamente cierto y completamente banal.

No habría que hacer tampoco el salto, concede Todorov, de pensar que quienes viven rodeados de arte se vuelven necesariamente buenas personas, puede suceder justamente lo contrario: que en los estetas haya una suplantación, que se conmuevan con obras y sean crueles o indiferentes con sufrimientos reales de seres humanos en el mundo. Para hacer un autoexamen: durante la lectura del ensayo sobre Rembrandt me enternecían las escenas de niños aprendiendo a caminar, pero en la vida real, los fines de semana, quizá prefiero que los hijos de mis amigos se queden en casa. Y sin embargo, después de ver esos dibujos, la siguiente ocasión en que una amiga llevó a su bebé con nosotros, mientras veía a mi novia jugar con él, amenazarlo con morderle el chamorro, ¿no fui más receptivo a todo ello, no me propuso Rembrandt mirar a ese niño de otra manera?

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Todorov: el arte o la vida

Para los tiempos que corren, en los que la ética trata de volver a sujetar al arte, en los que los valores burgueses de autonomía artística han perdido la hegemonía que alguna vez tuvieron, las ideas de un libro como ¡El arte o la vida! de Tzvetan Todorov –aun si data de 2008– parecen demasiado anticuadas, componen una estética de supremo viejo lesbiano. De cualquier modo es una exposición clara, por momentos reductivista y en otros original, de una cuestión que parece no tener fin, y la postura específica de Todorov se torna, ahora que está a contracorriente, más punzante que hace dos décadas.

El primer ensayo del libro, “El caso Rembrandt”, es un análisis de los dibujos y grabados que el pintor flamenco dedicó a escenas cotidianas y hogareñas. Al principio parece tan sólo un esclarecimiento de los valores que lo volvieron uno de los más grandes pintores de la historia, pero poco a poco surge el problema que realmente interesa a Todorov. Tras mostrarnos estudios conmovedores de niños aprendiendo a caminar o jugando por primera vez con un perro, el pensador francés advierte que Rembrandt no era el mejor padre ni el mejor esposo, por decir lo menos: “Rembrandt dibujó como nadie antes que él los gestos y las emociones de los niños pequeños; nada en su vida demuestra que alguna vez los haya amado”.

Si el pintor pudo hacer todas esas estampas de la vida familiar no fue porque pasara su tiempo dedicado a ella, porque a ella dedicara su energía y su esfuerzo, sino precisamente por lo contrario, porque estuvo dispuesto, en cada ocasión, a sacrificarla por las exigencias de su arte, fue egoísta con sus cercanos y generoso con su pintura, usaba a su familia, a los demás, al mundo entero, tan sólo como materia prima, como un insumo para su obra, con la cual mantenía su único verdadero compromiso.

Lo que coloca a Todorov en una dirección contraria a los vientos que corren es que sugiere que esto en realidad no es un mal negocio. Quizá las cinco o diez personas en la vida de Rembrandt padecieron a un tipo ausente e irresponsable, pero son millones los que han disfrutado de sus cuadros. Oscar Wilde lanzaba la misma provocación en El alma del hombre bajo el socialismo (1891): al concentrarse en el perfeccionamiento de sí mismos y de su arte, al volverse sordos a las exigencias de sus contemporáneos y al sufrimiento que habrían podido tal vez aliviar con una ocupación diferente, los grandes artistas han podido entregar un regalo más valioso: su obra. Cuestión espinosa.

La justificación de esa idea reside en que –como lo explica el segundo ensayo del libro, “Arte o moral”– el arte no es un mero entretenimiento ni un mero placer sino una labor ética en sí misma. Frente a las dos posiciones clásicas –la sumisión del arte a la ética como en Platón, el arte sacro, el arte comprometido; o la autonomía burguesa, el arte por el arte, el decadentismo, etc.– Todorov prefiere una tercera, que toma de la escritora británica Iris Murdoch: “El arte y la moral son una y la misma cosa. Su esencia es la misma. La esencia común a las dos es el amor. El amor es la toma de conciencia extremadamente difícil del hecho de que algo distinto de nosotros es real. El amor, y entonces el arte y la moral, consiste en el descubrimiento de la realidad”.

El arte para Murdoch es una manera de aproximarnos a los otros y al mundo, su mensaje primordial es que los demás existen. Todos podemos decir “los otros”, pero en nuestra cotidianidad, advierte Proust, en nuestro ir y venir por la calle, en el vaivén del trabajo y el consumo, no les damos existencia real, los olvidamos. El arte corrige esto. Es una ética porque es un acto concentrado de atención, en el peso y el significado que esta palabra tiene para Simone Weil: “La atención, en su más alto grado, es lo mismo que un rezo. Supone la fe y el amor. […] La atención es la forma más rara y más pura de la generosidad. Le es otorgado a muy pocas mentes el descubrir que las cosas y los seres existen”.

Al concentrarse en su pintura, en la observación que vertía en ella, aun si ese empeño lo volvía incapaz para la vida familiar, aun si lo alejaba de sus queridos, Rembrandt realizaba –consciente o inconscientemente–, a decir de Todorov, un acto ético que valía mucho más que su existencia personal, y quizás acusarlo de mal padre, de mal esposo o mal amigo sería –como hacer el mismo reclamo a los revolucionarios que optaban por cancelar su vida anterior y sacrificarse por la causa– a la vez completamente cierto y completamente banal.

No habría que hacer tampoco el salto, concede Todorov, de pensar que quienes viven rodeados de arte se vuelven necesariamente buenas personas, puede suceder justamente lo contrario: que en los estetas haya una suplantación, que se conmuevan con obras y sean crueles o indiferentes con sufrimientos reales de seres humanos en el mundo. Para hacer un autoexamen: durante la lectura del ensayo sobre Rembrandt me enternecían las escenas de niños aprendiendo a caminar, pero en la vida real, los fines de semana, quizá prefiero que los hijos de mis amigos se queden en casa. Y sin embargo, después de ver esos dibujos, la siguiente ocasión en que una amiga llevó a su bebé con nosotros, mientras veía a mi novia jugar con él, amenazarlo con morderle el chamorro, ¿no fui más receptivo a todo ello, no me propuso Rembrandt mirar a ese niño de otra manera?

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viernes, 4 de julio de 2025

Pierre et Gilles, una fantasía en el Franz Mayer

Cincuenta años después de su primera obra, Pierre et Gilles han sabido adaptarse al presente. Son actores importantes en la evolución de la cultura gay, a la que han enriquecido con imágenes que hacen de la historia del arte y la cultura popular una fiesta. El trabajo de Pierre et Gilles es también la prueba de que cierta estética, que hoy apunta a lo cuir –un término más amplio–, atravesó el pop, luminosa expresión que deleita al gran público. Antes retrataron a divas como Madonna y recientemente a Violet Chachki, que desde que ganó RuPaul’s Drag Race se convirtió en icono de una nueva generación.    

Pierre Commoy, fotógrafo, y Gilles Blanchard, pintor, se conocieron en París en 1976 y pronto se hicieron amantes. Juntos desarrollaron una forma particular de hacer retratos, que consiste en una mise en scène o situación que se fabrica a partir de un montaje escenográfico, fenómeno y fantasía que surge del hechizo del decorado, la utilería, el vestuario y la iluminación –“¿De dónde es el milagro?, ¿San Francisco o de París?”, dice con jiribilla la canción. “Cada fotografía se hace a medida, como la alta costura”, comenta Pierre. Gilles asegura que para ellos la relación entre el modelo y el artista, tema clásico de la historia del arte, es un intercambio en el que se reflexiona sobre el concepto de la foto, que se ajusta a la dimensión del retratado como en el trabajo de un sastre.     

Después de que Pierre tira la foto, Gilles la interviene ya impresa, la aviva, resalta detalles y destellos con pinceles que crean efectos de volumen y profundidad, motivo por el que sus imágenes se aprecian de forma muy distinta al verse en directo. En cierto modo su técnica artesanal antecede al Photoshop.

Pierre et Gilles

Pierre et Gilles, L’anneau d’or (Violet Chachki) (2025). Cortesía de Pierre et Gilles / TEMPLON

La primera modelo de la dupla fue Edwige Belmore, la reina punk de las discotecas parisinas de finales de los setenta y los ochenta. Su retrato es parte de un pequeño mosaico, Las muecas (1976), que puede verse justo a la entrada de la muestra en el Museo Franz Mayer Pierre et Gilles. La construcción del símbolo. Poco después los franceses hicieron la inquietante y colorida portada del sencillo Disco Rough (1980) de Mathématiques Modernes, dúo postpunk el que Edwige, reconocible por su peinado à la garçonne, era vocalista.

La propuesta del Franz Mayer acierta al seguir el proceder de Pierre et Gilles y crear una puesta en escena para la exhibición. Dentro de la pinacoteca del recinto las obras de los franceses se yuxtaponen a piezas de la colección de pintura y artes decorativas del museo.

La propuesta del Franz Mayer acierta al seguir el proceder de Pierre et Gilles y crear una puesta en escena para la exhibición. Dentro de la pinacoteca del recinto las obras de los franceses se yuxtaponen a piezas de la colección de pintura y artes decorativas del museo. De esta forma surgen simetrías y asociaciones inéditas, se genera un espacio único, barroco, pletórico de referencias para descubrir e interpretar las imágenes, a veces dentro de vitrinas o rodeadas de antigüedades.

Al lado del retrato de Rossy de Palma, imagen de advocación mariana en la que la actriz recrea con violácea intensidad a la siciliana Virgen de las Lágrimas, que llora lágrimas negras, de rímel corrido y congeladas por el artificio, hay objetos litúrgicos, por ejemplo un gran Cristo en la cruz de dolor perpetuo y otras esculturas más pequeñas. No faltará quien diga amén al ver a la dolorosa chica Almodóvar. En ese mismo espacio se aprecia una de las obras más famosas del dúo, su interpretación del sexy San Sebastián de músculos esponjosos, extático en su trance y su dolor.

Pierre et Gilles

Vista de la exposición Pierre et Gilles. La construcción del símbolo, Museo Franz Mayer, Ciudad de México, 2025

El trabajo de Pierre et Gilles está marcado por el deseo, el deleite carnal y la lubricidad. “El erotismo es normal. Se cree que las iglesias son lugares tristes y santos, pero hay mucho erotismo en sus imágenes, por ejemplo en San Sebastián o San Juan Bautista”, dice Gilles, educado con severidad en el catolicismo. “Es parte de la tradición del cuerpo, de la Grecia antigua, de la historia del arte. Ahí se inserta nuestro trabajo”. Su voluptuosa versión de Narciso, con el culo al aire, por otro lado, está rodeada de múltiples espejos con formidables marcos que repiten el espacio y la imagen del espectador. Los mitos, dice la obra de Pierre y Gilles, nos siguen subyugando. La curaduría también contempla la obra en la que una juvenil Eva Ionesco –que a los once años posó desnuda para la revista Der Spiegel, portada que escandalizó a Europa en 1977– aparece como Eva para recrear la historia bíblica.   

No sólo el arte sacro, también la cultura popular ha estimulado a Pierre et Gilles, que se han convertido en influyentes cronistas audiovisuales de su tiempo. Otra de las lecturas de la muestra, la primera que exhibe su trabajo en México, es el recorrido por diversos momentos y personajes emblemáticos de la comunidad LGBTIQ+ a nivel mundial. En primer lugar Madonna, a la que conocieron gracias a Jean-Paul Gaultier. Es la única foto que los artistas han creado fuera de su estudio en Francia. Se hizo en Nueva York. Pierre et Gilles le propusieron retratarla como Ushiwaka, personaje de la mitología japonesa, ya que en esa época Madonna estaba muy conectada con la cultura del país asiático. La imagen, captada en 1995, está dentro de una vitrina del museo con objetos que aluden a Japón.

Otra de las lecturas de la muestra, la primera que exhibe su trabajo en México, es el recorrido por diversos momentos y personajes emblemáticos de la comunidad LGBTIQ+ a nivel mundial.

Varios visitantes de la exposición han notado la ausencia de las fotografías de marinos, clásicas del repertorio de Pierre et Gilles, que también conforman el imaginario erótico de la cultura gay, por lo menos desde Querelle (1947), la novela de Jean Genet. Quien sí está en la muestra es Conchita Wurst, la drag queen barbuda que ganó el concurso de canto Eurovisión en 2014, en un retrato de grandes dimensiones. El triunfo de la austriaca fue un suceso que empujó el tema de la identidad cuir a la arena de la cultura dominante. Por su parte, la fotografía de Violet Chachki, realizada apenas el año pasado, enmarca su dualidad a través de un logrado juego de indeterminación, con el torso desnudo y liso y su rostro profusamente maquillado. El retrato tiene múltiples detalles, por ejemplo las borlas del cortinaje que sirve de fondo, en forma de vergas, que recuerda la arquitectura fálica del Querelle (1982) de Fassbinder.

Pierre et Gilles

Vista de la exposición Pierre et Gilles. La construcción del símbolo, Museo Franz Mayer, Ciudad de México, 2025

Y hay más. Si antes habían retratado a estrellas del porno gay tradicional como Françoit Sagat, recientemente Pierre et Gilles han recurrido a célebres sextuiteros o creadores de contenido sexual en X, antes Twitter, como el peruano Pablo Bravo. Quizá la mayor sorpresa es encontrar en los muros del Franz Mayer un retrato del colombiano Caín Gómez, también sextuitero con medio millón de seguidores en esa plataforma, que vivía en la Ciudad de México antes de mudarse a la capital francesa. La foto es una transformación de la sexualidad explícita de Caín en erotismo, sentado desnudo en una cama al lado de un espejo que lo duplica, con un cigarrillo en la boca, y en la mano izquierda un encendedor prendido que tapa sus genitales.

Además de atender e impulsar la cultura cuir, el dúo también ha servido, sin proponérselo, como embajador de su país y de la francofonía. La exposición da cuenta de ello a través de retratos de Yves Saint Laurent, Lio, Sylvie Vartan y Françoise Hardy.

Además de atender e impulsar la cultura cuir, el dúo también ha servido, sin proponérselo, como embajador de su país y de la francofonía. La exposición da cuenta de ello a través de retratos de genios de la moda como Yves Saint Laurent y cantantes como Lio, de origen belga, así como Sylvie Vartan –“La vida nos dio el regalo de trabajar con ella, a quien admirábamos tanto desde que éramos niños. Luego nos hicimos amigos”– y Françoise Hardy, las chicas yeyé más famosas de Francia. Incluso la cantautora Clara Luciani. Está además la pléyade de actrices que integran Arielle Dombasle –la intérprete de Miroslava en la película mexicana homónima–, Fanny Ardant, la divina Charlotte Rampling –bien conocida en Francia, y que en su melancólico retrato rompe con la exaltación del resto de las obras, como si hubiera sobrevivido a su belleza por casi ochenta años– y, por supuesto, Isabelle Huppert, a la que han captado varias veces. “Siempre es muy agradable trabajar con ella, le fascina la fotografía. Es muy exigente y siempre te permite ir más allá. Aquí aparece como María Estuardo de Escocia, igual que en la obra de teatro de Bob Wilson”, señalan Pierre et Gilles.

Pierre et Gilles

Vista de la exposición Pierre et Gilles. La construcción del símbolo, Museo Franz Mayer, Ciudad de México, 2025

¿Y Deneuve? El retrato La reina blanca (1991) es uno de los más célebres de la pareja. “Catherine Deneuve había filmado esa película de Jean-Loup Hubert en la que su personaje usa un gran vestido blanco, símbolo de su juventud como reina de belleza. La misma Catherine dijo: ‘Quiero que Pierre y Gilles me retraten así’. La imagen se usó como cartel del filme. ¡Solamente la hemos retratado una vez!”, cuenta Gilles. La foto, sin embargo, es una de las omisiones más sentidas de la muestra. Quel dommage, Pierre et Gilles!

De una timidez sorprendente, y que debe de tornarse en lo opuesto a puertas cerradas, Pierre et Gilles pasaron por la Ciudad de México para presentar su exposición, que coronó el mes del orgullo. Fueron retratados por fotógrafos que les daban indicaciones que atendían dóciles y se tomaron selfies con todas las personas que se acercaron a ellos. Lo más sorprendente es el amplio rango de edad de sus admiradores, que confesaron cuánto han influido en su forma de vestir, maquillarse o entender el arte. Es la estética de una dupla superestrella de la cultura popular.

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