martes, 2 de septiembre de 2025

Todo en todas partes al mismo tiempo

1998. Segundo año de secundaria. Las noticias llegaban a través de la televisión. En Japón, decían los noticieros, los niños se desvivían por sus mascotas virtuales. ¿Mascotas qué?, nos preguntábamos todos. Virtuales, sí. Ahora el término es evidente, incluso viejo, pero no en aquella época. Recuerdo que mis papás me dieron un tamagotchi como regalo de Navidad. Había que atenderlo, nacía en la pantalla de un diminuto huevo de color como un ente pixeleado, avisaba con un sonido cuando tenía hambre. Si no le dabas de comer, moría. Poco a poco evolucionaba. A veces se convertía en un tierno animal, otras en un ser monstruoso. Cuando pasaba esto último mi corazón de niño me hacía apretar el botón de reinicio.

Nadie aquí lo vivió, pero los noticieros difundieron también el llamado shock Pokémon, el episodio del célebre anime, transmitido en 1997, con una secuencia de efecto estroboscópico que proyectó cincuenta y cuatro planos en cinco segundos, alternando luces rojas y azules. Frente a la pantalla cientos de niños experimentaron visión borrosa, mareos y náuseas. Sin embargo, nada opacó el encanto del color chillante de Pikachu y el resto de las criaturas de su mundo. La cultura japonesa ya había atravesado fronteras convirtiéndose en una expresión pop singular que en una medida u otra tocaba a todos. Supercampeones, adaptación del manga que impulsó la práctica del futbol en Japón, deleitaba las tardes de los niños mexicanos y Alma, compañera de la secundaria de baja estatura, recibía el inolvidable apodo de Tamagotchi.

La muestra ‘Japón: del mito al manga’, en el Museo Franz Mayer de la Ciudad de México, plantea y describe cómo la mitología del país asiático inspira múltiples expresiones artísticas y de diseño desde hace varios siglos y hasta el presente.

Dividida en cuatro núcleos –“Cielo”, “Mar”, “Bosque” y “Ciudad”–, la muestra Japón: del mito al manga, en el Museo Franz Mayer de la Ciudad de México, plantea y describe cómo la mitología del país asiático inspira múltiples expresiones artísticas y de diseño desde hace varios siglos y hasta el presente. Se trata de la reunión heterogénea de objetos de diversa naturaleza, antes presentada en el Young Victoria & Albert Museum de Londres, como las estampas ukiyo-e, la figura de Astroboy, el primer Game Boy, bocetos de las chicas mágicas de Sailor Moon, primero manga o historieta y posterior anime, y la familia de conejos que forman los Ternurines, recién descubierta por una nueva generación. Todas manifestaciones de la cultura japonesa que ya son parte del inconsciente colectivo.      

Japón

Vista de la exposición Japón: del mito al manga, Museo Franz Mayer, Ciudad de México, 2025

Al recorrer la muestra entendí por qué me horrorizaba cuando mi tamagotchi se volvía un personaje hasta cierto punto amenazante por tener una apariencia inesperada. La cultura del país asiático tiene una fluidez particular que ahora se entiende mejor. En su mitología la identidad de los seres es maleable, plástica, su inestabilidad no es un defecto, a diferencia de la rigidez de la cultura moderna occidental. Cuenta una leyenda japonesa que un día un par de ancianos encontró un durazno gigante. Para su enorme sorpresa, al cortar la fruta ¡encontraron un pequeño niño! Lo llamaron Momotarō, que al crecer obtuvo fuerza sobrehumana; junto con sus amigos, un mono, un perro y un faisán, derrotan demonios y roban tesoros y luego vuelven sanos y salvos a casa.

Además de Momotarō, Del mito al manga muestra también cómo en la mitología nipona hay criaturas que cambian de forma como los tanuki (perros mapache) y los kitsune (zorros), así como los yōkai, seres sobrenaturales del folclor japonés que se transforman y que pueden ser espíritus, criaturas y demonios. Por eso es tan común encontrar en manga, anime y cine historias de seres cuya metamorfosis es parte de su naturaleza maleable. Por ejemplo, la princesa Kaguya, leyenda que después inspiró la película de 2013 en la que un pescador salva a una tortuga; en agradecimiento, ésta lo lleva al palacio del rey dragón donde ella misma se convierte por arte de magia en una princesa.

‘La gran ola de Kanagawa’, celebérrima obra de arte japonesa –incluso tiene su propio emoji en WhatsApp–, ilustra de forma significativa la complejidad de significados del imaginario de Japón.

La gran ola de Kanagawa, celebérrima obra de arte japonesa –incluso tiene su propio emoji en WhatsApp–, ilustra de forma significativa la complejidad de significados del imaginario de Japón. Creada entre 1830 y 1833, la estampa de Hokusai, admirada por todos los visitantes del Franz Mayer, recoge la imponente presencia del mar en la isla, fuente de vida y también motor de destrucción. Antes de ser una gran metrópoli con millones de habitantes, Edo, nombre antiguo de Tokio, fue un pueblo de pescadores. Al fondo de la imagen ukiyo-e, la figura diminuta del Monte Fuji, la montaña sagrada que representa a Japón, a merced del estallido de la belleza, pero también de su estruendo violento. Congelada para siempre en el grabado de Hokusai, la ola articula el valor y la relación de Japón con la naturaleza.

Japón

Al fondo, La gran ola de Kanagawa (1830-33) de Hokusai, dentro de la exposición Japón: del mito al manga, Museo Franz Mayer, Ciudad de México, 2025

La lectura se complementa con la presencia de otros objetos con motivos marinos, por ejemplo collares y esculturas, así como grabados donde el pez gato Namasu, un bagre gigante que según la mitología habita bajo el subsuelo de Japón y cuyo movimiento produce los terremotos recurrentes en la isla, genera caos en los habitantes. No hay que dejar de mencionar a Whiscash, el pokémon que al saltar del agua presagia los temblores.

La muestra del Franz Mayer encarna una reflexión profunda sobre la singularidad identitaria de la cultura japonesa: su antiquísima mitología alimenta hasta hoy la creación artística, el diseño, la moda, la tecnología, el entretenimiento.

La muestra del Franz Mayer encarna una reflexión profunda sobre la singularidad identitaria de la cultura japonesa: su antiquísima mitología alimenta hasta hoy la creación artística, el diseño, la moda, la tecnología, el entretenimiento. Se trata, por supuesto, de un plan nacional bien ejecutado. Por ejemplo, el videojuego Ōkami (2006), en el que Amaterasu no Ōkami, la diosa del sol sintoísta, toma la forma de un hermoso lobo blanco de nombre Shiranui, del que se comercializan muñecos de peluche y otros objetos coleccionables. Japón ha conseguido poblar el imaginario colectivo del mundo de forma original, acudiendo a sus propios recursos de folclor, leyendas, imágenes, estampas.

No es algo que se pueda decir de Estados Unidos o México. En el primer caso, la mitología es rica pero reciente y de otro carácter; la sustentan el culto a la fama, sinónimo de éxito, las estrellas de cine y el deporte, la espectacularidad del crimen, el dinero. En México la mitología, tan profusa como fascinante, ha sido borrada y cubierta con otros símbolos; no ha sido vista como incentivo o estímulo de formas creativas innovadoras, modernas o contemporáneas; en ella solo hay una repetición y en los mejores casos una suerte de reinterpretación.

Japón

Vista de la exposición Japón: del mito al manga, Museo Franz Mayer, Ciudad de México, 2025

Japón es un caso único en el que su mitología es, si no el motivo, el aporte auténtico, distinguible, que alcanza niveles sofisticados e innovadores que no dejan de sorprender y seducir. El colorido, la simplicidad, el embalaje: son algunas de las potentes características de sus expresiones. Desde Hello Kitty hasta las aclamadas películas del estudio Ghibli, que también forman parte de la muestra –con fragmentos de cintas como Mi vecino Totoro (1988). La moda de las chicas del distrito tokiota Harajuku, que las cantantes pop occidentales tanto han imitado, y la legendaria marca de diseño de moda que fundó Rei Kawakubo, Comme des Garçons. La cultura japonesa que, como la gran ola de Kanagawa, surge de sí misma, está en todas partes al mismo tiempo. Una hermosa y colorida pieza, una proyección sobre el muro de Shigetoshi Furutani lo esclarece: las luces de neón que iluminan Tokio surgen y también se escurren hacia sus cimientos, parte de su mitología.           

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1998. Segundo año de secundaria. Las noticias llegaban a través de la televisión. En Japón, decían los noticieros, los niños se desvivían por sus mascotas virtuales. ¿Mascotas qué?, nos preguntábamos todos. Virtuales, sí. Ahora el término es evidente, incluso viejo, pero no en aquella época. Recuerdo que mis papás me dieron un tamagotchi como regalo de Navidad. Había que atenderlo, nacía en la pantalla de un diminuto huevo de color como un ente pixeleado, avisaba con un sonido cuando tenía hambre. Si no le dabas de comer, moría. Poco a poco evolucionaba. A veces se convertía en un tierno animal, otras en un ser monstruoso. Cuando pasaba esto último mi corazón de niño me hacía apretar el botón de reinicio.

Nadie aquí lo vivió, pero los noticieros difundieron también el llamado shock Pokémon, el episodio del célebre anime, transmitido en 1997, con una secuencia de efecto estroboscópico que proyectó cincuenta y cuatro planos en cinco segundos, alternando luces rojas y azules. Frente a la pantalla cientos de niños experimentaron visión borrosa, mareos y náuseas. Sin embargo, nada opacó el encanto del color chillante de Pikachu y el resto de las criaturas de su mundo. La cultura japonesa ya había atravesado fronteras convirtiéndose en una expresión pop singular que en una medida u otra tocaba a todos. Supercampeones, adaptación del manga que impulsó la práctica del futbol en Japón, deleitaba las tardes de los niños mexicanos y Alma, compañera de la secundaria de baja estatura, recibía el inolvidable apodo de Tamagotchi.

La muestra ‘Japón: del mito al manga’, en el Museo Franz Mayer de la Ciudad de México, plantea y describe cómo la mitología del país asiático inspira múltiples expresiones artísticas y de diseño desde hace varios siglos y hasta el presente.

Dividida en cuatro núcleos –“Cielo”, “Mar”, “Bosque” y “Ciudad”–, la muestra Japón: del mito al manga, en el Museo Franz Mayer de la Ciudad de México, plantea y describe cómo la mitología del país asiático inspira múltiples expresiones artísticas y de diseño desde hace varios siglos y hasta el presente. Se trata de la reunión heterogénea de objetos de diversa naturaleza, antes presentada en el Young Victoria & Albert Museum de Londres, como las estampas ukiyo-e, la figura de Astroboy, el primer Game Boy, bocetos de las chicas mágicas de Sailor Moon, primero manga o historieta y posterior anime, y la familia de conejos que forman los Ternurines, recién descubierta por una nueva generación. Todas manifestaciones de la cultura japonesa que ya son parte del inconsciente colectivo.      

Japón

Vista de la exposición Japón: del mito al manga, Museo Franz Mayer, Ciudad de México, 2025

Al recorrer la muestra entendí por qué me horrorizaba cuando mi tamagotchi se volvía un personaje hasta cierto punto amenazante por tener una apariencia inesperada. La cultura del país asiático tiene una fluidez particular que ahora se entiende mejor. En su mitología la identidad de los seres es maleable, plástica, su inestabilidad no es un defecto, a diferencia de la rigidez de la cultura moderna occidental. Cuenta una leyenda japonesa que un día un par de ancianos encontró un durazno gigante. Para su enorme sorpresa, al cortar la fruta ¡encontraron un pequeño niño! Lo llamaron Momotarō, que al crecer obtuvo fuerza sobrehumana; junto con sus amigos, un mono, un perro y un faisán, derrotan demonios y roban tesoros y luego vuelven sanos y salvos a casa.

Además de Momotarō, Del mito al manga muestra también cómo en la mitología nipona hay criaturas que cambian de forma como los tanuki (perros mapache) y los kitsune (zorros), así como los yōkai, seres sobrenaturales del folclor japonés que se transforman y que pueden ser espíritus, criaturas y demonios. Por eso es tan común encontrar en manga, anime y cine historias de seres cuya metamorfosis es parte de su naturaleza maleable. Por ejemplo, la princesa Kaguya, leyenda que después inspiró la película de 2013 en la que un pescador salva a una tortuga; en agradecimiento, ésta lo lleva al palacio del rey dragón donde ella misma se convierte por arte de magia en una princesa.

‘La gran ola de Kanagawa’, celebérrima obra de arte japonesa –incluso tiene su propio emoji en WhatsApp–, ilustra de forma significativa la complejidad de significados del imaginario de Japón.

La gran ola de Kanagawa, celebérrima obra de arte japonesa –incluso tiene su propio emoji en WhatsApp–, ilustra de forma significativa la complejidad de significados del imaginario de Japón. Creada entre 1830 y 1833, la estampa de Hokusai, admirada por todos los visitantes del Franz Mayer, recoge la imponente presencia del mar en la isla, fuente de vida y también motor de destrucción. Antes de ser una gran metrópoli con millones de habitantes, Edo, nombre antiguo de Tokio, fue un pueblo de pescadores. Al fondo de la imagen ukiyo-e, la figura diminuta del Monte Fuji, la montaña sagrada que representa a Japón, a merced del estallido de la belleza, pero también de su estruendo violento. Congelada para siempre en el grabado de Hokusai, la ola articula el valor y la relación de Japón con la naturaleza.

Japón

Al fondo, La gran ola de Kanagawa (1830-33) de Hokusai, dentro de la exposición Japón: del mito al manga, Museo Franz Mayer, Ciudad de México, 2025

La lectura se complementa con la presencia de otros objetos con motivos marinos, por ejemplo collares y esculturas, así como grabados donde el pez gato Namasu, un bagre gigante que según la mitología habita bajo el subsuelo de Japón y cuyo movimiento produce los terremotos recurrentes en la isla, genera caos en los habitantes. No hay que dejar de mencionar a Whiscash, el pokémon que al saltar del agua presagia los temblores.

La muestra del Franz Mayer encarna una reflexión profunda sobre la singularidad identitaria de la cultura japonesa: su antiquísima mitología alimenta hasta hoy la creación artística, el diseño, la moda, la tecnología, el entretenimiento.

La muestra del Franz Mayer encarna una reflexión profunda sobre la singularidad identitaria de la cultura japonesa: su antiquísima mitología alimenta hasta hoy la creación artística, el diseño, la moda, la tecnología, el entretenimiento. Se trata, por supuesto, de un plan nacional bien ejecutado. Por ejemplo, el videojuego Ōkami (2006), en el que Amaterasu no Ōkami, la diosa del sol sintoísta, toma la forma de un hermoso lobo blanco de nombre Shiranui, del que se comercializan muñecos de peluche y otros objetos coleccionables. Japón ha conseguido poblar el imaginario colectivo del mundo de forma original, acudiendo a sus propios recursos de folclor, leyendas, imágenes, estampas.

No es algo que se pueda decir de Estados Unidos o México. En el primer caso, la mitología es rica pero reciente y de otro carácter; la sustentan el culto a la fama, sinónimo de éxito, las estrellas de cine y el deporte, la espectacularidad del crimen, el dinero. En México la mitología, tan profusa como fascinante, ha sido borrada y cubierta con otros símbolos; no ha sido vista como incentivo o estímulo de formas creativas innovadoras, modernas o contemporáneas; en ella solo hay una repetición y en los mejores casos una suerte de reinterpretación.

Japón

Vista de la exposición Japón: del mito al manga, Museo Franz Mayer, Ciudad de México, 2025

Japón es un caso único en el que su mitología es, si no el motivo, el aporte auténtico, distinguible, que alcanza niveles sofisticados e innovadores que no dejan de sorprender y seducir. El colorido, la simplicidad, el embalaje: son algunas de las potentes características de sus expresiones. Desde Hello Kitty hasta las aclamadas películas del estudio Ghibli, que también forman parte de la muestra –con fragmentos de cintas como Mi vecino Totoro (1988). La moda de las chicas del distrito tokiota Harajuku, que las cantantes pop occidentales tanto han imitado, y la legendaria marca de diseño de moda que fundó Rei Kawakubo, Comme des Garçons. La cultura japonesa que, como la gran ola de Kanagawa, surge de sí misma, está en todas partes al mismo tiempo. Una hermosa y colorida pieza, una proyección sobre el muro de Shigetoshi Furutani lo esclarece: las luces de neón que iluminan Tokio surgen y también se escurren hacia sus cimientos, parte de su mitología.           

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La literatura es siempre de oposición

Hace unos días hojeaba de manera distraída Los antimodernos (2005), de Antoine Compagnon. No lograba entrar, no conseguía interesarme del todo, y era extraño porque el tema y el planteamiento me deberían haber cautivado. Ya rendido, decidí saltar hasta las conclusiones y el posfacio, y allí pude entender por qué el libro me estaba resultando impenetrable.

La noción de lo antimoderno ya aparecía en el excelente Las cinco paradojas de la modernidad (1990), con Baudelaire como su mayor representante: uno de los padres del arte de vanguardia era también un apóstata de la modernidad, un descreído, un refractario. Los verdaderos modernos (o los más valiosos) eran, en opinión de Compagnon, quienes no creían del todo en el discurso del progreso y la razón, quienes podían ver los puntos ciegos, resistían la marcha de lo existente y no se dejaban engañar por su brillo. Las Tesis sobre la historia (1939-40) de Walter Benjamin –también un antimoderno ejemplar‒ deben constituir una de las mejores formulaciones de esa tendencia que nunca dejó de ver el lado destructivo del progreso.

Cuando me encontré con el libro de Compagnon, ya entendiendo por dónde iba, pensé que se volvería uno de mis favoritos, pero Los antimodernos me resultó incluso repulsivo. Aunque la mayoría de los nombres en su lista son escritores fundamentales, al punto que parece incluir a cualquier autor importante de la modernidad europea, en ese contexto empezaron a volverse bastante irritantes. Todos aparecían allí católicos y aristocráticos, melancólicos y cursis, escandalosos, infantiles, coqueteando de plano con valores de derecha –hasta que la derecha fascista tomó el poder y ya no fue tiempo para bromas.

En el posfacio, al prever la controversia, Compagnon explica que sus antimodernos eran por principio indóciles, inconformistas, y que si a lo largo del siglo XIX en Francia lo que estaba de moda era la Revolución, la democracia y la Ilustración, es decir, si esas eran las ideas recibidas, la doxa de la época, ellos optaban entonces por la contrarrevolución, el elitismo y el pesimismo histórico, casi se diría que para provocar el debate, para resistir al discurso dominante fuera del signo que fuera, representar la conciencia crítica de una sociedad, incluso si esa sociedad (eso afirma Antoine Compagnon, pero parece una generalización extraña) tenía una inclinación mayoritaria de izquierda, o por lo menos afiliada a los ideales ilustrados.

Sin embargo, advierte Compagnon, la situación dio un giro y lo antimoderno es ahora el pensamiento dominante. El oscurantismo dejó de ser atractivo en el momento en que se tornó política estatal, y si quisiéramos ser intempestivos y críticos en esta época, de acuerdo con el académico francés, lo que deberíamos defender son precisamente las ideas de la Ilustración que están ya en retirada, creer otra vez en la razón o, como lo planteaba Bolívar Echeverría, completar la Revolución Francesa, es decir, completar la modernidad, cumplir su promesa ‒la abundancia y la libertad para todos‒ que fue traicionada al desarrollarse tan sólo en su versión capitalista.

Más allá de lo estimulante de esa tesis (no hace falta debatir aquí su eurocentrismo), lo que llamó mi atención en realidad fue una frase que Compagnon dice casi de paso: “la literatura es eso, la oposición”. De entrada la tomé por válida, a fin de cuentas es algo ampliamente repetido, dicho de distintas formas y maneras, pero en esta ocasión no se me escapó que plantearlo así, que la literatura siempre es oposición, tiene algo de adolescente, de melodrama, que no me convence del todo. ¿El papel de la literatura es entonces permanentemente estar en contra, sin importar de qué, a perpetuidad en ese carrusel freudiano del hijo y el padre?

Por otro lado iría la literatura que quiere jugar todos los roles y decir todas las cosas. Cyril Connolly proponía dos maneras distintas de escribir buenos libros: la primera era nunca dejar de ver el horror, como Baudelaire, como Kafka, pero la segunda, quizá más difícil, era aceptar la vida por completo, como Homero, Shakespeare: poder hablar de la existencia en su totalidad, tocar distintas zonas, expresar concepciones y tendencias contrarias, el artista camaleónico, algo similar al ideal de la novela del XIX, el modelo de una obra que refleja la sociedad entera, que entrega un panorama imparcial de las fuerzas en juego.

Algo en común tiene esa noción con la que avanzaba Roland Barthes en torno a lo neutro. La literatura allí no es un discurso que se opone a los discursos dominantes sino uno que se sale de la competencia, que opta por perder de inicio para escapar a la necesidad y al poder. Pero quizá sea en ese sentido que justamente la literatura (o cierta literatura) siempre es oposición, no porque en el conflicto y el fragor del mundo oponga una idea contraria sino porque renuncia a participar en él (o lo intenta). Así, la literatura sería más subversiva, bajo su propia forma, no cuando propone, no cuando ataca, sino cuando acoge el ruido de lo real y lo suspende, hace un silencio. Desde luego que puede ser una trampa o una mentira pretender ser una escritura no ideológica, sin intereses ni privilegios, pero ¿no es en ese intento, en esa apuesta, que se juega el valor y la ética de la literatura?

Sin embargo, con el pasar de los días me doy cuenta de que quizá sí extraño esa actitud de choque que Antoine Compagnon adscribe a los antimodernos, esa insatisfacción adolescente que conformó el fermento del arte moderno, es decir, el arte crítico, el arte hecho en contra no sólo de las instituciones y del poder sino también de los valores sociales, el sentido común, las ideas recibidas, la doxa, todo lo que ahora parece ser el horizonte y el límite de la creación, sobre todo en la literatura pero también en otras artes, el hecho preocupante de que tantos artistas no tengan ningún problema en asumirse como la voz de la decencia.

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La literatura es siempre de oposición

Hace unos días hojeaba de manera distraída Los antimodernos (2005), de Antoine Compagnon. No lograba entrar, no conseguía interesarme del todo, y era extraño porque el tema y el planteamiento me deberían haber cautivado. Ya rendido, decidí saltar hasta las conclusiones y el posfacio, y allí pude entender por qué el libro me estaba resultando impenetrable.

La noción de lo antimoderno ya aparecía en el excelente Las cinco paradojas de la modernidad (1990), con Baudelaire como su mayor representante: uno de los padres del arte de vanguardia era también un apóstata de la modernidad, un descreído, un refractario. Los verdaderos modernos (o los más valiosos) eran, en opinión de Compagnon, quienes no creían del todo en el discurso del progreso y la razón, quienes podían ver los puntos ciegos, resistían la marcha de lo existente y no se dejaban engañar por su brillo. Las Tesis sobre la historia (1939-40) de Walter Benjamin –también un antimoderno ejemplar‒ deben constituir una de las mejores formulaciones de esa tendencia que nunca dejó de ver el lado destructivo del progreso.

Cuando me encontré con el libro de Compagnon, ya entendiendo por dónde iba, pensé que se volvería uno de mis favoritos, pero Los antimodernos me resultó incluso repulsivo. Aunque la mayoría de los nombres en su lista son escritores fundamentales, al punto que parece incluir a cualquier autor importante de la modernidad europea, en ese contexto empezaron a volverse bastante irritantes. Todos aparecían allí católicos y aristocráticos, melancólicos y cursis, escandalosos, infantiles, coqueteando de plano con valores de derecha –hasta que la derecha fascista tomó el poder y ya no fue tiempo para bromas.

En el posfacio, al prever la controversia, Compagnon explica que sus antimodernos eran por principio indóciles, inconformistas, y que si a lo largo del siglo XIX en Francia lo que estaba de moda era la Revolución, la democracia y la Ilustración, es decir, si esas eran las ideas recibidas, la doxa de la época, ellos optaban entonces por la contrarrevolución, el elitismo y el pesimismo histórico, casi se diría que para provocar el debate, para resistir al discurso dominante fuera del signo que fuera, representar la conciencia crítica de una sociedad, incluso si esa sociedad (eso afirma Antoine Compagnon, pero parece una generalización extraña) tenía una inclinación mayoritaria de izquierda, o por lo menos afiliada a los ideales ilustrados.

Sin embargo, advierte Compagnon, la situación dio un giro y lo antimoderno es ahora el pensamiento dominante. El oscurantismo dejó de ser atractivo en el momento en que se tornó política estatal, y si quisiéramos ser intempestivos y críticos en esta época, de acuerdo con el académico francés, lo que deberíamos defender son precisamente las ideas de la Ilustración que están ya en retirada, creer otra vez en la razón o, como lo planteaba Bolívar Echeverría, completar la Revolución Francesa, es decir, completar la modernidad, cumplir su promesa ‒la abundancia y la libertad para todos‒ que fue traicionada al desarrollarse tan sólo en su versión capitalista.

Más allá de lo estimulante de esa tesis (no hace falta debatir aquí su eurocentrismo), lo que llamó mi atención en realidad fue una frase que Compagnon dice casi de paso: “la literatura es eso, la oposición”. De entrada la tomé por válida, a fin de cuentas es algo ampliamente repetido, dicho de distintas formas y maneras, pero en esta ocasión no se me escapó que plantearlo así, que la literatura siempre es oposición, tiene algo de adolescente, de melodrama, que no me convence del todo. ¿El papel de la literatura es entonces permanentemente estar en contra, sin importar de qué, a perpetuidad en ese carrusel freudiano del hijo y el padre?

Por otro lado iría la literatura que quiere jugar todos los roles y decir todas las cosas. Cyril Connolly proponía dos maneras distintas de escribir buenos libros: la primera era nunca dejar de ver el horror, como Baudelaire, como Kafka, pero la segunda, quizá más difícil, era aceptar la vida por completo, como Homero, Shakespeare: poder hablar de la existencia en su totalidad, tocar distintas zonas, expresar concepciones y tendencias contrarias, el artista camaleónico, algo similar al ideal de la novela del XIX, el modelo de una obra que refleja la sociedad entera, que entrega un panorama imparcial de las fuerzas en juego.

Algo en común tiene esa noción con la que avanzaba Roland Barthes en torno a lo neutro. La literatura allí no es un discurso que se opone a los discursos dominantes sino uno que se sale de la competencia, que opta por perder de inicio para escapar a la necesidad y al poder. Pero quizá sea en ese sentido que justamente la literatura (o cierta literatura) siempre es oposición, no porque en el conflicto y el fragor del mundo oponga una idea contraria sino porque renuncia a participar en él (o lo intenta). Así, la literatura sería más subversiva, bajo su propia forma, no cuando propone, no cuando ataca, sino cuando acoge el ruido de lo real y lo suspende, hace un silencio. Desde luego que puede ser una trampa o una mentira pretender ser una escritura no ideológica, sin intereses ni privilegios, pero ¿no es en ese intento, en esa apuesta, que se juega el valor y la ética de la literatura?

Sin embargo, con el pasar de los días me doy cuenta de que quizá sí extraño esa actitud de choque que Antoine Compagnon adscribe a los antimodernos, esa insatisfacción adolescente que conformó el fermento del arte moderno, es decir, el arte crítico, el arte hecho en contra no sólo de las instituciones y del poder sino también de los valores sociales, el sentido común, las ideas recibidas, la doxa, todo lo que ahora parece ser el horizonte y el límite de la creación, sobre todo en la literatura pero también en otras artes, el hecho preocupante de que tantos artistas no tengan ningún problema en asumirse como la voz de la decencia.

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sábado, 30 de agosto de 2025

Todas las primaveras en Trondheim

1

Cerca del Polo Norte los colores de la primavera son bastante discretos. La escasa variedad cromática al mirar arriba –del gris claro al gris oscuro, y hasta ahí– se compensa si el óvalo magnético que rodea este extremo del planeta ayuda a formar una de las famosas (y elusivas) luces del norte o auroras boreales. Entonces el cielo nocturno concentra todas las primaveras que podría envidiar a otras latitudes en forma de gran resplandor fosforescente, que parece agitarse y danzar con el viento, cortesía de enormes cantidades de partículas procedentes del sol en su choque con las capas superiores de la atmósfera. Trondheim se iluminó exactamente así una noche antes de que comenzara la Trienal Hannah Ryggen 2025, una lluviosa y helada mañana de abril, y el recuerdo de ese alegre parpadeo atenúa los reparos sobre el clima en esta ciudad noruega, sede del encuentro.

La borrasca impide percibir de golpe la escala de Trondheim, capital de la provincia de Trøndelang –la tercera ciudad más grande y poblada del país, tras Oslo y Bergen. A cambio reúne paseantes tanteando refugio bajo las cubiertas que salen al paso. Las calles rebosan estudiantes (el imán es la prestigiosa Universidad Nacional de Ciencia y Tecnología), galerías y museos. Jóvenes y arte servido a la carta, exigir postre sería de glotones. Sin embargo, un dulcecito: desde 2013 la escena se ensancha temporalmente gracias a la Trienal, un programa internacional de arte contemporáneo en torno al legado de su artista más célebre, la tejedora Hannah Ryggen (1894-1970).

Hannah Ryggen tejió para denunciar las injusticias sociales, el absurdo de la guerra y la barbarie fascista. Como toda gran artista, curtió su talento a la par de su privilegiada intuición para hacerse de un imaginario singular, que capturó su época.

Fuera de Escandinavia –donde el arte textil presume una sólida y añeja tradición–, hasta hace algunos años este nombre resonaba sólo entre los entendidos. Pero a la luz de los nuevos tiempos, que la vindican, Ryggen se alza como pionera y acaso la figura mayor de la disciplina, sin distingo de fronteras. Su vasta obra ha sido coleccionada por las instituciones locales, pues la une con la región un vínculo de origen: junto a su esposo, el pintor noruego Hans Ryggen, la artista habitó décadas en una granja situada en Ørlandet, en el fiordo de Trondheim, donde recolectaba los materiales necesarios para su labor: lana –de sus ovejas–, seda y lino, que luego pigmentaba con frutos, cortezas, líquenes y plantas. Aprendió sin ayuda todas las etapas del tejido en telar –cardar, hilar, teñir–, creando directamente sobre él, sin boceto previo. El dominio de esta compleja técnica marcó la expresividad de su trazo, una amalgama de figuración y patrones abstractos que abreva tanto del arte popular noruego como de las vanguardias –lo que en ella incluye un férreo compromiso con las ideas progresistas del momento. Hannah Ryggen tejió para denunciar las injusticias sociales, el absurdo de la guerra y la barbarie fascista. Como toda gran artista, curtió su talento a la par de su privilegiada intuición para hacerse de un imaginario singular, que capturó su época. Así que por ahí, trenzado en sus inmensos tapices, se presume aquel espíritu. Estamos a punto de invocarlo (y no para de llover).

Hannah Ryggen

Vista de la exposición MATER: Mother’s Heart, Museo Nacional de Artes Decorativas y Diseño, Trondheim, 2025. En primer plano, Mother’s Heart (1947), de Hannah Ryggen. Fotografía: Lili Zaneta

2

Faltan unos minutos para que la multitud congregada en el vestíbulo irrumpa en la sala principal del Nordenfjeldske Kunstindustrimuseum, el Museo Nacional de Artes Decorativas y Diseño, anfitrión de la Trienal. Cuando las puertas cedan, otro relámpago multicolor avivará nuestra plomiza primavera. El tapiz tiene la firma de Ryggen y por nombre Mother’s Heart: casi dos metros a lo largo –y otro tanto a lo ancho– de brillantes hilos rosados, rojos, guindas y verdes. Fue tejido en 1947, cuando la artista se sintió preparada para narrar la experiencia de cuidar a Mona, su hija epiléptica. En aquel entonces misteriosa, esta enfermedad puso a la familia en el centro de toda clase de rumores, por supuesto presentes en el relato. Tres rasgos importantes en su obra se encuentran aquí presentes: el gran formato, la abundancia de colores y la vitalidad para combinarlos.

La curadora de la muestra y directora del museo, Ingrid Lunnan, ha dispuesto la pieza casi al borde de la entrada para insistir en su colorido y dejar a la altura de la vista sus detalles, sobre un marco pintado de cereza. Hay que fijarse en la textura de los hilos de lana, las figuras distribuidas en cierto caos ordenado, los rostros semiocultos de la gente que murmura, al centro. Y, abajo, la silueta de un divertido gato rayado en alusión a la frase inglesa –calcada en sueco– couldn’t give a cat o “me importa un comino”.

Hannah Ryggen tejió para denunciar las injusticias sociales, el absurdo de la guerra y la barbarie fascista. Como toda gran artista, curtió su talento a la par de su privilegiada intuición para hacerse de un imaginario singular, que capturó su época.

Dentro de la combativa obra de Ryggen –coleccionada, en su mayoría, por este museo–, el tapiz sobresale por su narrativa íntima. Con todo, persisten los pequeños gestos de rebeldía y humor agridulce para desafiar los tabúes de la época. La madre sufriente y abnegada se convierte aquí en una mujer vulnerable, que lanza sus dudas al voyeur. El carácter afligido contrasta con las formas elegidas, una dicotomía recurrente en los tejidos de la artista. Así lo demuestran la gama de rojos y rosas (ligada a la sangre y a la piel, pero también al amor y a la ternura), las caras enmarcadas por corazones y la delicada enredadera vertical, punto focal del relato.

Hannah Ryggen

Piezas de Tove Pedersen, Kjell Erik Killi-Olsen, Hans Ryggen y Hannah Ryggen en la exposición MATER: Mother’s Heart, Museo Nacional de Artes Decorativas y Diseño, Trondheim, 2025. Fotografía: Lili Zaneta

Abrir la muestra con Mother’s Heart acierta por partida doble: puntualiza la estatura de Ryggen y acciona el diálogo con las obras convocadas bajo el título de esta Trienal, Mater, el término en latín para madre. El juego de palabras es importante, pues māter es la raíz tanto del sustantivo matter (materia) como del verbo to matter (importar). Lunnan explica la forma en que estos significados se conectan entre sí: “La intención es explorar la maternidad en un sentido más amplio, no sólo como una cuestión de género, biológica y personal, sino también como una serie de interrogantes en torno a la creación, los orígenes culturales y las tradiciones heredadas, así como con el cuidado de nuestra historia, nuestros semejantes y nuestro entorno. Aludimos, así, a los roles de madre, mujer y cuidadora, y también a la materialidad del arte textil”.

Las piezas de la colombiana Olga de Amaral y de la noruega Ann Cathrin November Høibo confirman la intención de la curadora y revelan cómo el arte textil contemporáneo puede abordarse desde polos formalmente opuestos para confluir en una misma línea: la herencia cultural de la cual parte una exploración hacia el presente. En la primera, Alquimia roja (1988), Amaral usa hojas de oro superpuestas a un tejido de lana y lino pintados. El oro alude a la cosmovisión de los pueblos originarios de América –particularmente al inca–, que lo consideraban una conexión con lo divino, y también actúa como señalamiento del expolio. La pérdida, parece decir la autora, no se queda sólo en los recursos naturales, también se fracturó sin remedio el estrecho lazo que unía a estos pueblos con la Madre Naturaleza.

El díptico de November Høibo, comisionado por la Trienal Hannah Ryggen, evoca la paleta de colores de Mother’s Heart y le aporta una nueva capa de significados. Desde la abstracción, Right and Left Chamber of the Heart (2025) exhorta a una conversación de pares con Ryggen, acaso incluye una adenda sobre el papel actual de una madre, incorporando a la forma sus ideas de avanzada.

Hannah Ryggen

Al fondo, en diálogo con Mother’s Heart de Hannah Ryggen, Right and Left Chamber of the Heart (2025), de Ann Cathrin November Høibo. Fotografía: Lili Zaneta

En esta sala se disputan la atención otros tapices de la artista principal –entre ellos Self-Portrait (1970), un autorretrato tardío rematado con una madeja de hilos sueltos–, pero aventaja una pintura de trazos robustos sobre yute: The Weaver (1938), de Hans Ryggen. En la parte superior del cuadro, la cara y las manos de Hannah se asoman tras el telar (que él mismo fabricó), mientras trabaja en una de sus obras más famosas, Liselotte Herrmann Beheaded (1938), también presente en la muestra. Es una mirada devota y dulce, la de Hans, un homenaje que actúa como contrapunto necesario a preguntas aún válidas sobre los roles de género: ¿qué tanto nos define nuestro reflejo en el otro?

3

Bajo un enorme montículo, el barco vikingo esperó once siglos para ser rescatado. Intacto, en madera de roble tallada con figuras de animales fantásticos. Aunque por ahí del año 800 se usó para navegar por la costa escandinava, poco después sirvió como última morada de dos mujeres; se sabe porque los restos descansaban dentro, junto a varios trineos, objetos rituales de madera y algunos tapices que cuentan historias de antiquísimas procesiones. El entierro de Oseberg fue encontrado en 1904, en la provincia de Vestfold, al sur de Noruega. Ninguna otra incursión arqueológica ha iluminado mejor a los antiguos vikingos, hábiles navegantes, guerreros invencibles y diestros en la talla de madera y el bordado de textiles.

A pesar del clima, es un día alegre para la ciudad, pues hoy recupera a un queridísimo viejo amigo: a la par de la inauguración de la Trienal Hannah Ryggen, el Nordenfjeldske Kunstindustrimuseum celebra su reapertura tras cuatro años de mejoras.

La famosa tumba permite rastrear el profundo arraigo de las artes populares en Escandinavia. Y la existencia del Museo Nacional de Artes Decorativas y Diseño, uno de los más antiguos del mundo dedicado a coleccionarlas. A la vez, el origen de esta institución está ligada a los esfuerzos del pueblo noruego por separarse de Suecia, que abarcaron casi todo el siglo XIX. Expuestos los ánimos nacionalistas, el núcleo de la identidad se buscó en las tradiciones guardadas en el cajón, el folclor de las regiones y, especialmente, en la naturaleza y la mitología vikingas. Las artes populares, así, alcanzaron gran esmero y aprecio; sobre todo la madera tallada, codiciada en el extranjero: había que impedir su fuga. Una casa para resguardarlas fue la solución, que llegó en 1893 con nombre y apellido.

A pesar del clima, es un día alegre para la ciudad, pues hoy recupera a un queridísimo viejo amigo: a la par de la inauguración de la Trienal Hannah Ryggen, el Nordenfjeldske Kunstindustrimuseum celebra su reapertura tras cuatro años de mejoras. Esta sede fue construida en 1968, así que necesitaba ajustarse a las exigencias museográficas actuales conservando la (escandalosa) sobriedad de su estilo nórdico funcionalista.

En la fachada del Museo Nacional de Artes Decorativas y Diseño de Trondheim se instaló la pieza Solange #32 (2025), de Katharina Cibulka

De la fachada cuelga, inmensa, una malla con letras de tul fucsia bordadas a mano por la artista austriaca Katharina Cibulka. Se trata de Solange, un proyecto feminista de arte participativo que ha sido montado sobre edificios históricos de ocho países, convocado ahora por la Trienal. En alemán solange significa “mientras”, así que la propuesta es iniciar la frase bordada con esa palabra y terminar con “seré una feminista”. Lo que hay en medio se crea a partir de las sugerencias de los habitantes locales, en su idioma. Esta pieza, Solange #32 (2025), dice: “Mientras ella desate los nudos y él apriete los puños, seré una feminista”.

Ella desata; él aprieta. La frase elegida para Solange #32 deja espacio para múltiples interpretaciones, pero aquí, suspendida sobre la fachada del museo, quizá sólo cabe una: ellas tejen y ellos tallan. Lo terso contra lo sólido. Podría objetarse la fuerza física para explicar esta suerte de orden ¿natural?, pero sabemos que el acomodo de tareas, si bien distinto en cada cultura, responde menos a la biología que al poder. Para muestra, el caso de los tapices decorativos en Europa. Durante su auge entre la aristocracia (de la Baja Edad Media a poco antes de la Ilustración) se elaboraban en grandes talleres liderados por hombres tejedores, que contaban con una hueste de mujeres a su servicio, hilando. Al dejar de ser prestigiosa –y rentable–, poco a poco se convirtió en una actividad de mujeres.

En las comunidades rurales, ellas se especializaron en tejer y bordar; ellos, en la fabricación de muebles de madera. No se necesita mucha imaginación para saber cuál de los dos oficios cobró primero relevancia.

La historia de estos tapices fue distinta en Noruega, donde se fabricaban de manera artesanal por tejedoras que contrataban a otras mujeres para ayudarse. En las comunidades rurales ellas se especializaron en tejer y bordar; ellos en la fabricación de muebles de madera. No se necesita mucha imaginación para saber cuál de los dos oficios cobró primero relevancia. En las últimas tres décadas del siglo XIX los bondemøbler, como se les llama a estos muebles, despertaban pasiones encendidas en el mercado. La talla de madera había alcanzado un nivel autoral, y era hora de reconocer a sus artistas. El arte textil tuvo que esperar a que comenzara el siglo XX para igualar este prestigio. Mucho después, en 1964, Hannah Ryggen fue la primera mujer en representar a Noruega en la Bienal de Venecia.

Piezas de Olga de Amaral, Erland Leirdal, Hannah Ryggen, Elisabeth Haarr y Gunvor Nervold Antonsen en la exposición MATER: Mother’s Heart, Museo Nacional de Artes Decorativas y Diseño, Trondheim, 2025. Fotografía: Lili Zaneta

Al tomar a Hannah Ryggen como inspiración, por encima de cualquier artista o disciplina, la Trienal subvierte el orden dado. No sólo destaca la obra de una mujer y de una tejedora, sino que resarce una deuda con todas aquellas que la precedieron. Algunas de las piezas presentes este año continúan interrogando la historia de las artes populares y sus acomodos preestablecidos. Es el caso de One of Them (2025), de la noruega Gunvor Nervold Antonsen: tres grandes manos rugosas esculpidas en madera. La artista tiene sus raíces en el textil, así que su paso a este material, que talla con motosierra, supone, más que un capricho, una declaración de principios.

Entre las tejedoras actuales más reconocidas del país se encuentra Tove Pedersen, de quien puede verse Starry Night / Coptic Head (2012). Se trata de un tapiz inspirado en un famoso textil egipcio de la colección del Louvre –de los llamados coptos, pues eran elaborados por los egipcios cristianos conocidos de ese modo. Al retrato de un hombre joven Pedersen añade elementos de la famosa obra de Van Gogh La noche estrellada (1889). La combinación sugiere un reclamo sobre el lugar del arte textil, a lo largo de los siglos opacado por la pintura.

Al tomar a Hannah Ryggen como inspiración, por encima de cualquier artista o disciplina, la Trienal subvierte el orden dado. No sólo destaca la obra de una mujer y de una tejedora, sino que resarce una deuda con todas aquellas que la precedieron.

Hay un textil copto en esta muestra, apenas un fragmento de un tapiz mayor. Importa detenerse en él por ser la pieza hilada más antigua de la exhibición –fechada entre el 300 y 500 de nuestra era– y porque perteneció a Hannah Ryggen. Este acto, atesorar un pedacito de historia, demuestra el compromiso de la artista con la tradición de su disciplina. Tenía un aprecio especial por los coptos pues, como ella, creaban en el telar sin boceto previo. “Si lo planearas y decidieras todo de antemano, la aventura terminaría antes de que tuviera la oportunidad de comenzar”, dijo alguna vez.

4

La comitiva avanza por la calle Munkegata, o Calle del Monje; ancha, fue trazada en el siglo XVII como parte de la estrategia para detener incendios, el azote de las tierras abundantes en madera. Esta ciudad fue destruida varias veces, pues el fuego se desplazaba cómodamente por los callejones estrechos propios del trazo urbano en la Edad Media. Munkegata desemboca en la impresionante Catedral de Nidaros, a la distancia. Es la inglesia gótica más boreal, aunque su aspecto actual es producto de incesantes reconstrucciones: el fuego caminó por aquí mucho antes, incluso, de erigirse como punto focal del cristianismo en tierras nórdicas, cuando era una modesta iglesia de madera. Sus altísimas torres se alcanzan a ver desde varios puntos y son un recordatorio permanente de la importancia de esta ciudad, que hace más de mil años fue capital del Reino de Noruega.

Femme (2005), de Louise Bourgeois, forma parte de la exposición Passing Motherhood del Museo de Arte de Trondheim, 2025. Fotografía: Lili Zaneta

Entonces Trondheim también se llamaba Nidaros, que significa desembocadura del río Nid o Nidelva, como se le conoce hoy. Porque más allá, rodeando el monumento, un río divide la ciudad, flanqueado por un larguísimo paseo marítimo con casas de madera coloreada, que han librado grandes incendios a través de los siglos. En 1845 se prohibió la construcción con madera –tan abundante y apreciada–, así que estas casas, y las que iremos encontrando al avanzar, salpican la caminata de cierta nostalgia. Nada como una buena dosis de presente para sanar. Al doblar a la derecha en Bispegata, junto a la catedral, aparece la casa del arte contemporáneo: el Trondheim Kunstmuseum. El museo de arte contemporáneo más importante de la región también es uno de los anfitriones de la Trienal Hannah Ryggen. Saber que tiene dos sedes en una ciudad con poco más de 200 mil habitantes es casi un escándalo. Ésta, la más céntrica, ahora está dedicada por completo al evento.

Passing Motherhood, curada por Yaniya Mikhalina y Marianne Zamecznik, se propone abarcar la maternidad en todas sus dimensiones, llevando el discurso mucho más allá del plano individual. En palabras de Zamecznik: “Aterrizamos en cuestiones como la tierra y la pertenencia, la guerra y el desplazamiento, la memoria y la herencia, y los marcos institucionales que la rodean. Las obras, los testimonios y los objetos históricos reunidos en el contexto de la exposición subrayan la vasta red en la que la ‘maternidad’ se crea, se disputa y se transfiere sin cesar, a través de cuerpos, geografías y generaciones. En este paisaje polifónico reconocemos los hilos –o rutas– con los que se puede experimentar la exposición. El acto de trazar un mapa es una invitación a crear una ruta propia, ya que es la experiencia del espectador la que da lugar a nuevas relaciones entre las obras”.

En los temas de la maternidad, la transformación y el trauma nada encaja mejor que la obra de Louise Bourgeois. ‘Femme’ (2005) es una pequeña escultura de mármol, realizada por la artista francesa a los 93 años.

En los temas de la maternidad, la transformación y el trauma nada encaja mejor que la obra de Louise Bourgeois. Femme (2005) es una pequeña escultura de mármol, realizada por la artista francesa a los 93 años. Sin cabeza, aparentemente atrapada en una metamorfosis perpetua, su forma condensa la insistencia de Bourgeois en diseccionar la condición femenina. Mikhalina trae a cuento lo que el teórico Peter Osborne denomina la relación “necesaria pero imposible” entre el arte contemporáneo y el capitalismo pues, aunque absorbido por el mercado globalizado del arte, el legado de la francesa sigue teniendo un impacto innegable.

Dos videos de Aline Motta, Water is a Time Machine y Do Not Cute the Negative (ambos de 2023), forman parte de la exposición Passing Motherhood del Museo de Arte de Trondheim, 2025. Fotografía: Lili Zaneta

Dos videos de la artista brasileña Aline Motta, realizados a través de imágenes yuxtapuestas y material de archivo, hurgan en las heridas del pasado para hablar del presente como repetición. En Water is a Time Machine y Do Not Cute the Negative (ambos de 2023) las vidas y las muertes de sus antepasados, su madre y su abuela, se mueven en una estructura narrativa circular, inspirada en el método de fabulación crítica de Saidiya Hartman. La pérdida personal se entrelaza con la abolición de la esclavitud y sus huellas en el país. Mikhalina abunda sobre la obra: “La banda sonora es una sutil composición de Motta que consiste en ruidos de automóviles manipulados, instrumentos creados a partir de dibujos de instrumentos africanos de los siglos XVIII y XIX realizados por viajeros extranjeros que visitaron Brasil –revividos por el músico Spirito Santo– y la improvisación dirigida de Jéssica Gaspar, que reinterpreta la música de la primera directora de orquesta de Brasil, Chiquinha Gonzaga”.

Afuera, el ajetreo de la mañana parece continuar esta banda sonora, con motores y cláxones nórdicos. Falta cruzar al barrio de Bakklandet y, luego, internarse por la zona de los antiguos almacenes comerciales hasta llegar al embarcadero o Bryggen. Por estos rumbos aún quedan antiguos callejones donde perderse, serpenteando hasta toparse con pared; descaminarse como travesura mayor para entender esas otras maneras de ser y estar. Ahora vamos derecho, la deriva vendrá después.

La Trienal Hannah Ryggen 2025 se realiza entre el 4 de abril y el 14 de septiembre en Trondheim, Noruega, y sus sedes son, además del Museo Nacional de Artes Decorativas y Diseño y el Museo de Arte de Trondheim, la Sala de Arte de Trondheim, Kjøpmannsgata Arte Joven (K-U-K), la Galería Dropsfabrikken, el Centro de Arte Contemporáneo Trøndelag y la Asociación de Arte de Ørland/Bjugn

Agradecemos al Nordenfjeldske Kunstindustrimuseum y a la Embajada de Noruega en México la invitación a visitar la Trienal Hannah Ryggen en Trondheim

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Todas las primaveras en Trondheim

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Cerca del Polo Norte los colores de la primavera son bastante discretos. La escasa variedad cromática al mirar arriba –del gris claro al gris oscuro, y hasta ahí– se compensa si el óvalo magnético que rodea este extremo del planeta ayuda a formar una de las famosas (y elusivas) luces del norte o auroras boreales. Entonces el cielo nocturno concentra todas las primaveras que podría envidiar a otras latitudes en forma de gran resplandor fosforescente, que parece agitarse y danzar con el viento, cortesía de enormes cantidades de partículas procedentes del sol en su choque con las capas superiores de la atmósfera. Trondheim se iluminó exactamente así una noche antes de que comenzara la Trienal Hannah Ryggen 2025, una lluviosa y helada mañana de abril, y el recuerdo de ese alegre parpadeo atenúa los reparos sobre el clima en esta ciudad noruega, sede del encuentro.

La borrasca impide percibir de golpe la escala de Trondheim, capital de la provincia de Trøndelang –la tercera ciudad más grande y poblada del país, tras Oslo y Bergen. A cambio reúne paseantes tanteando refugio bajo las cubiertas que salen al paso. Las calles rebosan estudiantes (el imán es la prestigiosa Universidad Nacional de Ciencia y Tecnología), galerías y museos. Jóvenes y arte servido a la carta, exigir postre sería de glotones. Sin embargo, un dulcecito: desde 2013 la escena se ensancha temporalmente gracias a la Trienal, un programa internacional de arte contemporáneo en torno al legado de su artista más célebre, la tejedora Hannah Ryggen (1894-1970).

Hannah Ryggen tejió para denunciar las injusticias sociales, el absurdo de la guerra y la barbarie fascista. Como toda gran artista, curtió su talento a la par de su privilegiada intuición para hacerse de un imaginario singular, que capturó su época.

Fuera de Escandinavia –donde el arte textil presume una sólida y añeja tradición–, hasta hace algunos años este nombre resonaba sólo entre los entendidos. Pero a la luz de los nuevos tiempos, que la vindican, Ryggen se alza como pionera y acaso la figura mayor de la disciplina, sin distingo de fronteras. Su vasta obra ha sido coleccionada por las instituciones locales, pues la une con la región un vínculo de origen: junto a su esposo, el pintor noruego Hans Ryggen, la artista habitó décadas en una granja situada en Ørlandet, en el fiordo de Trondheim, donde recolectaba los materiales necesarios para su labor: lana –de sus ovejas–, seda y lino, que luego pigmentaba con frutos, cortezas, líquenes y plantas. Aprendió sin ayuda todas las etapas del tejido en telar –cardar, hilar, teñir–, creando directamente sobre él, sin boceto previo. El dominio de esta compleja técnica marcó la expresividad de su trazo, una amalgama de figuración y patrones abstractos que abreva tanto del arte popular noruego como de las vanguardias –lo que en ella incluye un férreo compromiso con las ideas progresistas del momento. Hannah Ryggen tejió para denunciar las injusticias sociales, el absurdo de la guerra y la barbarie fascista. Como toda gran artista, curtió su talento a la par de su privilegiada intuición para hacerse de un imaginario singular, que capturó su época. Así que por ahí, trenzado en sus inmensos tapices, se presume aquel espíritu. Estamos a punto de invocarlo (y no para de llover).

Hannah Ryggen

Vista de la exposición MATER: Mother’s Heart, Museo Nacional de Artes Decorativas y Diseño, Trondheim, 2025. En primer plano, Mother’s Heart (1947), de Hannah Ryggen. Fotografía: Lili Zaneta

2

Faltan unos minutos para que la multitud congregada en el vestíbulo irrumpa en la sala principal del Nordenfjeldske Kunstindustrimuseum, el Museo Nacional de Artes Decorativas y Diseño, anfitrión de la Trienal. Cuando las puertas cedan, otro relámpago multicolor avivará nuestra plomiza primavera. El tapiz tiene la firma de Ryggen y por nombre Mother’s Heart: casi dos metros a lo largo –y otro tanto a lo ancho– de brillantes hilos rosados, rojos, guindas y verdes. Fue tejido en 1947, cuando la artista se sintió preparada para narrar la experiencia de cuidar a Mona, su hija epiléptica. En aquel entonces misteriosa, esta enfermedad puso a la familia en el centro de toda clase de rumores, por supuesto presentes en el relato. Tres rasgos importantes en su obra se encuentran aquí presentes: el gran formato, la abundancia de colores y la vitalidad para combinarlos.

La curadora de la muestra y directora del museo, Ingrid Lunnan, ha dispuesto la pieza casi al borde de la entrada para insistir en su colorido y dejar a la altura de la vista sus detalles, sobre un marco pintado de cereza. Hay que fijarse en la textura de los hilos de lana, las figuras distribuidas en cierto caos ordenado, los rostros semiocultos de la gente que murmura, al centro. Y, abajo, la silueta de un divertido gato rayado en alusión a la frase inglesa –calcada en sueco– couldn’t give a cat o “me importa un comino”.

Hannah Ryggen tejió para denunciar las injusticias sociales, el absurdo de la guerra y la barbarie fascista. Como toda gran artista, curtió su talento a la par de su privilegiada intuición para hacerse de un imaginario singular, que capturó su época.

Dentro de la combativa obra de Ryggen –coleccionada, en su mayoría, por este museo–, el tapiz sobresale por su narrativa íntima. Con todo, persisten los pequeños gestos de rebeldía y humor agridulce para desafiar los tabúes de la época. La madre sufriente y abnegada se convierte aquí en una mujer vulnerable, que lanza sus dudas al voyeur. El carácter afligido contrasta con las formas elegidas, una dicotomía recurrente en los tejidos de la artista. Así lo demuestran la gama de rojos y rosas (ligada a la sangre y a la piel, pero también al amor y a la ternura), las caras enmarcadas por corazones y la delicada enredadera vertical, punto focal del relato.

Hannah Ryggen

Piezas de Tove Pedersen, Kjell Erik Killi-Olsen, Hans Ryggen y Hannah Ryggen en la exposición MATER: Mother’s Heart, Museo Nacional de Artes Decorativas y Diseño, Trondheim, 2025. Fotografía: Lili Zaneta

Abrir la muestra con Mother’s Heart acierta por partida doble: puntualiza la estatura de Ryggen y acciona el diálogo con las obras convocadas bajo el título de esta Trienal, Mater, el término en latín para madre. El juego de palabras es importante, pues māter es la raíz tanto del sustantivo matter (materia) como del verbo to matter (importar). Lunnan explica la forma en que estos significados se conectan entre sí: “La intención es explorar la maternidad en un sentido más amplio, no sólo como una cuestión de género, biológica y personal, sino también como una serie de interrogantes en torno a la creación, los orígenes culturales y las tradiciones heredadas, así como con el cuidado de nuestra historia, nuestros semejantes y nuestro entorno. Aludimos, así, a los roles de madre, mujer y cuidadora, y también a la materialidad del arte textil”.

Las piezas de la colombiana Olga de Amaral y de la noruega Ann Cathrin November Høibo confirman la intención de la curadora y revelan cómo el arte textil contemporáneo puede abordarse desde polos formalmente opuestos para confluir en una misma línea: la herencia cultural de la cual parte una exploración hacia el presente. En la primera, Alquimia roja (1988), Amaral usa hojas de oro superpuestas a un tejido de lana y lino pintados. El oro alude a la cosmovisión de los pueblos originarios de América –particularmente al inca–, que lo consideraban una conexión con lo divino, y también actúa como señalamiento del expolio. La pérdida, parece decir la autora, no se queda sólo en los recursos naturales, también se fracturó sin remedio el estrecho lazo que unía a estos pueblos con la Madre Naturaleza.

El díptico de November Høibo, comisionado por la Trienal Hannah Ryggen, evoca la paleta de colores de Mother’s Heart y le aporta una nueva capa de significados. Desde la abstracción, Right and Left Chamber of the Heart (2025) exhorta a una conversación de pares con Ryggen, acaso incluye una adenda sobre el papel actual de una madre, incorporando a la forma sus ideas de avanzada.

Hannah Ryggen

Al fondo, en diálogo con Mother’s Heart de Hannah Ryggen, Right and Left Chamber of the Heart (2025), de Ann Cathrin November Høibo. Fotografía: Lili Zaneta

En esta sala se disputan la atención otros tapices de la artista principal –entre ellos Self-Portrait (1970), un autorretrato tardío rematado con una madeja de hilos sueltos–, pero aventaja una pintura de trazos robustos sobre yute: The Weaver (1938), de Hans Ryggen. En la parte superior del cuadro, la cara y las manos de Hannah se asoman tras el telar (que él mismo fabricó), mientras trabaja en una de sus obras más famosas, Liselotte Herrmann Beheaded (1938), también presente en la muestra. Es una mirada devota y dulce, la de Hans, un homenaje que actúa como contrapunto necesario a preguntas aún válidas sobre los roles de género: ¿qué tanto nos define nuestro reflejo en el otro?

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Bajo un enorme montículo, el barco vikingo esperó once siglos para ser rescatado. Intacto, en madera de roble tallada con figuras de animales fantásticos. Aunque por ahí del año 800 se usó para navegar por la costa escandinava, poco después sirvió como última morada de dos mujeres; se sabe porque los restos descansaban dentro, junto a varios trineos, objetos rituales de madera y algunos tapices que cuentan historias de antiquísimas procesiones. El entierro de Oseberg fue encontrado en 1904, en la provincia de Vestfold, al sur de Noruega. Ninguna otra incursión arqueológica ha iluminado mejor a los antiguos vikingos, hábiles navegantes, guerreros invencibles y diestros en la talla de madera y el bordado de textiles.

A pesar del clima, es un día alegre para la ciudad, pues hoy recupera a un queridísimo viejo amigo: a la par de la inauguración de la Trienal Hannah Ryggen, el Nordenfjeldske Kunstindustrimuseum celebra su reapertura tras cuatro años de mejoras.

La famosa tumba permite rastrear el profundo arraigo de las artes populares en Escandinavia. Y la existencia del Museo Nacional de Artes Decorativas y Diseño, uno de los más antiguos del mundo dedicado a coleccionarlas. A la vez, el origen de esta institución está ligada a los esfuerzos del pueblo noruego por separarse de Suecia, que abarcaron casi todo el siglo XIX. Expuestos los ánimos nacionalistas, el núcleo de la identidad se buscó en las tradiciones guardadas en el cajón, el folclor de las regiones y, especialmente, en la naturaleza y la mitología vikingas. Las artes populares, así, alcanzaron gran esmero y aprecio; sobre todo la madera tallada, codiciada en el extranjero: había que impedir su fuga. Una casa para resguardarlas fue la solución, que llegó en 1893 con nombre y apellido.

A pesar del clima, es un día alegre para la ciudad, pues hoy recupera a un queridísimo viejo amigo: a la par de la inauguración de la Trienal Hannah Ryggen, el Nordenfjeldske Kunstindustrimuseum celebra su reapertura tras cuatro años de mejoras. Esta sede fue construida en 1968, así que necesitaba ajustarse a las exigencias museográficas actuales conservando la (escandalosa) sobriedad de su estilo nórdico funcionalista.

En la fachada del Museo Nacional de Artes Decorativas y Diseño de Trondheim se instaló la pieza Solange #32 (2025), de Katharina Cibulka

De la fachada cuelga, inmensa, una malla con letras de tul fucsia bordadas a mano por la artista austriaca Katharina Cibulka. Se trata de Solange, un proyecto feminista de arte participativo que ha sido montado sobre edificios históricos de ocho países, convocado ahora por la Trienal. En alemán solange significa “mientras”, así que la propuesta es iniciar la frase bordada con esa palabra y terminar con “seré una feminista”. Lo que hay en medio se crea a partir de las sugerencias de los habitantes locales, en su idioma. Esta pieza, Solange #32 (2025), dice: “Mientras ella desate los nudos y él apriete los puños, seré una feminista”.

Ella desata; él aprieta. La frase elegida para Solange #32 deja espacio para múltiples interpretaciones, pero aquí, suspendida sobre la fachada del museo, quizá sólo cabe una: ellas tejen y ellos tallan. Lo terso contra lo sólido. Podría objetarse la fuerza física para explicar esta suerte de orden ¿natural?, pero sabemos que el acomodo de tareas, si bien distinto en cada cultura, responde menos a la biología que al poder. Para muestra, el caso de los tapices decorativos en Europa. Durante su auge entre la aristocracia (de la Baja Edad Media a poco antes de la Ilustración) se elaboraban en grandes talleres liderados por hombres tejedores, que contaban con una hueste de mujeres a su servicio, hilando. Al dejar de ser prestigiosa –y rentable–, poco a poco se convirtió en una actividad de mujeres.

En las comunidades rurales, ellas se especializaron en tejer y bordar; ellos, en la fabricación de muebles de madera. No se necesita mucha imaginación para saber cuál de los dos oficios cobró primero relevancia.

La historia de estos tapices fue distinta en Noruega, donde se fabricaban de manera artesanal por tejedoras que contrataban a otras mujeres para ayudarse. En las comunidades rurales ellas se especializaron en tejer y bordar; ellos en la fabricación de muebles de madera. No se necesita mucha imaginación para saber cuál de los dos oficios cobró primero relevancia. En las últimas tres décadas del siglo XIX los bondemøbler, como se les llama a estos muebles, despertaban pasiones encendidas en el mercado. La talla de madera había alcanzado un nivel autoral, y era hora de reconocer a sus artistas. El arte textil tuvo que esperar a que comenzara el siglo XX para igualar este prestigio. Mucho después, en 1964, Hannah Ryggen fue la primera mujer en representar a Noruega en la Bienal de Venecia.

Piezas de Olga de Amaral, Erland Leirdal, Hannah Ryggen, Elisabeth Haarr y Gunvor Nervold Antonsen en la exposición MATER: Mother’s Heart, Museo Nacional de Artes Decorativas y Diseño, Trondheim, 2025. Fotografía: Lili Zaneta

Al tomar a Hannah Ryggen como inspiración, por encima de cualquier artista o disciplina, la Trienal subvierte el orden dado. No sólo destaca la obra de una mujer y de una tejedora, sino que resarce una deuda con todas aquellas que la precedieron. Algunas de las piezas presentes este año continúan interrogando la historia de las artes populares y sus acomodos preestablecidos. Es el caso de One of Them (2025), de la noruega Gunvor Nervold Antonsen: tres grandes manos rugosas esculpidas en madera. La artista tiene sus raíces en el textil, así que su paso a este material, que talla con motosierra, supone, más que un capricho, una declaración de principios.

Entre las tejedoras actuales más reconocidas del país se encuentra Tove Pedersen, de quien puede verse Starry Night / Coptic Head (2012). Se trata de un tapiz inspirado en un famoso textil egipcio de la colección del Louvre –de los llamados coptos, pues eran elaborados por los egipcios cristianos conocidos de ese modo. Al retrato de un hombre joven Pedersen añade elementos de la famosa obra de Van Gogh La noche estrellada (1889). La combinación sugiere un reclamo sobre el lugar del arte textil, a lo largo de los siglos opacado por la pintura.

Al tomar a Hannah Ryggen como inspiración, por encima de cualquier artista o disciplina, la Trienal subvierte el orden dado. No sólo destaca la obra de una mujer y de una tejedora, sino que resarce una deuda con todas aquellas que la precedieron.

Hay un textil copto en esta muestra, apenas un fragmento de un tapiz mayor. Importa detenerse en él por ser la pieza hilada más antigua de la exhibición –fechada entre el 300 y 500 de nuestra era– y porque perteneció a Hannah Ryggen. Este acto, atesorar un pedacito de historia, demuestra el compromiso de la artista con la tradición de su disciplina. Tenía un aprecio especial por los coptos pues, como ella, creaban en el telar sin boceto previo. “Si lo planearas y decidieras todo de antemano, la aventura terminaría antes de que tuviera la oportunidad de comenzar”, dijo alguna vez.

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La comitiva avanza por la calle Munkegata, o Calle del Monje; ancha, fue trazada en el siglo XVII como parte de la estrategia para detener incendios, el azote de las tierras abundantes en madera. Esta ciudad fue destruida varias veces, pues el fuego se desplazaba cómodamente por los callejones estrechos propios del trazo urbano en la Edad Media. Munkegata desemboca en la impresionante Catedral de Nidaros, a la distancia. Es la inglesia gótica más boreal, aunque su aspecto actual es producto de incesantes reconstrucciones: el fuego caminó por aquí mucho antes, incluso, de erigirse como punto focal del cristianismo en tierras nórdicas, cuando era una modesta iglesia de madera. Sus altísimas torres se alcanzan a ver desde varios puntos y son un recordatorio permanente de la importancia de esta ciudad, que hace más de mil años fue capital del Reino de Noruega.

Femme (2005), de Louise Bourgeois, forma parte de la exposición Passing Motherhood del Museo de Arte de Trondheim, 2025. Fotografía: Lili Zaneta

Entonces Trondheim también se llamaba Nidaros, que significa desembocadura del río Nid o Nidelva, como se le conoce hoy. Porque más allá, rodeando el monumento, un río divide la ciudad, flanqueado por un larguísimo paseo marítimo con casas de madera coloreada, que han librado grandes incendios a través de los siglos. En 1845 se prohibió la construcción con madera –tan abundante y apreciada–, así que estas casas, y las que iremos encontrando al avanzar, salpican la caminata de cierta nostalgia. Nada como una buena dosis de presente para sanar. Al doblar a la derecha en Bispegata, junto a la catedral, aparece la casa del arte contemporáneo: el Trondheim Kunstmuseum. El museo de arte contemporáneo más importante de la región también es uno de los anfitriones de la Trienal Hannah Ryggen. Saber que tiene dos sedes en una ciudad con poco más de 200 mil habitantes es casi un escándalo. Ésta, la más céntrica, ahora está dedicada por completo al evento.

Passing Motherhood, curada por Yaniya Mikhalina y Marianne Zamecznik, se propone abarcar la maternidad en todas sus dimensiones, llevando el discurso mucho más allá del plano individual. En palabras de Zamecznik: “Aterrizamos en cuestiones como la tierra y la pertenencia, la guerra y el desplazamiento, la memoria y la herencia, y los marcos institucionales que la rodean. Las obras, los testimonios y los objetos históricos reunidos en el contexto de la exposición subrayan la vasta red en la que la ‘maternidad’ se crea, se disputa y se transfiere sin cesar, a través de cuerpos, geografías y generaciones. En este paisaje polifónico reconocemos los hilos –o rutas– con los que se puede experimentar la exposición. El acto de trazar un mapa es una invitación a crear una ruta propia, ya que es la experiencia del espectador la que da lugar a nuevas relaciones entre las obras”.

En los temas de la maternidad, la transformación y el trauma nada encaja mejor que la obra de Louise Bourgeois. ‘Femme’ (2005) es una pequeña escultura de mármol, realizada por la artista francesa a los 93 años.

En los temas de la maternidad, la transformación y el trauma nada encaja mejor que la obra de Louise Bourgeois. Femme (2005) es una pequeña escultura de mármol, realizada por la artista francesa a los 93 años. Sin cabeza, aparentemente atrapada en una metamorfosis perpetua, su forma condensa la insistencia de Bourgeois en diseccionar la condición femenina. Mikhalina trae a cuento lo que el teórico Peter Osborne denomina la relación “necesaria pero imposible” entre el arte contemporáneo y el capitalismo pues, aunque absorbido por el mercado globalizado del arte, el legado de la francesa sigue teniendo un impacto innegable.

Dos videos de Aline Motta, Water is a Time Machine y Do Not Cute the Negative (ambos de 2023), forman parte de la exposición Passing Motherhood del Museo de Arte de Trondheim, 2025. Fotografía: Lili Zaneta

Dos videos de la artista brasileña Aline Motta, realizados a través de imágenes yuxtapuestas y material de archivo, hurgan en las heridas del pasado para hablar del presente como repetición. En Water is a Time Machine y Do Not Cute the Negative (ambos de 2023) las vidas y las muertes de sus antepasados, su madre y su abuela, se mueven en una estructura narrativa circular, inspirada en el método de fabulación crítica de Saidiya Hartman. La pérdida personal se entrelaza con la abolición de la esclavitud y sus huellas en el país. Mikhalina abunda sobre la obra: “La banda sonora es una sutil composición de Motta que consiste en ruidos de automóviles manipulados, instrumentos creados a partir de dibujos de instrumentos africanos de los siglos XVIII y XIX realizados por viajeros extranjeros que visitaron Brasil –revividos por el músico Spirito Santo– y la improvisación dirigida de Jéssica Gaspar, que reinterpreta la música de la primera directora de orquesta de Brasil, Chiquinha Gonzaga”.

Afuera, el ajetreo de la mañana parece continuar esta banda sonora, con motores y cláxones nórdicos. Falta cruzar al barrio de Bakklandet y, luego, internarse por la zona de los antiguos almacenes comerciales hasta llegar al embarcadero o Bryggen. Por estos rumbos aún quedan antiguos callejones donde perderse, serpenteando hasta toparse con pared; descaminarse como travesura mayor para entender esas otras maneras de ser y estar. Ahora vamos derecho, la deriva vendrá después.

La Trienal Hannah Ryggen 2025 se realiza entre el 4 de abril y el 14 de septiembre en Trondheim, Noruega, y sus sedes son, además del Museo Nacional de Artes Decorativas y Diseño y el Museo de Arte de Trondheim, la Sala de Arte de Trondheim, Kjøpmannsgata Arte Joven (K-U-K), la Galería Dropsfabrikken, el Centro de Arte Contemporáneo Trøndelag y la Asociación de Arte de Ørland/Bjugn

Agradecemos al Nordenfjeldske Kunstindustrimuseum y a la Embajada de Noruega en México la invitación a visitar la Trienal Hannah Ryggen en Trondheim

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