miércoles, 20 de noviembre de 2024

Un problema de factura

El domingo 11 de febrero de 2007 una fuerte detonación causó estupor entre los vecinos de la colonia San Rafael de la Ciudad de México. Cientos de personas se reunieron en la calle, en los alrededores del Jardín del Arte, con el fin de entender lo que había ocurrido. Con el paso de los minutos supieron que se trataba de una acción artística: Match. Un ensayo sobre concentración y expansión, intervención performática de Mario de Vega en el Museo Experimental El Eco. La pieza consistió en detonar 350 gramos de pólvora cubiertos con 25 kilos de cemento. Llegaron los bomberos, las reacciones fueron airadas e, incluso, organizaciones vecinales exigieron la clausura del espacio expositivo en vista del pánico causado.

Unos días después de la explosión fuimos convocados a una charla en El Eco entre De Vega, el entonces director del museo Guillermo Santamarina y el crítico y curador Cuauhtémoc Medina. De la acción que había levantado polvo y furia quedaba solamente la huella, un cráter de dimensiones discretas en el patio del edificio diseñado por Mathias Goeritz. El artista explicó el sentido de la pieza, que podría resumirse como la creación de un rumor sobre el hecho ocurrido. Podría decirse: abrir el signo a toda posible significación. Ante las reacciones de los vecinos, sin embargo, Medina señaló un “problema de factura”: al no calcular los efectos del relato social al que había dado pie, Match había puesto en riesgo la continuidad misma del espacio que la había hecho posible.

Me pregunto por qué, diecisiete años después, Cuauhtémoc Medina no detectó, como curador en jefe del Museo Universitario Arte Contemporáneo, el “problema de factura” de Extracto para un fracasado proyecto (2011-2024), la pieza de Ana Gallardo que despertó la indignación de ciertos grupos tras exhibirse en Tembló acá un delirio, la retrospectiva de la artista argentina en el MUAC. La revista de crítica de arte Cubo Blanco ha sido el principal espacio de discusión sobre las implicaciones de retirar la obra mencionada ante los reclamos, que iniciaron con una carta pública de la Casa Xochiquetzal –la organización aludida en la pieza– y terminaron con pintas en la fachada principal del museo –“Respeto total al trabajo sexual”–, pasando por la previsible sobreactuación en redes sociales.

Como es sabido, la pieza sustraída de la exposición (o cancelada, según la terminología al uso) fue señalada por revictimizar a una prostituta que Gallardo cuidó muy brevemente como parte de su acuerdo para realizar un proyecto en el albergue para trabajadoras sexuales de la tercera edad en situación de calle. Se ha discutido si puede existir censura “buena”, las paradojas de que una artista feminista haya quedado en el ojo del huracán, los errores de cálculo que llevaron al equipo curatorial a incluir en la exposición del MUAC un trabajo que contrasta no sólo con el resto de las obras presentadas sino con la sensibilidad contemporánea en el tema central de nuestra época: la condición de víctima, que no admite ambigüedades expresivas y apela a la literalidad más estricta, a significados fijos e incontrovertibles. A favor de lo bueno, en contra de lo malo.

Un problema, sin embargo, ha estado un tanto ausente en el debate. ¿En qué terreno se sitúa la producción de Ana Gallardo? La reacción iracunda de un sector del público ante Extracto para un fracasado proyecto no tiene relación alguna con la estética, se refiere exclusivamente a la moral. Así, se trata de una nueva demostración del “giro ético” del arte contemporáneo, analizado lúcidamente por Claire Bishop en Infiernos artificiales (2012), con obras que remiten siempre a un más allá social en tanto su precaria materialidad es apenas un vehículo para la circulación de discursos. En momentos en los que Tembló acá un delirio ofrece una experiencia parcial, trunca, pues una de sus partes ha sido suprimida, sigue resultando llamativa la cantidad de texto con la que la artista presenta cada proyecto (más llamativa aún es la penumbra en la que se pretende que el visitante lea), consciente de que no hay mucho que ver (hay un poco más que oír) en las salas. El efecto es pedagógico antes que sensible, dado que la experiencia es permanentemente orientada en direcciones puntuales. No se busca aquí la suspensión artística de la ética; por el contrario, se trata de una suspensión ética de la estética.

Volvamos, entonces, al asunto inicial: ¿dónde está el “problema de factura” de Extracto para un fracasado proyecto? Fundamentalmente en que, a través de un texto calado en muro, exhibe la frustración de la artista en un flujo de consciencia indisociable de su subjetividad. En un entorno regido por lo denotativo, donde cada pieza es antecedida por una explicación, la escritura se vuelve súbitamente expresiva, y por lo tanto ilegible. Esta falta de consciencia respecto a los usos del lenguaje ha sido el punto ciego tanto de Ana Gallardo como de Alfredo Aracil, Violeta Janeiro y Alejandra Labastida, los curadores de la exposición. En el lugar elegido por la obra de Gallardo, donde los dispositivos artísticos sirven al discurso, la respuesta del público fue acorde a la sensibilidad imperante. Al exhibirse, el “fracasado proyecto” se asume “logrado”, pero se muestra fallido en tanto ejercicio artístico. Un arte crítico, escribe Rancière, “sabe que su efecto político pasa por la distancia estética. Sabe que ese efecto no puede ser garantizado, que conlleva siempre una parte indecidible”.

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Un problema de factura

El domingo 11 de febrero de 2007 una fuerte detonación causó estupor entre los vecinos de la colonia San Rafael de la Ciudad de México. Cientos de personas se reunieron en la calle, en los alrededores del Jardín del Arte, con el fin de entender lo que había ocurrido. Con el paso de los minutos supieron que se trataba de una acción artística: Match. Un ensayo sobre concentración y expansión, intervención performática de Mario de Vega en el Museo Experimental El Eco. La pieza consistió en detonar 350 gramos de pólvora cubiertos con 25 kilos de cemento. Llegaron los bomberos, las reacciones fueron airadas e, incluso, organizaciones vecinales exigieron la clausura del espacio expositivo en vista del pánico causado.

Unos días después de la explosión fuimos convocados a una charla en El Eco entre De Vega, el entonces director del museo Guillermo Santamarina y el crítico y curador Cuauhtémoc Medina. De la acción que había levantado polvo y furia quedaba solamente la huella, un cráter de dimensiones discretas en el patio del edificio diseñado por Mathias Goeritz. El artista explicó el sentido de la pieza, que podría resumirse como la creación de un rumor sobre el hecho ocurrido. Podría decirse: abrir el signo a toda posible significación. Ante las reacciones de los vecinos, sin embargo, Medina señaló un “problema de factura”: al no calcular los efectos del relato social al que había dado pie, Match había puesto en riesgo la continuidad misma del espacio que la había hecho posible.

Me pregunto por qué, diecisiete años después, Cuauhtémoc Medina no detectó, como curador en jefe del Museo Universitario Arte Contemporáneo, el “problema de factura” de Extracto para un fracasado proyecto (2011-2024), la pieza de Ana Gallardo que despertó la indignación de ciertos grupos tras exhibirse en Tembló acá un delirio, la retrospectiva de la artista argentina en el MUAC. La revista de crítica de arte Cubo Blanco ha sido el principal espacio de discusión sobre las implicaciones de retirar la obra mencionada ante los reclamos, que iniciaron con una carta pública de la Casa Xochiquetzal –la organización aludida en la pieza– y terminaron con pintas en la fachada principal del museo –“Respeto total al trabajo sexual”–, pasando por la previsible sobreactuación en redes sociales.

Como es sabido, la pieza sustraída de la exposición (o cancelada, según la terminología al uso) fue señalada por revictimizar a una prostituta que Gallardo cuidó muy brevemente como parte de su acuerdo para realizar un proyecto en el albergue para trabajadoras sexuales de la tercera edad en situación de calle. Se ha discutido si puede existir censura “buena”, las paradojas de que una artista feminista haya quedado en el ojo del huracán, los errores de cálculo que llevaron al equipo curatorial a incluir en la exposición del MUAC un trabajo que contrasta no sólo con el resto de las obras presentadas sino con la sensibilidad contemporánea en el tema central de nuestra época: la condición de víctima, que no admite ambigüedades expresivas y apela a la literalidad más estricta, a significados fijos e incontrovertibles. A favor de lo bueno, en contra de lo malo.

Un problema, sin embargo, ha estado un tanto ausente en el debate. ¿En qué terreno se sitúa la producción de Ana Gallardo? La reacción iracunda de un sector del público ante Extracto para un fracasado proyecto no tiene relación alguna con la estética, se refiere exclusivamente a la moral. Así, se trata de una nueva demostración del “giro ético” del arte contemporáneo, analizado lúcidamente por Claire Bishop en Infiernos artificiales (2012), con obras que remiten siempre a un más allá social en tanto su precaria materialidad es apenas un vehículo para la circulación de discursos. En momentos en los que Tembló acá un delirio ofrece una experiencia parcial, trunca, pues una de sus partes ha sido suprimida, sigue resultando llamativa la cantidad de texto con la que la artista presenta cada proyecto (más llamativa aún es la penumbra en la que se pretende que el visitante lea), consciente de que no hay mucho que ver (hay un poco más que oír) en las salas. El efecto es pedagógico antes que sensible, dado que la experiencia es permanentemente orientada en direcciones puntuales. No se busca aquí la suspensión artística de la ética; por el contrario, se trata de una suspensión ética de la estética.

Volvamos, entonces, al asunto inicial: ¿dónde está el “problema de factura” de Extracto para un fracasado proyecto? Fundamentalmente en que, a través de un texto calado en muro, exhibe la frustración de la artista en un flujo de consciencia indisociable de su subjetividad. En un entorno regido por lo denotativo, donde cada pieza es antecedida por una explicación, la escritura se vuelve súbitamente expresiva, y por lo tanto ilegible. Esta falta de consciencia respecto a los usos del lenguaje ha sido el punto ciego tanto de Ana Gallardo como de Alfredo Aracil, Violeta Janeiro y Alejandra Labastida, los curadores de la exposición. En el lugar elegido por la obra de Gallardo, donde los dispositivos artísticos sirven al discurso, la respuesta del público fue acorde a la sensibilidad imperante. Al exhibirse, el “fracasado proyecto” se asume “logrado”, pero se muestra fallido en tanto ejercicio artístico. Un arte crítico, escribe Rancière, “sabe que su efecto político pasa por la distancia estética. Sabe que ese efecto no puede ser garantizado, que conlleva siempre una parte indecidible”.

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martes, 19 de noviembre de 2024

Cómo (no) pertenecer al club del cine

De una sala a otra, de extremo a extremo del cine. Alonso Ruizpalacios (Ciudad de México, 1978) anda de prisa, ansioso, con el teléfono pegado a la oreja. No es uno de esos directores que disfrutan el lanzamiento de su película. No, eso es para los actores, los productores y otros directores que, en vestidos de noche y trajes de gala, hacen fila para ver La cocina. Si pudiera se saltaba la premier y quizá también esta entrevista.

El director –tenis, jeans, chamarra– está preocupado porque algo no le gusta en la proyección, y camina como si eso, y no la llamada, fuera a resolverlo. “Tuvimos un pedo con las copias que… en fin”, minimiza cuando se sienta en el sillón, tal vez resignado, seguro cansado, con sus palomitas. “¿Tú no quieres una chela?”. Aquí tengo café, gracias.    

El cineasta que ganó decenas de premios con Güeros (2014) –su ópera prima–, el Oso de Plata en la Berlinale con Museo (2018) –su segunda producción– y los Ariel a Mejor Largometraje Documental y Mejor Dirección con Una película de policías (2021) ahora estrena La cocina, adaptación de la obra de teatro del británico Arnold Wesker. Con ese pretexto habla de aquello que lo lleva a hacer cine.

Alonso Ruizpalacios

Rooney Mara y Raúl Briones en La cocina (2024), de Alonso Ruizpalacios. Cortesía de IQ

En tus cortos y largometrajes los personajes son jóvenes que están en un lugar al que no pertenecen. O simplemente no saben cuál es su lugar…

Hay muchas cosas de las que uno no es consciente, sobre todo a lo largo de los años. No creo que uno sea la mejor persona para decir “Ah, estos son mis temas”. En mi caso es algo más intuitivo. Pero sí, yo orbito naturalmente hacia las historias de crecimiento. Es algo que me conmueve mucho. El guardián entre el centeno, el libro de J.D. Salinger, me marcó muchísimo, como todas esas narrativas sobre tener que madurar y resistirse, quizá desde el complejo de Peter Pan. También me identifico, sí, con no sentirse completamente perteneciente, o con rechazar, rehusarse a pertenecer a cualquier grupo o club o partido. Siempre pienso en esa frase de Groucho Marx que cita Woody Allen: “No quisiera pertenecer a ningún club que aceptara a alguien como yo por miembro”. Cuando vi Annie Hall me cimbró porque es un sentimiento que comparto. Hay algo de pertenecer a un grupo que me repele. Supongo que hay algo de eso en los personajes.

“A mí lo que me gusta es hacer las pelis, no todo lo que hay alrededor. Hay gente a la que le atrae el ruido, las premiers, y está bien, lo respeto, pero no es mi caso. Es la parte que menos me interesa, que menos disfruto. Realmente la padezco.”

No usas mucho las redes sociales, tienes un perfil diferente al de otros artistas, que todo el tiempo son vocales. De pronto no se sabe de ti pero lanzas una película y llegan las noticias de los premios. ¿Cómo haces para ser parte del club mientras tratas de pertenecer a él?

No lo sé, es difícil. A mí lo que me gusta es hacer las pelis, no todo lo que hay alrededor. Hay gente a la que le atrae el ruido, las premiers, y está bien, lo respeto, pero no es mi caso. Es la parte que menos me interesa, que menos disfruto. Realmente la padezco. Lo que disfruto es hacer las pelis, pero todo lo demás, si pudiera, me lo saltaría.

El actor Leonardo Ortizgris (Güeros, Museo) ha recordado cuando montaron una adaptación de El beso, de Antón Chéjov. Decía que frente a las cámaras y los reporteros sufría la misma “ceguera psíquica” del cuento. ¿Te pasa lo mismo?

Chéjov lo describe perfectamente: le llama justo “ceguera psíquica”, ese sentimiento de estar en un lugar con mucha gente, con muchas luces, en donde ves pero no ves. No entiendes lo que estás viendo. Es algo alienante. Me identifico con esa sensación, no es disfrutable.

Venecia, Berlín, Morelia, los Premios Ariel. Las alfombras ya son parte de tu cotidianidad…

En el caso de La cocina he tenido que hacerlo porque ha sido muy difícil distribuirla. Querían salir con sólo 60 copias y tuvimos que decirles que nosotros íbamos a conseguir dinero para pagar más. Todo ha sido cuesta arriba, entonces he tomado la postura de decir: “Tengo que apoyar la peli y hacer lo que sea para que se vea”. Ha sido muy difícil de lograr.

Alonso Ruizpalacios

Fotograma de La cocina (2024), de Alonso Ruizpalacios. Cortesía de IQ

Alguna vez dijiste que sólo tenías unas cuantas historias en la cabeza. ¿Ya tienes claro adónde vas?

Ya casi termino el guion de la que espero que sea la siguiente peli, que es un western, adaptación de una novela de Juan José Sáenz. Y tengo otra peli que estoy trabajando con mi amigo David Gaitán, un dramaturgo increíble, una peli muy personal. Es la exploración de estar en una escuela de actuación.

¿Qué te conmueve de la amistad?

Para mí son las relaciones más entrañables. Hay directores cuyo tema es la familia o las relaciones amorosas. Por alguna razón, no sé por qué, yo orbito narrativamente hacia las relaciones amistosas, son mi fuente de inspiración. Uno no la arma sin amigos, con ellos he pasado momentos muy conmovedores. Ahora que soy papá quizás eso empiece a cambiar, aunque cuando mejor me caen mis hijos es cuando son mis amigos. La amistad es una relación muy libre en la que no hay sentido de posesión. Se está sólo por el gusto de estar. No hay una transacción, no hay un motivo ulterior, y eso me inspira.

“Hay directores cuyo tema es la familia o las relaciones amorosas. Por alguna razón, no sé por qué, yo orbito narrativamente hacia las relaciones amistosas, son mi fuente de inspiración. Uno no la arma sin amigos, con ellos he pasado momentos muy conmovedores.”

¿Qué pasaría si filmas todas las películas que tienes en mente y se estrenan? ¿Qué harías después?

Me gusta tanto hacer esto… Permite hacer cosas como adentrarte en la policía, por ejemplo. Investigar y meterte de lleno en otros mundos me parece un privilegio. Me gustaría acabar como Martin Scorsese o Clint Eastwood o Woody Allen, a esos güeyes los van a sacar del set con los tenis por delante. Pero empieza a ser cansada la batalla. Ha sido duro convencer a la gente sobre La cocina. Ha sido pelear, pelear, pelear todos los días. Te provoca una pequeña úlcera, se vuelve cansado.

Uno pensaría que te llueven inversionistas, tras el recorrido por festivales de Güeros, los premios de Museo, los Ariel de Una película de policías

Sí, pero quieren que haga las películas que ellos quieren. Hacer tus propias películas es una labor de convencimiento. Al ser director, gran parte de tu tiempo es convencer a la gente.

Alonso Ruizpalacios

Fotograma de La cocina (2024), de Alonso Ruizpalacios. Cortesía de IQ

Quizá sea también la forma de contar el cuento. En tus películas sueles romper la representación con escenas detrás de cámara, y en Una película de policías rompiste el documental al ficcionalizarlo. ¿Por qué navegas siempre entre la ficción y la realidad?

Me parece que ambas cosas están completamente contaminadas una de la otra. No existe lo puramente documental ni lo puramente ficcional, y lo relaciono con el juego que para mí es el cine. Lo que más disfruto es el juego y lo veo con mis hijos: cuando eran chicos disfrutaban más destruir el castillo que habían armado con bloques de madera que armarlo. Hay algo muy placentero en destruir lo que construiste. Tiene que ver con ese impulso: el placer de destruir lo que construyes.

Otro juego que haces en tus películas es dejar diálogos o historias a la mitad…

Me divierte cambiar de carril, frustrar las expectativas del público; me divierte cuando me lo hacen a mí. Algo que siempre me ha gustado, por ejemplo, son Los Simpson y esa manera de empezar un capítulo con una cosa completamente distinta a la que se va a tratar. Me parece genial. Como espectador esos cambios de dirección son sorpresivos y divertidos.

“Para mí no tiene sentido hacer esto si no estás en comunión con alguien. Eso no quiere decir que me interesa lograr el máximo de público, no tengo aspiraciones de ‘blockbuster’, pero sí me interesa que haya alguien que lo entienda.”

Entonces ¿piensas en el público?

Sí, pienso en el público. Yo me hice en el teatro, donde tienes que pensar en el público, dialogar con el público, tienes que sentirlo. Tengo amigos directores a los que quiero mucho pero que no piensan en el público, su bandera es: “Me vale madres, entre a menos gente le guste, mejor”. Yo no comulgo con eso, para mí no tiene sentido hacer esto si no estás en comunión con alguien. Eso no quiere decir que me interesa lograr el máximo de público, no tengo aspiraciones de blockbuster, pero sí me interesa que haya alguien que lo entienda.

En 2022 declaraste a El País que Roma, de Alfonso Cuarón, y Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, de Alejandro G. Iñárritu, son películas filmadas aquí pero no son cine mexicano. ¿Ha cambiado esa percepción?

No. Son y no son, pues. Ellos no viven aquí, no hacen películas como el resto de los directores y las directoras mexicanos. Llegan con una infraestructura gigantesca, y siento que no les interesa dialogar con el cine mexicano. O sea, creo que esas dos pelis en particular tomaron la mexicanidad como una curiosidad para hacer una película. En el caso de Roma con mayor éxito que Bardo. Ellos son directores de Hollywood desde hace muchos años, y eso es lo que hacen. Me cuesta trabajo ver esas pelis como cine nacional.

Alonso Ruizpalacios

Fotograma de La cocina (2024), de Alonso Ruizpalacios. Cortesía de IQ

Museo se estrenó el mismo año que Roma. Probablemente si no hubiera estado Roma, Museo hubiera tenido muchísima más exposición. Me viene la idea de un blockbuster contra una película de Alonso Ruizpalacios…

No sé, te toca lo que te toca. Cada vez entiendo más que no tienes control de esas cosas. Lo que tienen estos directores en particular, que les admiro pero no comparto, es la voluntad y la capacidad de controlar la narrativa de su película, o sea, cómo va a ser percibida, exhibida, todo. Hacerla no es suficiente. Ni siquiera sé cómo hacer eso, me parece el trabajo de un empresario más que el de un artista. Lo hacen muy bien, son grandes empresarios además de buenos directores; sobre todo Cuarón me parece brillante.

“¿Qué estamos haciendo para que la medida máxima sea la productividad y no las relaciones? No la bondad ni la capacidad de ayudar a alguien. El sistema económico en el que vivimos, y que está colapsando frente a nuestros ojos, no deja espacio para que florezcan las cosas importantes de la vida: la amistad, el amor.”

La mexicanidad es otro de los temas que generalmente abordas. ¿Hay una forma de ser mexicano, la has encontrando en tus películas?

El tema es muy interesante para mí. Todas las identidades nacionales –aunque yo puedo hablar solo de ésta– son una construcción muy a güevo, muy consciente y forzada. En este país, que es muy joven –porque 200 años es muy poco–, hay una serie de cosas impuestas que vienen de la creación del México independiente. Son clichés que repetimos y a veces representamos para los otros. Es como si, para demostrar que perteneces a la especie, tuvieras que actuar de ser humano. Me parece muy chusco, gracioso. Es una construcción a veces vergonzosa. Pero ojo, una cosa es todo lo que implica ser mexicano y otra formar parte de este territorio, que a mí me causa orgullo. El patrioterismo que los gobiernos imponen es algo muy lamentable e involuntariamente gracioso, así que me gusta explorarlo en las pelis.

En La cocina hablas de mexicanidad, de identidad, de nacionalismo, de lenguajes e idiomas, migración, masculinidades… ¿Cómo hiciste para meter en dos horas y veinte minutos todo ese universo?

Fue una película que se cocinó durante mucho tiempo. La escribí durante varios años y la reescribí. Regresaba a ella, la abandonaba… Creo que tiene muchas ideas distintas, a veces pienso que demasiadas, y no lo digo como algo pretencioso sino que a veces creo que hay que quitar algunas y concentrarse más en una. Pero así funciono: me atraen varias cosas. Una cosa me lleva a la otra y ésta a otra. Para mí no era suficiente que se tratara de migración o de cocina o de comida –que es lo menos importante–, quería que tratara de esas otras cositas: la amistad entre los cocineros, la camaradería, un pequeño momento de luz entre los trabajadores. Sobre todo del trabajo. La obra de teatro es una crítica feroz al sistema capitalista. Wesker siempre dijo: “¿Qué estamos haciendo?”. Es muy simple. ¿Qué estamos haciendo para que la medida máxima de los hombres sea la productividad y no las relaciones? No la bondad ni la capacidad de ayudar a alguien. El sistema económico en el que vivimos, y que está colapsando frente a nuestros ojos, no deja espacio para que florezcan las cosas importantes de la vida: la amistad, el amor. Creo que de eso se trata.

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Cómo (no) pertenecer al club del cine

De una sala a otra, de extremo a extremo del cine. Alonso Ruizpalacios (Ciudad de México, 1978) anda de prisa, ansioso, con el teléfono pegado a la oreja. No es uno de esos directores que disfrutan el lanzamiento de su película. No, eso es para los actores, los productores y otros directores que, en vestidos de noche y trajes de gala, hacen fila para ver La cocina. Si pudiera se saltaba la premier y quizá también esta entrevista.

El director –tenis, jeans, chamarra– está preocupado porque algo no le gusta en la proyección, y camina como si eso, y no la llamada, fuera a resolverlo. “Tuvimos un pedo con las copias que… en fin”, minimiza cuando se sienta en el sillón, tal vez resignado, seguro cansado, con sus palomitas. “¿Tú no quieres una chela?”. Aquí tengo café, gracias.    

El cineasta que ganó decenas de premios con Güeros (2014) –su ópera prima–, el Oso de Plata en la Berlinale con Museo (2018) –su segunda producción– y los Ariel a Mejor Largometraje Documental y Mejor Dirección con Una película de policías (2021) ahora estrena La cocina, adaptación de la obra de teatro del británico Arnold Wesker. Con ese pretexto habla de aquello que lo lleva a hacer cine.

Alonso Ruizpalacios

Rooney Mara y Raúl Briones en La cocina (2024), de Alonso Ruizpalacios. Cortesía de IQ

En tus cortos y largometrajes los personajes son jóvenes que están en un lugar al que no pertenecen. O simplemente no saben cuál es su lugar…

Hay muchas cosas de las que uno no es consciente, sobre todo a lo largo de los años. No creo que uno sea la mejor persona para decir “Ah, estos son mis temas”. En mi caso es algo más intuitivo. Pero sí, yo orbito naturalmente hacia las historias de crecimiento. Es algo que me conmueve mucho. El guardián entre el centeno, el libro de J.D. Salinger, me marcó muchísimo, como todas esas narrativas sobre tener que madurar y resistirse, quizá desde el complejo de Peter Pan. También me identifico, sí, con no sentirse completamente perteneciente, o con rechazar, rehusarse a pertenecer a cualquier grupo o club o partido. Siempre pienso en esa frase de Groucho Marx que cita Woody Allen: “No quisiera pertenecer a ningún club que aceptara a alguien como yo por miembro”. Cuando vi Annie Hall me cimbró porque es un sentimiento que comparto. Hay algo de pertenecer a un grupo que me repele. Supongo que hay algo de eso en los personajes.

“A mí lo que me gusta es hacer las pelis, no todo lo que hay alrededor. Hay gente a la que le atrae el ruido, las premiers, y está bien, lo respeto, pero no es mi caso. Es la parte que menos me interesa, que menos disfruto. Realmente la padezco.”

No usas mucho las redes sociales, tienes un perfil diferente al de otros artistas, que todo el tiempo son vocales. De pronto no se sabe de ti pero lanzas una película y llegan las noticias de los premios. ¿Cómo haces para ser parte del club mientras tratas de pertenecer a él?

No lo sé, es difícil. A mí lo que me gusta es hacer las pelis, no todo lo que hay alrededor. Hay gente a la que le atrae el ruido, las premiers, y está bien, lo respeto, pero no es mi caso. Es la parte que menos me interesa, que menos disfruto. Realmente la padezco. Lo que disfruto es hacer las pelis, pero todo lo demás, si pudiera, me lo saltaría.

El actor Leonardo Ortizgris (Güeros, Museo) ha recordado cuando montaron una adaptación de El beso, de Antón Chéjov. Decía que frente a las cámaras y los reporteros sufría la misma “ceguera psíquica” del cuento. ¿Te pasa lo mismo?

Chéjov lo describe perfectamente: le llama justo “ceguera psíquica”, ese sentimiento de estar en un lugar con mucha gente, con muchas luces, en donde ves pero no ves. No entiendes lo que estás viendo. Es algo alienante. Me identifico con esa sensación, no es disfrutable.

Venecia, Berlín, Morelia, los Premios Ariel. Las alfombras ya son parte de tu cotidianidad…

En el caso de La cocina he tenido que hacerlo porque ha sido muy difícil distribuirla. Querían salir con sólo 60 copias y tuvimos que decirles que nosotros íbamos a conseguir dinero para pagar más. Todo ha sido cuesta arriba, entonces he tomado la postura de decir: “Tengo que apoyar la peli y hacer lo que sea para que se vea”. Ha sido muy difícil de lograr.

Alonso Ruizpalacios

Fotograma de La cocina (2024), de Alonso Ruizpalacios. Cortesía de IQ

Alguna vez dijiste que sólo tenías unas cuantas historias en la cabeza. ¿Ya tienes claro adónde vas?

Ya casi termino el guion de la que espero que sea la siguiente peli, que es un western, adaptación de una novela de Juan José Sáenz. Y tengo otra peli que estoy trabajando con mi amigo David Gaitán, un dramaturgo increíble, una peli muy personal. Es la exploración de estar en una escuela de actuación.

¿Qué te conmueve de la amistad?

Para mí son las relaciones más entrañables. Hay directores cuyo tema es la familia o las relaciones amorosas. Por alguna razón, no sé por qué, yo orbito narrativamente hacia las relaciones amistosas, son mi fuente de inspiración. Uno no la arma sin amigos, con ellos he pasado momentos muy conmovedores. Ahora que soy papá quizás eso empiece a cambiar, aunque cuando mejor me caen mis hijos es cuando son mis amigos. La amistad es una relación muy libre en la que no hay sentido de posesión. Se está sólo por el gusto de estar. No hay una transacción, no hay un motivo ulterior, y eso me inspira.

“Hay directores cuyo tema es la familia o las relaciones amorosas. Por alguna razón, no sé por qué, yo orbito narrativamente hacia las relaciones amistosas, son mi fuente de inspiración. Uno no la arma sin amigos, con ellos he pasado momentos muy conmovedores.”

¿Qué pasaría si filmas todas las películas que tienes en mente y se estrenan? ¿Qué harías después?

Me gusta tanto hacer esto… Permite hacer cosas como adentrarte en la policía, por ejemplo. Investigar y meterte de lleno en otros mundos me parece un privilegio. Me gustaría acabar como Martin Scorsese o Clint Eastwood o Woody Allen, a esos güeyes los van a sacar del set con los tenis por delante. Pero empieza a ser cansada la batalla. Ha sido duro convencer a la gente sobre La cocina. Ha sido pelear, pelear, pelear todos los días. Te provoca una pequeña úlcera, se vuelve cansado.

Uno pensaría que te llueven inversionistas, tras el recorrido por festivales de Güeros, los premios de Museo, los Ariel de Una película de policías

Sí, pero quieren que haga las películas que ellos quieren. Hacer tus propias películas es una labor de convencimiento. Al ser director, gran parte de tu tiempo es convencer a la gente.

Alonso Ruizpalacios

Fotograma de La cocina (2024), de Alonso Ruizpalacios. Cortesía de IQ

Quizá sea también la forma de contar el cuento. En tus películas sueles romper la representación con escenas detrás de cámara, y en Una película de policías rompiste el documental al ficcionalizarlo. ¿Por qué navegas siempre entre la ficción y la realidad?

Me parece que ambas cosas están completamente contaminadas una de la otra. No existe lo puramente documental ni lo puramente ficcional, y lo relaciono con el juego que para mí es el cine. Lo que más disfruto es el juego y lo veo con mis hijos: cuando eran chicos disfrutaban más destruir el castillo que habían armado con bloques de madera que armarlo. Hay algo muy placentero en destruir lo que construiste. Tiene que ver con ese impulso: el placer de destruir lo que construyes.

Otro juego que haces en tus películas es dejar diálogos o historias a la mitad…

Me divierte cambiar de carril, frustrar las expectativas del público; me divierte cuando me lo hacen a mí. Algo que siempre me ha gustado, por ejemplo, son Los Simpson y esa manera de empezar un capítulo con una cosa completamente distinta a la que se va a tratar. Me parece genial. Como espectador esos cambios de dirección son sorpresivos y divertidos.

“Para mí no tiene sentido hacer esto si no estás en comunión con alguien. Eso no quiere decir que me interesa lograr el máximo de público, no tengo aspiraciones de ‘blockbuster’, pero sí me interesa que haya alguien que lo entienda.”

Entonces ¿piensas en el público?

Sí, pienso en el público. Yo me hice en el teatro, donde tienes que pensar en el público, dialogar con el público, tienes que sentirlo. Tengo amigos directores a los que quiero mucho pero que no piensan en el público, su bandera es: “Me vale madres, entre a menos gente le guste, mejor”. Yo no comulgo con eso, para mí no tiene sentido hacer esto si no estás en comunión con alguien. Eso no quiere decir que me interesa lograr el máximo de público, no tengo aspiraciones de blockbuster, pero sí me interesa que haya alguien que lo entienda.

En 2022 declaraste a El País que Roma, de Alfonso Cuarón, y Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, de Alejandro G. Iñárritu, son películas filmadas aquí pero no son cine mexicano. ¿Ha cambiado esa percepción?

No. Son y no son, pues. Ellos no viven aquí, no hacen películas como el resto de los directores y las directoras mexicanos. Llegan con una infraestructura gigantesca, y siento que no les interesa dialogar con el cine mexicano. O sea, creo que esas dos pelis en particular tomaron la mexicanidad como una curiosidad para hacer una película. En el caso de Roma con mayor éxito que Bardo. Ellos son directores de Hollywood desde hace muchos años, y eso es lo que hacen. Me cuesta trabajo ver esas pelis como cine nacional.

Alonso Ruizpalacios

Fotograma de La cocina (2024), de Alonso Ruizpalacios. Cortesía de IQ

Museo se estrenó el mismo año que Roma. Probablemente si no hubiera estado Roma, Museo hubiera tenido muchísima más exposición. Me viene la idea de un blockbuster contra una película de Alonso Ruizpalacios…

No sé, te toca lo que te toca. Cada vez entiendo más que no tienes control de esas cosas. Lo que tienen estos directores en particular, que les admiro pero no comparto, es la voluntad y la capacidad de controlar la narrativa de su película, o sea, cómo va a ser percibida, exhibida, todo. Hacerla no es suficiente. Ni siquiera sé cómo hacer eso, me parece el trabajo de un empresario más que el de un artista. Lo hacen muy bien, son grandes empresarios además de buenos directores; sobre todo Cuarón me parece brillante.

“¿Qué estamos haciendo para que la medida máxima sea la productividad y no las relaciones? No la bondad ni la capacidad de ayudar a alguien. El sistema económico en el que vivimos, y que está colapsando frente a nuestros ojos, no deja espacio para que florezcan las cosas importantes de la vida: la amistad, el amor.”

La mexicanidad es otro de los temas que generalmente abordas. ¿Hay una forma de ser mexicano, la has encontrando en tus películas?

El tema es muy interesante para mí. Todas las identidades nacionales –aunque yo puedo hablar solo de ésta– son una construcción muy a güevo, muy consciente y forzada. En este país, que es muy joven –porque 200 años es muy poco–, hay una serie de cosas impuestas que vienen de la creación del México independiente. Son clichés que repetimos y a veces representamos para los otros. Es como si, para demostrar que perteneces a la especie, tuvieras que actuar de ser humano. Me parece muy chusco, gracioso. Es una construcción a veces vergonzosa. Pero ojo, una cosa es todo lo que implica ser mexicano y otra formar parte de este territorio, que a mí me causa orgullo. El patrioterismo que los gobiernos imponen es algo muy lamentable e involuntariamente gracioso, así que me gusta explorarlo en las pelis.

En La cocina hablas de mexicanidad, de identidad, de nacionalismo, de lenguajes e idiomas, migración, masculinidades… ¿Cómo hiciste para meter en dos horas y veinte minutos todo ese universo?

Fue una película que se cocinó durante mucho tiempo. La escribí durante varios años y la reescribí. Regresaba a ella, la abandonaba… Creo que tiene muchas ideas distintas, a veces pienso que demasiadas, y no lo digo como algo pretencioso sino que a veces creo que hay que quitar algunas y concentrarse más en una. Pero así funciono: me atraen varias cosas. Una cosa me lleva a la otra y ésta a otra. Para mí no era suficiente que se tratara de migración o de cocina o de comida –que es lo menos importante–, quería que tratara de esas otras cositas: la amistad entre los cocineros, la camaradería, un pequeño momento de luz entre los trabajadores. Sobre todo del trabajo. La obra de teatro es una crítica feroz al sistema capitalista. Wesker siempre dijo: “¿Qué estamos haciendo?”. Es muy simple. ¿Qué estamos haciendo para que la medida máxima de los hombres sea la productividad y no las relaciones? No la bondad ni la capacidad de ayudar a alguien. El sistema económico en el que vivimos, y que está colapsando frente a nuestros ojos, no deja espacio para que florezcan las cosas importantes de la vida: la amistad, el amor. Creo que de eso se trata.

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Estela de un mar en llamas

En el aniversario 160 de las relaciones diplomáticas entre México y Portugal, la embajada mexicana en Lisboa ha organizado diversas actividades conmemorativas. El 21 de octubre se inauguró, en la Biblioteca Palácio Galveias, Estela de un mar en llamas. Versiones de Fernando Pessoa en México. Se trata de un diálogo entre piezas de Édgar Orlaineta y ediciones mexicanas del poeta lusitano. Compartimos aquí un pasaje del prólogo al catálogo de la muestra, del curador Rafael Toriz, así como imágenes cedidas por el estudio del artista.

 

En tiempos donde la elegancia verdadera y el ejercicio de estilo consisten en pasar desapercibido –soñar con desaparecer completamente es un privilegio del que no gozan ni los millonarios ni la muerte–, la figura de Fernando Pessoa brilla siempre con luz nueva, puesto que su obra y su biografía nos permiten comprender a cabalidad la complejidad de su ministerio: el único laurel a la altura de los poetas verdaderos es devenir Don Nadie (“el más grande de nosotros no es más que aquel que conoce de cerca lo hueco y lo incierto de todo”). El escritor lusitano fue esa multitud de escritores portentosos cuya única verdad tangible era aquella que lo negaba, es decir, lo liberaba de sí mismo (“puedo imaginarlo todo, porque no soy nada”, Libro del desasosiego).

Pessoa articula desde la literatura la manumisión de la muchedumbre que nos habita para experimentar la libertad, que es también una experiencia radical de la soledad. Vivir todos nuestros desarrollos posibles, así sea a través de la imaginación o de las palabras, es un camino para disolvernos en la multiplicidad que nos habita, sobrepasando los límites que pudo ver con extraordinaria lucidez Elias Canetti: “necesito personajes. Sólo puedo subsistir repartido en personajes. Soy demasiado fuerte para permitirme vivir indiviso. Temo la destrucción que podría brotar de mí” (Apuntes I).

Fernando Pessoa

Libros incluidos en la exposición Estela de un mar en llamas. Versiones de Fernando Pessoa en México, Biblioteca Palácio Galveias, Lisboa, 2024. Cortesía de Estudio Édgar Orlaineta

De acuerdo con Theodor Adorno “la función de la heteronimia ordenada por la autonomía es la figura más reciente de la conciencia desgraciada, por ello no hay felicidad más grande que cuando uno no es uno mismo” (Minima moralia). En ese sentido negativo y positivo de la experiencia al mismo tiempo es posible calibrar la obra de un personaje mal conocido en vida, domiciliado en una de las más provincianas capitales europeas, en quien la tentación del fracaso pareciera ser una estrategia calculada y que no obstante supo expresar con aplomo y coraje: “tener opiniones es estar vendido a uno mismo. No tener opiniones es existir. Tener todas las opiniones es ser poeta” (Poemas completos de Alberto Caeiro).

Fernando Pessoa fue ese hombre que supo disiparse para vivir en el aire y en el viento a la manera de la niebla, y por esa falta de raigambre la suya es una obra abierta que se construye de continuo a través de las diversas traducciones y ediciones en toda lengua conocida.

Fernando Pessoa fue ese hombre que supo disiparse para vivir en el aire y en el viento a la manera de la niebla, y por esa falta de raigambre –por llevar el diletantismo empedernido a una expresión altísima a través de la fecundación continua del lenguaje– la suya es una obra abierta que se construye de continuo a través de las diversas traducciones y ediciones en toda lengua conocida: llegar al continente Pessoa es ir descubriendo poco a poco las ruinas de una sensibilidad olvidada –el paganismo o, mejor dicho, el neopaganismo– que en su desastre abigarrado revela las claves para comprender el advenimiento de una civilización venidera: este presente donde somos ya un tránsito permanente de flujos, ecos, representaciones y figuraciones proyectados en la parte del cuerpo que sucede en la distancia: la encendida potestad de la mirada.

Traducir y editar a Pessoa

Al enfrentarse a la traducción y la edición de Pessoa emergen de súbito varios escollos, de los cuales la traducción resulta, en apariencia, el más sencillo de resolver. A diferencia de la pedantería de Joyce que se ufanaba de haber legado una obra para que los críticos se entretuvieran por siglos– y las abstrusidades cansinas de Pound –que demanda extraños sortilegios y hermenéuticas extremas para sus atormentados traductores–, resulta evidente que las traducciones de Pessoa, como las de cualquier buen poeta, tienen fecha de caducidad o, más bien, mutan con la sensibilidad de la época. Por eso es necesario revisarlas de tanto en tanto para remozarlas, aquilatarlas o incluso desecharlas: no hay un Pessoa, no existe ni puede haberlo, incluso para aquellos que pretenden llegar la raíz genética de la obra o fijarlo en los límites históricos en algún instante preciso de la lengua: para visitar su galaxia, con sus sistemas solares, materia oscura, planetas y supernovas, es preciso cambiar de instrumentos, aceitando los conocidos y proponiendo nuevas soluciones, sobre todo porque traducir, en un caso como éste, se parece mucho al acto de escombrar.

Pessoa demanda de continuo un ir poniendo en limpio, calibrando materiales y ensayando nuevas tentativas, tanto conceptuales como idiomáticas. En ese sentido su proyecto literario entronca con el de otro políglota radical, que vuelve la cuestión de la traducción tanto una pregunta filosófica como un principio crítico y creativo: me refiero al checo transterrado en Brasil Vilém Flusser, quien procuraba “penetrar las estructuras de varias lenguas hasta un núcleo muy general y despersonalizado para poder, desde un núcleo pobre, articular mi libertad” (Língua e Realidade).

Fernando Pessoa

Vista de la exposición Estela de un mar en llamas. Versiones de Fernando Pessoa en México, Biblioteca Palácio Galveias, Lisboa, 2024. Cortesía de Estudio Édgar Orlaineta

A tono con los tiempos que corren, Fernando Pessoa puede ser leído, por derecho propio, como un artista conceptual, que dejó al cuidado del criterio ajeno –llámese editor pero, lejos de cualquier facilismo coyuntural, también curador– el destino de sus materiales inconclusos. Y es que su trabajo, ya sea leído como una gran novela inacabada, una despersonalización dramática en ficciones que escriben ficciones (conscientes de sus alcances filosóficos) o un diálogo entre espectros convocados por la ouija de un orate lucidísimo, siempre estará un pasó más allá de limitaciones humanas y genéricas: Pessoa escribió una obra destinada a ejercerse en su virtualidad, a ser construida forzosamente en colectivo, con visiones cruzadas, contradictorias, paradójicas pero siempre complementarias: se trata de una canto encendido que se derrama alucinado sobre el misterio insondable de nuestra consciencia planetaria: gracias al desconocido permanente que fue para sí mismo, precio que debió pagar como hombre de su época, nosotros podemos tener una idea respecto a quiénes somos.

Fernando Pessoa puede ser leído, por derecho propio, como un artista conceptual, que dejó al cuidado del criterio ajeno —llámese editor pero, lejos de cualquier facilismo coyuntural, también curador— el destino de sus materiales inconclusos.

Por lo demás, y puestos a especular, ¿qué pensaría Pessoa de la catarata de versiones que ha suscitado su obra en un lugar como México? No podemos saberlo, pero debemos tener presente sus ideas al respecto de las traducciones entre lenguas tan cercanas como el español y el portugués; pienso en concreto en un ensayo firmado por Fernando Pessoa ortónimo titulado “El arte de traducir poesía”, que conviene citar en extenso:

No sé si alguien alguna vez ha escrito una Historia de la(s) traducción(es). Debería ser un largo, pero interesantísimo libro. Como una Historia de plagios, otra posible obra maestra que espera a un autor real, rebosaría de lecciones literarias. Hay una razón por la cual una cosa lleva a la otra: una traducción es sólo un plagio en nombre del autor. Una Historia de parodias completaría la serie, ya que una traducción es una parodia seria en otro idioma […] El único interés en las traducciones es cuando son difíciles, es decir, ya sea de un idioma a otro muy diferente o de un poema muy complicado a un idioma estrechamente relacionado. No es divertido traducir entre, digamos, el español y el portugués. Cualquier persona que pueda leer un idioma puede leer automáticamente el otro, por lo que parece que tampoco tiene sentido traducir. Pero traducir Shakespeare uno de los idiomas latinos sería una tarea emocionante. [Galaxia de un hombre solo]

Fernando Pessoa a la luz de Édgar Orlaineta

La singularidad de la muestra que ahora presentamos, como parte de las celebraciones por el 160 aniversario del establecimiento de relaciones diplomáticas entre México y Portugal, consiste en que se plantea como un diálogo posible y abierto con la obra del artista mexicano Édgar Orlaineta (Ciudad de México, 1972), lector atento del poeta que es además uno de los artistas conceptuales más interesantes y sólidos del presente.

Fernando Pessoa

Vista de la exposición Estela de un mar en llamas. Versiones de Fernando Pessoa en México, Biblioteca Palácio Galveias, Lisboa, 2024. Cortesía de Estudio Édgar Orlaineta

Esta muestra de Orlaineta, uno de los contados artistas contemporáneos con un lenguaje íntimo reconocible y por ello universal –lo que recuerda los albores de la especie en el momento de la aurora, vestigios de civilizaciones paralelas que semejan arquetipos orientales, Venus rotundas, escrituras del ritmo y la cadencia: aquellas primeras trazas volumétricas de cuando las palabras se cargaban con los brazos–, es singular por varios flancos, luego de décadas ensayando las formas modernistas, reconocibles y biomorfas que le han provisto las huellas digitales por las que transitamos los páramos de su obra, desplegada menos como un cuerpo y más como galaxia: las esculturas de Orlaineta no tienen otra funcionalidad que poner en jaque la idea misma de función, liberando a los objetos de la tiranía del sentido para ofrecerlas, infinitas, en su suavidad como potencia. De ahí que sus piezas recuerden la gramática de la heteronimia, al proponer un tema con variaciones a partir de la experimentación manual con la materia.

Las piezas que aquí acontecen revelan un conocimiento, pero sobre todo un contacto íntimo, con los oficios manuales, donde prima sobre la forma y el fondo la materia sensible que transforma la intuición en una lengua: los límites de su mundo, entre la levedad y la gracia, son los elementos de una sintaxis que se resuelve en el reconocimiento con los otros: materialista y consciencia actuante, Orlaineta nos recuerda con sus diversos arquetipos que la especie piensa porque tiene manos.

Los límites de su mundo, entre la levedad y la gracia, son los elementos de una sintaxis que se resuelve en el reconocimiento con los otros: materialista y consciencia actuante, Édgar Orlaineta nos recuerda con sus diversos arquetipos que la especie piensa porque tiene manos.

La muestra presenta también una especie de portales, los tokonomas, elementos de decoración típicos de la cultura japonesa que aparecen como discretos espacios empotrados sobre el muro en los que puede exhibirse un pergamino, una flor o una pintura. En el caso de esta muestra son más bien haikus en tercera dimensión. Estos elementos apuntalan la idea de que toda sugerencia de paisaje es menos su propia apariencia y más la posibilidad de implantar claraboyas artificiales con vistas a discretas a paisajes fuera del tiempo y del lugar: heterotopías heteronímicas.

Nutrida y variada como es la muestra, acaso sea en el resplandor de la madera donde mejor se exprese la condición dúctil y flexible de su maniobra (tallada, quebrada o retorcida, nada como la madera ante la servidumbre de la mano). Consciente de la fuerza primitiva con la que se hicieron las primeras efigies, morteros, superficies y pistilos, más que un profeta de una civilización venidera o un gramático remoto en soliloquio con su oficio, sus composiciones sintonizan con el oriente y el silencio a la manera de Tanizaki en su Elogio de la sombra, pero también con extraños retablos paganos contemporáneos: con las cajas como elegías de Joseph Cornell y los collages en madera de Luis Wells, señalando que no hay nada descartable ni un afuera para una obra que es movimiento, interioridad y sugerencia.

Fernando Pessoa

Vista de la exposición Estela de un mar en llamas. Versiones de Fernando Pessoa en México, Biblioteca Palácio Galveias, Lisboa, 2024. Cortesía de Estudio Édgar Orlaineta

Pero la relación de Orlaineta con Pessoa también es profundamente literaria, como podemos colegir del texto que se incluye en este libro: “tal vez Caeiro (Fernando Pessoa) encontró en esta visión la necesidad de aceptar el mundo tal cual es, sin la necesidad de interpretarlo, solo vivirlo y tomar lo que está dado. Es posible que la emoción de todo escritor, de todo artista, radique en eso: en la contemplación del espectáculo de la realidad, en ejercer los sentidos al máximo, en existir, en sentir”. Y remata más adelante, en una sugerente lectura que empata a Pessoa con la sensibilidad objetivista y despojada de un americano extraordinario y singular: “cuando pienso en la poesía de Caeiro y en la de otros como William Carlos Williams me doy cuenta de que no se trata solo de contemplar la realidad como un ‘fenómeno’, sino también de nombrarla como un ‘logos’. Tal vez el acto poético no sea sólo la conciencia de la realidad, sino esa insistencia en compartirla, en nombrarla, en asir lo inasible, pero dado”.

A la manera de las manos que hablan sin precisar de la boca, las creaturas de Orlaineta y su lenguaje aparecen como la sombra delicada de un sonido.

Estela de un mar en llamas

Para circunscribir con una imagen certera esta ofrenda, que es también un testimonio del entendimiento más profundo que pueden tener dos países a partir de algo tan evanescente y tan profundo como la poesía que se expresa en el poema –eso que Luis Cardoza y Aragón supo definir como la única prueba concreta de nuestra existencia en la tierra–, pensé en la estela encendida que deja un barco fantasma, multiplicando el eco y las hazañas de su trayecto en aquellos espíritus sensibles lo mismo al canto que al silencio de las sirenas, capaces de leer en la marea el fuego que incendia una misma angustia gestada en el mismo océano: nuestra relación con el lenguaje, que da forma al entramado del mundo, salvo al instante infinito de la percepción.

Por ello marineros de un mismo naufragio, en medio de esta estela que se diluye en el oleaje y guiados por la luz de unos astros indiferentes a los que hemos hecho nuestros para proveernos un sentido, con esta estela de un mar en llamas acortamos la distancia de un Atlántico aparente, a partir de un diálogo fecundo y permanente que nos ilumina en la zozobra.

Fernando Pessoa

Catálogo de la exposición Estela de un mar en llamas. Versiones de Fernando Pessoa en México, Biblioteca Palácio Galveias, Lisboa, 2024. Cortesía de Estudio Édgar Orlaineta

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Estela de un mar en llamas

En el aniversario 160 de las relaciones diplomáticas entre México y Portugal, la embajada mexicana en Lisboa ha organizado diversas actividades conmemorativas. El 21 de octubre se inauguró, en la Biblioteca Palácio Galveias, Estela de un mar en llamas. Versiones de Fernando Pessoa en México. Se trata de un diálogo entre piezas de Édgar Orlaineta y ediciones mexicanas del poeta lusitano. Compartimos aquí un pasaje del prólogo al catálogo de la muestra, del curador Rafael Toriz, así como imágenes cedidas por el estudio del artista.

 

En tiempos donde la elegancia verdadera y el ejercicio de estilo consisten en pasar desapercibido –soñar con desaparecer completamente es un privilegio del que no gozan ni los millonarios ni la muerte–, la figura de Fernando Pessoa brilla siempre con luz nueva, puesto que su obra y su biografía nos permiten comprender a cabalidad la complejidad de su ministerio: el único laurel a la altura de los poetas verdaderos es devenir Don Nadie (“el más grande de nosotros no es más que aquel que conoce de cerca lo hueco y lo incierto de todo”). El escritor lusitano fue esa multitud de escritores portentosos cuya única verdad tangible era aquella que lo negaba, es decir, lo liberaba de sí mismo (“puedo imaginarlo todo, porque no soy nada”, Libro del desasosiego).

Pessoa articula desde la literatura la manumisión de la muchedumbre que nos habita para experimentar la libertad, que es también una experiencia radical de la soledad. Vivir todos nuestros desarrollos posibles, así sea a través de la imaginación o de las palabras, es un camino para disolvernos en la multiplicidad que nos habita, sobrepasando los límites que pudo ver con extraordinaria lucidez Elias Canetti: “necesito personajes. Sólo puedo subsistir repartido en personajes. Soy demasiado fuerte para permitirme vivir indiviso. Temo la destrucción que podría brotar de mí” (Apuntes I).

Fernando Pessoa

Libros incluidos en la exposición Estela de un mar en llamas. Versiones de Fernando Pessoa en México, Biblioteca Palácio Galveias, Lisboa, 2024. Cortesía de Estudio Édgar Orlaineta

De acuerdo con Theodor Adorno “la función de la heteronimia ordenada por la autonomía es la figura más reciente de la conciencia desgraciada, por ello no hay felicidad más grande que cuando uno no es uno mismo” (Minima moralia). En ese sentido negativo y positivo de la experiencia al mismo tiempo es posible calibrar la obra de un personaje mal conocido en vida, domiciliado en una de las más provincianas capitales europeas, en quien la tentación del fracaso pareciera ser una estrategia calculada y que no obstante supo expresar con aplomo y coraje: “tener opiniones es estar vendido a uno mismo. No tener opiniones es existir. Tener todas las opiniones es ser poeta” (Poemas completos de Alberto Caeiro).

Fernando Pessoa fue ese hombre que supo disiparse para vivir en el aire y en el viento a la manera de la niebla, y por esa falta de raigambre la suya es una obra abierta que se construye de continuo a través de las diversas traducciones y ediciones en toda lengua conocida.

Fernando Pessoa fue ese hombre que supo disiparse para vivir en el aire y en el viento a la manera de la niebla, y por esa falta de raigambre –por llevar el diletantismo empedernido a una expresión altísima a través de la fecundación continua del lenguaje– la suya es una obra abierta que se construye de continuo a través de las diversas traducciones y ediciones en toda lengua conocida: llegar al continente Pessoa es ir descubriendo poco a poco las ruinas de una sensibilidad olvidada –el paganismo o, mejor dicho, el neopaganismo– que en su desastre abigarrado revela las claves para comprender el advenimiento de una civilización venidera: este presente donde somos ya un tránsito permanente de flujos, ecos, representaciones y figuraciones proyectados en la parte del cuerpo que sucede en la distancia: la encendida potestad de la mirada.

Traducir y editar a Pessoa

Al enfrentarse a la traducción y la edición de Pessoa emergen de súbito varios escollos, de los cuales la traducción resulta, en apariencia, el más sencillo de resolver. A diferencia de la pedantería de Joyce que se ufanaba de haber legado una obra para que los críticos se entretuvieran por siglos– y las abstrusidades cansinas de Pound –que demanda extraños sortilegios y hermenéuticas extremas para sus atormentados traductores–, resulta evidente que las traducciones de Pessoa, como las de cualquier buen poeta, tienen fecha de caducidad o, más bien, mutan con la sensibilidad de la época. Por eso es necesario revisarlas de tanto en tanto para remozarlas, aquilatarlas o incluso desecharlas: no hay un Pessoa, no existe ni puede haberlo, incluso para aquellos que pretenden llegar la raíz genética de la obra o fijarlo en los límites históricos en algún instante preciso de la lengua: para visitar su galaxia, con sus sistemas solares, materia oscura, planetas y supernovas, es preciso cambiar de instrumentos, aceitando los conocidos y proponiendo nuevas soluciones, sobre todo porque traducir, en un caso como éste, se parece mucho al acto de escombrar.

Pessoa demanda de continuo un ir poniendo en limpio, calibrando materiales y ensayando nuevas tentativas, tanto conceptuales como idiomáticas. En ese sentido su proyecto literario entronca con el de otro políglota radical, que vuelve la cuestión de la traducción tanto una pregunta filosófica como un principio crítico y creativo: me refiero al checo transterrado en Brasil Vilém Flusser, quien procuraba “penetrar las estructuras de varias lenguas hasta un núcleo muy general y despersonalizado para poder, desde un núcleo pobre, articular mi libertad” (Língua e Realidade).

Fernando Pessoa

Vista de la exposición Estela de un mar en llamas. Versiones de Fernando Pessoa en México, Biblioteca Palácio Galveias, Lisboa, 2024. Cortesía de Estudio Édgar Orlaineta

A tono con los tiempos que corren, Fernando Pessoa puede ser leído, por derecho propio, como un artista conceptual, que dejó al cuidado del criterio ajeno –llámese editor pero, lejos de cualquier facilismo coyuntural, también curador– el destino de sus materiales inconclusos. Y es que su trabajo, ya sea leído como una gran novela inacabada, una despersonalización dramática en ficciones que escriben ficciones (conscientes de sus alcances filosóficos) o un diálogo entre espectros convocados por la ouija de un orate lucidísimo, siempre estará un pasó más allá de limitaciones humanas y genéricas: Pessoa escribió una obra destinada a ejercerse en su virtualidad, a ser construida forzosamente en colectivo, con visiones cruzadas, contradictorias, paradójicas pero siempre complementarias: se trata de una canto encendido que se derrama alucinado sobre el misterio insondable de nuestra consciencia planetaria: gracias al desconocido permanente que fue para sí mismo, precio que debió pagar como hombre de su época, nosotros podemos tener una idea respecto a quiénes somos.

Fernando Pessoa puede ser leído, por derecho propio, como un artista conceptual, que dejó al cuidado del criterio ajeno —llámese editor pero, lejos de cualquier facilismo coyuntural, también curador— el destino de sus materiales inconclusos.

Por lo demás, y puestos a especular, ¿qué pensaría Pessoa de la catarata de versiones que ha suscitado su obra en un lugar como México? No podemos saberlo, pero debemos tener presente sus ideas al respecto de las traducciones entre lenguas tan cercanas como el español y el portugués; pienso en concreto en un ensayo firmado por Fernando Pessoa ortónimo titulado “El arte de traducir poesía”, que conviene citar en extenso:

No sé si alguien alguna vez ha escrito una Historia de la(s) traducción(es). Debería ser un largo, pero interesantísimo libro. Como una Historia de plagios, otra posible obra maestra que espera a un autor real, rebosaría de lecciones literarias. Hay una razón por la cual una cosa lleva a la otra: una traducción es sólo un plagio en nombre del autor. Una Historia de parodias completaría la serie, ya que una traducción es una parodia seria en otro idioma […] El único interés en las traducciones es cuando son difíciles, es decir, ya sea de un idioma a otro muy diferente o de un poema muy complicado a un idioma estrechamente relacionado. No es divertido traducir entre, digamos, el español y el portugués. Cualquier persona que pueda leer un idioma puede leer automáticamente el otro, por lo que parece que tampoco tiene sentido traducir. Pero traducir Shakespeare uno de los idiomas latinos sería una tarea emocionante. [Galaxia de un hombre solo]

Fernando Pessoa a la luz de Édgar Orlaineta

La singularidad de la muestra que ahora presentamos, como parte de las celebraciones por el 160 aniversario del establecimiento de relaciones diplomáticas entre México y Portugal, consiste en que se plantea como un diálogo posible y abierto con la obra del artista mexicano Édgar Orlaineta (Ciudad de México, 1972), lector atento del poeta que es además uno de los artistas conceptuales más interesantes y sólidos del presente.

Fernando Pessoa

Vista de la exposición Estela de un mar en llamas. Versiones de Fernando Pessoa en México, Biblioteca Palácio Galveias, Lisboa, 2024. Cortesía de Estudio Édgar Orlaineta

Esta muestra de Orlaineta, uno de los contados artistas contemporáneos con un lenguaje íntimo reconocible y por ello universal –lo que recuerda los albores de la especie en el momento de la aurora, vestigios de civilizaciones paralelas que semejan arquetipos orientales, Venus rotundas, escrituras del ritmo y la cadencia: aquellas primeras trazas volumétricas de cuando las palabras se cargaban con los brazos–, es singular por varios flancos, luego de décadas ensayando las formas modernistas, reconocibles y biomorfas que le han provisto las huellas digitales por las que transitamos los páramos de su obra, desplegada menos como un cuerpo y más como galaxia: las esculturas de Orlaineta no tienen otra funcionalidad que poner en jaque la idea misma de función, liberando a los objetos de la tiranía del sentido para ofrecerlas, infinitas, en su suavidad como potencia. De ahí que sus piezas recuerden la gramática de la heteronimia, al proponer un tema con variaciones a partir de la experimentación manual con la materia.

Las piezas que aquí acontecen revelan un conocimiento, pero sobre todo un contacto íntimo, con los oficios manuales, donde prima sobre la forma y el fondo la materia sensible que transforma la intuición en una lengua: los límites de su mundo, entre la levedad y la gracia, son los elementos de una sintaxis que se resuelve en el reconocimiento con los otros: materialista y consciencia actuante, Orlaineta nos recuerda con sus diversos arquetipos que la especie piensa porque tiene manos.

Los límites de su mundo, entre la levedad y la gracia, son los elementos de una sintaxis que se resuelve en el reconocimiento con los otros: materialista y consciencia actuante, Édgar Orlaineta nos recuerda con sus diversos arquetipos que la especie piensa porque tiene manos.

La muestra presenta también una especie de portales, los tokonomas, elementos de decoración típicos de la cultura japonesa que aparecen como discretos espacios empotrados sobre el muro en los que puede exhibirse un pergamino, una flor o una pintura. En el caso de esta muestra son más bien haikus en tercera dimensión. Estos elementos apuntalan la idea de que toda sugerencia de paisaje es menos su propia apariencia y más la posibilidad de implantar claraboyas artificiales con vistas a discretas a paisajes fuera del tiempo y del lugar: heterotopías heteronímicas.

Nutrida y variada como es la muestra, acaso sea en el resplandor de la madera donde mejor se exprese la condición dúctil y flexible de su maniobra (tallada, quebrada o retorcida, nada como la madera ante la servidumbre de la mano). Consciente de la fuerza primitiva con la que se hicieron las primeras efigies, morteros, superficies y pistilos, más que un profeta de una civilización venidera o un gramático remoto en soliloquio con su oficio, sus composiciones sintonizan con el oriente y el silencio a la manera de Tanizaki en su Elogio de la sombra, pero también con extraños retablos paganos contemporáneos: con las cajas como elegías de Joseph Cornell y los collages en madera de Luis Wells, señalando que no hay nada descartable ni un afuera para una obra que es movimiento, interioridad y sugerencia.

Fernando Pessoa

Vista de la exposición Estela de un mar en llamas. Versiones de Fernando Pessoa en México, Biblioteca Palácio Galveias, Lisboa, 2024. Cortesía de Estudio Édgar Orlaineta

Pero la relación de Orlaineta con Pessoa también es profundamente literaria, como podemos colegir del texto que se incluye en este libro: “tal vez Caeiro (Fernando Pessoa) encontró en esta visión la necesidad de aceptar el mundo tal cual es, sin la necesidad de interpretarlo, solo vivirlo y tomar lo que está dado. Es posible que la emoción de todo escritor, de todo artista, radique en eso: en la contemplación del espectáculo de la realidad, en ejercer los sentidos al máximo, en existir, en sentir”. Y remata más adelante, en una sugerente lectura que empata a Pessoa con la sensibilidad objetivista y despojada de un americano extraordinario y singular: “cuando pienso en la poesía de Caeiro y en la de otros como William Carlos Williams me doy cuenta de que no se trata solo de contemplar la realidad como un ‘fenómeno’, sino también de nombrarla como un ‘logos’. Tal vez el acto poético no sea sólo la conciencia de la realidad, sino esa insistencia en compartirla, en nombrarla, en asir lo inasible, pero dado”.

A la manera de las manos que hablan sin precisar de la boca, las creaturas de Orlaineta y su lenguaje aparecen como la sombra delicada de un sonido.

Estela de un mar en llamas

Para circunscribir con una imagen certera esta ofrenda, que es también un testimonio del entendimiento más profundo que pueden tener dos países a partir de algo tan evanescente y tan profundo como la poesía que se expresa en el poema –eso que Luis Cardoza y Aragón supo definir como la única prueba concreta de nuestra existencia en la tierra–, pensé en la estela encendida que deja un barco fantasma, multiplicando el eco y las hazañas de su trayecto en aquellos espíritus sensibles lo mismo al canto que al silencio de las sirenas, capaces de leer en la marea el fuego que incendia una misma angustia gestada en el mismo océano: nuestra relación con el lenguaje, que da forma al entramado del mundo, salvo al instante infinito de la percepción.

Por ello marineros de un mismo naufragio, en medio de esta estela que se diluye en el oleaje y guiados por la luz de unos astros indiferentes a los que hemos hecho nuestros para proveernos un sentido, con esta estela de un mar en llamas acortamos la distancia de un Atlántico aparente, a partir de un diálogo fecundo y permanente que nos ilumina en la zozobra.

Fernando Pessoa

Catálogo de la exposición Estela de un mar en llamas. Versiones de Fernando Pessoa en México, Biblioteca Palácio Galveias, Lisboa, 2024. Cortesía de Estudio Édgar Orlaineta

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viernes, 15 de noviembre de 2024

En las entrañas de ‘La gruta’

Clotilde Jiménez es un artista de raíces múltiples. Nació en Honolulú​, Hawái, en 1990, de madre puertorriqueña y padre afroamericano. Creció en Filadelfia y realizó estudios de arte en Cleveland y Londres. Actualmente reside en la Ciudad de México, donde el Museo Jumex cobija su obra más reciente: La gruta. Una ópera en dos actos.

Reconocido por sus trabajos de cerámica, pintura, escultura y gráfica (fue comisionado para realizar dos carteles para los pasados Juegos Olímpicos y Paralímpicos de París), uno de los núcleos del trabajo de Clotilde Jiménez es el collage, donde el ensamblaje de objetos cotidianos le permite articular referencias artísticas e históricas para reflexionar sobre el cuerpo, la raza, el género y la sexualidad. “Me considero un artista multidisciplinario. Mis ideas guían el medio y el proceso que puedo usar”, comenta a La Tempestad, lo que permite entender la combinación de danza, video, performance y música que el espectador encuentra en La gruta.

Clotilde Jiménez

Vista de Clotilde Jiménez: La gruta. Una ópera en dos actos. Museo Jumex, 2024. Fotografía: Ramiro Chaves

Pero ¿cómo surgió este proyecto de ópera experimental? “Históricamente una ópera es una obra teatral cantada, basada en tragedias. Como humanos lo que nos impulsa a cantar son emociones intensas como la alegría o la tristeza. Es decir, en una ópera las palabras no se pueden decir sino que se tienen que cantar, porque hay algo elemental y poderoso dentro de la tragedia que requiere algo más que palabras. La historia de La gruta es justo eso”.

El origen de la pieza es una experiencia de la esposa de Jiménez, hechos reales ocurridos en La Garra, Guerrero, transfigurados en un relato que los vincula al misticismo y lo sobrenatural. La sala 3 del Museo Jumex ha sido convertida en una gruta.

El origen de la pieza es una experiencia de la esposa de Jiménez, hechos reales ocurridos en La Garra, Guerrero, transfigurados en un relato que los vincula al misticismo y lo sobrenatural. La sala 3 del Museo Jumex ha sido convertida en una gruta donde se proyecta e interpreta en vivo el viaje de Leopoldo, un niño que, obligado a desplazarse entre dimensiones de la realidad al quedar solo en un río, refleja las experiencias de los desplazados y los marginados. Con el sincretismo de creencias nahuas y católicas, la ópera se inscribe en una lógica descolonial desde el concepto de mesofuturismo, acuñado por el artista.

El entrelazamiento hechos vividos y ficcionales, que culmina con la aparición de la diosa Chalchiuhtlicue, vinculada al agua entre los mexicas, “invita a la gente a cuestionarse qué es real, qué es ilusión y qué ideas preconcebidas tienen sobre ello. Así introduzco el concepto del mesofuturismo –que camina mano a mano con el afrofuturismo–, que nos da una lente para entender, visualizar y reclamar un futuro a través de una perspectiva propia, priorizando socialmente los valores y las creencias del pueblo y rechazando las nociones eurocéntricas y las maneras de ser sembradas en Latinoamérica por el colonialismo”, propone Clotilde Jiménez.

Clotilde Jiménez

Vista de Clotilde Jiménez: La gruta. Una ópera en dos actos. Museo Jumex, 2024. Fotografía: Ramiro Chaves

En La gruta Jiménez colaboró con la coreógrafa Carla Segovia y el compositor y diseñador sonoro Javier Antonio Bellato. Se presenta como instalación operística durante la mayor parte del tiempo de exhibición (hasta el 1 de diciembre), pero contará con cinco presentaciones en vivo (hasta ahora se han realizado los días 26 y 30 de octubre, así como el 10 de noviembre). Dos bailarines representan a chaneques, entidades del inframundo en la mitología nahua que suelen habitar bosques y selvas. La música electrónica incorpora la interpretación de la violonchelista Adriana Castro, que improvisa a partir de las imágenes proyectadas.

“Invita a la gente a cuestionarse qué es real, qué es ilusión y qué ideas preconcebidas tienen sobre ello. Así introduzco el concepto del mesofuturismo, que nos da una lente para entender, visualizar y reclamar un futuro a través de una perspectiva propia”.

¿Por qué una ópera en un museo, insertada en el campo de las artes visuales? Clotilde Jiménez lo plantea con claridad: “Al concebir esta obra mi intención fue crear algo para la gente. Históricamente los museos, especialmente los de arte, no siempre se han percibido como espacios de igualdad. Algunas personas pueden sentir que no son lugares a los que pertenecen o que los representan, ya que estas instituciones han construido, de manera institucional, bloqueos sociales en donde sólo ciertas partes de la población se sienten vistas y bienvenidas”.

Curada por Marielsa Castro Vizcarra y Carolina Estrada García, con pinturas y esculturas que sirven a la vez de prólogo y epílogo al espacio escénico, La gruta. Una ópera en dos actos podrá experimentarse en vivo en sus dos últimas funciones en el Museo Jumex de la Ciudad de México, los días 23 y 27 de noviembre a las 19:00 horas.

Clotilde Jiménez

Clotilde Jiménez retratado por Mariam Wo Ching. Cortesía del artista

Con información de Nicolás Cabral

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