jueves, 20 de noviembre de 2025

La forma del secreto

Una constelación de posibles secretos contiene Los cuidados, primer libro de ficción de la escritora argentina Agustina Larrea. No puede ser casualidad que “Colección” sea el título del primer cuento y “Quizá” la primera palabra, una constelación de quizases. Porque, a lo largo del libro, “secreto” no necesariamente se refiere a una información oculta sino a algo compartido sin tener total certeza de lo que se comparte, mas sí plena consciencia de que hay algo siendo compartido. Una especie de secreto absoluto, el secreto del secreto. “No es simple recrear un comienzo, por eso intuye; después viene lo demás. Porque pudo haber sido así, como un por qué no”, dice la narración en tercera persona sobre Sonia, protagonista del cuento que colecciona sus propias uñas cortadas y vive con la crueldad de su tía Niní y Arminda, la empleada doméstica. Cada oración de cada cuento avanza la historia, revela aspectos de la tensión dramática, pero a su vez también esboza una reflexión sobre la configuración del relato en sí, haciendo eco simultáneamente a una teoría del cuento que podría resumirse así: un cuento consiste en revelar un secreto sin que deje de serlo.

Aunque no haya certeza de lo que se comparte, hay plena conciencia del proceso, de la reflexión sobre el secreto y su búsqueda. “Sonia intenta recuperar ese instante, que debió existir, ese de acá en más que convierte lo exiguo en costumbre. / Aunque duda, lo que sí quedó firme en la memoria de Sonia es una intención”. Procurar esa intención, madurarla e intentar recrear “ese instante” en que fue percibida y dejar registro de ello resulta ser la mayor satisfacción, la configuración del cuento. Sonia no logra identificar cuándo decide coleccionar sus uñas, su secreto; pero sabe que la tía Niní revisaba sus cosas. “Aprovechaba las tardes, cuando Sonia estaba en la escuela; la mismísima Arminda se lo había confesado en un susurro y con los ojos tan abiertos que pudo verle de cerca las venas que surcaban la parte blanca, la esclerótica, como había leído en el manual [de biología]”.

En cada relato ese intento de identificar el secreto que sostiene al cuento revela el “vínculo psicópata” que subyace a las relaciones en un universo perturbado por el abandono, la burla, la orfandad o la pérdida. En el primer cuento, reflejado en la esclerótica de Arminda, un susurro motiva a Sonia a comerse “un puñado de uñas” hasta terminar su colección. “Nunca supieron de su colección. O si supieron prefirieron no decirle nada, hacer de su secreto uno propio, un silencio compartido que siguieron alimentando como una fogata”. La colección de uñas de Sonia pasa a ser parte de esa constelación de secretos, revelado sin dejar de serlo, oculto tras el placer de Sonia al tragarse las uñas.

Agustina Larrea

Screenshot

Al considerar la lectura que Ricardo Piglia hace de Juan Carlos Onetti en Teoría de la prosa, donde analiza la función del secreto en la obra del uruguayo (“el núcleo mudo de la historia”), se hace evidente el diálogo que Larrea establece con ese universo de sentidos donde el secreto regula el vínculo psicópata de relaciones articuladas por una cotidianidad que sobrevive a “un resplandor de algo que sucedió y que sigue latiendo”, como sugiere Gustavo Álvarez Núñez en su lectura de Los cuidados. El secreto en Agustina Larrea es, como en Onetti, “algo que no se sabe pero que actúa permanentemente en la historia” (Piglia).

En “Los cuidados”, que da título al libro, Marita trabaja en una enfermería o albergue para personas mayores, donde establece una extraña relación con la supervisora del establecimiento. Esta dinámica vendría a ser el núcleo mudo de la historia. “Pasaba siempre con Marita: quien no la conocía podía pensar que se escondía detrás de respuestas ambiguas para evitar que descubrieran algo oculto que guardaba con celo. Sin embargo, con el tiempo, lo que se revelaba no era un secreto sino una forma”. Uno de los aspectos más notables del libro es esa consciencia del secreto como elemento medular y la puesta en escena de cómo “con el tiempo” se revela una forma narrativa capaz de albergar el núcleo mudo: aquello que se percibe y se logra entender, pero a su vez excede al lenguaje.

Larrea narra, para seguir con Piglia, “los efectos y no las causas”. Sin embargo, algunas pueden intuirse, como “los apagones de la primavera alfonsinista” a los que se refiere Florencia Angilletta en su lectura, donde insiste en que es un libro sobre la sociedad argentina. Aludiendo a Juan José Saer, Angilletta también señala que Los cuidados desborda “referencialidades catastrales” y traza “un estado de las voces”, lo que enfatiza la relación de Agustina Larrea con cierta tradición argentina y su exploración del tiempo con relación al secreto. El cuento “Ese calor que vuelve”, narrado por un profesor de arquitectura que nunca ejerció como arquitecto, pone en escena esta dinámica entre secreto, tiempo y cambio de espacios. A simple vista, cuenta la historia de cuando el narrador conoce a Aníbal, empleado en un garaje comercial de “la Capital”, donde pasaba los veranos con la tía Delia. Sin embargo, la diégesis consiste en la presentación de un examen oral de arquitectura en el que el narrador forma parte del tribunal junto a un par de colegas.

Entre sus recuerdos, un estudiante presenta la “continuidad de la tipología estructural que comienza con los primeros edificios que nacieron como producto de la revolución industrial”. En medio de esta exposición se revelan datos de los veranos con la tía Delia, se deduce que el narrador es hijo de militantes desaparecidos y que Aníbal pudo haber tenido alguna relación con la desaparición y otros eventos traumáticos. Éste sale de sus memorias con la presentación del estudiante, quien pasa de “la tipología estructural” a “la tipología garaje comercial” para reflexionar sobre la relación entre el automóvil, el diseño y los espacios urbanos, y concluye: “Las antiguas formas están adheridas como parásitos a las nuevas funciones y estructuras que propone esta tipología, ocultándola… Los garajes comerciales deben ser vistos, entonces, como un conjunto, como auténticos y novedosos espacios para la inmovilidad”. El narrador es interpelado por la conclusión del estudiante, le pide que la desarrolle, pero el cuento termina, “los dibujos que había preparado con delicadeza para su presentación se proyectaban ahora sobre su cara como surcos, como una mancha, como un gesto infernal”, y el secreto del secreto, aquello que se comparte sin certeza, mas sí con plena consciencia de que hay algo siendo compartido, queda inmóvil en el garaje comercial, en esa tipología estructural que solo cambia de fachada, como la proyección de dibujos sobre la cara del estudiante.

La sensibilidad de Larrea para superponer registros del lenguaje permite percibir la dimensión lynchiana de la realidad y establecer un diálogo con Mavis Gallant, cuentista canadiense que también reflexiona sobre la configuración del relato y con quien la autora argentina comparte una constelación de personajes a la deriva en una cotidianidad perturbada por el vínculo psicópata de las relaciones en épocas de transición: la segunda posguerra en Gallant y el final de la dictadura argentina (o el potencial de la democracia) en Agustina Larrea.

Agustina Larrea, Los cuidados, Paripé Books, Buenos Aires, 2024

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La forma del secreto

Una constelación de posibles secretos contiene Los cuidados, primer libro de ficción de la escritora argentina Agustina Larrea. No puede ser casualidad que “Colección” sea el título del primer cuento y “Quizá” la primera palabra, una constelación de quizases. Porque, a lo largo del libro, “secreto” no necesariamente se refiere a una información oculta sino a algo compartido sin tener total certeza de lo que se comparte, mas sí plena consciencia de que hay algo siendo compartido. Una especie de secreto absoluto, el secreto del secreto. “No es simple recrear un comienzo, por eso intuye; después viene lo demás. Porque pudo haber sido así, como un por qué no”, dice la narración en tercera persona sobre Sonia, protagonista del cuento que colecciona sus propias uñas cortadas y vive con la crueldad de su tía Niní y Arminda, la empleada doméstica. Cada oración de cada cuento avanza la historia, revela aspectos de la tensión dramática, pero a su vez también esboza una reflexión sobre la configuración del relato en sí, haciendo eco simultáneamente a una teoría del cuento que podría resumirse así: un cuento consiste en revelar un secreto sin que deje de serlo.

Aunque no haya certeza de lo que se comparte, hay plena conciencia del proceso, de la reflexión sobre el secreto y su búsqueda. “Sonia intenta recuperar ese instante, que debió existir, ese de acá en más que convierte lo exiguo en costumbre. / Aunque duda, lo que sí quedó firme en la memoria de Sonia es una intención”. Procurar esa intención, madurarla e intentar recrear “ese instante” en que fue percibida y dejar registro de ello resulta ser la mayor satisfacción, la configuración del cuento. Sonia no logra identificar cuándo decide coleccionar sus uñas, su secreto; pero sabe que la tía Niní revisaba sus cosas. “Aprovechaba las tardes, cuando Sonia estaba en la escuela; la mismísima Arminda se lo había confesado en un susurro y con los ojos tan abiertos que pudo verle de cerca las venas que surcaban la parte blanca, la esclerótica, como había leído en el manual [de biología]”.

En cada relato ese intento de identificar el secreto que sostiene al cuento revela el “vínculo psicópata” que subyace a las relaciones en un universo perturbado por el abandono, la burla, la orfandad o la pérdida. En el primer cuento, reflejado en la esclerótica de Arminda, un susurro motiva a Sonia a comerse “un puñado de uñas” hasta terminar su colección. “Nunca supieron de su colección. O si supieron prefirieron no decirle nada, hacer de su secreto uno propio, un silencio compartido que siguieron alimentando como una fogata”. La colección de uñas de Sonia pasa a ser parte de esa constelación de secretos, revelado sin dejar de serlo, oculto tras el placer de Sonia al tragarse las uñas.

Agustina Larrea

Screenshot

Al considerar la lectura que Ricardo Piglia hace de Juan Carlos Onetti en Teoría de la prosa, donde analiza la función del secreto en la obra del uruguayo (“el núcleo mudo de la historia”), se hace evidente el diálogo que Larrea establece con ese universo de sentidos donde el secreto regula el vínculo psicópata de relaciones articuladas por una cotidianidad que sobrevive a “un resplandor de algo que sucedió y que sigue latiendo”, como sugiere Gustavo Álvarez Núñez en su lectura de Los cuidados. El secreto en Agustina Larrea es, como en Onetti, “algo que no se sabe pero que actúa permanentemente en la historia” (Piglia).

En “Los cuidados”, que da título al libro, Marita trabaja en una enfermería o albergue para personas mayores, donde establece una extraña relación con la supervisora del establecimiento. Esta dinámica vendría a ser el núcleo mudo de la historia. “Pasaba siempre con Marita: quien no la conocía podía pensar que se escondía detrás de respuestas ambiguas para evitar que descubrieran algo oculto que guardaba con celo. Sin embargo, con el tiempo, lo que se revelaba no era un secreto sino una forma”. Uno de los aspectos más notables del libro es esa consciencia del secreto como elemento medular y la puesta en escena de cómo “con el tiempo” se revela una forma narrativa capaz de albergar el núcleo mudo: aquello que se percibe y se logra entender, pero a su vez excede al lenguaje.

Larrea narra, para seguir con Piglia, “los efectos y no las causas”. Sin embargo, algunas pueden intuirse, como “los apagones de la primavera alfonsinista” a los que se refiere Florencia Angilletta en su lectura, donde insiste en que es un libro sobre la sociedad argentina. Aludiendo a Juan José Saer, Angilletta también señala que Los cuidados desborda “referencialidades catastrales” y traza “un estado de las voces”, lo que enfatiza la relación de Agustina Larrea con cierta tradición argentina y su exploración del tiempo con relación al secreto. El cuento “Ese calor que vuelve”, narrado por un profesor de arquitectura que nunca ejerció como arquitecto, pone en escena esta dinámica entre secreto, tiempo y cambio de espacios. A simple vista, cuenta la historia de cuando el narrador conoce a Aníbal, empleado en un garaje comercial de “la Capital”, donde pasaba los veranos con la tía Delia. Sin embargo, la diégesis consiste en la presentación de un examen oral de arquitectura en el que el narrador forma parte del tribunal junto a un par de colegas.

Entre sus recuerdos, un estudiante presenta la “continuidad de la tipología estructural que comienza con los primeros edificios que nacieron como producto de la revolución industrial”. En medio de esta exposición se revelan datos de los veranos con la tía Delia, se deduce que el narrador es hijo de militantes desaparecidos y que Aníbal pudo haber tenido alguna relación con la desaparición y otros eventos traumáticos. Éste sale de sus memorias con la presentación del estudiante, quien pasa de “la tipología estructural” a “la tipología garaje comercial” para reflexionar sobre la relación entre el automóvil, el diseño y los espacios urbanos, y concluye: “Las antiguas formas están adheridas como parásitos a las nuevas funciones y estructuras que propone esta tipología, ocultándola… Los garajes comerciales deben ser vistos, entonces, como un conjunto, como auténticos y novedosos espacios para la inmovilidad”. El narrador es interpelado por la conclusión del estudiante, le pide que la desarrolle, pero el cuento termina, “los dibujos que había preparado con delicadeza para su presentación se proyectaban ahora sobre su cara como surcos, como una mancha, como un gesto infernal”, y el secreto del secreto, aquello que se comparte sin certeza, mas sí con plena consciencia de que hay algo siendo compartido, queda inmóvil en el garaje comercial, en esa tipología estructural que solo cambia de fachada, como la proyección de dibujos sobre la cara del estudiante.

La sensibilidad de Larrea para superponer registros del lenguaje permite percibir la dimensión lynchiana de la realidad y establecer un diálogo con Mavis Gallant, cuentista canadiense que también reflexiona sobre la configuración del relato y con quien la autora argentina comparte una constelación de personajes a la deriva en una cotidianidad perturbada por el vínculo psicópata de las relaciones en épocas de transición: la segunda posguerra en Gallant y el final de la dictadura argentina (o el potencial de la democracia) en Agustina Larrea.

Agustina Larrea, Los cuidados, Paripé Books, Buenos Aires, 2024

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El Museo del Escritor: memoria y diálogo

Si se trata de sumergirse en el archivo, algunas exposiciones se presentan como un simple recorrido documental, una línea recta que elimina cualquier riesgo. Sin embargo hay otras –las menos– que activan un territorio de memoria e imaginación. El Museo del Escritor, la nueva muestra de Proyectos Multipropósito, pertenece a la segunda categoría. No sólo porque vuelve visible una colección que durante años permaneció en riesgo de desaparecer, sino porque propone una lectura revitalizada de sus materiales a través de la mirada de Pedro Reyes, quien encuentra aquí un nuevo pretexto para explorar la relación entre arte, lenguaje y vida pública.

El Museo del Escritor es el nombre de la colección fundada por René Avilés Fabila en 2008, con la idea de crear un espacio dedicado a los procesos íntimos de la escritura. Así, reunió manuscritos, cartas, máquinas de escribir, primeras ediciones y objetos personales de escritores de distintas épocas y geografías. La colección se nutría de vínculos reales –amistades, correspondencia, colaboraciones– que mantuvo durante décadas con autores de México y el extranjero. La muerte de Avilés Fabila en 2016 dejó el proyecto sin sede estable y sin recursos.

Museo del Escritor

Vista de la exposición El Museo del Escritor, de Pedro Reyes, en Proyectos Multipropósito, Ciudad de México, 2025

Lo que hoy se presenta en Proyectos Multipropósito es la recuperación –y, sobre todo, la relectura– de ese acervo. Pedro Reyes ha imaginado una museografía que no solo expone archivos, sino que los hace dialogar con el presente. Se trata de una segunda vida del museo original, ahora filtrada por el lenguaje plástico del artista, que incorpora esculturas, dibujos y grabados para seguir interrogando la relación entre texto y forma. Algunas piezas funcionan como signos expandidos; otras, como metáforas materiales del acto de escribir. En conjunto, el espectador asiste a una conversación entre la memoria literaria y la práctica artística contemporánea. 

La colección exhibida funciona como una cartografía afectiva de la literatura mexicana del siglo XX. Se encuentran manuscritos de Elena Garro, primeras ediciones comentadas de Octavio Paz, documentos de Carlos Pellicer, páginas mecanografiadas de José Agustín o notas manuscritas de Rubén Bonifaz Nuño. Lo notable es la cercanía material: las tachaduras, la textura del papel, los márgenes donde se esbozan ideas. Todo aquello que constituye la arqueología de un libro.

Museo del Escritor

Libros dedicados y grabaciones de Juan Rulfo en El Museo del Escritor, de Pedro Reyes, en Proyectos Multipropósito, Ciudad de México, 2025

El mapa se expande más allá de México. Se exhibe una primera edición firmada de Edgar Allan Poe, así como materiales relacionados con Clarice Lispector o Miranda July, entre varios más. La selección incluye también voces latinoamericanas contemporáneas como Benjamín Labatut o David Miklos, que anclan la exposición en un presente literario vivo.

La muestra –que puede visitarse en la galería capitalina hasta el 20 de diciembre– se complementa con un volumen homónimo de Pedro Reyes. El libro adopta la forma de un diccionario literario y está compuesto por notas biográficas, ensayos breves y textos misceláneos: un intento de ubicar a los autores del museo dentro de un mapa cultural más amplio, pero también un ejercicio de imaginación crítica. El formato de diccionario –con su arbitrariedad aparente, su invitación al salto– encaja con la naturaleza fragmentaria del acervo.

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miércoles, 19 de noviembre de 2025

El Museo del Escritor: memoria y diálogo

Si se trata de sumergirse en el archivo, algunas exposiciones se presentan como un simple recorrido documental, una línea recta que elimina cualquier riesgo. Sin embargo hay otras –las menos– que activan un territorio de memoria e imaginación. El Museo del Escritor, la nueva muestra de Proyectos Multipropósito, pertenece a la segunda categoría. No sólo porque vuelve visible una colección que durante años permaneció en riesgo de desaparecer, sino porque propone una lectura revitalizada de sus materiales a través de la mirada de Pedro Reyes, quien encuentra aquí un nuevo pretexto para explorar la relación entre arte, lenguaje y vida pública.

El Museo del Escritor es el nombre de la colección fundada por René Avilés Fabila en 2008, con la idea de crear un espacio dedicado a los procesos íntimos de la escritura. Así, reunió manuscritos, cartas, máquinas de escribir, primeras ediciones y objetos personales de escritores de distintas épocas y geografías. La colección se nutría de vínculos reales –amistades, correspondencia, colaboraciones– que mantuvo durante décadas con autores de México y el extranjero. La muerte de Avilés Fabila en 2016 dejó el proyecto sin sede estable y sin recursos.

Museo del Escritor

Vista de la exposición El Museo del Escritor, de Pedro Reyes, en Proyectos Multipropósito, Ciudad de México, 2025

Lo que hoy se presenta en Proyectos Multipropósito es la recuperación –y, sobre todo, la relectura– de ese acervo. Pedro Reyes ha imaginado una museografía que no solo expone archivos, sino que los hace dialogar con el presente. Se trata de una segunda vida del museo original, ahora filtrada por el lenguaje plástico del artista, que incorpora esculturas, dibujos y grabados para seguir interrogando la relación entre texto y forma. Algunas piezas funcionan como signos expandidos; otras, como metáforas materiales del acto de escribir. En conjunto, el espectador asiste a una conversación entre la memoria literaria y la práctica artística contemporánea. 

La colección exhibida funciona como una cartografía afectiva de la literatura mexicana del siglo XX. Se encuentran manuscritos de Elena Garro, primeras ediciones comentadas de Octavio Paz, documentos de Carlos Pellicer, páginas mecanografiadas de José Agustín o notas manuscritas de Rubén Bonifaz Nuño. Lo notable es la cercanía material: las tachaduras, la textura del papel, los márgenes donde se esbozan ideas. Todo aquello que constituye la arqueología de un libro.

Museo del Escritor

Libros dedicados y grabaciones de Juan Rulfo en El Museo del Escritor, de Pedro Reyes, en Proyectos Multipropósito, Ciudad de México, 2025

El mapa se expande más allá de México. Se exhibe una primera edición firmada de Edgar Allan Poe, así como materiales relacionados con Clarice Lispector o Miranda July, entre varios más. La selección incluye también voces latinoamericanas contemporáneas como Benjamín Labatut o David Miklos, que anclan la exposición en un presente literario vivo.

La muestra –que puede visitarse en la galería capitalina hasta el 20 de diciembre– se complementa con un volumen homónimo de Pedro Reyes. El libro adopta la forma de un diccionario literario y está compuesto por notas biográficas, ensayos breves y textos misceláneos: un intento de ubicar a los autores del museo dentro de un mapa cultural más amplio, pero también un ejercicio de imaginación crítica. El formato de diccionario –con su arbitrariedad aparente, su invitación al salto– encaja con la naturaleza fragmentaria del acervo.

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Hacia una noción de emplazamiento contemporáneo

El espacio Lateral se ha vuelto clave para la fotografía contemporánea en México. Desde hace por lo menos tres años ha sido constante su intento de panear qué sucede en la producción fotográfica en un contexto donde otras producciones visuales conducen a una posible tensión, en el sentido más amplio, de lo hoy implica levantar o hacer imágenes. Lateral tiene una inclinación particular a mostrar el trabajo de fotógrafas y fotógrafos que se despidieron de su lugar como artistas emergentes y dejan ver preocupaciones maduras, así como una producción consistente. Por lo menos recuerdo dos o tres exposiciones que me permiten afirmar lo anterior: pienso en la muestra individual de Daniela Bojórquez Vértiz Paranoidiaries (2023-24) –cuya obra ocupa cada vez más espacio en la reflexión sobre la relación de la imagen y sus mecánicas conceptuales– y pienso, también, en la exposición de Tania Franco Klein Something about Something (2023). Solo por poner dos ejemplos que me parecen contundentes.

Las visitas al breve espacio de Lateral siempre me dejan con preguntas; desde luego, muchas veces pasar por ahí es entrar en y salir de la manera en que hoy se decide hacer una imagen fotográfica. Eso incluye acercarse a un proceso técnico significativo en la búsqueda; otras veces se puede incidir en el espacio o emplazamiento de dicha imagen, en la idea de imagen pobre o en su uso como soporte que quiere encontrar otros caminos, menos ortodoxos, menos emblemáticos de los temas recurrentes del presente. Si es verdad que la obsesión por el uso del archivo personal ha dado paso a la apropiación del paisaje, entonces habría que volverse a preguntar de qué paisaje se trata, dónde y cómo se levanta este concepto. En ese sentido, Lateral ha abierto un diálogo muy importante: casi ningún proyecto expuesto ahí ha dejado de lado la relación belleza/paisaje o la búsqueda del paisaje y lo sublime, una relación que se reitera cada vez más (algunos artistas lo hacen en territorios lejanos a México y otros optan por trabajarlo en este país, en sus extremosos parajes y, no pocas veces, en lugares de la Ciudad de México u otras urbes cercanas).

Alexandra Germán

Vista de la exposición Promesa de lluvia, de Alexandra Germán, en Lateral, Ciudad de México, 2025

Quizá desde este contexto me llamó la atención el trabajo que actualmente presenta Alexandra Germán (Oxford, 1986) en Promesa de lluvia. Es una artista de Cuernavaca que lleva tiempo viviendo en la Ciudad de México, pero cuyas búsquedas e indagaciones han incidido recientemente en aquella ciudad, en algunas zonas que, siendo urbanas, le permiten ir hacia la confrontación de cierta idea del espacio, de sus topografías, clima y los límites entre lo natural y lo no natural. Cuando digo incide estoy hablando de irrumpir, de entrar, de meter los pasos en el paisaje hasta perder la distancia que tanto gusta a la imagen romántica. Acercarse y meter el cuerpo (no solamente la mirada) para estar ahí genera una diferencia importante en el trabajo de la artista.

El proceso de levantar una imagen fotográfica está vinculado al cuerpo desde ese ejercicio de tránsito, poniendo en tensión el afuera como paisaje y el cuerpo como espacio de riesgo. Quizás en esos bordes y limites se puede provocar un tiempo de imagen cargado de preguntas y de una extrañeza muy particular; nos hace creer que al observar el paisaje no solamente hay que remar su condición estética sino preguntarnos cómo genera una política del tiempo y una poética del lugar. Es decir, el famoso “sucede que…” es apenas un gesto que se sumará a otros gestos: andar en las barrancas de Cuernavaca no es romántico, no es poético en el sentido bucólico del término, sino una apuesta y un desafío político en un país sembrado de violencia, de olvido y de ausencias, de cuerpos ausentes: de barrancas que no hay que andar.

Si es verdad que todo eso acontece en la suma de fotografías, instalaciones, dibujos, imágenes en movimiento y sonidos que forman parte de Promesa de lluvia, si es que algo se articula en esa relación de lenguajes, entonces habría que decir que se produce una exposición (a la manera en que lo ha estado expresando Philippe Parreno). Es decir, aquí las piezas no son el fundamento sino la materia prima, que funcionará si se encuentra en el espacio con una suma de enunciados/imágenes (y cosas) que han de darle sentido, un sentido que estaría en su relación, en su tejido, y no en la cosa en sí, no en la imagen per se sino en su ruta hacia el otro fragmento, la otra imagen, el otro objeto, el sonido o la arquitectura.

Alexandra Germán

Vista de la exposición Promesa de lluvia, de Alexandra Germán, en Lateral, Ciudad de México, 2025

Recuerdo estar en uno de los dos espacios de la exposición de Alexandra Germán y escuchar una composición; recuerdo andar con cuidado para no tropezar con algún objeto cuya función es robarle nitidez a la fotografía, empañarla, “tocarla” para que sea una imagen que pierde su asombro, y tal vez el asombro está en que ha sido afectada (como ha señalado Suely Rolnik) y puede perderse hasta no lograr su cometido, puede caer y fracasar (y quizás ahí encuentre su éxito): el retrato cuya modelo muestra el dorso y, claro, un vidrio esmerilado irrumpe en la impecable impresión fotográfica. Sigo el recorrido y me pregunto qué hacen esos dibujos ahí, dibujos que remiten a la academia, a estudios que son parte de una investigación visual, una exploración de lugar. Y luego mi pregunta cambia, ya no quiero saber qué hacen ahí sino qué tarea tienen ahí, qué tipo de dispositivo se echa andar más allá de la autonomía de la línea y el grafito: ¿qué tipo de trampa impone frente a las impresiones fotográficas? Finalmente encontramos un video: mismo sitio y una composición sonora que la distancia de su aquí/ahora. La noción de contemplación en Promesa de lluvia se rompe en cada salto de esos fragmentos, los fotogramas se suman y se deja ver la humedad, se deja ver el microclima, se siente el cambio de temperatura.

Al salir de la exposición pensé en varias cosas y me pregunté con quién está dialogando el trabajo de Alexandra Germán. Pensé en varios artistas de otra generación (ya mencioné a Parreno), pensé también en algunos artistas mexicanos que, según mi lectura, podrían tener intereses compartidos para generar diálogos y asomarse a procesos críticos no solamente en un sentido temático sino en sus estrategias y mecanismos para abordar el problema del espacio y el problema del tiempo, el problema de la imagen y de la escultura. Pensé en dos proyectos curados por Virginia Roy. Primero en Fabiola Torres Alzaga y Las desinvitadas, que presentó en el MUAC en 2024. Pensé también en el trabajo de Chantal Peñalosa Fong y en Otros cuentos fantasmas (Museo Amparo, 2024). Andando por los tres trabajos pensaba no solamente en la relación de soportes y lenguajes que ponen en juego, sino que también permiten que las imágenes (fotografías, dibujos, películas o videos) estén dispuestas a colaborar entre sí, a conectar, a distanciarse, a tensar y contradecir sus maneras de hacer, liberarlas en su vitalidad, en aquello que aportan para desestabilizar los enunciados dejando ver su fuerza, su potencia y su estrategia para nombrar cosas: de hacerse presentes en un mundo donde hablar, decir, producir, producirse subjetivamente y apelar al otro es un espacio de alto riesgo. Ahí donde habitar un paisaje no es sino habitar la sensación de miedo, estar en uno de esos muchos lugares donde la vida es vulnerada: Germán se atreve a regresar y regresar a la barranca de Amanalco en Cuernavaca.

Alexandra Germán

Vista de la exposición Promesa de lluvia, de Alexandra Germán, en Lateral, Ciudad de México, 2025

Vale la preguntarse cómo procede en Alexandra Germán esa vulneración de los espacios, pero también en sus procesos plásticos; quizá por ahí se podría anotar un par de ideas: si la imagen es paisaje, humedad, vaporación y vida, ¿cómo ha procedido en proyectos anteriores? ¿Cómo accionó sus procesos matéricos? Si en Promesa de lluvia encuentro una red y una conexión entre cosas e imágenes, en Diáfano (2024) dispuso otros mecanismos de afectación: quemar el papel (la imagen) y restaurarla con hoja de oro. Quemar, atravesar, cubrir: cuidar. En esa serie no solamente se obsesionó con los cielos de la Ciudad de México y sus nubes, sino que procedió cruzando el proceso visual con una investigación realizada en el Servicio Meteorológico Nacional, donde el heliógrafo registra cada día el trayecto de los rayos solares sobre un papel que se va quemado y deja una huella calcinada de esos trayectos solares. Desplazar esa marca de tiempo hacia la fotografía no solamente permite observar milimétricamente la imagen producida, sino que rompe también con cierta idea de la imagen acabada. Quemar y cubrir para hacer una marca: dibujar. Pienso que si en Diáfano todo sucede dentro del marco de la fotografía y hacia el fondo de la misma, en Promesa de lluvia se desborda el marco, se guarda la autonomía y la problemática singular de cada elemento visual, pero se incluye al espacio y al tiempo como dispositivo de acción desde el cuerpo del visitante y, desde luego, de la propia artista.

Al reflexionar sobre el trabajo de Alexandra Germán recordé varias conversaciones que he tenido en los últimos años con Daniel Montero. En Ready-Image. Por una nueva relación crítica entre las imágenes y el arte contemporáneo (Exit, 2024), su libro más reciente, escribe sobre la producción de imágenes y sobre la manera en que se hacen contemporáneas, se pregunta sobre ese proceso complejo que cualquiera que esté trabajando actualmente con imágenes puede intuir. Quiero cerrar este breve texto con unos apuntes de Montero que están en ese libro. Mientras aborda el debate entre Iván Ruiz y Ulises Castellanos desatado por la XVII Bienal de Fotografía, dice:

Lo que sostengo es que ni Castellanos, pero aún menos el mismo Ruiz, se daban cuenta de que el colapso que se produjo en ese evento no era sólo el de las imágenes pro-fotográficas sino de cualquier posible definición de imagen, y de cualquier definición de arte, para dar paso a la operación general de “arte contemporáneo” como medio. Las consecuencias de ello son importantes porque son lo que permite una suerte de estetización del mundo, o mejor un mundo estetizado por la misma imagen del mundo.

Me parece que Alexandra Germán está produciendo desde eso que Montero llama arte contemporáneo y participa de la producción de la imagen-mundo de manera crítica y autocrítica.

Alexandra Germán

Una de las piezas de Promesa de lluvia, de Alexandra Germán, en Lateral, Ciudad de México, 2025

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Hacia una noción de emplazamiento contemporáneo

El espacio Lateral se ha vuelto clave para la fotografía contemporánea en México. Desde hace por lo menos tres años ha sido constante su intento de panear qué sucede en la producción fotográfica en un contexto donde otras producciones visuales conducen a una posible tensión, en el sentido más amplio, de lo hoy implica levantar o hacer imágenes. Lateral tiene una inclinación particular a mostrar el trabajo de fotógrafas y fotógrafos que se despidieron de su lugar como artistas emergentes y dejan ver preocupaciones maduras, así como una producción consistente. Por lo menos recuerdo dos o tres exposiciones que me permiten afirmar lo anterior: pienso en la muestra individual de Daniela Bojórquez Vértiz Paranoidiaries (2023-24) –cuya obra ocupa cada vez más espacio en la reflexión sobre la relación de la imagen y sus mecánicas conceptuales– y pienso, también, en la exposición de Tania Franco Klein Something about Something (2023). Solo por poner dos ejemplos que me parecen contundentes.

Las visitas al breve espacio de Lateral siempre me dejan con preguntas; desde luego, muchas veces pasar por ahí es entrar en y salir de la manera en que hoy se decide hacer una imagen fotográfica. Eso incluye acercarse a un proceso técnico significativo en la búsqueda; otras veces se puede incidir en el espacio o emplazamiento de dicha imagen, en la idea de imagen pobre o en su uso como soporte que quiere encontrar otros caminos, menos ortodoxos, menos emblemáticos de los temas recurrentes del presente. Si es verdad que la obsesión por el uso del archivo personal ha dado paso a la apropiación del paisaje, entonces habría que volverse a preguntar de qué paisaje se trata, dónde y cómo se levanta este concepto. En ese sentido, Lateral ha abierto un diálogo muy importante: casi ningún proyecto expuesto ahí ha dejado de lado la relación belleza/paisaje o la búsqueda del paisaje y lo sublime, una relación que se reitera cada vez más (algunos artistas lo hacen en territorios lejanos a México y otros optan por trabajarlo en este país, en sus extremosos parajes y, no pocas veces, en lugares de la Ciudad de México u otras urbes cercanas).

Alexandra Germán

Vista de la exposición Promesa de lluvia, de Alexandra Germán, en Lateral, Ciudad de México, 2025

Quizá desde este contexto me llamó la atención el trabajo que actualmente presenta Alexandra Germán (Oxford, 1986) en Promesa de lluvia. Es una artista de Cuernavaca que lleva tiempo viviendo en la Ciudad de México, pero cuyas búsquedas e indagaciones han incidido recientemente en aquella ciudad, en algunas zonas que, siendo urbanas, le permiten ir hacia la confrontación de cierta idea del espacio, de sus topografías, clima y los límites entre lo natural y lo no natural. Cuando digo incide estoy hablando de irrumpir, de entrar, de meter los pasos en el paisaje hasta perder la distancia que tanto gusta a la imagen romántica. Acercarse y meter el cuerpo (no solamente la mirada) para estar ahí genera una diferencia importante en el trabajo de la artista.

El proceso de levantar una imagen fotográfica está vinculado al cuerpo desde ese ejercicio de tránsito, poniendo en tensión el afuera como paisaje y el cuerpo como espacio de riesgo. Quizás en esos bordes y limites se puede provocar un tiempo de imagen cargado de preguntas y de una extrañeza muy particular; nos hace creer que al observar el paisaje no solamente hay que remar su condición estética sino preguntarnos cómo genera una política del tiempo y una poética del lugar. Es decir, el famoso “sucede que…” es apenas un gesto que se sumará a otros gestos: andar en las barrancas de Cuernavaca no es romántico, no es poético en el sentido bucólico del término, sino una apuesta y un desafío político en un país sembrado de violencia, de olvido y de ausencias, de cuerpos ausentes: de barrancas que no hay que andar.

Si es verdad que todo eso acontece en la suma de fotografías, instalaciones, dibujos, imágenes en movimiento y sonidos que forman parte de Promesa de lluvia, si es que algo se articula en esa relación de lenguajes, entonces habría que decir que se produce una exposición (a la manera en que lo ha estado expresando Philippe Parreno). Es decir, aquí las piezas no son el fundamento sino la materia prima, que funcionará si se encuentra en el espacio con una suma de enunciados/imágenes (y cosas) que han de darle sentido, un sentido que estaría en su relación, en su tejido, y no en la cosa en sí, no en la imagen per se sino en su ruta hacia el otro fragmento, la otra imagen, el otro objeto, el sonido o la arquitectura.

Alexandra Germán

Vista de la exposición Promesa de lluvia, de Alexandra Germán, en Lateral, Ciudad de México, 2025

Recuerdo estar en uno de los dos espacios de la exposición de Alexandra Germán y escuchar una composición; recuerdo andar con cuidado para no tropezar con algún objeto cuya función es robarle nitidez a la fotografía, empañarla, “tocarla” para que sea una imagen que pierde su asombro, y tal vez el asombro está en que ha sido afectada (como ha señalado Suely Rolnik) y puede perderse hasta no lograr su cometido, puede caer y fracasar (y quizás ahí encuentre su éxito): el retrato cuya modelo muestra el dorso y, claro, un vidrio esmerilado irrumpe en la impecable impresión fotográfica. Sigo el recorrido y me pregunto qué hacen esos dibujos ahí, dibujos que remiten a la academia, a estudios que son parte de una investigación visual, una exploración de lugar. Y luego mi pregunta cambia, ya no quiero saber qué hacen ahí sino qué tarea tienen ahí, qué tipo de dispositivo se echa andar más allá de la autonomía de la línea y el grafito: ¿qué tipo de trampa impone frente a las impresiones fotográficas? Finalmente encontramos un video: mismo sitio y una composición sonora que la distancia de su aquí/ahora. La noción de contemplación en Promesa de lluvia se rompe en cada salto de esos fragmentos, los fotogramas se suman y se deja ver la humedad, se deja ver el microclima, se siente el cambio de temperatura.

Al salir de la exposición pensé en varias cosas y me pregunté con quién está dialogando el trabajo de Alexandra Germán. Pensé en varios artistas de otra generación (ya mencioné a Parreno), pensé también en algunos artistas mexicanos que, según mi lectura, podrían tener intereses compartidos para generar diálogos y asomarse a procesos críticos no solamente en un sentido temático sino en sus estrategias y mecanismos para abordar el problema del espacio y el problema del tiempo, el problema de la imagen y de la escultura. Pensé en dos proyectos curados por Virginia Roy. Primero en Fabiola Torres Alzaga y Las desinvitadas, que presentó en el MUAC en 2024. Pensé también en el trabajo de Chantal Peñalosa Fong y en Otros cuentos fantasmas (Museo Amparo, 2024). Andando por los tres trabajos pensaba no solamente en la relación de soportes y lenguajes que ponen en juego, sino que también permiten que las imágenes (fotografías, dibujos, películas o videos) estén dispuestas a colaborar entre sí, a conectar, a distanciarse, a tensar y contradecir sus maneras de hacer, liberarlas en su vitalidad, en aquello que aportan para desestabilizar los enunciados dejando ver su fuerza, su potencia y su estrategia para nombrar cosas: de hacerse presentes en un mundo donde hablar, decir, producir, producirse subjetivamente y apelar al otro es un espacio de alto riesgo. Ahí donde habitar un paisaje no es sino habitar la sensación de miedo, estar en uno de esos muchos lugares donde la vida es vulnerada: Germán se atreve a regresar y regresar a la barranca de Amanalco en Cuernavaca.

Alexandra Germán

Vista de la exposición Promesa de lluvia, de Alexandra Germán, en Lateral, Ciudad de México, 2025

Vale la preguntarse cómo procede en Alexandra Germán esa vulneración de los espacios, pero también en sus procesos plásticos; quizá por ahí se podría anotar un par de ideas: si la imagen es paisaje, humedad, vaporación y vida, ¿cómo ha procedido en proyectos anteriores? ¿Cómo accionó sus procesos matéricos? Si en Promesa de lluvia encuentro una red y una conexión entre cosas e imágenes, en Diáfano (2024) dispuso otros mecanismos de afectación: quemar el papel (la imagen) y restaurarla con hoja de oro. Quemar, atravesar, cubrir: cuidar. En esa serie no solamente se obsesionó con los cielos de la Ciudad de México y sus nubes, sino que procedió cruzando el proceso visual con una investigación realizada en el Servicio Meteorológico Nacional, donde el heliógrafo registra cada día el trayecto de los rayos solares sobre un papel que se va quemado y deja una huella calcinada de esos trayectos solares. Desplazar esa marca de tiempo hacia la fotografía no solamente permite observar milimétricamente la imagen producida, sino que rompe también con cierta idea de la imagen acabada. Quemar y cubrir para hacer una marca: dibujar. Pienso que si en Diáfano todo sucede dentro del marco de la fotografía y hacia el fondo de la misma, en Promesa de lluvia se desborda el marco, se guarda la autonomía y la problemática singular de cada elemento visual, pero se incluye al espacio y al tiempo como dispositivo de acción desde el cuerpo del visitante y, desde luego, de la propia artista.

Al reflexionar sobre el trabajo de Alexandra Germán recordé varias conversaciones que he tenido en los últimos años con Daniel Montero. En Ready-Image. Por una nueva relación crítica entre las imágenes y el arte contemporáneo (Exit, 2024), su libro más reciente, escribe sobre la producción de imágenes y sobre la manera en que se hacen contemporáneas, se pregunta sobre ese proceso complejo que cualquiera que esté trabajando actualmente con imágenes puede intuir. Quiero cerrar este breve texto con unos apuntes de Montero que están en ese libro. Mientras aborda el debate entre Iván Ruiz y Ulises Castellanos desatado por la XVII Bienal de Fotografía, dice:

Lo que sostengo es que ni Castellanos, pero aún menos el mismo Ruiz, se daban cuenta de que el colapso que se produjo en ese evento no era sólo el de las imágenes pro-fotográficas sino de cualquier posible definición de imagen, y de cualquier definición de arte, para dar paso a la operación general de “arte contemporáneo” como medio. Las consecuencias de ello son importantes porque son lo que permite una suerte de estetización del mundo, o mejor un mundo estetizado por la misma imagen del mundo.

Me parece que Alexandra Germán está produciendo desde eso que Montero llama arte contemporáneo y participa de la producción de la imagen-mundo de manera crítica y autocrítica.

Alexandra Germán

Una de las piezas de Promesa de lluvia, de Alexandra Germán, en Lateral, Ciudad de México, 2025

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viernes, 14 de noviembre de 2025

La Ópera Estatal de Hamburgo, revelada

El diseño de la Ópera Estatal de Hamburgo, a cargo de la firma BIG, es una reinterpretación contemporánea del edificio cultural: un conjunto integrado al paisaje portuario de HafenCity, concebido como una topografía antes que como un hito aislado. Ubicada en la península de Baakenhöft, la estructura de 45 mil m² “se presentará como un paisaje de terrazas concéntricas, emanando como ondas sonoras desde un corazón musical palpitante en el centro y expandiéndose hacia el puerto como los círculos que se forman en la superficie del mar”, afirma el arquitecto danés Bjarke Ingels, fundador del estudio. La vista aérea remite también a la forma de un barco.

Las plataformas ascienden en espiral hasta conformar una cubierta transitable poblada con vegetación nativa, que funciona como parque público y mirador hacia el Elba y el centro de la ciudad alemana. La continuidad del material pétreo entre el exterior y el vestíbulo refuerza la idea de una arquitectura abierta que disuelve los límites entre edificio y territorio. En el interior, la sala principal está revestida con bandas horizontales de madera dispuestas en capas concéntricas. Esta geometría busca optimizar la acústica y mejorar las líneas de visión desde todos los balcones, además de otorgar una identidad visual coherente. La transparencia institucional –posibilitar vistas ocasionales a los procesos de trabajo– es uno de los ejes conceptuales del proyecto de BIG (Bjarke Ingels Group).

Bjarke Ingels

Representación digital de una vista aérea de la Ópera Estatal de Hamburgo, realizada por Yanis Amasri para BIG

En términos ambientales, la ópera incorpora un sistema de manejo del agua diseñado para responder a las crecidas del río. Terrazas inclinadas, dunas con vegetación, humedales y cuencas de absorción permiten filtrar el agua pluvial y mitigar los efectos de mareas y temporales, a la vez que generan hábitats para flora y fauna locales. La estrategia, desarrollada junto a BIG Landscape, convierte la infraestructura climática en parte esencial de la experiencia arquitectónica.

Comparada con otros proyectos contemporáneos, la propuesta para la Ópera Estatal de Hamburgo se distingue por su integración paisajística, sobre todo. Mientras la icónica Filarmónica del Elba –diseñada por Herzog & de Meuron en la misma ciudad– se erige como icono vertical sobre el puerto, el futuro edificio de BIG adoptará una postura horizontal, disfrazada de un parque en niveles. Frente a modelos más monumentales como la Ópera de Oslo de Snøhetta o la Casa da Música de OMA en Oporto, este proyecto pretende un carácter democrático: la cubierta será parte de la ciudad, no sólo del edificio, y la accesibilidad sustituirá la noción tradicional de la ópera como espacio cerrado.

El plan entra ahora en una fase de desarrollo técnico de dos años, durante la cual se precisarán costos, ingeniería y operación. La Fundación Kühne impulsa y financia gran parte de la iniciativa, mientras que la ciudad de Hamburgo asumirá elementos vinculados al emplazamiento, como la infraestructura contra inundaciones. De concretarse, el proyecto no solo buscará redefinir la presencia de la ópera en la ciudad, sino también la relación entre público, paisaje y arquitectura en los grandes espacios culturales de Europa.

Bjarke Ingels

Representación digital del interior de la Ópera Estatal de Hamburgo, realizada por Yanis Amasri para BIG

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