La figura de Benito Mussolini ha fascinado a un amplio espectro de creadores, lo mismo en su campo político que en el opuesto, acaso por el inquietante detalle de que el fundador del fascismo italiano comenzó su trayectoria pública como socialista. Terminó colgado de los pies en la Plaza Loreto de Milán el 29 de abril de 1945, tras ser fusilado junto a su amante Clara Petacci y otros connotados criminales. Desde su ejecución, tras haber encaminado a Italia al desastre, el Duce se ha convertido en un fantasma incómodo, cada vez menos espectral, al punto de ser reconocible en la gestualidad cretina de políticos contemporáneos que prometen el regreso de supuestas grandezas pasadas. En una escena de Mussolini: hijo del siglo, el actor Luca Marinelli mira a la cámara y escupe, en inglés, Make Italy Great Again. De MIGA a MAGA, un suspiro.
Como la de los cineastas británicos más interesantes de las últimas décadas, la filmografía de Joe Wright –que nació ya madura, con Orgullo y prejuicio, hace dos décadas– ha profundizado su tendencia a la teatralidad. De los emocionantes movimientos de cámara que animan sus primeros trabajos –con el plano secuencia de Expiación (2007), esos cinco minutos deslumbrantes en la playa de Dunkerque, como momento cumbre– ha llegado a un formalismo marcadamente antirrealista a partir de su Anna Karenina (2012). En la miniserie Mussolini: hijo del siglo (2025), Wright ha elevado la puesta, radicalizando la teatralidad hasta el paroxismo operístico, haciendo de su retrato de los inicios del Duce una suerte de musical secreto, como lo fue La naranja mecánica (1971) para Kubrick.
Los ocho capítulos de la serie, disponibles en MUBI, se centran en un período específico de la vida de Mussolini, de 1919 a 1925, es decir, de la fundación de los Fasces Italianos de Combate al discurso al Parlamento con el que inició la dictadura que duraría dos décadas, pasando por el asesinato del diputado socialista Giacomo Matteotti a mediados de 1924. Con un gran Marinelli a cargo del personaje, Joe Wright ensambla escenas que, paralelamente, revelan el olfato político del Duce y desmenuzan el frangollo ideológico fascista, donde conviven el nacionalismo vitalista de D’Annunzio, la fuga hacia adelante futurista y la más pura sed de dominio a través de un corporativismo sin fisuras, todo ello unido con el pegamento de la violencia. La cuestión, entonces, es la pertinencia de un relato semejante, a un siglo de los acontecimientos históricos. Uno podría recurrir a Pasolini para pensar el fascismo inherente a la homogeneización de la sociedad de consumo, pero la intervención de Wright apunta en otras direcciones.
Fotograma de Mussolini: hijo del siglo (2025), de Joe Wright
Mussolini: hijo del siglo es fundamentalmente una obra de cámara. Las ciudades italianas adquieren rasgos fantasmales, son el fondo del decorado, mientras que la mayor parte de la trama ocurre en interiores, con el Duce dirigiéndose al espectador permanentemente. Esta ruptura de la cuarta pared –que en el arte serial tiene un antecedente claro en la primera temporada de House of Cards (Beau Willimon, 2013)– es engañosa. Mussolini no busca interlocución, su discurso no tiene más destinatario que él mismo, morador de una cámara de eco donde resuenan el oportunismo, el resentimiento y el delirio. Aquí el megafilme, con una mezcla de recursos que van de la dramaturgia clásica al montaje frenético de las vanguardias, termina componiendo un retrato que permite identificar el vínculo indisoluble entre narcisismo y fascismo. La grandeza a la que aspira Mussolini está siempre más allá, en un destino inalcanzable, pero ese objeto de deseo brinda el combustible que mantendrá viva la maquinaria fascista, hasta que –en un fuera de campo que es la Historia propiamente dicha– el cuerpo fofo de Benito encuentre su verdadera medida en el paredón. Lo que el ambivalente Malaparte llamó “técnica de la divinidad artificial” topó un límite infranqueable en la realidad, una vez que llegó a Italia la noticia de que Hitler estaba a horas de sucumbir ante el Ejército Rojo.
Producida por, entre otros, Paolo Sorrentino y Pablo Larraín, Mussolini: hijo del siglo adapta la primera entrega de la biografía en tres partes –se han publicado dos– escrita por Antonio Scurati, uno de los guionistas de la miniserie. Como Steven Soderbergh con Cliff Martinez (The Knick, 2014), Joe Wright hace mancuerna con Tom Rowlands (The Chemical Brothers) para tensar las imágenes con un anacronismo musical: los años veinte del siglo pasado son organizados rítmicamente con electrónica contemporánea, produciendo una efectiva disonancia entre lo que vemos y lo que oímos. La banda sonora de Rowlands aporta algunas de las aristas más siniestras al retrato mussoliniano, y ofrece texturas adecuadas a los oídos entrenados por “Do the Mussolini (Headkick)”, de Cabaret Voltaire, o “Der Mussolini”, de D.A.F. (especialmente el remix de Giorgio Moroder y Denis Naidanow). “March on Rome” es un notable aporte a la insospechada tradición de hacer bailable al Duce.
Tras su potente retrato de Churchill en Las horas más oscuras (2017), Wright vuelve a posar su mirada en la materia histórica. Mussolini: hijo del siglo es uno de los mayores aportes recientes al serial televisivo, una obra de autor que, por si fuera poco, permite pensar el presente político en su descarnada frivolidad. El Gran Imbécil, con su corte de mediocres aduladores, pregunta al espejo, como la reina de Blancanieves. Y obtiene una respuesta: el capital odia a todo el mundo.
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