jueves, 20 de abril de 2017

Yakarta, de RM Tizano

Con Yakarta (Sexto Piso, 2016), su tercer libro y primera novela, Márquez Tizano esquiva diversos lugares comunes de la narrativa nacional, como la prosa transparente, para edificar un espacio singular, El Charco. Un libro de aventuras que logra oponerse a la trama clara, un entorno narrativo que se resiste y se expande «de forma toroide, una especie de hongo nuclear». Como parte del programa del Feria del Libro y la Rosa, de la UNAM, Óscar Benassini (editor de La Tempestad) charlará con Rodrigo Márquez Tizano sobre Yakarta. El viernes 21 de abril, en el Centro Cultural Universitario, a las 5 PM. Márquez Tizano fue elegido como el escritor emergente de 2016, en el Presente de las Artes en México que publica anualmente La Tempestad. A continuación reproducimos un fragmento de Yakarta.
 
 
8.

Cualquiera que haya puesto un pie en un frontón sabe que el verdadero combustible de la afición son los números. Sus implicaciones y rupturas, la posibilidad de encomendarse a un orden compuesto por encuentros inesperados. Miren, larvitas: el frontón como tal no existe más, pero la pelota es inmortal. Nos sobrevive, igual que el bicho. Estuvo antes y estará. También el dinero, desde siempre, es inmortal en su promesa: la sonoridad del dinero y su habla disonante, porque en el largo corredor que mediaba entre grada y enlosado se especulaba a bramidos de pecho entero con cantidades que nunca iban a palparse pero igual retumbaban entre los tres muros y de vuelta, sobre el gentío y la humareda, sobre las papeletas arrugadas y los jaiboles a medio vuelo, porque así se usó desde siempre y también desde entonces el dinero ha sido poco menos que la tercera consecuencia, mal necesario para apremiar el vicio del azar. Al fin y al cabo, sólo sostenido por el misterio de la estocástica es que el asombro por el juego ha mantenido su brillo intacto, porque sin ser la misma cosa ni venir del mismo sitio, ambas fracciones han terminado por depender una de la otra con tal de hacer frente a esta irremediable y cansina voluntad de superación que nos corroe el gaznate. La palabra progreso es de uso común en el charco y su presencia en nuestro lema y escudo no es casualidad. Por igual da vida a puentes y ríos y puertos y hasta mares, que a arengas y discursos atildados, que presta su maña esdrújula al ancestral rito de la inauguración de obras públicas, pues es de hombres con visión certera orientar esa misma certidumbre en el futuro y las bonanzas que supuestamente han de venir con él, nunca en el cochino pasado que siempre por ser pasado —o por haber estado bajo los designios de otra administración, da igual— ya es intratable: colocar la primera piedra mirando al horizonte, cortar el listón como quien separa dos mundos de un filetazo, sacarse la foto rodeado de gaitas tuneadas y doñas en plastipiel que rondará las portadas de los tabloides en sucesivos días sin importar, dato menor y ciertamente omisible, que el cemento aún no cuaje, haya varilla suelta, el equipo de cardiología siga detenido en la frontera, o el ala tal del pabellón aquel se bocete en polines de segunda y bastidores que no conocerán volumen alguno: con estas formalidades, entrañables conciudadanos, y pensando en el bien común que este gesto representa para todos nosotros y las generaciones venideras, queda inaugurado oficialmente el Hospital Progreso o la Avenida Progreso o el Bulevar Progreso o la Unidad Ampliación Progreso. Y lluvia de flashes. Por otro lado, Progreso figura también, y a nadie ha de extrañarle, como uno de los nombres propios más explotados en el Registro Civil. Luego de Juanes, acá hay más Progresos que otra cosa. Esta en verdad es la tierra de la pelota y sus desdichas. No lo digo yo: basta con preguntarle a cualquier Juan Progreso, digamos Pérez de apellido, al primero que la calle nos regale, para comprobarlo. Dirá: antes se juega que se come. En otros tiempos, aun terciando bicho, hambruna o plagas, no había fin de semana en que los trinquetes de la costa, desde Las Huertas hasta San Martín Jagua, dejaran de colgar el cartel de entradas agotadas. Las grandes ciudades contaban con un elenco fijo, adobado por la pléyade de vakapitaris extranjeros en gira y cuyo brillo componía la mayor parte de los carteles. En el interior la mecánica era otra: cuando el partido ameritaba, ya por la calidad de los jugadores o porque el ardor vecinal así lo exigía, pueblos enteros se movilizaban en peseros rentados para la ocasión o bien en caravanas que desfilaban por carreteras terciarias y fangales a medio enguijarrar: así escoltaban a la gloria local hasta el frontón que albergara el duelo, sin importar la distancia o el gasto. Se trataba, dicen, de un asunto de identidad. A día de hoy la identidad es lo último que un vakapizale atiende. O la atiende y la juega, en traviesa doble. Es mejor así. No queda más que alinearse con los números. A pesar de todo, sobreviven todavía algunas canchas ilegales, perdidas en localidades tirando al golfo, terrenitos ajenos a las medidas oficiales de la liga en cuyos frontis resquebrajados por los años y el descuido se corren aún apuestas insignificantes, punto simple apenas, morralla que pasa de mano en mano como cualquier cosa con el único propósito de no olvidar el principio. Algo está claro, hay un principio: tarde o temprano, todos terminan por perder. Es la curva del juego. Una línea oval. Y eso no lo compone ni el progreso. Quien diga que juega para ganar sólo alimenta la naturaleza de la pérdida.

 



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