viernes, 20 de junio de 2025

El imperativo del optimismo

Algunos de los acontecimientos más felices suceden de forma silenciosa (lo que los hace más afortunados), como el olvido de las TED Talks. Tal vez la desaparición inició en los años de la pandemia, aunque no es un tipo de fenómeno con marcador temporal claro. Lo que puede saberse con más certeza son las razones del alivio que nos dio su gradual olvido. Una de varias: la colección de engaños que se apilaban en su publicidad y en su formato. En un documento de la plataforma, fértil en humor involuntario, se detallan los criterios que deben guiar las charlas. Uno de los centrales es que el o la oradora debe utilizar su presentación para plantear una idea. En ninguna sección del documento se define lo que se entiende por una “idea”, aunque se da a entender en varios puntos que se trata de una propuesta de la que se debe convencer al público.

En A Natural History of Empty Lots (Timber Press, 2024), de Christopher Brown, puede verse lo hondo que ha calado el esquema de venta de “ideas”. El libro, básicamente una charla TED con cientos de páginas de extensión, se presenta como una mezcla aventurada de géneros, análoga al tema que aborda: la historia de los espacios limítrofes entre la ciudad y las zonas de vegetación salvaje. Pero, en contradicción con los atractivos premisa y subtítulo (Field Notes from Urban Edgelands, Back Alleys, and Other Wild Places), además de lo sugerido por una portada de diseño astuto y evocador (todas ellas trampas en las que caí al decidirme a leerlo), el libro emplea hasta el absurdo un recurso sugerido en el documento de TED: la alusión a la historia individual de quien imparte la charla (supuestamente para facilitar la “identificación” por parte del público, un eufemismo de la persuasión ejercida por el vendedor). La “historia de vida” que vende es la forma en que se interesó por esta materia y la llevó a la práctica en su casa, una construcción vanguardista con un jardín salvaje en la azotea y el perímetro. En vez de algo remotamente parecido a la historia natural o a un ejercicio cartográfico nos quedamos con una historia personal de redención y el estudio de caso de un domicilio en Austin.

El protagonismo de las experiencias individuales en la argumentación se ajusta muy bien, tanto en el caso del libro como en el de las charlas TED, al tono y la forma de la vertiente del ensayo autobiográfico que desde hace unos años se extiende como plaga (desafortunadamente, también en nuestras geografías): ese subgénero que quiere hacer pasar cualquier aprendizaje del autor como revelación espiritual, su sufrimiento como un microcosmos de los problemas sociales y sus supuestos esclarecimientos morales como un acontecimiento que, por sí mismo, implica un paso en el camino hacia la salvación colectiva (un subgénero que encuentra sentido en la cosmovisión evangélica norteamericana). Y se vuelve cada vez más frecuente que se utilice el ensayo autobiográfico (aquí lo ensayístico es un decir) para desplegar el yo, con el lejano y pálido telón de fondo de los hechos. Como apuntaba Renata Adler en 1969, en referencia a la deriva de lo que alguna vez se llamó nuevo periodismo hacia una ola de falsos reportajes que servían como excusa para el narcisismo: “los hechos se disolvieron. El autor era todo. Es difícil definir qué es un hecho, pero empezábamos a encontrarnos, en lo que parecían contextos respetables, con una nueva variante de prensa amarillista”. 56 años más tarde, parece que esa forma de sensacionalismo es el molde para los productos literarios más rentables.

Christopher Brown

Abandonándose a la comodidad de estos esquemas lucrativos, Christopher Brown deja pasar la oportunidad de utilizar la narración en primera persona como quienes debían haber sido sus antecedentes, los naturalistas del siglo XIX y primera mitad del XX. (Como un diario de campo, por ejemplo.) Y en vez de intentar un replanteamiento profundo de la vida urbana, nunca va más allá de los alcances de su “idea”: que debemos apreciar y alimentar la presencia de la flora endémica en los entornos urbanos. Algo que, para presentarse como una idea, tiene poco de novedoso: cualquier persona medianamente razonable estaría de acuerdo con ella antes de leer el libro. Si alguien necesita ese proselitismo son los dueños y operadores de las inmobiliarias que tienen actualmente el control de los proyectos urbanísticos en los que transcurre la vida cotidiana de millones de personas, pero es casi seguro que no tienen la disposición de sensibilizarse ante ella ni de darse el tiempo de leer las páginas de Brown.

Otro de los criterios inamovibles de las charlas TED era que el final debía hacerse en un tono “positivo”. Aunque en el documento se intentaba enmascarar este punto con una evocación de la eficiencia, más adelante se indicaba: “busca un punto clave en tu conclusión que transmita positividad en cuanto a ti y las posibilidades de éxito de tu idea”. Bajo casi cualquier consenso tendría que considerarse un contrasentido pretender que pueden imponerse, en personas o grupos, el entusiasmo y la confianza en la eventual resolución favorable de todos los acontecimientos. Pero vivimos en un régimen ideológico que funciona, en gran parte, bajo esa premisa errónea. El optimismo, por descontado, no es en sí mismo un problema (podría alegarse convincentemente que es lo contrario, de hecho), como sí lo es su obligatoriedad. Y puede que en esta versión suya haya un rasgo aún más perjudicial: la confianza que desea inspirar no está basada en una decisión tomada a partir del conocimiento, sino en la ignorancia deliberada. Es una infantilización que se ejecuta bajo consigna.

El optimismo, por descontado, no es en sí mismo un problema (podría alegarse convincentemente que es lo contrario, de hecho), como sí lo es su obligatoriedad. Y puede que en esta versión suya haya un rasgo que sea aún más perjudicial.

En A Natural History of Empty Lots Brown hace un recorrido por argumentos, posturas, evidencias y experiencias personales de muy variada índole, al punto de que llegan a contradecirse entre sí, pero que están unidos por una inquebrantable voluntad de considerar el asunto que aborda desde una perspectiva infantil caricaturizada: una curiosidad histriónica, ignorancia selectiva y (fundada en esto último) una esperanza empecinada. En algún punto habla de que “descubrió” la relación de dominio que entabla la racionalidad industrial con la naturaleza. Lo que podría encontrarse al hojear cualquier libro de historia o teoría social es presentado como una revelación o un resultado clave de su investigación. Buena parte de sus líneas está dedicada a hacer llamados a la acción individual, desde dejar que crezca un pequeño jardín salvaje en la casa o regar plantas endémicas que puedan encontrarse por azar en los camellones, hasta el mero “desarrollo de la conciencia”. Luego, en uno de los pasajes culminantes del libro, decide que podría dejarse el asunto en otras manos: “Que la naturaleza ha comenzado a descifrar cómo romper los complejos sistemas económicos que subyacen a nuestro régimen de propiedad puede que sea la señal más promisoria de los cambios por venir. Ojalá que no sea demasiado tarde”.

La carencia argumental más obvia es su incapacidad o falta de interés en señalar directamente el papel de la economía de mercado en la devastación de los ecosistemas terrestres. Una de las pocas críticas frontales al capitalismo se refiere a las dificultades crediticias que se imponen a quienes compran su primera casa, más que a la voracidad del uso de suelo. Fuera de eso, Brown emplea a conciencia sus reservas inagotables de optimismo pueril en imaginar (mejor dicho, esperar fervientemente, porque no se trata de un ejercicio de imaginación en sentido estricto) que algún día puedan conciliarse los intereses de las inmobiliarias con la conservación de la flora silvestre. En algún punto manifiesta su esperanza en que las “perspectivas divergentes” de las poblaciones americanas originarias (su aprendizaje milenario de la relación con el entorno natural en términos de reciprocidad) y de los agentes inmobiliarios pudieran llegar a encontrarse en sintonía, “de la misma forma que en [su] casa se reconciliaron los desechos industriales con el balance ecológico”.

Lo que podría pasar por un estado de curiosidad y apertura hacia lo nuevo, propio de la mejor versión de una mirada infantil, se mueve rápidamente hacia el lado problemático de ésta cuando habla desde una conciencia prepolítica. En una sección donde habla de activistas que desarrollan proyectos de ambientalismo en la zona de Austin, intenta hacer pasar por un rasgo idílico el hecho de que haya diversidad ideológica entre ellos, algo que ilustra con el ejemplo de un ex agente de la CIA, amigo suyo, que tiene un apiario (algo que quiere hacer pasar como un contraste chusco o entrañable). Varios de los problemas a los que se enfrenta, a la manera de un cruzado, se enuncian desde las manifestaciones más externas, como si fuera incapaz de analizar las causas y los vínculos profundos entre ellos: la urbanización, el protagonismo del automóvil y la infraestructura en la que se sustenta, la gentrificación, la mala selección de especies para los espacios verdes en el interior de la ciudad. En cierto punto discute el encarecimiento de la zona que habita, limítrofe con el campo, a las afueras de una zona industrial. En su examen se asume parte de una avanzada de pioneros contemporáneos (artistas y activistas de clase media, sobre todo) sobre quienes, dice, recae la responsabilidad por el aumento del costo del suelo y de la vivienda.

Christopher Brown toma como referencia a James C. Scott, uno de los antropólogos más influyentes en el establecimiento de la noción que opuso las sociedades agrarias a las urbanas, y a éstas últimas como una forma más desarrollada de las primeras.

La forma más sofisticada en que Brown entiende la relación entre lo específico y lo global, en el asunto de la mancha urbana y su voracidad, es el dualismo naturaleza versus civilización. En un momento de algo que podría pasar por lucidez, dice: “En un mundo gobernado por la razón humana, tenemos una abundancia de utilidades y una pobreza de significado”. La sentencia podría haber sido certera si la hubiera remitido a una crítica hacia la racionalidad capitalista. Pero, para él, la raíz del problema es algo llamado “naturaleza humana”, extensible a todas las sociedades. Este sesgo atraviesa todo el libro y en eso está emparentado con una amplia genealogía de autores que apuestan por una visión suprahistórica, en la que se examina el colapso ambiental, retrospectivamente, como obra colectiva de la actividad de la especie humana (un conjunto homogéneo), y no a partir de hechos, mecanismos y sistemas identificables sólo en la última porción de los cientos de miles de años de la historia de la especie.

Christopher Brown toma como referencia a James C. Scott, uno de los antropólogos más influyentes en el establecimiento de la noción que opuso las sociedades agrarias a las urbanas, y a éstas últimas como una forma más desarrollada de las primeras. Esta idea ha sido adoptada en una variedad de ámbitos tan amplia que pocas veces se considera necesario analizarla: desde artículos académicos hasta conversaciones de banqueta asumen este decurso como natural, un factor inevitable de la vida colectiva. De acuerdo con esto, los pueblos arcaicos estaban integrados por cazadores-recolectores, agrupados en tribus o clanes de pocas decenas de individuos, que luego se aglutinaron para crear sociedades organizadas, más numerosas y con jerarquías más intrincadas. Esta direccionalidad se toma al nivel de una ley de la física. Scott, en su libro Contra el estado. Una historia de las civilizaciones del Próximo Oriente antiguo (2017), habla de la “revolución agrícola”, un término que se ha vuelto tan ubicuo que no parece siquiera parte de un postulado, sino de un hecho, como la rotación de la Tierra o la circulación sanguínea. Esa revolución se toma como el punto de giro a partir del cual los grupos humanos se establecieron en un territorio fijo, se multiplicaron y crearon, eventualmente, las sociedades complejas. También se asume que es el momento en que se estableció la propiedad privada como principio rector de estas sociedades, su estratificación y sus modos de producción que derivaron en otra inevitabilidad, más tardía: la industrialización.

La visión de Scott (dominante, por si hiciera falta reiterarlo) concibe la anarquía como una formación política que es históricamente más simple y primitiva, frente al capitalismo industrial obviamente más desarrollado. Hoy pueden encontrarse, en cualquier mesa de novedades y botaderos de saldos, varios libros escritos sobre esa premisa, que no tuvo su primer ni último representante en Scott. Ésta se repite en autores que, en una primera impresión, parecerían ideológicamente incompatibles con él, como Jared Diamond o Yuval Noah Harari. Y en otros que, más afines en lo político, se hacen de un mayor rigor analítico (aunque no necesariamente respaldado en la evidencia) como Timothy Morton y su Ecología oscura (2016). Fuera de las concepciones pragmáticas y tecnooptimistas de Diamond, para casi todo este grupo de autores la solución, tácita o explícita, del colapso ambiental al que nos encamina la actual civilización industrializada sería el desmantelamiento de la misma y lo que ella conlleva: el desarrollo tecnológico, la economía basada en el dinero, las formaciones políticas jerarquizadas, la alfabetización, el arte, la producción cultural tal como la conocemos. Todo en un mismo paquete. La única alternativa, siguiendo el planteamiento, sería asumir el costo, transitar el colapso y dejar que la pequeña parte de la humanidad sobreviviente (más brillante, mejor adaptada) encuentre una forma nueva de organizarse que implique un estadio superior (más desarrollado) al de la civilización que conocemos, uno que implique una posibilidad de existencia colectiva que sea sustentable.

Esta lectura teleológica de la historia de las distintas sociedades ha sido minuciosa y brillantemente refutada por David Graeber y David Wrengrow en el vasto El amanecer de todo (2021). Con respaldo en evidencia paleoantropológica y en investigaciones que duraron décadas, los autores retratan una historia reciente (en términos geológicos) de la especie que es muy distinta; una en la que, a lo largo de milenios, conviven sociedades nómadas con sedentarias, estratificadas con igualitarias, agrarias con recolectoras, sin jerarquías de complejidad o desarrollo. Incluso una en la que algunas etnias se vuelven, recursivamente, anárquicas y cazadoras, luego de experimentar con formaciones protoestatales y agrarias. Lo que hoy es la forma dominante de estructura socioeconómica, que parece invencible y la culminación de la historia de la especie, ocupa una porción muy pequeña de ésta y surgió de circunstancias específicas que pueden modificarse de un momento a otro. Al contrario de las leyes de la termodinámica, dicen, las sociedades no siguen una línea de tiempo fija, a lo largo de un formato preestablecido.

La única alternativa, siguiendo el planteamiento, sería asumir el costo, transitar el colapso y dejar que la pequeña parte de la humanidad sobreviviente (más brillante, mejor adaptada) encuentre una forma nueva de organizarse que implique un estadio superior (más desarrollado) al de la civilización que conocemos.

Hay una veta teórica que hace parecer el pesimismo, la certeza de la imposibilidad de esta transformación, como la única postura racional. El multicitado (y no siempre bien leído) Realismo capitalista (2009), de Mark Fisher, la órbita en la que se originó –Fredric Jameson, Nick Land (aunque este último vea la inevitabilidad del capitalismo como un hecho feliz)– y autores a los que, acertadamente o no, se relacionan con ella (Eugene Thacker), conciben el sistema-mundo actual como una forma destructiva e inevitable, que terminará por agotarse a sí misma antes de que algo o alguien se le oponga, una posibilidad que a estas alturas consideran nula. Estos autores, en una curiosa coincidencia, escriben desde el corazón de sociedades y Estados cuya existencia sólo ha sido posible a partir del desarrollo del capitalismo industrial y son inconcebibles fuera de él. La dicotomía pesimismo-inteligencia versus optimismo-estupidez tiene, muy probablemente, un sesgo geográfico e histórico.

Al contrario, en varios territorios que están y han estado bajo el dominio de los imperios surgidos del capitalismo hemos visto la emergencia de alternativas (no sólo teóricas o ficcionales) a este sistema-mundo, varias de ellas en territorio mexicano. No está de más nombrar (aunque seguramente esté en la mente de cualquiera que lee) al zapatismo. Están, también, los municipios autónomos de pueblos originarios, como los purépechas y nahuas. Son numerosos los movimientos y activistas que defienden el territorio del despojo y la extracción, luchas que con demasiada frecuencia se llegan a pagar con la vida (lo que les coloca en un ámbito enteramente distinto al de los acondicionamientos inmobiliarios de Christopher Brown). Estas formas de resistencia (las que se llevan a cabo pero también las que sólo se postulan) ejemplifican aquello de lo que hablaban Graeber y Wrengrow: las fracturas y posibilidades de mutación en lo que desde otro punto de vista se considera inamovible.

Puede discutirse si esas formas de organización y las fuerzas en que se fundan pertenecen al ámbito del optimismo, pero para ejercerlas, claramente, hace falta un mínimo de confianza en las posibilidades de mejora, aun si esta confianza está mediada por la rabia ante la opresión histórica y el escepticismo de las herramientas críticas que se utilizan para comprender esta opresión. Y la meta hacia la que orientan su mirada no es una transformación social con la profundidad de una fashion emergency, sino el desmantelamiento del orden económico vigente y la invención de un mundo multipolar (o sin polos en absoluto), sin organismos financieros internacionales que dicten una forma retorcida del bien común en todos los lugares del globo. Tal vez deberíamos recurrir a categorías distintas para referirnos a este optimismo crítico y la fe solipsista en el sí mismo y en una transformación milagrosamente selectiva, a la manera de Christopher Brown y su falsa historia natural de los lotes baldíos. En demasiados momentos el libro trae a la mente aquella frase atribuida a Chico Mendes, retomada y popularizada por colectivas opuestas a la forma clasemediera del ambientalismo y al greenwashing: “ecología sin lucha de clases no es más que jardinería”.

El optimismo crítico no da para buenas charlas TED. Es poco sexy y no es muy eficaz a la hora de hacer que el público abra la cartera. Pero al menos es auténtico. No exige, a la manera de la ficción escapista, la “suspensión del escepticismo” ni inunda la vida interior de sus prosélitos con delirios. Tampoco exige una inversión constante de energía para fingir un entusiasmo contagioso. Sólo requiere dar dos pasos atrás o al costado, mirar con atención, pensar un poco. También requiere un mínimo de lucidez, un recurso cada vez más escaso en el entorno del optimismo obligatorio. No es mucho y, a cambio, entrega un descanso del autoengaño y la farsa, además de relajar los músculos faciales, sin el mandato de la sonrisa permanente.

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El imperativo del optimismo

Algunos de los acontecimientos más felices suceden de forma silenciosa (lo que los hace más afortunados), como el olvido de las TED Talks. Tal vez la desaparición inició en los años de la pandemia, aunque no es un tipo de fenómeno con marcador temporal claro. Lo que puede saberse con más certeza son las razones del alivio que nos dio su gradual olvido. Una de varias: la colección de engaños que se apilaban en su publicidad y en su formato. En un documento de la plataforma, fértil en humor involuntario, se detallan los criterios que deben guiar las charlas. Uno de los centrales es que el o la oradora debe utilizar su presentación para plantear una idea. En ninguna sección del documento se define lo que se entiende por una “idea”, aunque se da a entender en varios puntos que se trata de una propuesta de la que se debe convencer al público.

En A Natural History of Empty Lots (Timber Press, 2024), de Christopher Brown, puede verse lo hondo que ha calado el esquema de venta de “ideas”. El libro, básicamente una charla TED con cientos de páginas de extensión, se presenta como una mezcla aventurada de géneros, análoga al tema que aborda: la historia de los espacios limítrofes entre la ciudad y las zonas de vegetación salvaje. Pero, en contradicción con los atractivos premisa y subtítulo (Field Notes from Urban Edgelands, Back Alleys, and Other Wild Places), además de lo sugerido por una portada de diseño astuto y evocador (todas ellas trampas en las que caí al decidirme a leerlo), el libro emplea hasta el absurdo un recurso sugerido en el documento de TED: la alusión a la historia individual de quien imparte la charla (supuestamente para facilitar la “identificación” por parte del público, un eufemismo de la persuasión ejercida por el vendedor). La “historia de vida” que vende es la forma en que se interesó por esta materia y la llevó a la práctica en su casa, una construcción vanguardista con un jardín salvaje en la azotea y el perímetro. En vez de algo remotamente parecido a la historia natural o a un ejercicio cartográfico nos quedamos con una historia personal de redención y el estudio de caso de un domicilio en Austin.

El protagonismo de las experiencias individuales en la argumentación se ajusta muy bien, tanto en el caso del libro como en el de las charlas TED, al tono y la forma de la vertiente del ensayo autobiográfico que desde hace unos años se extiende como plaga (desafortunadamente, también en nuestras geografías): ese subgénero que quiere hacer pasar cualquier aprendizaje del autor como revelación espiritual, su sufrimiento como un microcosmos de los problemas sociales y sus supuestos esclarecimientos morales como un acontecimiento que, por sí mismo, implica un paso en el camino hacia la salvación colectiva (un subgénero que encuentra sentido en la cosmovisión evangélica norteamericana). Y se vuelve cada vez más frecuente que se utilice el ensayo autobiográfico (aquí lo ensayístico es un decir) para desplegar el yo, con el lejano y pálido telón de fondo de los hechos. Como apuntaba Renata Adler en 1969, en referencia a la deriva de lo que alguna vez se llamó nuevo periodismo hacia una ola de falsos reportajes que servían como excusa para el narcisismo: “los hechos se disolvieron. El autor era todo. Es difícil definir qué es un hecho, pero empezábamos a encontrarnos, en lo que parecían contextos respetables, con una nueva variante de prensa amarillista”. 56 años más tarde, parece que esa forma de sensacionalismo es el molde para los productos literarios más rentables.

Christopher Brown

Abandonándose a la comodidad de estos esquemas lucrativos, Christopher Brown deja pasar la oportunidad de utilizar la narración en primera persona como quienes debían haber sido sus antecedentes, los naturalistas del siglo XIX y primera mitad del XX. (Como un diario de campo, por ejemplo.) Y en vez de intentar un replanteamiento profundo de la vida urbana, nunca va más allá de los alcances de su “idea”: que debemos apreciar y alimentar la presencia de la flora endémica en los entornos urbanos. Algo que, para presentarse como una idea, tiene poco de novedoso: cualquier persona medianamente razonable estaría de acuerdo con ella antes de leer el libro. Si alguien necesita ese proselitismo son los dueños y operadores de las inmobiliarias que tienen actualmente el control de los proyectos urbanísticos en los que transcurre la vida cotidiana de millones de personas, pero es casi seguro que no tienen la disposición de sensibilizarse ante ella ni de darse el tiempo de leer las páginas de Brown.

Otro de los criterios inamovibles de las charlas TED era que el final debía hacerse en un tono “positivo”. Aunque en el documento se intentaba enmascarar este punto con una evocación de la eficiencia, más adelante se indicaba: “busca un punto clave en tu conclusión que transmita positividad en cuanto a ti y las posibilidades de éxito de tu idea”. Bajo casi cualquier consenso tendría que considerarse un contrasentido pretender que pueden imponerse, en personas o grupos, el entusiasmo y la confianza en la eventual resolución favorable de todos los acontecimientos. Pero vivimos en un régimen ideológico que funciona, en gran parte, bajo esa premisa errónea. El optimismo, por descontado, no es en sí mismo un problema (podría alegarse convincentemente que es lo contrario, de hecho), como sí lo es su obligatoriedad. Y puede que en esta versión suya haya un rasgo aún más perjudicial: la confianza que desea inspirar no está basada en una decisión tomada a partir del conocimiento, sino en la ignorancia deliberada. Es una infantilización que se ejecuta bajo consigna.

El optimismo, por descontado, no es en sí mismo un problema (podría alegarse convincentemente que es lo contrario, de hecho), como sí lo es su obligatoriedad. Y puede que en esta versión suya haya un rasgo que sea aún más perjudicial.

En A Natural History of Empty Lots Brown hace un recorrido por argumentos, posturas, evidencias y experiencias personales de muy variada índole, al punto de que llegan a contradecirse entre sí, pero que están unidos por una inquebrantable voluntad de considerar el asunto que aborda desde una perspectiva infantil caricaturizada: una curiosidad histriónica, ignorancia selectiva y (fundada en esto último) una esperanza empecinada. En algún punto habla de que “descubrió” la relación de dominio que entabla la racionalidad industrial con la naturaleza. Lo que podría encontrarse al hojear cualquier libro de historia o teoría social es presentado como una revelación o un resultado clave de su investigación. Buena parte de sus líneas está dedicada a hacer llamados a la acción individual, desde dejar que crezca un pequeño jardín salvaje en la casa o regar plantas endémicas que puedan encontrarse por azar en los camellones, hasta el mero “desarrollo de la conciencia”. Luego, en uno de los pasajes culminantes del libro, decide que podría dejarse el asunto en otras manos: “Que la naturaleza ha comenzado a descifrar cómo romper los complejos sistemas económicos que subyacen a nuestro régimen de propiedad puede que sea la señal más promisoria de los cambios por venir. Ojalá que no sea demasiado tarde”.

La carencia argumental más obvia es su incapacidad o falta de interés en señalar directamente el papel de la economía de mercado en la devastación de los ecosistemas terrestres. Una de las pocas críticas frontales al capitalismo se refiere a las dificultades crediticias que se imponen a quienes compran su primera casa, más que a la voracidad del uso de suelo. Fuera de eso, Brown emplea a conciencia sus reservas inagotables de optimismo pueril en imaginar (mejor dicho, esperar fervientemente, porque no se trata de un ejercicio de imaginación en sentido estricto) que algún día puedan conciliarse los intereses de las inmobiliarias con la conservación de la flora silvestre. En algún punto manifiesta su esperanza en que las “perspectivas divergentes” de las poblaciones americanas originarias (su aprendizaje milenario de la relación con el entorno natural en términos de reciprocidad) y de los agentes inmobiliarios pudieran llegar a encontrarse en sintonía, “de la misma forma que en [su] casa se reconciliaron los desechos industriales con el balance ecológico”.

Lo que podría pasar por un estado de curiosidad y apertura hacia lo nuevo, propio de la mejor versión de una mirada infantil, se mueve rápidamente hacia el lado problemático de ésta cuando habla desde una conciencia prepolítica. En una sección donde habla de activistas que desarrollan proyectos de ambientalismo en la zona de Austin, intenta hacer pasar por un rasgo idílico el hecho de que haya diversidad ideológica entre ellos, algo que ilustra con el ejemplo de un ex agente de la CIA, amigo suyo, que tiene un apiario (algo que quiere hacer pasar como un contraste chusco o entrañable). Varios de los problemas a los que se enfrenta, a la manera de un cruzado, se enuncian desde las manifestaciones más externas, como si fuera incapaz de analizar las causas y los vínculos profundos entre ellos: la urbanización, el protagonismo del automóvil y la infraestructura en la que se sustenta, la gentrificación, la mala selección de especies para los espacios verdes en el interior de la ciudad. En cierto punto discute el encarecimiento de la zona que habita, limítrofe con el campo, a las afueras de una zona industrial. En su examen se asume parte de una avanzada de pioneros contemporáneos (artistas y activistas de clase media, sobre todo) sobre quienes, dice, recae la responsabilidad por el aumento del costo del suelo y de la vivienda.

Christopher Brown toma como referencia a James C. Scott, uno de los antropólogos más influyentes en el establecimiento de la noción que opuso las sociedades agrarias a las urbanas, y a éstas últimas como una forma más desarrollada de las primeras.

La forma más sofisticada en que Brown entiende la relación entre lo específico y lo global, en el asunto de la mancha urbana y su voracidad, es el dualismo naturaleza versus civilización. En un momento de algo que podría pasar por lucidez, dice: “En un mundo gobernado por la razón humana, tenemos una abundancia de utilidades y una pobreza de significado”. La sentencia podría haber sido certera si la hubiera remitido a una crítica hacia la racionalidad capitalista. Pero, para él, la raíz del problema es algo llamado “naturaleza humana”, extensible a todas las sociedades. Este sesgo atraviesa todo el libro y en eso está emparentado con una amplia genealogía de autores que apuestan por una visión suprahistórica, en la que se examina el colapso ambiental, retrospectivamente, como obra colectiva de la actividad de la especie humana (un conjunto homogéneo), y no a partir de hechos, mecanismos y sistemas identificables sólo en la última porción de los cientos de miles de años de la historia de la especie.

Christopher Brown toma como referencia a James C. Scott, uno de los antropólogos más influyentes en el establecimiento de la noción que opuso las sociedades agrarias a las urbanas, y a éstas últimas como una forma más desarrollada de las primeras. Esta idea ha sido adoptada en una variedad de ámbitos tan amplia que pocas veces se considera necesario analizarla: desde artículos académicos hasta conversaciones de banqueta asumen este decurso como natural, un factor inevitable de la vida colectiva. De acuerdo con esto, los pueblos arcaicos estaban integrados por cazadores-recolectores, agrupados en tribus o clanes de pocas decenas de individuos, que luego se aglutinaron para crear sociedades organizadas, más numerosas y con jerarquías más intrincadas. Esta direccionalidad se toma al nivel de una ley de la física. Scott, en su libro Contra el estado. Una historia de las civilizaciones del Próximo Oriente antiguo (2017), habla de la “revolución agrícola”, un término que se ha vuelto tan ubicuo que no parece siquiera parte de un postulado, sino de un hecho, como la rotación de la Tierra o la circulación sanguínea. Esa revolución se toma como el punto de giro a partir del cual los grupos humanos se establecieron en un territorio fijo, se multiplicaron y crearon, eventualmente, las sociedades complejas. También se asume que es el momento en que se estableció la propiedad privada como principio rector de estas sociedades, su estratificación y sus modos de producción que derivaron en otra inevitabilidad, más tardía: la industrialización.

La visión de Scott (dominante, por si hiciera falta reiterarlo) concibe la anarquía como una formación política que es históricamente más simple y primitiva, frente al capitalismo industrial obviamente más desarrollado. Hoy pueden encontrarse, en cualquier mesa de novedades y botaderos de saldos, varios libros escritos sobre esa premisa, que no tuvo su primer ni último representante en Scott. Ésta se repite en autores que, en una primera impresión, parecerían ideológicamente incompatibles con él, como Jared Diamond o Yuval Noah Harari. Y en otros que, más afines en lo político, se hacen de un mayor rigor analítico (aunque no necesariamente respaldado en la evidencia) como Timothy Morton y su Ecología oscura (2016). Fuera de las concepciones pragmáticas y tecnooptimistas de Diamond, para casi todo este grupo de autores la solución, tácita o explícita, del colapso ambiental al que nos encamina la actual civilización industrializada sería el desmantelamiento de la misma y lo que ella conlleva: el desarrollo tecnológico, la economía basada en el dinero, las formaciones políticas jerarquizadas, la alfabetización, el arte, la producción cultural tal como la conocemos. Todo en un mismo paquete. La única alternativa, siguiendo el planteamiento, sería asumir el costo, transitar el colapso y dejar que la pequeña parte de la humanidad sobreviviente (más brillante, mejor adaptada) encuentre una forma nueva de organizarse que implique un estadio superior (más desarrollado) al de la civilización que conocemos, uno que implique una posibilidad de existencia colectiva que sea sustentable.

Esta lectura teleológica de la historia de las distintas sociedades ha sido minuciosa y brillantemente refutada por David Graeber y David Wrengrow en el vasto El amanecer de todo (2021). Con respaldo en evidencia paleoantropológica y en investigaciones que duraron décadas, los autores retratan una historia reciente (en términos geológicos) de la especie que es muy distinta; una en la que, a lo largo de milenios, conviven sociedades nómadas con sedentarias, estratificadas con igualitarias, agrarias con recolectoras, sin jerarquías de complejidad o desarrollo. Incluso una en la que algunas etnias se vuelven, recursivamente, anárquicas y cazadoras, luego de experimentar con formaciones protoestatales y agrarias. Lo que hoy es la forma dominante de estructura socioeconómica, que parece invencible y la culminación de la historia de la especie, ocupa una porción muy pequeña de ésta y surgió de circunstancias específicas que pueden modificarse de un momento a otro. Al contrario de las leyes de la termodinámica, dicen, las sociedades no siguen una línea de tiempo fija, a lo largo de un formato preestablecido.

La única alternativa, siguiendo el planteamiento, sería asumir el costo, transitar el colapso y dejar que la pequeña parte de la humanidad sobreviviente (más brillante, mejor adaptada) encuentre una forma nueva de organizarse que implique un estadio superior (más desarrollado) al de la civilización que conocemos.

Hay una veta teórica que hace parecer el pesimismo, la certeza de la imposibilidad de esta transformación, como la única postura racional. El multicitado (y no siempre bien leído) Realismo capitalista (2009), de Mark Fisher, la órbita en la que se originó –Fredric Jameson, Nick Land (aunque este último vea la inevitabilidad del capitalismo como un hecho feliz)– y autores a los que, acertadamente o no, se relacionan con ella (Eugene Thacker), conciben el sistema-mundo actual como una forma destructiva e inevitable, que terminará por agotarse a sí misma antes de que algo o alguien se le oponga, una posibilidad que a estas alturas consideran nula. Estos autores, en una curiosa coincidencia, escriben desde el corazón de sociedades y Estados cuya existencia sólo ha sido posible a partir del desarrollo del capitalismo industrial y son inconcebibles fuera de él. La dicotomía pesimismo-inteligencia versus optimismo-estupidez tiene, muy probablemente, un sesgo geográfico e histórico.

Al contrario, en varios territorios que están y han estado bajo el dominio de los imperios surgidos del capitalismo hemos visto la emergencia de alternativas (no sólo teóricas o ficcionales) a este sistema-mundo, varias de ellas en territorio mexicano. No está de más nombrar (aunque seguramente esté en la mente de cualquiera que lee) al zapatismo. Están, también, los municipios autónomos de pueblos originarios, como los purépechas y nahuas. Son numerosos los movimientos y activistas que defienden el territorio del despojo y la extracción, luchas que con demasiada frecuencia se llegan a pagar con la vida (lo que les coloca en un ámbito enteramente distinto al de los acondicionamientos inmobiliarios de Christopher Brown). Estas formas de resistencia (las que se llevan a cabo pero también las que sólo se postulan) ejemplifican aquello de lo que hablaban Graeber y Wrengrow: las fracturas y posibilidades de mutación en lo que desde otro punto de vista se considera inamovible.

Puede discutirse si esas formas de organización y las fuerzas en que se fundan pertenecen al ámbito del optimismo, pero para ejercerlas, claramente, hace falta un mínimo de confianza en las posibilidades de mejora, aun si esta confianza está mediada por la rabia ante la opresión histórica y el escepticismo de las herramientas críticas que se utilizan para comprender esta opresión. Y la meta hacia la que orientan su mirada no es una transformación social con la profundidad de una fashion emergency, sino el desmantelamiento del orden económico vigente y la invención de un mundo multipolar (o sin polos en absoluto), sin organismos financieros internacionales que dicten una forma retorcida del bien común en todos los lugares del globo. Tal vez deberíamos recurrir a categorías distintas para referirnos a este optimismo crítico y la fe solipsista en el sí mismo y en una transformación milagrosamente selectiva, a la manera de Christopher Brown y su falsa historia natural de los lotes baldíos. En demasiados momentos el libro trae a la mente aquella frase atribuida a Chico Mendes, retomada y popularizada por colectivas opuestas a la forma clasemediera del ambientalismo y al greenwashing: “ecología sin lucha de clases no es más que jardinería”.

El optimismo crítico no da para buenas charlas TED. Es poco sexy y no es muy eficaz a la hora de hacer que el público abra la cartera. Pero al menos es auténtico. No exige, a la manera de la ficción escapista, la “suspensión del escepticismo” ni inunda la vida interior de sus prosélitos con delirios. Tampoco exige una inversión constante de energía para fingir un entusiasmo contagioso. Sólo requiere dar dos pasos atrás o al costado, mirar con atención, pensar un poco. También requiere un mínimo de lucidez, un recurso cada vez más escaso en el entorno del optimismo obligatorio. No es mucho y, a cambio, entrega un descanso del autoengaño y la farsa, además de relajar los músculos faciales, sin el mandato de la sonrisa permanente.

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jueves, 19 de junio de 2025

Jean Ferry y el regreso del surrealismo

El surrealismo nació como respuesta a un mundo mecanizado que había usado la tecnología para el exterminio y el dominio del débil. La razón fue puesta al servicio de la violencia y la opresión. Los ideales igualitarios de la Ilustración fueron puestos en duda cuando las potencias coloniales se enfrascaron en la primera guerra global del siglo XX, una lucha que, entre otras cosas, olvidó las antiguas convenciones para atacar a la población civil. La segunda década del mismo siglo –los llamados “locos años veinte”– fue campo fértil para el arte, la rebeldía y la imaginación. Si la civilización había despertado los demonios de la guerra, habría que descreer del progreso, al menos como una utopía a la cual llegaría la humanidad casi por inercia. De esta manera se apostó por la sinrazón, la locura, el quiebre de la lógica y la exploración de los sueños.

Sin la fama de sus compañeros surrealistas (André Breton, Louis Aragón, Philippe Soupault, entre otros), Jean Ferry (1906-1974) participó en el movimiento por medio de guiones de películas –en particular de Luis Buñuel y Louis Malle–, exégesis de otros miembros de esa vanguardia como Raymond Roussel y la bohemia de la época. Su obra narrativa –sucinta y escasamente difundida en castellano– se conforma de cuentos que no sólo representan el espíritu surrealista en cuanto a la exploración temática sino también en la experimentación formal. La vieja consigna que afirma que un cuento debe ser inteligible, leerse de una sentada, ofrecer información que capte de inmediato la atención del lector y, por supuesto, ofrezca una resolución que ate todos los cabos, ya se había roto en escritores de épocas anteriores, en particular durante el romanticismo, cuando también se apostaba por la imaginación como vía para contrarrestar el evangelio de la razón. Los cuentos de Ferry son, de alguna manera, una caja de herramientas que se usó por la vanguardia surrealista en la literatura y que se extendió a otras artes.

Hay una primera sensación en los textos reunidos en El maquinista y otros cuentos (1953; Perla Ediciones): el desasosiego y cierto pesimismo un tanto ajeno al espíritu de otros colegas de Ferry que buscaban, casi inercialmente, el humor, lo carnavalesco, la transgresión lúdica o la sexualidad como provocación. En los cuentos del autor podemos encontrar diferentes maneras de quebrar la realidad sustituyéndola por un escenario que recuerda, en muchos ejemplos, el existencialismo, el vacío, o atmósferas que reflejan la desesperación del hombre en un mundo que se muestra ininteligible y ajeno. “Inconvenientes de los recuerdos de infancia”, por ejemplo, parte de un automatismo verbal, una frase –“Lentejas, comida de viejas, si quieres las tomas y si no, las dejas”– que dice un personaje llamado K cuando le sirven un platillo hecho de ese ingrediente. A partir de ahí, K se perderá en una larga serie de justificaciones para su dicho en una suerte de locura que se reinicia constantemente.

Jean Ferry

La repetición o la idea de que las palabras no son suficientes para enfrentar la realidad recuerdan experimentos que vendrían años después como los de Samuel Beckett o Thomas Bernhard. El cuento que da nombre al libro, “El maquinista”, juega con la idea de un tren cuyo destino es incierto y que no puede detenerse en el camino. No hay, como sucede en el “El guardagujas” de Juan José Arreola (publicado en 1952), una ironía sobre el funcionamiento de los trenes, las estaciones y la burocracia propia de este medio de transporte. En Ferry hay un tono espectral representado por los pasajeros sometidos a un viaje absurdo y sin fin. Hay otros cuentos que pudieron haberse adaptado a guiones de cine: en “La casa de Bourgenew” un alpinista, enfrentado a un ascenso imposible, cierra los ojos y, cuando los abre, descubre que está en la cocina de una familia. Los habitantes del lugar asumen como algo normal encontrar a un alpinista en la pared e intentan convencerlo de que “baje”, aunque sus esfuerzos son en vano. La transformación de la realidad para enfrentarnos a escenarios alucinados que, por supuesto, escapan a cualquier explicación racional, semeja la técnica de edición de cortometrajes surrealistas en los que, como en el famoso Un perro andaluz de Buñuel, el montaje carece de lógica y busca crear ensoñaciones que sirven como escape de la realidad o una aproximación a ella a partir de lo desconocido.

La serie de cuentos quizá más interesante del volumen es la que aborda la estampa, el divertimento, el diario de viaje o la viñeta. Es inevitable asociar estas aproximaciones a las ficciones de Jorge Luis Borges, aunque el autor argentino se decantaba por el divertimento filosófico. En el caso de Jean Ferry la descripción de una cartografía imaginaria, como sucede en las narraciones “Rapa Nui”o “Carta a un desconocido”, es un inventario sobre el vacío y la soledad de los viajeros. No hay más referencias que las paranoias que encuentran los marinos en un barco o los exploradores que deambulan en un pueblo habitado y desierto simultáneamente. Es curioso, para finalizar, que la literatura fantástica –la que se escribe ahora o los valiosos rescates que se hacen de autores como Ferry– comience a encontrar lectores en el siglo XXI, una época sometida a una hiperrealidad casi obsesiva. Los ejercicios imaginativos han explorado cualquier cantidad de distopías que, de alguna manera, nos enseñan a leer nuestra época con el riesgo, por supuesto, de normalizar un colapso largamente anunciado. Las ficciones surrealistas de Ferry se apartan un poco de ese camino, pues se empeñan en romper los viejos paradigmas, descreer de la utilidad como profecía y las moralejas cada vez más explícitas en la literatura contemporánea. El arte siempre debe ser un estímulo para el pensamiento y no un simple acompañante de ideas que se han agotado desde hace mucho.

Jean Ferry, El maquinista y otros cuentos, prólogo de Edward Gauvin, introducción de Raphaël Sorin, ilustraciones de Claude Ballaré, traducción del francés de Gabriel Hormaechea, Perla Ediciones, México, 2025

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Jean Ferry y el regreso del surrealismo

El surrealismo nació como respuesta a un mundo mecanizado que había usado la tecnología para el exterminio y el dominio del débil. La razón fue puesta al servicio de la violencia y la opresión. Los ideales igualitarios de la Ilustración fueron puestos en duda cuando las potencias coloniales se enfrascaron en la primera guerra global del siglo XX, una lucha que, entre otras cosas, olvidó las antiguas convenciones para atacar a la población civil. La segunda década del mismo siglo –los llamados “locos años veinte”– fue campo fértil para el arte, la rebeldía y la imaginación. Si la civilización había despertado los demonios de la guerra, habría que descreer del progreso, al menos como una utopía a la cual llegaría la humanidad casi por inercia. De esta manera se apostó por la sinrazón, la locura, el quiebre de la lógica y la exploración de los sueños.

Sin la fama de sus compañeros surrealistas (André Breton, Louis Aragón, Philippe Soupault, entre otros), Jean Ferry (1906-1974) participó en el movimiento por medio de guiones de películas –en particular de Luis Buñuel y Louis Malle–, exégesis de otros miembros de esa vanguardia como Raymond Roussel y la bohemia de la época. Su obra narrativa –sucinta y escasamente difundida en castellano– se conforma de cuentos que no sólo representan el espíritu surrealista en cuanto a la exploración temática sino también en la experimentación formal. La vieja consigna que afirma que un cuento debe ser inteligible, leerse de una sentada, ofrecer información que capte de inmediato la atención del lector y, por supuesto, ofrezca una resolución que ate todos los cabos, ya se había roto en escritores de épocas anteriores, en particular durante el romanticismo, cuando también se apostaba por la imaginación como vía para contrarrestar el evangelio de la razón. Los cuentos de Ferry son, de alguna manera, una caja de herramientas que se usó por la vanguardia surrealista en la literatura y que se extendió a otras artes.

Hay una primera sensación en los textos reunidos en El maquinista y otros cuentos (1953; Perla Ediciones): el desasosiego y cierto pesimismo un tanto ajeno al espíritu de otros colegas de Ferry que buscaban, casi inercialmente, el humor, lo carnavalesco, la transgresión lúdica o la sexualidad como provocación. En los cuentos del autor podemos encontrar diferentes maneras de quebrar la realidad sustituyéndola por un escenario que recuerda, en muchos ejemplos, el existencialismo, el vacío, o atmósferas que reflejan la desesperación del hombre en un mundo que se muestra ininteligible y ajeno. “Inconvenientes de los recuerdos de infancia”, por ejemplo, parte de un automatismo verbal, una frase –“Lentejas, comida de viejas, si quieres las tomas y si no, las dejas”– que dice un personaje llamado K cuando le sirven un platillo hecho de ese ingrediente. A partir de ahí, K se perderá en una larga serie de justificaciones para su dicho en una suerte de locura que se reinicia constantemente.

Jean Ferry

La repetición o la idea de que las palabras no son suficientes para enfrentar la realidad recuerdan experimentos que vendrían años después como los de Samuel Beckett o Thomas Bernhard. El cuento que da nombre al libro, “El maquinista”, juega con la idea de un tren cuyo destino es incierto y que no puede detenerse en el camino. No hay, como sucede en el “El guardagujas” de Juan José Arreola (publicado en 1952), una ironía sobre el funcionamiento de los trenes, las estaciones y la burocracia propia de este medio de transporte. En Ferry hay un tono espectral representado por los pasajeros sometidos a un viaje absurdo y sin fin. Hay otros cuentos que pudieron haberse adaptado a guiones de cine: en “La casa de Bourgenew” un alpinista, enfrentado a un ascenso imposible, cierra los ojos y, cuando los abre, descubre que está en la cocina de una familia. Los habitantes del lugar asumen como algo normal encontrar a un alpinista en la pared e intentan convencerlo de que “baje”, aunque sus esfuerzos son en vano. La transformación de la realidad para enfrentarnos a escenarios alucinados que, por supuesto, escapan a cualquier explicación racional, semeja la técnica de edición de cortometrajes surrealistas en los que, como en el famoso Un perro andaluz de Buñuel, el montaje carece de lógica y busca crear ensoñaciones que sirven como escape de la realidad o una aproximación a ella a partir de lo desconocido.

La serie de cuentos quizá más interesante del volumen es la que aborda la estampa, el divertimento, el diario de viaje o la viñeta. Es inevitable asociar estas aproximaciones a las ficciones de Jorge Luis Borges, aunque el autor argentino se decantaba por el divertimento filosófico. En el caso de Jean Ferry la descripción de una cartografía imaginaria, como sucede en las narraciones “Rapa Nui”o “Carta a un desconocido”, es un inventario sobre el vacío y la soledad de los viajeros. No hay más referencias que las paranoias que encuentran los marinos en un barco o los exploradores que deambulan en un pueblo habitado y desierto simultáneamente. Es curioso, para finalizar, que la literatura fantástica –la que se escribe ahora o los valiosos rescates que se hacen de autores como Ferry– comience a encontrar lectores en el siglo XXI, una época sometida a una hiperrealidad casi obsesiva. Los ejercicios imaginativos han explorado cualquier cantidad de distopías que, de alguna manera, nos enseñan a leer nuestra época con el riesgo, por supuesto, de normalizar un colapso largamente anunciado. Las ficciones surrealistas de Ferry se apartan un poco de ese camino, pues se empeñan en romper los viejos paradigmas, descreer de la utilidad como profecía y las moralejas cada vez más explícitas en la literatura contemporánea. El arte siempre debe ser un estímulo para el pensamiento y no un simple acompañante de ideas que se han agotado desde hace mucho.

Jean Ferry, El maquinista y otros cuentos, prólogo de Edward Gauvin, introducción de Raphaël Sorin, ilustraciones de Claude Ballaré, traducción del francés de Gabriel Hormaechea, Perla Ediciones, México, 2025

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miércoles, 18 de junio de 2025

‘Parthenope’ y el tiempo que fluye

Desde sus primeros largometrajes, Un hombre de más (2001) y Las consecuencias del amor (2004), Paolo Sorrentino ha retratado aspectos miserables en la vida de la gente rica. Quizá la más famosa de sus criaturas fílmicas, y la que mejor ejemplifica el sector social que le interesa capturar, es Jep Gambardella (interpretado por Toni Servillo, su actor fetiche), el escritor pequeño burgués de La gran belleza (2013), al que le resultan ridículas ciertas convenciones de los ámbitos editorial y artístico romanos. Esta mirada incisiva sobre la fama y la fortuna es fundamental en su obra, y Parthenope: los amores de Nápoles (2024) no es la excepción.

En su filme más reciente el cineasta italiano indaga también en la comprensión y la dulzura que suscita la enfermedad y, al mismo tiempo, en lo que avergüenza por monstruoso y termina ocultándose. Parthenope (Celeste Dalla Porta) nace en medio del mar napolitano, de padres ricos cuya vida se verá marcada por una tragedia. Aunque su familia la juzga con severidad, pronto adquiere consciencia de su atractivo escandaloso. Sin importar la belleza que los rodea ni la riqueza de la que provienen, todos aquí optan por la desesperanza.

Cuando uno de los personajes afirma que no se puede ser feliz en el lugar más hermoso del mundo, es posible pensar en Parthenope como una metáfora de Nápoles y en las preguntas que se plantea como problemáticas de la propia ciudad, cuna de Sorrentino. La relevancia de la Iglesia católica en la sociedad, por ejemplo, se manifiesta cuando aparece el obispo Tesorone (Peppe Lanzetta) para develar cómo el clero ha perpetuado el arte de la seducción y el fraude. Queda en evidencia, entonces, que la verdad es indecible.

Parthenope

Celeste Dalla Porta y Gary Oldman en Parthenope: los amores de Nápoles (2024), de Paolo Sorrentino

La esmerada construcción de personajes constituye uno de los aspectos más destacados de la cinta. Se desenvuelven con orgullo, son patéticos, frágiles, contradictorios, enmascarados y seductores. El escritor estadounidense John Cheever (encarnado por Gary Oldman), alcohólico y depresivo, tiene una participación clave, pues funciona como espejo poético que amplifica el sentimiento de la trama medular. El fantasma de Sophia Loren emerge con el nombre de Greta Cool (Luisa Ranieri), y el discurso que pronuncia delante del público napolitano muestra la delicada escritura de Paolo Sorrentino. La escena es brillante, pues el director dibuja una caricatura rota y soberbia sin propinarle una condena moral.

Una lupa sobre la riqueza

Conviene traer a cuento la reflexión de Leila Guerriero sobre la no-narración del mundo de los ricos. La escritora advierte cómo las revistas del jet set se limitan a publicar fotografías bonitas y dejan un hueco narrativo peligroso: no se habla sobre su visión del mundo, sus miserias o sus manías. “Aparecen mostrando lo que tienen para no mostrar lo que son, y devienen una raza que no huele, que no siente, que no sufre: un olimpo de cera: una raza invisible”, escribe en uno de los textos de Zona de obras (2014). “Pero el mundo de las clases altas forma parte de este sitio en que vivimos y mientras no apliquemos allí la mirada que ya demostramos que podemos aplicar a los raros y a los que tienen poco –una mirada de carácter, una mirada que aspira a contar un mundo, una mirada que trata de entender–, seguiremos despejando solo una equis, una parte de la ecuación”.

Si bien hay una sobreproducción de historias en torno a aquellos que tienen de más, lo cierto es que la mayoría proviene de la industria audiovisual masiva: productos repletos de personajes predecibles, huecos: autómatas con destinos idénticos. De ahí la importancia de que Paolo Sorrentino escudriñe este mundo de oropel para encontrar los matices que surgen al mezclar el gran horror con la gran belleza: el tiempo que fluye junto al dolor. Parthenope es una narración coral, donde las experiencias vividas por los personajes forman un solo cuerpo de agua. Es también una historia de amistad, y quizá la amistad sólo puede darse entre las personas que saben verse sin juzgarse.

Parthenope

Celeste Dalla Porta en Parthenope: los amores de Nápoles (2024), de Paolo Sorrentino

Al cierre de la película se escucha un pasaje de la Biblia: “Dios no ama el mar”. Luego, cuando todo parece desvanecerse, la cámara ofrece un paneo hacia el carro alegórico rebosado de luces blancas y azules que transporta a los hinchas, seguidores del Nápoles, cantando con orgullo su himno:

Un día de repente me enamoré de ti

mi corazón latía con fuerza, no me preguntes por qué

el tiempo pasó, pero todavía estoy aquí

y hoy como entonces defiendo la ciudad.

 

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‘Parthenope’ y el tiempo que fluye

Desde sus primeros largometrajes, Un hombre de más (2001) y Las consecuencias del amor (2004), Paolo Sorrentino ha retratado aspectos miserables en la vida de la gente rica. Quizá la más famosa de sus criaturas fílmicas, y la que mejor ejemplifica el sector social que le interesa capturar, es Jep Gambardella (interpretado por Toni Servillo, su actor fetiche), el escritor pequeño burgués de La gran belleza (2013), al que le resultan ridículas ciertas convenciones de los ámbitos editorial y artístico romanos. Esta mirada incisiva sobre la fama y la fortuna es fundamental en su obra, y Parthenope: los amores de Nápoles (2024) no es la excepción.

En su filme más reciente el cineasta italiano indaga también en la comprensión y la dulzura que suscita la enfermedad y, al mismo tiempo, en lo que avergüenza por monstruoso y termina ocultándose. Parthenope (Celeste Dalla Porta) nace en medio del mar napolitano, de padres ricos cuya vida se verá marcada por una tragedia. Aunque su familia la juzga con severidad, pronto adquiere consciencia de su atractivo escandaloso. Sin importar la belleza que los rodea ni la riqueza de la que provienen, todos aquí optan por la desesperanza.

Cuando uno de los personajes afirma que no se puede ser feliz en el lugar más hermoso del mundo, es posible pensar en Parthenope como una metáfora de Nápoles y en las preguntas que se plantea como problemáticas de la propia ciudad, cuna de Sorrentino. La relevancia de la Iglesia católica en la sociedad, por ejemplo, se manifiesta cuando aparece el obispo Tesorone (Peppe Lanzetta) para develar cómo el clero ha perpetuado el arte de la seducción y el fraude. Queda en evidencia, entonces, que la verdad es indecible.

Parthenope

Celeste Dalla Porta y Gary Oldman en Parthenope: los amores de Nápoles (2024), de Paolo Sorrentino

La esmerada construcción de personajes constituye uno de los aspectos más destacados de la cinta. Se desenvuelven con orgullo, son patéticos, frágiles, contradictorios, enmascarados y seductores. El escritor estadounidense John Cheever (encarnado por Gary Oldman), alcohólico y depresivo, tiene una participación clave, pues funciona como espejo poético que amplifica el sentimiento de la trama medular. El fantasma de Sophia Loren emerge con el nombre de Greta Cool (Luisa Ranieri), y el discurso que pronuncia delante del público napolitano muestra la delicada escritura de Paolo Sorrentino. La escena es brillante, pues el director dibuja una caricatura rota y soberbia sin propinarle una condena moral.

Una lupa sobre la riqueza

Conviene traer a cuento la reflexión de Leila Guerriero sobre la no-narración del mundo de los ricos. La escritora advierte cómo las revistas del jet set se limitan a publicar fotografías bonitas y dejan un hueco narrativo peligroso: no se habla sobre su visión del mundo, sus miserias o sus manías. “Aparecen mostrando lo que tienen para no mostrar lo que son, y devienen una raza que no huele, que no siente, que no sufre: un olimpo de cera: una raza invisible”, escribe en uno de los textos de Zona de obras (2014). “Pero el mundo de las clases altas forma parte de este sitio en que vivimos y mientras no apliquemos allí la mirada que ya demostramos que podemos aplicar a los raros y a los que tienen poco –una mirada de carácter, una mirada que aspira a contar un mundo, una mirada que trata de entender–, seguiremos despejando solo una equis, una parte de la ecuación”.

Si bien hay una sobreproducción de historias en torno a aquellos que tienen de más, lo cierto es que la mayoría proviene de la industria audiovisual masiva: productos repletos de personajes predecibles, huecos: autómatas con destinos idénticos. De ahí la importancia de que Paolo Sorrentino escudriñe este mundo de oropel para encontrar los matices que surgen al mezclar el gran horror con la gran belleza: el tiempo que fluye junto al dolor. Parthenope es una narración coral, donde las experiencias vividas por los personajes forman un solo cuerpo de agua. Es también una historia de amistad, y quizá la amistad sólo puede darse entre las personas que saben verse sin juzgarse.

Parthenope

Celeste Dalla Porta en Parthenope: los amores de Nápoles (2024), de Paolo Sorrentino

Al cierre de la película se escucha un pasaje de la Biblia: “Dios no ama el mar”. Luego, cuando todo parece desvanecerse, la cámara ofrece un paneo hacia el carro alegórico rebosado de luces blancas y azules que transporta a los hinchas, seguidores del Nápoles, cantando con orgullo su himno:

Un día de repente me enamoré de ti

mi corazón latía con fuerza, no me preguntes por qué

el tiempo pasó, pero todavía estoy aquí

y hoy como entonces defiendo la ciudad.

 

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viernes, 13 de junio de 2025

Hombre y máquina, ¿una colaboración con futuro?

Hace mucho que la máquina viene atormentando a los traductores. Ya en un artículo periodístico de 1956 titulado “A máquina de traduzir”, incluido más tarde en Escola de Tradutores, el traductor, ensayista, lingüista y profesor húngaro naturalizado brasileño Paulo Rónai se preguntaba: “¿Será que, luego de tantas otras profesiones, la modesta casta de los traductores también se verá obligada a enfrentar la terrible competencia de la Máquina? Según parece, la mecanización ha llegado al rincón donde estos humildes faquires de la inteligencia se entregaban tranquilamente a inocentes ejercicios de malabarismo verbal”.

Hasta aquella fecha de 1956 no había una amenaza real para las “traducciones verdaderamente literarias”, pues, como afirmaba Rónai, estas seguirían siendo realizadas por traductores humanos. Sin embargo, sobre la traducción de textos de carácter técnico el lingüista no se mostraba tan optimista: “no tengo ninguna duda: de aquí a unos años será posible traducir electrónicamente a una velocidad jamás alcanzada por cerebros de materia gris”.

Hoy muchas cosas han cambiado. Las inteligencias artificiales son cada vez más sofisticadas y han logrado impresionar incluso a escritores y traductores renombrados, como el narrador angoleño José Eduardo Agualusa. En su columna del periódico O Globo, publicada el 1 de marzo de este año, cuenta que comenzó a experimentar con los modelos de inteligencia artificial para la creación de haikus: “Al principio”, dice, “los resultados me parecieron ridículos y decepcionantes. Esto ha ido cambiando desde que logré familiarizarme más con la herramienta e incorporarla a mi universo. Los resultados también suelen ser más interesantes si las instrucciones son al mismo tiempo precisas e inusitadas”.

El éxito de tal “colaboración” depende, así, del diálogo que el ser humano establece con la máquina. En el caso de la traducción se le puede pedir que traduzca poemas, por ejemplo, conservando rimas, ritmos, repeticiones de palabras, entre otros elementos. El traductor humano guía a la máquina para que ejecute lo que quiere, aquello que considera necesario. Él sigue al mando.

Lo cierto es que la máquina siempre presenta una primera propuesta de traducción. Su proceso es idéntico al de un traductor humano que traduce, retoma la traducción y va afinando su trabajo hasta alcanzar lo que considera la mejor versión en ese momento.

Lo cierto es que la máquina siempre presenta una primera propuesta de traducción. Su proceso es idéntico al de un traductor humano que traduce, retoma la traducción y va afinando su trabajo hasta alcanzar lo que considera la mejor versión en ese momento. Conviene recordar que ningún texto nace listo en la cabeza de un escritor o traductor. Una composición literaria es fruto de un largo amasijo de borradores, como diría el poeta ruso Ósip Mandelstam. ¿Por qué entonces el texto traducido por la máquina habría de estar listo a la primera? No obstante, la diferencia entre el traductor y la máquina de traducir es que la máquina no revisa por sí sola, necesita de un humano que la induzca a continuar con el proceso de revisión.

Tal parece que esta colaboración entre hombre y máquina apunta hacia el futuro. Pero ¿realmente será así? Por un lado, las máquinas pueden agilizar la traducción de una mayor cantidad de libros e intensificar el intercambio cultural. Esto, desde luego, con la participación indispensable de un grupo de traductores y revisores humanos en el proceso. Por otro, veamos el ejemplo de DeepL, que ya cobra por el servicio de traducción. Es probable que otras aplicaciones sigan el mismo camino: comienzan siendo gratuitas, pero a medida que los usuarios se vuelven “dependientes” los “dueños” de la tecnología ven la oportunidad de cobrar y lucrar con el servicio. Esto sin contar que es del diálogo entre el humano y la máquina que ésta se alimenta –y gratis, no está de más decirlo.

¿Cómo quedará la remuneración del traductor ante la llegada de la inteligencia artificial? ¿Tendrá que competir o “compartir” con la “máquina” el valor de su trabajo? Volviendo a la reflexión sobre el acto de traducir, es evidente que esto sólo le interesa a los humanos. Si bien la máquina es capaz de “procesar”, su objetivo no es la reflexión. Fue desarrollada para entregar un producto, lo que parece ir contra la tesis del filósofo alemán Martin Heidegger: Alles ist Weg (Todo es camino).

Las máquinas pueden agilizar la traducción de una mayor cantidad de libros e intensificar el intercambio cultural. Esto, desde luego, con la participación indispensable de un grupo de traductores y revisores humanos en el proceso.

Lo cierto es que uno de los placeres de la traducción, al igual que de otras actividades intelectuales, radica en el camino recorrido para alcanzar un determinado resultado. Al ser interrogada sobre el papel de las inteligencias artificiales, la traductora profesional Denise Bottmann afirmó: “Algo muy importante y fascinante en el oficio de traducción es el gusto, el placer de traducir. Va más allá del aspecto meramente pragmático del trabajo; abre las puertas a una dedicación de otra naturaleza: es lo que a veces llamo ‘traducción afectiva’”. Para ese tipo de traductores la jornada es tan significativa como el producto final. A decir verdad ese producto nace siempre de una larga aventura intelectual y reflexiva.

En una sociedad marcada por la parálisis intelectual, las plataformas de inteligencia artificial pueden fácilmente sustituir a los traductores. Los lectores, quizá, quedarán tan impresionados con la traducción de la máquina como la élite intelectual lo hacía con el talento del Sr. Castelo, personaje de “El hombre que sabía javanés”, de Lima Barreto, que “traducía” de una lengua y una cultura que desconocía por completo. La traducción realizada por máquinas será ciertamente más precisa que la actuación del personaje de Barreto. Sin embargo, también tendrá un impacto ambiental significativo. Se sabe que cuanto más sofisticados se vuelven los comandos de las IAs mayor es el consumo de energía, infraestructuras y equipos informáticos, como las tarjetas gráficas, lo que aumenta la demanda de silicio y cobalto. La extracción de cobalto, por ejemplo, degrada el suelo y los ecosistemas, lo que contribuye al deterioro ambiental. No obstante, mientras esa extracción suceda en la República Democrática del Congo, no parece afectarnos directamente.

El uso de las IAs implica, así, una discusión ética y jurídica… Al final, todo es camino.

Traducción del portugués de Iván García y Vania Rocha

 

Nota

Iván García

En términos de arte da igual si la máquina puede hacerlo mejor y más rápido que el ser humano. El problema poético, para máquinas y humanos, no está, no ha estado nunca, en el hacer, ni mucho menos en el saber o aprender a hacer. En esto, como ilustró hace un siglo William Carlos Williams, se enfocan maestros y aprendices, da igual también si universitarios o no, y “suele ser el mayor error de quienes creen saber algo sobre arte”. No es que aprender y saber no importen, sino que el problema siempre ha sido otro.

La máquina, configurada para adquirir, disponer, perfeccionar y acaso recombinar recursos con una eficacia cada vez mayor, no está hecha para no poder hacer: eso instala un contrasentido, un cortocircuito que, sin embargo, es clave para el arte. En “¿Qué es el acto de creación?”, uno de los escritos más brillantes sobre el tema, Giorgio Agamben retoma el título de una conferencia de Deleuze y parte de algo que falta, algo que quedó no dicho, deliberadamente o no, cuando el filósofo francés definió el acto de creación como un acto de resistencia –tanto a la muerte como al paradigma de información mediante el cual se ejerce el poder en una “sociedad de control”– y afirma que resistir significa liberar una potencia de vida. Para Agamben todavía falta allí una verdadera definición del acto de creación como acto de resistencia. Y esto lo lleva a un largo recorrido filosófico que no pretendo glosar aquí, pero que deriva en una tesis central: habría una potencia de hacer –potencia de sí– y una impotencia –potencia de no–, en donde el simple hacedor hace porque sabe y puede hacerlo (tiene la téchne, arte, oficio, habilidad, capacidad o hábito) y donde el artista, en cambio, hace con su saber y poder hacer, pero también o sobre todo con su potencia de no; es sólo a través de la resistencia que ella es que se expone la potencia.

Así, mientras el pianista toca el piano porque sabe y puede tocar el piano y puede incluso ejercer su potencia de no tocar, “Glenn Gould es, sin embargo, el único que puede no no tocar y, dirigiendo su potencia no sólo al acto sino también a su propia impotencia, toca, por así decirlo, con su potencia de no tocar”. Hace con su potencia de no hacer, su absoluta incapacidad para su arte, su precariedad, su falta, como el gran nadador de Kafka, que dice no saber nadar. Se desactiva el inocente tránsito de la potencia al acto, pues si la creación sólo fuera potencia de hacer, el arte “decaería a ejecución que procede con falsa desenvoltura hacia la forma terminada”, ya que ha superado, podado, abandonado o negado su potencia de no, su resistencia. Así, para Agamben, la maestría no estaría en ese equívoco largamente difundido de la perfección formal, sino en todo lo contrario, “la conservación de la potencia en el acto, salvación de la imperfección en la forma perfecta”.

Como en Dante, según nos recuerda el propio Agamben: “el artista / que tiene el hábito del arte tiene una mano que tiembla”. Y este temblor, que en Deleuze lleva al balbuceo y en Derrida a la cuerda vibrando en el trémolo de la voz (ambos fascinados por la misma línea tosca o toscana), acaso habría que pensarlo en relación directa con el vientre (el autor como presa de una ventriloquia, ligada al vagido o a la voz oculta, que lo cimbra y lo indefine, para ascender y descender en espirales) y aún más abajo, si pensamos en la “Teoría y juego del duende” de García Lorca, para quien el duende, que “es un poder y no un obrar”, no está en la garganta, sino que sube por dentro desde la planta de los pies, como le dijo un viejo maestro guitarrista. La máquina no tiene vientre, no come, no tiembla, no nada. Si en el arte se desactivan los hábitos, la máquina es inconcebible sin una suma de estos. Si la máquina obra con mayor eficacia, el artista inspirado no tiene obra, como nos dice Agamben, transita en lo inoperoso, en lo sabático, en la lengua de la gloria, que no es inmovilidad, sino “gesto que desactiva y vuelve inoperosas todas las obras de los hombres”: fiesta de una lengua que “ya no quiere decir nada, sino que contempla su potencia de decir”.

En contraste con las reflexiones de Juan Villoro, para quien “el nivel de desarrollo [de las inteligencias artificiales en el arte] es preocupante porque es satisfactorio” y “las posibilidades de que sustituyeran a algunos de los guionistas [con los que trabajaba para una serie de televisión] eran muy estimulantes”, no sólo porque “lo hacían más rápido y en ocasiones mejor”, sino también porque no presentaban “las neurosis ni las quejas” de los guionistas, el intelectual argentino Daniel Link formula lo siguiente: “Hasta ahora mi consejo ha sido: pídanle a una Inteligencia Artificial un argumento para una novela (o una película). Lo que sale es exactamente lo que no hay que hacer, es lo obvio, lo que un código automatizado puede producir”. No es hacer lo contrario, pues eso sería un condicionamiento, sino entrar en el arco imaginativo de lo que sí hay que hacer y que no se sabe ni se sabrá nunca bien qué es. Por eso la máquina gana, nos dice también Bifo, porque sabe lo que tiene que hacer y lo hace, no vacila, no duda, no se (a)queja ni se alegra, no merodea en el acceso de pensamiento y lenguaje.

Para Link, “lo más grave de las IAs es que proponen como ‘verdadero’ un modo de pensamiento que es completamente lineal, causalista. Como un nuevo positivismo debidamente aderezado con operadores de corrección política”. El verdadero temor, para él, está en lo que eso “puede implicar y significar respecto de qué se entiende por discurso verdadero”, dado que carece de riesgo, lo que no está exento de una forma de control. Tal vez por ello el poeta Daniel Freidemberg, tras preguntarse si no todos, en mayor o menor medida, nos estamos volviendo “artefactos técnicos, manejados por algoritmos”, propone preocuparnos no sólo por “la estandarización que producen o producirían las IAs” sino por poner “la mira en el sistema sociocultural que habilita ese y otros reduccionismos”. Así mismo, no es casual que, como advierte Bifo, “los principales usuarios y financiadores de la investigación en este campo sean los sistemas militares y financieros”.

Por descontado, no basta con observar que la máquina bien puede hacer poemas correctos y que esto perfectamente no sirve de nada, en tanto el arte roza lo imprevisible y lo incierto; sobran humanos que, apoyados o no en lo artificial, también escriben poemas tan correctos y sofisticados –e incluso aparentemente novedosos– como inocuos y predecibles (o de plano peores que los de las inteligencias). El problema está en la falta de una tensión negativa del proceso creativo. Al hacedor la máquina podrá ofrecerle un mazo de opciones y él bien podrá añadir su ingenio, sus conocimientos escolares y sus talentos literarios, pero seguirá sin ser poeta, como de hecho tampoco lo era antes de las inteligencias. No pasará de un ser pasivo y un sujeto de rendimiento.

La reflexión no se detiene aquí. Por ello nos ha parecido pertinente traducir el artículo de la profesora brasileña Dirce Waltrick do Amarante, que sitúa la discusión en el ámbito de la traducción literaria y el arribo de las máquinas. Tras revisar distintos ángulos, la traductóloga y coordinadora, por dar apenas un ejemplo, de una traducción colectiva de Finnegans Wake (reconocida con el Premio Jabuti), concluye que esa discusión no puede ser sino ética y jurídica. Y biopolítica también, desde luego.

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Hombre y máquina, ¿una colaboración con futuro?

Hace mucho que la máquina viene atormentando a los traductores. Ya en un artículo periodístico de 1956 titulado “A máquina de traduzir”, incluido más tarde en Escola de Tradutores, el traductor, ensayista, lingüista y profesor húngaro naturalizado brasileño Paulo Rónai se preguntaba: “¿Será que, luego de tantas otras profesiones, la modesta casta de los traductores también se verá obligada a enfrentar la terrible competencia de la Máquina? Según parece, la mecanización ha llegado al rincón donde estos humildes faquires de la inteligencia se entregaban tranquilamente a inocentes ejercicios de malabarismo verbal”.

Hasta aquella fecha de 1956 no había una amenaza real para las “traducciones verdaderamente literarias”, pues, como afirmaba Rónai, estas seguirían siendo realizadas por traductores humanos. Sin embargo, sobre la traducción de textos de carácter técnico el lingüista no se mostraba tan optimista: “no tengo ninguna duda: de aquí a unos años será posible traducir electrónicamente a una velocidad jamás alcanzada por cerebros de materia gris”.

Hoy muchas cosas han cambiado. Las inteligencias artificiales son cada vez más sofisticadas y han logrado impresionar incluso a escritores y traductores renombrados, como el narrador angoleño José Eduardo Agualusa. En su columna del periódico O Globo, publicada el 1 de marzo de este año, cuenta que comenzó a experimentar con los modelos de inteligencia artificial para la creación de haikus: “Al principio”, dice, “los resultados me parecieron ridículos y decepcionantes. Esto ha ido cambiando desde que logré familiarizarme más con la herramienta e incorporarla a mi universo. Los resultados también suelen ser más interesantes si las instrucciones son al mismo tiempo precisas e inusitadas”.

El éxito de tal “colaboración” depende, así, del diálogo que el ser humano establece con la máquina. En el caso de la traducción se le puede pedir que traduzca poemas, por ejemplo, conservando rimas, ritmos, repeticiones de palabras, entre otros elementos. El traductor humano guía a la máquina para que ejecute lo que quiere, aquello que considera necesario. Él sigue al mando.

Lo cierto es que la máquina siempre presenta una primera propuesta de traducción. Su proceso es idéntico al de un traductor humano que traduce, retoma la traducción y va afinando su trabajo hasta alcanzar lo que considera la mejor versión en ese momento.

Lo cierto es que la máquina siempre presenta una primera propuesta de traducción. Su proceso es idéntico al de un traductor humano que traduce, retoma la traducción y va afinando su trabajo hasta alcanzar lo que considera la mejor versión en ese momento. Conviene recordar que ningún texto nace listo en la cabeza de un escritor o traductor. Una composición literaria es fruto de un largo amasijo de borradores, como diría el poeta ruso Ósip Mandelstam. ¿Por qué entonces el texto traducido por la máquina habría de estar listo a la primera? No obstante, la diferencia entre el traductor y la máquina de traducir es que la máquina no revisa por sí sola, necesita de un humano que la induzca a continuar con el proceso de revisión.

Tal parece que esta colaboración entre hombre y máquina apunta hacia el futuro. Pero ¿realmente será así? Por un lado, las máquinas pueden agilizar la traducción de una mayor cantidad de libros e intensificar el intercambio cultural. Esto, desde luego, con la participación indispensable de un grupo de traductores y revisores humanos en el proceso. Por otro, veamos el ejemplo de DeepL, que ya cobra por el servicio de traducción. Es probable que otras aplicaciones sigan el mismo camino: comienzan siendo gratuitas, pero a medida que los usuarios se vuelven “dependientes” los “dueños” de la tecnología ven la oportunidad de cobrar y lucrar con el servicio. Esto sin contar que es del diálogo entre el humano y la máquina que ésta se alimenta –y gratis, no está de más decirlo.

¿Cómo quedará la remuneración del traductor ante la llegada de la inteligencia artificial? ¿Tendrá que competir o “compartir” con la “máquina” el valor de su trabajo? Volviendo a la reflexión sobre el acto de traducir, es evidente que esto sólo le interesa a los humanos. Si bien la máquina es capaz de “procesar”, su objetivo no es la reflexión. Fue desarrollada para entregar un producto, lo que parece ir contra la tesis del filósofo alemán Martin Heidegger: Alles ist Weg (Todo es camino).

Las máquinas pueden agilizar la traducción de una mayor cantidad de libros e intensificar el intercambio cultural. Esto, desde luego, con la participación indispensable de un grupo de traductores y revisores humanos en el proceso.

Lo cierto es que uno de los placeres de la traducción, al igual que de otras actividades intelectuales, radica en el camino recorrido para alcanzar un determinado resultado. Al ser interrogada sobre el papel de las inteligencias artificiales, la traductora profesional Denise Bottmann afirmó: “Algo muy importante y fascinante en el oficio de traducción es el gusto, el placer de traducir. Va más allá del aspecto meramente pragmático del trabajo; abre las puertas a una dedicación de otra naturaleza: es lo que a veces llamo ‘traducción afectiva’”. Para ese tipo de traductores la jornada es tan significativa como el producto final. A decir verdad ese producto nace siempre de una larga aventura intelectual y reflexiva.

En una sociedad marcada por la parálisis intelectual, las plataformas de inteligencia artificial pueden fácilmente sustituir a los traductores. Los lectores, quizá, quedarán tan impresionados con la traducción de la máquina como la élite intelectual lo hacía con el talento del Sr. Castelo, personaje de “El hombre que sabía javanés”, de Lima Barreto, que “traducía” de una lengua y una cultura que desconocía por completo. La traducción realizada por máquinas será ciertamente más precisa que la actuación del personaje de Barreto. Sin embargo, también tendrá un impacto ambiental significativo. Se sabe que cuanto más sofisticados se vuelven los comandos de las IAs mayor es el consumo de energía, infraestructuras y equipos informáticos, como las tarjetas gráficas, lo que aumenta la demanda de silicio y cobalto. La extracción de cobalto, por ejemplo, degrada el suelo y los ecosistemas, lo que contribuye al deterioro ambiental. No obstante, mientras esa extracción suceda en la República Democrática del Congo, no parece afectarnos directamente.

El uso de las IAs implica, así, una discusión ética y jurídica… Al final, todo es camino.

Traducción del portugués de Iván García y Vania Rocha

 

Nota

Iván García

En términos de arte da igual si la máquina puede hacerlo mejor y más rápido que el ser humano. El problema poético, para máquinas y humanos, no está, no ha estado nunca, en el hacer, ni mucho menos en el saber o aprender a hacer. En esto, como ilustró hace un siglo William Carlos Williams, se enfocan maestros y aprendices, da igual también si universitarios o no, y “suele ser el mayor error de quienes creen saber algo sobre arte”. No es que aprender y saber no importen, sino que el problema siempre ha sido otro.

La máquina, configurada para adquirir, disponer, perfeccionar y acaso recombinar recursos con una eficacia cada vez mayor, no está hecha para no poder hacer: eso instala un contrasentido, un cortocircuito que, sin embargo, es clave para el arte. En “¿Qué es el acto de creación?”, uno de los escritos más brillantes sobre el tema, Giorgio Agamben retoma el título de una conferencia de Deleuze y parte de algo que falta, algo que quedó no dicho, deliberadamente o no, cuando el filósofo francés definió el acto de creación como un acto de resistencia –tanto a la muerte como al paradigma de información mediante el cual se ejerce el poder en una “sociedad de control”– y afirma que resistir significa liberar una potencia de vida. Para Agamben todavía falta allí una verdadera definición del acto de creación como acto de resistencia. Y esto lo lleva a un largo recorrido filosófico que no pretendo glosar aquí, pero que deriva en una tesis central: habría una potencia de hacer –potencia de sí– y una impotencia –potencia de no–, en donde el simple hacedor hace porque sabe y puede hacerlo (tiene la téchne, arte, oficio, habilidad, capacidad o hábito) y donde el artista, en cambio, hace con su saber y poder hacer, pero también o sobre todo con su potencia de no; es sólo a través de la resistencia que ella es que se expone la potencia.

Así, mientras el pianista toca el piano porque sabe y puede tocar el piano y puede incluso ejercer su potencia de no tocar, “Glenn Gould es, sin embargo, el único que puede no no tocar y, dirigiendo su potencia no sólo al acto sino también a su propia impotencia, toca, por así decirlo, con su potencia de no tocar”. Hace con su potencia de no hacer, su absoluta incapacidad para su arte, su precariedad, su falta, como el gran nadador de Kafka, que dice no saber nadar. Se desactiva el inocente tránsito de la potencia al acto, pues si la creación sólo fuera potencia de hacer, el arte “decaería a ejecución que procede con falsa desenvoltura hacia la forma terminada”, ya que ha superado, podado, abandonado o negado su potencia de no, su resistencia. Así, para Agamben, la maestría no estaría en ese equívoco largamente difundido de la perfección formal, sino en todo lo contrario, “la conservación de la potencia en el acto, salvación de la imperfección en la forma perfecta”.

Como en Dante, según nos recuerda el propio Agamben: “el artista / que tiene el hábito del arte tiene una mano que tiembla”. Y este temblor, que en Deleuze lleva al balbuceo y en Derrida a la cuerda vibrando en el trémolo de la voz (ambos fascinados por la misma línea tosca o toscana), acaso habría que pensarlo en relación directa con el vientre (el autor como presa de una ventriloquia, ligada al vagido o a la voz oculta, que lo cimbra y lo indefine, para ascender y descender en espirales) y aún más abajo, si pensamos en la “Teoría y juego del duende” de García Lorca, para quien el duende, que “es un poder y no un obrar”, no está en la garganta, sino que sube por dentro desde la planta de los pies, como le dijo un viejo maestro guitarrista. La máquina no tiene vientre, no come, no tiembla, no nada. Si en el arte se desactivan los hábitos, la máquina es inconcebible sin una suma de estos. Si la máquina obra con mayor eficacia, el artista inspirado no tiene obra, como nos dice Agamben, transita en lo inoperoso, en lo sabático, en la lengua de la gloria, que no es inmovilidad, sino “gesto que desactiva y vuelve inoperosas todas las obras de los hombres”: fiesta de una lengua que “ya no quiere decir nada, sino que contempla su potencia de decir”.

En contraste con las reflexiones de Juan Villoro, para quien “el nivel de desarrollo [de las inteligencias artificiales en el arte] es preocupante porque es satisfactorio” y “las posibilidades de que sustituyeran a algunos de los guionistas [con los que trabajaba para una serie de televisión] eran muy estimulantes”, no sólo porque “lo hacían más rápido y en ocasiones mejor”, sino también porque no presentaban “las neurosis ni las quejas” de los guionistas, el intelectual argentino Daniel Link formula lo siguiente: “Hasta ahora mi consejo ha sido: pídanle a una Inteligencia Artificial un argumento para una novela (o una película). Lo que sale es exactamente lo que no hay que hacer, es lo obvio, lo que un código automatizado puede producir”. No es hacer lo contrario, pues eso sería un condicionamiento, sino entrar en el arco imaginativo de lo que sí hay que hacer y que no se sabe ni se sabrá nunca bien qué es. Por eso la máquina gana, nos dice también Bifo, porque sabe lo que tiene que hacer y lo hace, no vacila, no duda, no se (a)queja ni se alegra, no merodea en el acceso de pensamiento y lenguaje.

Para Link, “lo más grave de las IAs es que proponen como ‘verdadero’ un modo de pensamiento que es completamente lineal, causalista. Como un nuevo positivismo debidamente aderezado con operadores de corrección política”. El verdadero temor, para él, está en lo que eso “puede implicar y significar respecto de qué se entiende por discurso verdadero”, dado que carece de riesgo, lo que no está exento de una forma de control. Tal vez por ello el poeta Daniel Freidemberg, tras preguntarse si no todos, en mayor o menor medida, nos estamos volviendo “artefactos técnicos, manejados por algoritmos”, propone preocuparnos no sólo por “la estandarización que producen o producirían las IAs” sino por poner “la mira en el sistema sociocultural que habilita ese y otros reduccionismos”. Así mismo, no es casual que, como advierte Bifo, “los principales usuarios y financiadores de la investigación en este campo sean los sistemas militares y financieros”.

Por descontado, no basta con observar que la máquina bien puede hacer poemas correctos y que esto perfectamente no sirve de nada, en tanto el arte roza lo imprevisible y lo incierto; sobran humanos que, apoyados o no en lo artificial, también escriben poemas tan correctos y sofisticados –e incluso aparentemente novedosos– como inocuos y predecibles (o de plano peores que los de las inteligencias). El problema está en la falta de una tensión negativa del proceso creativo. Al hacedor la máquina podrá ofrecerle un mazo de opciones y él bien podrá añadir su ingenio, sus conocimientos escolares y sus talentos literarios, pero seguirá sin ser poeta, como de hecho tampoco lo era antes de las inteligencias. No pasará de un ser pasivo y un sujeto de rendimiento.

La reflexión no se detiene aquí. Por ello nos ha parecido pertinente traducir el artículo de la profesora brasileña Dirce Waltrick do Amarante, que sitúa la discusión en el ámbito de la traducción literaria y el arribo de las máquinas. Tras revisar distintos ángulos, la traductóloga y coordinadora, por dar apenas un ejemplo, de una traducción colectiva de Finnegans Wake (reconocida con el Premio Jabuti), concluye que esa discusión no puede ser sino ética y jurídica. Y biopolítica también, desde luego.

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