viernes, 17 de octubre de 2025

FICM 2025: ‘Sirat’ y ‘El diablo fuma’

El presente ha sido un año vigoroso para las cinematografías latinas e hispanas. De los premios recogidos en Cannes por la colombiana Un poeta, la chilena La misteriosa mirada del flamenco o la brasileña El agente secreto a la Concha de Oro para la española Los domingos, los jueces del establishment festivalero parecen avalar el buen momento del cine iberoamericano después de algunos años de letargo. Entre ellos destacan el Premio del Jurado en Cannes para Sirat, de Oliver Laxe, y el de mejor ópera prima para la mexicana El diablo fuma, de Ernesto Martínez Bucio, cuya inclusión paralela en el actual Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) amerita su revisión como dos ejercicios de cine autoral que no buscan la comodidad ecuménica del espectador sino el desafío de los sentidos por vías poco ortodoxas.

Sirat

Para el cinéfilo acostumbrado a buscar ascendencias, alumnados y linajes en todo lo que ve, el cine del franco-español de adopción marroquí Oliver Laxe es indisociable del Werner Herzog de las grandes epopeyas naturalistas. Lo cierto es que, desde Todos vosotros sois capitanes (2010), pasando por Mimosas (2016), Lo que arde (2019) y Sirat (2025), cada película de Laxe se parece menos a cualquier otra cosa y  más al interior caleidoscópico y feral del propio cineasta, para gusto de sus devotos o disgusto de sus detractores. En Sirat, estrenada en la competencia central de Cannes, donde recibió el Premio del Jurado –como sus tres películas anteriores, estrenadas y premiadas por el mismo festival que lo ha mimado e incubado como uno de sus enfants terribles exclusivos–, hay un cambio de dimensión en la producción de su cine, no así en su espíritu e inquietudes.

Producido ahora por los considerables recursos de Telefónica Movistar y Televisión Española (TVE), Laxe parece devolverse a los últimos planos de Mimosas, aquella road movie desértica, árabe y espiritual en las montañas del interior marroquí para expandirla a un nuevo relato en el mismo universo. La anécdota en Sirat se diluye tan pronto que más podría decirse que es un mero detonante narrativo para activar un mecanismo mayor. Luis (Sergi López) y su hijo Esteban (Bruno Núñez) llegan al desierto marroquí tras el rastro de las fiestas rave que se organizan, aparentemente de la nada, en medio del vacío. Luis tiene la intuición de que su hija mayor desapareció al asistir a uno de estos festivales orgiásticos, anónimos y sin duración determinada. Si el desvanecimiento de la chica fue o no involuntario está en segundo plano: Luis y el niño buscan respuestas, testimonios o alguna pista suficiente. Aunque nadie parece haberla visto, padre e hijo –con todo y perro– se empeñan en acompañar a una troupé de fiesteros anarcovitalistas que presume vivir al margen de todo excepto de la gasolina necesaria para moverse de una fiesta a otra a través del desierto norafricano.

FICM

Fotograma de Sirat (2025), de Oliver Laxe

Siguiendo los manuales de géneros reconocibles como la road movie, el western o el cine de aventuras, Sirat abandona pronto su premisa inicial para transmutar en una terapia de choque y desasosiego para la audiencia. Al inicio, un texto en pantalla nos instruye en el significado del título: un vocablo árabe que designa al estrecho sendero que se extiende sobre el infierno y que toda ánima que busque redención o salvación deberá cruzar, a pie, para entrar en la luz del paraíso. La película de Laxe busca recrear esa idea espiritual como si fuera una estructura narrativa, obligándonos a avanzar de frente pese a la tentación de mirar al infierno –debajo– y con un último tramo de catarsis casi insoportable, casi violenta para el espectador, empeñada en despertar sensaciones a fuerza de sacudidas y descargas eléctricas. Habrá quien acuse a la película de efectista o de presumir una crueldad innecesaria, y quizá tenga algo de razón. Aún así al cine de Laxe habrá que agradecerle el empeño por situarnos en un espacio físico, mental, moral y –si se quiere– espiritual al cual no llegaríamos nunca por propio pie. Y eso, en vista del anestesiado cine que nos circunda en años recientes, ya desquita las incomodidades del viaje.

El diablo fuma (y guarda las cabezas quemadas de los cerillos en la misma caja)

En la ópera prima del michoacano Ernesto Martínez Bucio, ganadora del premio correspondiente como debut en la pasada Berlinale, asistimos a una atmósfera de olores irreconocibles, originales, pero que impregnan el que quizá sea el espacio físico y mental por excelencia en el cine mexicano moderno: la casa familiar y los enjambres humanos que lo habitan, en un rango que va de Principio y fin (1993) a Tótem (2023) o incluso a otra seleccionada en la misma competencia moreliana en esta edición, Vainilla (2025) de Mayra Hermosillo, también debutante.

No obstante Martínez Bucio haya enterrado el ombligo en Uruapan y vivido una infancia de paisaje michoacano, su debut resucita con impresionante precisión al Distrito Federal del verano de 1990, días de calor y vacación en los que Juan Pablo II volvía a visitar el país, la campaña “Lávate las manos” contra el cólera atiborraba la atención, el programa salinista Solidaridad se anunciaba como la entrada mexicana a la modernidad –otra vez– y en el país entero se percibía el rumor lejano, aunque ya perceptible, del fin de milenio.

FICM

Fotograma de El diablo fuma (y guarda las cabezas quemadas de los cerillos en la misma caja) (2025), de Ernesto Martínez Bucio

El diablo fuma nos invita a la observación de un desmoronamiento, pero no a través de la narración directa ni cronológica de sus fisuras, sino de numerosos fragmentos, oblicuos y aparentemente inconexos que van tomando forma, como la grabación de un espejo rompiéndose que se reprodujera en reversa, observando el reflejo, sin consciencia inicial de que lo que vemos es un espejo. De esta forma, los fragmentos se acomodan a cuentagotas invitándonos a habitar el mundo interior de sus personajes antes de entender lo que está pasando. Se trata, en su mayor parte, de cinco hermanos –tres niñas, dos niños– de entre siete y doce años que viven al cuidado de una abuela cariñosa pero negligente que, ante la crisis familiar que les separa progresivamente de sus padres, los fuerza a vivir, a puerta cerrada, una nublada percepción de la realidad en donde el diablo es una presencia tan natural como Dios o el ángel de la guarda lo serían para cualquier otra familia.

La película de Martínez Bucio tiene la textura y el vapor reconocible en numerosas óperas primas nacionales en años recientes, incluyendo sus flaquezas. El guion, coescrito por Bucio y la poeta y traductora capitalina Karen Plata, evita la estructura de tres actos o el manoseado desarrollo de personajes a partir de una motivación o conflicto para invitarnos a habitar una colmena de vidas de las cuales sabemos poco a nada, pero que pronto resultan reconocibles y entrañables.

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FICM 2025: ‘Sirat’ y ‘El diablo fuma’

El presente ha sido un año vigoroso para las cinematografías latinas e hispanas. De los premios recogidos en Cannes por la colombiana Un poeta, la chilena La misteriosa mirada del flamenco o la brasileña El agente secreto a la Concha de Oro para la española Los domingos, los jueces del establishment festivalero parecen avalar el buen momento del cine iberoamericano después de algunos años de letargo. Entre ellos destacan el Premio del Jurado en Cannes para Sirat, de Oliver Laxe, y el de mejor ópera prima para la mexicana El diablo fuma, de Ernesto Martínez Bucio, cuya inclusión paralela en el actual Festival Internacional de Cine de Morelia (FICM) amerita su revisión como dos ejercicios de cine autoral que no buscan la comodidad ecuménica del espectador sino el desafío de los sentidos por vías poco ortodoxas.

Sirat

Para el cinéfilo acostumbrado a buscar ascendencias, alumnados y linajes en todo lo que ve, el cine del franco-español de adopción marroquí Oliver Laxe es indisociable del Werner Herzog de las grandes epopeyas naturalistas. Lo cierto es que, desde Todos vosotros sois capitanes (2010), pasando por Mimosas (2016), Lo que arde (2019) y Sirat (2025), cada película de Laxe se parece menos a cualquier otra cosa y  más al interior caleidoscópico y feral del propio cineasta, para gusto de sus devotos o disgusto de sus detractores. En Sirat, estrenada en la competencia central de Cannes, donde recibió el Premio del Jurado –como sus tres películas anteriores, estrenadas y premiadas por el mismo festival que lo ha mimado e incubado como uno de sus enfants terribles exclusivos–, hay un cambio de dimensión en la producción de su cine, no así en su espíritu e inquietudes.

Producido ahora por los considerables recursos de Telefónica Movistar y Televisión Española (TVE), Laxe parece devolverse a los últimos planos de Mimosas, aquella road movie desértica, árabe y espiritual en las montañas del interior marroquí para expandirla a un nuevo relato en el mismo universo. La anécdota en Sirat se diluye tan pronto que más podría decirse que es un mero detonante narrativo para activar un mecanismo mayor. Luis (Sergi López) y su hijo Esteban (Bruno Núñez) llegan al desierto marroquí tras el rastro de las fiestas rave que se organizan, aparentemente de la nada, en medio del vacío. Luis tiene la intuición de que su hija mayor desapareció al asistir a uno de estos festivales orgiásticos, anónimos y sin duración determinada. Si el desvanecimiento de la chica fue o no involuntario está en segundo plano: Luis y el niño buscan respuestas, testimonios o alguna pista suficiente. Aunque nadie parece haberla visto, padre e hijo –con todo y perro– se empeñan en acompañar a una troupé de fiesteros anarcovitalistas que presume vivir al margen de todo excepto de la gasolina necesaria para moverse de una fiesta a otra a través del desierto norafricano.

FICM

Fotograma de Sirat (2025), de Oliver Laxe

Siguiendo los manuales de géneros reconocibles como la road movie, el western o el cine de aventuras, Sirat abandona pronto su premisa inicial para transmutar en una terapia de choque y desasosiego para la audiencia. Al inicio, un texto en pantalla nos instruye en el significado del título: un vocablo árabe que designa al estrecho sendero que se extiende sobre el infierno y que toda ánima que busque redención o salvación deberá cruzar, a pie, para entrar en la luz del paraíso. La película de Laxe busca recrear esa idea espiritual como si fuera una estructura narrativa, obligándonos a avanzar de frente pese a la tentación de mirar al infierno –debajo– y con un último tramo de catarsis casi insoportable, casi violenta para el espectador, empeñada en despertar sensaciones a fuerza de sacudidas y descargas eléctricas. Habrá quien acuse a la película de efectista o de presumir una crueldad innecesaria, y quizá tenga algo de razón. Aún así al cine de Laxe habrá que agradecerle el empeño por situarnos en un espacio físico, mental, moral y –si se quiere– espiritual al cual no llegaríamos nunca por propio pie. Y eso, en vista del anestesiado cine que nos circunda en años recientes, ya desquita las incomodidades del viaje.

El diablo fuma (y guarda las cabezas quemadas de los cerillos en la misma caja)

En la ópera prima del michoacano Ernesto Martínez Bucio, ganadora del premio correspondiente como debut en la pasada Berlinale, asistimos a una atmósfera de olores irreconocibles, originales, pero que impregnan el que quizá sea el espacio físico y mental por excelencia en el cine mexicano moderno: la casa familiar y los enjambres humanos que lo habitan, en un rango que va de Principio y fin (1993) a Tótem (2023) o incluso a otra seleccionada en la misma competencia moreliana en esta edición, Vainilla (2025) de Mayra Hermosillo, también debutante.

No obstante Martínez Bucio haya enterrado el ombligo en Uruapan y vivido una infancia de paisaje michoacano, su debut resucita con impresionante precisión al Distrito Federal del verano de 1990, días de calor y vacación en los que Juan Pablo II volvía a visitar el país, la campaña “Lávate las manos” contra el cólera atiborraba la atención, el programa salinista Solidaridad se anunciaba como la entrada mexicana a la modernidad –otra vez– y en el país entero se percibía el rumor lejano, aunque ya perceptible, del fin de milenio.

FICM

Fotograma de El diablo fuma (y guarda las cabezas quemadas de los cerillos en la misma caja) (2025), de Ernesto Martínez Bucio

El diablo fuma nos invita a la observación de un desmoronamiento, pero no a través de la narración directa ni cronológica de sus fisuras, sino de numerosos fragmentos, oblicuos y aparentemente inconexos que van tomando forma, como la grabación de un espejo rompiéndose que se reprodujera en reversa, observando el reflejo, sin consciencia inicial de que lo que vemos es un espejo. De esta forma, los fragmentos se acomodan a cuentagotas invitándonos a habitar el mundo interior de sus personajes antes de entender lo que está pasando. Se trata, en su mayor parte, de cinco hermanos –tres niñas, dos niños– de entre siete y doce años que viven al cuidado de una abuela cariñosa pero negligente que, ante la crisis familiar que les separa progresivamente de sus padres, los fuerza a vivir, a puerta cerrada, una nublada percepción de la realidad en donde el diablo es una presencia tan natural como Dios o el ángel de la guarda lo serían para cualquier otra familia.

La película de Martínez Bucio tiene la textura y el vapor reconocible en numerosas óperas primas nacionales en años recientes, incluyendo sus flaquezas. El guion, coescrito por Bucio y la poeta y traductora capitalina Karen Plata, evita la estructura de tres actos o el manoseado desarrollo de personajes a partir de una motivación o conflicto para invitarnos a habitar una colmena de vidas de las cuales sabemos poco a nada, pero que pronto resultan reconocibles y entrañables.

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jueves, 16 de octubre de 2025

Auge y desaparición de la tuiteratura

Según Wikipedia las primeras novelas en Twitter (ahora X) aparecieron en 2008. En aquel entonces esta red social limitaba los mensajes a 140 caracteres; después aumentaría la cuota a los 280 actuales, si no se adquiere la cuenta Premium. Como sucedió con la aparición de las primeras redes sociales (Facebook se fundó en 2004 y Twitter en 2006) hubo muchas esperanzas de que revolucionaran la comunicación y, sobre todo, promovieran lazos colaborativos entre las personas. Para los escritores, en particular, significaba poseer una tribuna independiente de editoriales, revistas y periódicos. La promesa no era sólo promocionar las obras publicadas sino usar Internet como un espacio de creación in situ, una suerte de página en blanco en la que autores y lectores podían interactuar. En aquel entonces las redes sociales aún dependían del texto, antes de considerarlo algo accesorio como sucede en Instagram. Twitter, antes de ser comprada por el oligarca Elon Musk, destacó por la brevedad de los mensajes, que podían ser acompañados por fotografías o enlaces.

La fiebre por compartir textos literarios muy breves le dio un nuevo auge a los poemas, aforismos, palíndromos (y otros juegos de palabras) y minificciones. Autores de varias partes del mundo usaron con regularidad Twitter con la esperanza de que su ingenio volviera virales algunas de sus creaciones, como ocurrió en aquel entonces. Conforme la tecnología avanzó, los textos literarios en internet se mudaron de la pantalla de la computadora de escritorio a las laptops y, después, a los teléfonos celulares. Uno podía ir en el transporte público y entrar a Twitter para comentar algún microcuento o crear uno en el momento. Se celebró, también, que la escritura en esa red social fomentara el lenguaje directo y sin adornos innecesarios. Había que pulir, como los buenos autores, cada frase hasta que se ajustara al tamaño reducido de un tuit. 

México siguió la moda de la tuiteratura. Autores como Mauricio Montiel Figueiras, José Luis Zárate o Alberto Chimal compartieron efusivamente sus creaciones hechas especialmente para Twitter. Los dos últimos participaron en encuentros a lo largo del país sobre el tema y daban talleres de tuiteratura. Montiel Figueiras, incluso, creó una cuenta alterna, “El hombre de Tweed”, para la escritura de una novela, aunque su intención final –como él mismo lo dijo– era publicar su obra en un libro tradicional impreso. En una entrevista concedida a La Jornada en 2016 fue más allá y afirmó: “Con la computadora, Facebook e Instagram nos fue dada una nueva máquina de escribir”.

Es curioso que los exponentes más entusiastas de la tuiteratura hayan sido autores de la Generación X (Montiel Figueiras nació en 1968, Chimal en 1970 y Zárate en 1966). Autores más jóvenes no se apartaron de las redes sociales, pero no usaron Twitter como una nueva plataforma de escritura. Es lógico: la Generación X recibió la influencia de la “cultura gadget”, es decir, fueron pioneros en el uso de aparatos cada vez más sofisticados que evolucionaban aceleradamente: celulares, videojuegos, televisiones convertidas en pantallas interactivas, decenas de canales por cable, entre otros. Las generaciones posteriores no percibieron las nuevas tecnologías como una novedad largamente esperada sino como un entorno al que estaban acostumbrados desde pequeños. Chimal y Zárate, además, son autores que formaron parte de círculos de ciencia ficción y literatura fantástica. En la década de los noventa, por ejemplo, el uso de la computadora, los CDs y la primera etapa de Internet materializó lo que ellos habían leído e imaginado años antes en las historias futuristas que los formaron.

A pesar de las promesas grandilocuentes de la tuiteratura, pocos entendieron la dinámica propia de las redes sociales y, sobre todo, su transformación con el paso del tiempo. Montiel Figueiras asumía que Twitter era una nueva máquina de escribir sin tomar en cuenta que esta red social estaba hecha para capitalizar la atención de los usuarios. Una máquina de escribir es propiedad de quien la usa y el autor tiene total control sobre su herramienta. Twitter, en cambio, crea una ilusión de libertad de discurso y creativa (así lo pensaron los escritores que promovieron su uso) cuando, en realidad, manipula a los usuarios para vender publicidad y, sobre todo, promover discursos de odio y la ideología de la derecha radical, sobre todo a raíz de su compra por Elon Musk. No sólo eso: Twitter y luego X se está convirtiendo en un ecosistema cada vez más artificial, pues está inundado por cuentas falsas y bots. Es ingenuo pensar que la red social, al igual que otras, sea un espacio neutral propicio para la creación artística e, incluso, la difusión de una obra. Por cada microcuento, poema o aforismo compartido hay miles de tuits hechos para provocar reacciones viscerales. 

La desaparición de la tuiteratura fue rápida, como sucede con muchos fenómenos actuales. Gran parte de sus practicantes abandonaron X ya sea por criticar a Elon Musk o porque sus textos eran bloqueados o invisibilizados. Ahora sus cuentas están inactivas o abandonadas. Curiosamente muchos han regresado a los blogs, comunidades que recuerdan los inicios de Internet y funcionaban como espacios de difusión y conversación pública. Plataformas como Substack (más allá de algunas críticas pertinentes a su modelo de negocio) parecen reconciliar a los autores que quieren compartir textos sin claudicar ante la imagen que domina Internet, en particular en redes sociales.

Una herencia indeseable de la escritura en tuits es el menosprecio al argumento y el triunfo de las sentencias y opiniones que no necesitan respaldo alguno. La escritura en tuits privilegia ideas simples que asumen el formato de cualquier eslogan. Los párrafos largos que, con independencia del género textual, ofrecen un contexto amplio y diversos tipos de estrategias retóricas, ahora se han convertido en minipárrafos que impiden propuestas más o menos profundas. El periodismo escrito, quizás, ha sido la principal víctima de esta tendencia. Sabedores que los consumidores de información usan el celular para leer, los columnistas actuales escriben textos conformados por párrafos-tuits. Después de publicarse en los medios tradicionales, son compartidos desde sus cuentas en hilos para su difusión. Cada tuit es una unidad de pensamiento limitado por los 280 caracteres. Muchas veces el espacio alcanza para dos frases relativamente cortas. El que ha llevado este método al extremo es el periodista Héctor Aguilar Camín, que en su columna del diario Milenio convierte a los párrafos en frases de un puñado de palabras. Su libro más reciente, La dictadura germinal, es una recopilación de este tipo de textos. 

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Auge y desaparición de la tuiteratura

Según Wikipedia las primeras novelas en Twitter (ahora X) aparecieron en 2008. En aquel entonces esta red social limitaba los mensajes a 140 caracteres; después aumentaría la cuota a los 280 actuales, si no se adquiere la cuenta Premium. Como sucedió con la aparición de las primeras redes sociales (Facebook se fundó en 2004 y Twitter en 2006) hubo muchas esperanzas de que revolucionaran la comunicación y, sobre todo, promovieran lazos colaborativos entre las personas. Para los escritores, en particular, significaba poseer una tribuna independiente de editoriales, revistas y periódicos. La promesa no era sólo promocionar las obras publicadas sino usar Internet como un espacio de creación in situ, una suerte de página en blanco en la que autores y lectores podían interactuar. En aquel entonces las redes sociales aún dependían del texto, antes de considerarlo algo accesorio como sucede en Instagram. Twitter, antes de ser comprada por el oligarca Elon Musk, destacó por la brevedad de los mensajes, que podían ser acompañados por fotografías o enlaces.

La fiebre por compartir textos literarios muy breves le dio un nuevo auge a los poemas, aforismos, palíndromos (y otros juegos de palabras) y minificciones. Autores de varias partes del mundo usaron con regularidad Twitter con la esperanza de que su ingenio volviera virales algunas de sus creaciones, como ocurrió en aquel entonces. Conforme la tecnología avanzó, los textos literarios en internet se mudaron de la pantalla de la computadora de escritorio a las laptops y, después, a los teléfonos celulares. Uno podía ir en el transporte público y entrar a Twitter para comentar algún microcuento o crear uno en el momento. Se celebró, también, que la escritura en esa red social fomentara el lenguaje directo y sin adornos innecesarios. Había que pulir, como los buenos autores, cada frase hasta que se ajustara al tamaño reducido de un tuit. 

México siguió la moda de la tuiteratura. Autores como Mauricio Montiel Figueiras, José Luis Zárate o Alberto Chimal compartieron efusivamente sus creaciones hechas especialmente para Twitter. Los dos últimos participaron en encuentros a lo largo del país sobre el tema y daban talleres de tuiteratura. Montiel Figueiras, incluso, creó una cuenta alterna, “El hombre de Tweed”, para la escritura de una novela, aunque su intención final –como él mismo lo dijo– era publicar su obra en un libro tradicional impreso. En una entrevista concedida a La Jornada en 2016 fue más allá y afirmó: “Con la computadora, Facebook e Instagram nos fue dada una nueva máquina de escribir”.

Es curioso que los exponentes más entusiastas de la tuiteratura hayan sido autores de la Generación X (Montiel Figueiras nació en 1968, Chimal en 1970 y Zárate en 1966). Autores más jóvenes no se apartaron de las redes sociales, pero no usaron Twitter como una nueva plataforma de escritura. Es lógico: la Generación X recibió la influencia de la “cultura gadget”, es decir, fueron pioneros en el uso de aparatos cada vez más sofisticados que evolucionaban aceleradamente: celulares, videojuegos, televisiones convertidas en pantallas interactivas, decenas de canales por cable, entre otros. Las generaciones posteriores no percibieron las nuevas tecnologías como una novedad largamente esperada sino como un entorno al que estaban acostumbrados desde pequeños. Chimal y Zárate, además, son autores que formaron parte de círculos de ciencia ficción y literatura fantástica. En la década de los noventa, por ejemplo, el uso de la computadora, los CDs y la primera etapa de Internet materializó lo que ellos habían leído e imaginado años antes en las historias futuristas que los formaron.

A pesar de las promesas grandilocuentes de la tuiteratura, pocos entendieron la dinámica propia de las redes sociales y, sobre todo, su transformación con el paso del tiempo. Montiel Figueiras asumía que Twitter era una nueva máquina de escribir sin tomar en cuenta que esta red social estaba hecha para capitalizar la atención de los usuarios. Una máquina de escribir es propiedad de quien la usa y el autor tiene total control sobre su herramienta. Twitter, en cambio, crea una ilusión de libertad de discurso y creativa (así lo pensaron los escritores que promovieron su uso) cuando, en realidad, manipula a los usuarios para vender publicidad y, sobre todo, promover discursos de odio y la ideología de la derecha radical, sobre todo a raíz de su compra por Elon Musk. No sólo eso: Twitter y luego X se está convirtiendo en un ecosistema cada vez más artificial, pues está inundado por cuentas falsas y bots. Es ingenuo pensar que la red social, al igual que otras, sea un espacio neutral propicio para la creación artística e, incluso, la difusión de una obra. Por cada microcuento, poema o aforismo compartido hay miles de tuits hechos para provocar reacciones viscerales. 

La desaparición de la tuiteratura fue rápida, como sucede con muchos fenómenos actuales. Gran parte de sus practicantes abandonaron X ya sea por criticar a Elon Musk o porque sus textos eran bloqueados o invisibilizados. Ahora sus cuentas están inactivas o abandonadas. Curiosamente muchos han regresado a los blogs, comunidades que recuerdan los inicios de Internet y funcionaban como espacios de difusión y conversación pública. Plataformas como Substack (más allá de algunas críticas pertinentes a su modelo de negocio) parecen reconciliar a los autores que quieren compartir textos sin claudicar ante la imagen que domina Internet, en particular en redes sociales.

Una herencia indeseable de la escritura en tuits es el menosprecio al argumento y el triunfo de las sentencias y opiniones que no necesitan respaldo alguno. La escritura en tuits privilegia ideas simples que asumen el formato de cualquier eslogan. Los párrafos largos que, con independencia del género textual, ofrecen un contexto amplio y diversos tipos de estrategias retóricas, ahora se han convertido en minipárrafos que impiden propuestas más o menos profundas. El periodismo escrito, quizás, ha sido la principal víctima de esta tendencia. Sabedores que los consumidores de información usan el celular para leer, los columnistas actuales escriben textos conformados por párrafos-tuits. Después de publicarse en los medios tradicionales, son compartidos desde sus cuentas en hilos para su difusión. Cada tuit es una unidad de pensamiento limitado por los 280 caracteres. Muchas veces el espacio alcanza para dos frases relativamente cortas. El que ha llevado este método al extremo es el periodista Héctor Aguilar Camín, que en su columna del diario Milenio convierte a los párrafos en frases de un puñado de palabras. Su libro más reciente, La dictadura germinal, es una recopilación de este tipo de textos. 

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miércoles, 15 de octubre de 2025

Reynaldo Jiménez: un pensar en devenir

La obra de Reynaldo Jiménez (Lima, 1959) podría pensarse como una zona de transiciones y matices. Poeta, ensayista, traductor, editor y músico, su trabajo con la palabra se expande hacia diversos soportes y aproximaciones heterogéneas, donde el rigor formal convive con la radicalidad expresiva en un continuo múltiple. Ha publicado más de una veintena de libros, varios de los cuales han sido reunidos por la editorial madrileña Libros de la Resistencia bajo el título Ganga (tres tomos hasta la fecha).

Traductor al castellano de Haroldo de Campos, Paulo Leminski, Sousândrade, Josely Vianna Baptista, Arnaldo Antunes (junto a Ivana Vollaro) y César Moro, entre otros. Fue editor en Último Reino y, junto a la artista Gabriela Giusti, creó y dirigió la revista y editorial tsé-tsé durante más de diez años. Sus múltiples grabaciones poético-sonoras pueden encontrarse aquí. Reside en Buenos Aires desde los cuatro años.

En esta entrevista explora diversas instancias de la escritura, la aproximación a la poesía como un acto devocional, la búsqueda de diversas posibilidades expresivas frente a ciertas concepciones sólidas del arte y la cultura, su vínculo personal con distintos poetas de generaciones anteriores, como Néstor Perlongher y Blanca Varela, entre otros.

Reynaldo Jiménez

En tu ensayo sobre Néstor Sánchez hacés una paráfrasis de César Moro: “el arte comienza donde la tranquilidad termina”. Me parece que hay una especie de colocación ahí, una instancia de búsqueda en lugar de la confirmación de ciertos mandatos culturales. Algo que noto en tu poesía.

Justo nombrás a dos artistas que son los campeones de la evasión, en el sentido de la obligatoriedad o el deber-ser del artista en un contexto dado. Son unos tránsfugas. Y eso coincide con un tipo de escritura que nunca se queda en las buenas maneras del ser poeta o escritor. Esto implica, obviamente, una revolución a nivel sintomático y meterse con la posibilidad de una irradiación polivalente. En el caso de Moro –que en todos lados es un extranjero voluntario– es algo así como lo situacionista en el punk, término en principio despectivo revertido en noción diferencial. Es decir, tomar lo despreciado y devolverlo diamantinamente, no enfrentándolo otra vez a ese sistema que nombra, designa y predetermina, sino resignificándolo, justamente para no resignar. En ese sentido, se trata de una instancia de la escritura que no se desliga del acontecimiento cotidiano, de lo desconocido y jamás habitado; una práctica de insistencia sobre las imágenes y la sintaxis, o desde ellas.

“Se trata de una instancia de la escritura que no se desliga del acontecimiento cotidiano, de lo desconocido y jamás habitado; una práctica de insistencia sobre las imágenes y la sintaxis, o desde ellas.”

Néstor Sánchez, por otro lado, no es lo que el tinglado literario consideraría un poeta. Dicho de otro modo, no escribe poemas, pero ¿quién puede negar que está muy cerca del jazz o de la vitalidad de las palabras? Es decir, se trata de una escritura que se va presentando a sí misma y que acontece ahí, en el presente mismo de la página; algo como una apertura de mundos o una zona interdimensional no descriptiva de la cosa. En ese sentido, conviene recordar cuando Sánchez dice que a él no le interesan las novelas que se pueden contar por teléfono. O sea, no tiene que ver con el argumento, la situación contextual de los personajes, la historia, sino con una instancia de escritura, con una apuesta más cercana a la performance –pero no la performance articulada para la crítica y el museo, la experimentación que hoy se permite dentro de ciertos límites protocolares, sino más bien una instancia de experiencia– y por lo tanto como lector te convoca hacia un presente. No te podés distraer. O mejor dicho, podés leer –y quizá sea conveniente que lo hagas– distraídamente, alejado de tu importancia de lector y de tus conocimientos previos sobre lo que es o no un libro, una novela, un poema. Casi te diría que es una apuesta corporal de la escritura, como alguien que se manda a improvisar sin renunciar a la composición. 

En general hay cierto reproche hacia estos tipos de escrituras. Se les suele asociar a un simple regodeo o engolosinamiento formal, estilístico, sonoro. En cambio vos hablás de “urgencia vibratoria”, “desplazamiento de perspectivas”, de una especie de “ver por resonancias”, como si de alguna manera se tratara de un pensamiento autónomo por otras vías. 

Creo que hay una manera de concebir la precisión en poesía que no suele discutirse mucho. A veces no se trata de un atajo o un camino recto, sino de recorrer una serie de puntos que te van llevando de un lado a otro, sin generar una coherencia o una comprensión abarcativa, como si no hubiese un sentido preexistente a ser descifrado. En ese caso, sería más bien la posibilidad de generar un recorrido –el recorrido mismo de la sensibilidad– como cuando se mira una pintura y el ojo va de un lado a otro registrando el movimiento o el estado de una percepción, algo que, de algún modo, hace Lezama Lima al trasladar las dinámicas del sueño –que no pasan por la descripción o narración fidedigna de una secuencia onírica, sino por cualidades de contrastes y desplazamientos– como si uno pudiese tener varias perspectivas al mismo tiempo. 

Reynaldo Jiménez

El poeta Reynaldo Jiménez

Y, al menos en mi caso, voy sintiendo contradictoriamente. No tengo ideas claras de lo que va pasando, pero trato de habitarlo, sobre todo cuando acontece a nivel de la escritura como un desencadenamiento de posibilidades. A veces es un desastre, pero a veces no. Y está bien. A veces encaja pero de una manera, insisto, no coherentizadora, sino musical, rítmica, respiratoriamente. Y si no encaja, se buscan las ligaduras. Cosas que se pueden pasar fácilmente por alto si se lee en función sólo del contenido y no de las resonancias que se van armando. El asunto es cuidar de que todo ese jardín no sea un mamarracho y se desborde totalmente, lo cual no sé si siempre lo logro. El tema, al final, es qué hacer con la intensidad.

En ese sentido en tus poemas hay una intención muy clara de incorporar la disonancia, la polirritmia, la saturación (haciendo una analogía con la música). Lo curioso es que en el fondo sigo percibiendo una búsqueda por la pulsión del canto o el encantamiento.

Sí, y en ese sentido también es una aspiración a la desnudez. Es decir, hay un malentendido con el tema del manierismo –algo que Néstor Perlongher reivindicaba hasta extremarlo: no soy manierista, decía, soy amanerado–, como si tener una maniera de hacer sonar pudiera ser considerado exagerado o fuera de tiempo. Y entonces, entra el reproche: no escribe o no canta como se debe, no afina en los mismos lugares, no parte de las mismas claves o no pretende tampoco los mismos destinos. Quizás sea eso lo que no se comprende, que no hay una unanimidad en la poesía latinoamericana o en castellano, que no hay una sola cosa y que, en cambio, es más bien múltiple y proliferante per se.

Además no sé si tengo ganas de aprender a escribir un poema súper bien hecho en el sentido clásico, donde todos los elementos están contemplados de una manera armónica, en relación a un ideal preexistente. Porque yo sospecho, por otro lado, que la polisemia en sí misma –incluyendo lo gestual que ahí se involucra, además de lo semántico– tiende también hacia el acorde, incluso utilizando estos elementos de la música (el delay o la reverberación) como posibilidad de intervenir en las resonancias y generar esa ilusión de que la palabra se va habitando sola; la desaparición elocutiva del autor, como decía Mallarmé. Además, tampoco estoy seguro de que el armónico sea el lugar definitivo de la armonía. Entonces, da para seguir pensando.

“Se trata de habitar las formas que te tocan a vos, según tu experiencia, tus conocimientos, tu sensibilidad y hasta dónde llega el entendimiento de la propia práctica.”

Ahora, tampoco se trata de romper con las formas. Se trata de habitar las formas que te tocan a vos, según tu experiencia, tus conocimientos, tu sensibilidad y hasta dónde llega el entendimiento de la propia práctica. No es que estás obligado a cumplir con una especie de estatuto superyoico acerca de cómo se articula la poesía. Por lo tanto, yo en realidad prefiero desprenderme de esa noción, y, en ese sentido, uno nunca deja de estudiar todas las posibilidades. A mí me fascina todo el tema de la etimología –quizás un poco a través de la traducción, o junto con ella–, la idea del poema como una zona de la experiencia para un pensamiento no necesariamente conceptual –un “pensar en devenir”, podría decirse– de modo que el texto o el textil sea un soporte para una cierta contemplación y no una remisión a un lugar común. Eso que va revelando un tratamiento de la lengua y que uno nota cuando lee a un autor que lo conmueve y dice: pará, qué bestia, cómo acá le puso esta atenuación, cómo trabajó esto aquí, cómo eligió este sinónimo. 

Como sumergirte en la materia del texto y quedarte un rato ahí.

En el micromar de sílabas, decía Perlongher, que de algún modo es una consciencia matérica, algo que impregna y se deja impregnar por la materia de la poesía en el acto. Eso lo tienen muy claro los concretos brasileños. Incluso, cuando dejan de hacer concretismo y vuelven a la sintaxis, existe la consciencia de cada elemento. Que, si se quiere, también es una consciencia super clásica. Eso ya está en Góngora, en Sor Juana… no le podés cambiar ni una letra porque es un organismo vivo. Vallejo hablaba de esto, pero en su caso es posible encontrar algunos huecos y eso también es algo que me gusta a mí. Esos lugares que están, entre comillas, desprolijos. Viste que en el Guernica hay una manchita y cuando la ves te das cuenta que Picasso la dejó ahí. Ésa es la firma. Ahí es donde se verifica el cuerpo, la decisión, como decía John Cage. En ese sentido, la mancha también me interesa. Bueno, Leminiski ya era un campeón de eso. Cuando salió la segunda edición de Catatau dejó todas las erratas del primer impresor teniendo la posibilidad de corregirlas. El tipo llegó a un texto tan poroso que todo puede suceder. Es rarísimo eso, porque como no busca cerrar en ningún lugar, cualquier accidente se incorpora. 

Reynaldo Jiménez

La otra vez mencionaste en una entrevista que tu colocación frente a la poesía es de alguna manera devocional, más cercana a una práctica que a un oficio. Eso me hace pensar en otras posibilidades de la escritura, por ejemplo en Ginsberg, que en ciertos momentos volvió el poema una plegaria, un salmo o un sutra. 

Lo devocional es todo un tema, porque, visto desde la óptica de la  poesía religiosa, lo que uno ofrece es algo monstruoso. No tiene nada que ver: no conlleva una moral, una doctrina o una sumisión a determinada iconografía. Y si aparecen son permanentemente remixadas desde la posibilidad de participar en distintas direcciones culturales. Al mismo tiempo, desde la perspectiva de quien no tiene ninguna religiosidad, también es una deformidad horrible, porque no se entiende y no halaga al comentarista intelectual que uno lleva dentro, al que lo sabe todo y dice qué es la poesía y la analiza. Sí, esos ejercicios se pueden hacer y son muy útiles, pero se trata de una consecuencia a posteriori; no pasa por ahí. De algún modo, uno es como un amanuense en medio del cataclismo de la distracción. Es decir, hay mucha gente distraída con la importancia de la poesía –que obviamente le importa a muy pocos– y en cómo ellos van a entrar en la historia de ese relatito. Y eso es muy duro, porque no nos damos cuenta que nos morimos en serio. A cada rato tengo noticia de algún poeta fallecido, personas que eran referentes cuando yo empecé y que estaban ahí, haciendo cosas.

Al mismo tiempo hay como una subdivisión de subdivisiones: poesía latinoamericana, poesía nacional, poesía de tal región, poesía de tal parroquia –como decía Leminski–; o bien, las subdivisiones por género, generación, estilo, como si estas cosas determinasen las escuelas y éstas fuesen a su vez entidades de adscripción política. Entonces, volviendo al tema del manierismo, si vos estás con la figura y ves que de golpe el cuello de la ninfa en una pintura de Pontormo adquirió una coloración azul, y querés escribir eso, no se puede. Porque es elitista, porque no habla del mundo real… como si eso no fuese el mundo real –el mundo de las imágenes, de los símbolos–, como si eso no estuviese. Pero si vas a los textos te encontrás con elementos que son en sí mismos y que no dependen ni siquiera de la intención del autor. Es como cuando te perdés viendo pintura en el museo –buena, mala, horrible, de todo tipo– y de golpe das con un Rothko. Y uno se queda, pero ¿y esto qué es?, ¿ahí no hay nada? Un asunto, por cierto, muy bien comentado por Sarduy en sus textos sobre el vacío y el pleno, porque toda esta idea de la proliferación y el barroquismo como horror vacui no me convence mucho. En ese sentido, me parece más bien una convocatoria, un homenaje al vacío mismo. En todo caso, la devoción sería esa posibilidad. No hacia una divinidad observante, jerarquizada, externa, sino una experiencia de la sensorialidad, la intuición y las emociones que connotan estar vivo y saber que uno es mortal. 

Hay mucha poesía que está muy bien desde el punto de vista de la eficacia contemporánea y contextual –y esto no es una crítica, ni una bajada de línea– pero a la que le hace falta la pátina. Es como si la muerte no estuviese presente en esas experiencias, y si lo está es más bien como un relato del cual al objetivarlo uno se desembaraza de algún modo. Entonces, se trata de la posibilidad de incorporar todas las instancias y no separar lo existencial de lo espiritual, que son sólo nombres que uno utiliza tratando de relativizar. En ese sentido me acuerdo de Lao Tsé: “¿Quién ha olvidado las palabras? Con ese me gustaría hablar”. Esa idea de olvidar y encontrar nuevas posibilidades, de que las palabras tienen un arrastre más allá de nuestras intenciones y que hay un punto donde empiezan a conectarse entre ellas. Eso también es devocional, la aplicación casi primitiva, rupestre, de ese manierismo que no connota otro elogio en acto a la historia del arte, sino que es una posición a favor de la emergencia plural de esa polivalencia.

Hay otro ensayo tuyo sobre Perlongher en el que te peleás con la obsesión de las academias y las instituciones de hacer calzar su obra dentro de ciertas categorías sociológicas, políticas, literarias, etc. Una operación que intenta domesticar una poética de alguna manera salvaje. 

Ese reduccionismo terrible de convertir al poeta en un prócer, en un sujeto histórico que nos va a trazar la ruta por la cual debemos caminar. Tomemos el caso de Vallejo, por ejemplo, que para muchos está enunciado desde un lugar de fanatismo. Digo, a mí me alucina Vallejo –“Va-lejos”– y claro, se aprende de él siempre. El tipo es de lo más grandes, pero una vez que pasaste la instancia de estudiarlo, analizarlo y leerlo cincuenta veces, hay que ver cuáles son los poemas que tienen que ver con vos. En ese sentido, en tanto a ese pensamiento en devenir que se manifiesta formalmente, Vallejo está lleno de recodos donde te podés quedar y demorar siglos. Eso es de una grandeza tremenda porque opera a nivel del detalle y no desde la enunciación de su importancia nacional o literaria. Lo que hay allí es una reserva viviente en la que cada uno tiene que hacer su trabajo y ver qué encuentra.

“Hay mucha poesía que está muy bien desde el punto de vista de la eficacia contemporánea y contextual –y esto no es una crítica, ni una bajada de línea– pero a la que le hace falta la pátina.”

En el caso de Perlongher, escribí ese texto en un momento donde estaba muy enojado con esa instancia de construcción del personaje. Se hacían homenajes en la Biblioteca Nacional, conversatorios, había un montón  de gente hablando… pero ¿sabes qué? Se olvidaban del poeta. Hablaban de Néstor en tanto militante, homosexual, sociólogo, en términos de poesía y transgresión nacional. Sin embargo, del poeta se acuerdan sólo de “Cadáveres”, que justamente es el poema que viene a corroborar lo nacional desde uno de los puntos de vista más clásicos de lo argentino: la imposibilidad de encontrarse con el otro, convertida, básicamente, en la masacre del otro. Siempre se habla, por ejemplo, de que está escrito en función de la dictadura militar argentina, y obviamente la vida de Néstor era muy complicada en ese tiempo –siempre iba al frente, era un verdadero luchador, y eso no se lo quita nadie–, pero su preocupación central era la poesía. Y todo aquello, me parece, concurría de una manera muy romántica –que es otra palabra muy denigrada últimamente– en el sentido de transformar la realidad. Por lo tanto, hay una concurrencia en la poética, en esa actitud que él tenía de poner el cuerpo. Pero ¿qué hacen muchos especialistas hoy? Convertirlo en el autor de un solo poema, a tal punto que se llega a decir, en uno de esos homenajes recientes, que “Cadáveres” sería lo único imprescindible que llegó a escribir en su vida. Ya directamente le ponen la cereza a la torta y todos contentos porque la bestia quedó domesticada. 

Bueno, ¿y la obra de Perlongher dónde está? Se ha editado solamente dos veces y con erratas. Pero no hay nada que reúna al narrador, al conferencista, a ese gran ensayista que fue. Y, en ese sentido, también es un poeta a su manera muy devocional. Lo manifiesta claramente hacia el final de su vida en Aguas aéreas, que es un libro, si se quiere, de experiencia mística. Es un tipo que sabe que se va a morir, para empezar. Recuerdo que lo fui a ver y me entregó el manuscrito para que lo llevara a la editorial. Eso me provocó una emoción enorme, pero no por su importancia, sino por su delicadeza, por la sutileza, por lo que abre y deja abierto en un acto devocional, y no como una especie de montaje egoísta donde todo culmina en el poeta.

Me llama la atención que esta inquietud de ir hacia delante, en el sentido de saltarse las convenciones y experimentar con otras posibilidades, también implica en algunos casos un ir hacia atrás, hacia zonas más arcaicas o ancestrales de la experiencia, incluso hacia cierto pensamiento mágico. 

Sí, claro, y también la sensibilidad que viene de la psicodelia –algo que Néstor conocía bastante bien– y muchas experiencias vinculadas al cultivo del sensacionismo, pero no a favor del reviente, sino del arte y la percatación. Para mí conocerlo fue un antes y un después porque me habilitó un montón de cosas. En aquella época los poetas estaban absolutamente convencidos de que el poema tenía que ser sólido. Y me recuerdo diciéndole a Néstor: quiero ser un poeta sólido. “No”, me respondía, “sólido no, fluido”. Yo era muy joven y estaba en el momento justo para que un hermano mayor me habilitara. Es decir, ver de golpe cómo una palabra que pareciera no significar nada se queda ronroneando algo que la palabra anterior había traído a escena. O poner a jugar el balbuceo de Artaud con el manierismo de Lezama. O la influencia del surrealismo entendida como la búsqueda de una radicalidad experiencial, un impulso más cercano a lo atávico y a la consideración del inconsciente que a la vanguardia misma, y que luego, presencias como las de Artaud reactualizan en la posibilidad del poeta arcaico. En otras palabras, la idea del poema como un imán de potencias y no como un lugar desde el que se emite una verdad preconcebida. Además, trabajar para La Poesía, a esta altura del partido, me parece complicado. Queda clarísimo que a la gente no le interesa. Y por lo tanto, ya que a nadie le interesa, vamos a radicalizar esa apertura potenciadora.

Lo curioso es que toda esta radicalidad no rompe con la tradición. En tu caso existe un vínculo personal con poetas mayores: Blanca Varela, Javier Sologuren, Lorenzo García Vega, etc.

Los conocí a todos ellos y puedo decir que fuimos de algún modo amigos. También a Perlongher, Mirtha Defilpo y Víctor Redondo, que me dio laburo en Último Reino. Todos ellos me trataron con mucho respeto, como un igual más joven. Estoy agradecido eternamente y los recuerdo siempre. Sologuren, por ejemplo, era mi tío y lo traté bastante. Lo mismo Blanca Varela, a la que fui a ver por primera vez a los diecisiete años y me recibió con los brazos abiertos. Ella me pasaba libros, autores, me invitó a un concierto de jazz, me enseñó a tomar whisky. A Lorenzo lo conocí mucho después, cuando ya era adulto; hubo un vínculo muy lindo, al principio nos escribíamos por correo electrónico hasta que empezó a quedarse temporadas en Buenos Aires. Más allá de lo anecdótico, esos gestos habilitantes son para toda la vida.

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Reynaldo Jiménez: un pensar en devenir

La obra de Reynaldo Jiménez (Lima, 1959) podría pensarse como una zona de transiciones y matices. Poeta, ensayista, traductor, editor y músico, su trabajo con la palabra se expande hacia diversos soportes y aproximaciones heterogéneas, donde el rigor formal convive con la radicalidad expresiva en un continuo múltiple. Ha publicado más de una veintena de libros, varios de los cuales han sido reunidos por la editorial madrileña Libros de la Resistencia bajo el título Ganga (tres tomos hasta la fecha).

Traductor al castellano de Haroldo de Campos, Paulo Leminski, Sousândrade, Josely Vianna Baptista, Arnaldo Antunes (junto a Ivana Vollaro) y César Moro, entre otros. Fue editor en Último Reino y, junto a la artista Gabriela Giusti, creó y dirigió la revista y editorial tsé-tsé durante más de diez años. Sus múltiples grabaciones poético-sonoras pueden encontrarse aquí. Reside en Buenos Aires desde los cuatro años.

En esta entrevista explora diversas instancias de la escritura, la aproximación a la poesía como un acto devocional, la búsqueda de diversas posibilidades expresivas frente a ciertas concepciones sólidas del arte y la cultura, su vínculo personal con distintos poetas de generaciones anteriores, como Néstor Perlongher y Blanca Varela, entre otros.

Reynaldo Jiménez

En tu ensayo sobre Néstor Sánchez hacés una paráfrasis de César Moro: “el arte comienza donde la tranquilidad termina”. Me parece que hay una especie de colocación ahí, una instancia de búsqueda en lugar de la confirmación de ciertos mandatos culturales. Algo que noto en tu poesía.

Justo nombrás a dos artistas que son los campeones de la evasión, en el sentido de la obligatoriedad o el deber-ser del artista en un contexto dado. Son unos tránsfugas. Y eso coincide con un tipo de escritura que nunca se queda en las buenas maneras del ser poeta o escritor. Esto implica, obviamente, una revolución a nivel sintomático y meterse con la posibilidad de una irradiación polivalente. En el caso de Moro –que en todos lados es un extranjero voluntario– es algo así como lo situacionista en el punk, término en principio despectivo revertido en noción diferencial. Es decir, tomar lo despreciado y devolverlo diamantinamente, no enfrentándolo otra vez a ese sistema que nombra, designa y predetermina, sino resignificándolo, justamente para no resignar. En ese sentido, se trata de una instancia de la escritura que no se desliga del acontecimiento cotidiano, de lo desconocido y jamás habitado; una práctica de insistencia sobre las imágenes y la sintaxis, o desde ellas.

“Se trata de una instancia de la escritura que no se desliga del acontecimiento cotidiano, de lo desconocido y jamás habitado; una práctica de insistencia sobre las imágenes y la sintaxis, o desde ellas.”

Néstor Sánchez, por otro lado, no es lo que el tinglado literario consideraría un poeta. Dicho de otro modo, no escribe poemas, pero ¿quién puede negar que está muy cerca del jazz o de la vitalidad de las palabras? Es decir, se trata de una escritura que se va presentando a sí misma y que acontece ahí, en el presente mismo de la página; algo como una apertura de mundos o una zona interdimensional no descriptiva de la cosa. En ese sentido, conviene recordar cuando Sánchez dice que a él no le interesan las novelas que se pueden contar por teléfono. O sea, no tiene que ver con el argumento, la situación contextual de los personajes, la historia, sino con una instancia de escritura, con una apuesta más cercana a la performance –pero no la performance articulada para la crítica y el museo, la experimentación que hoy se permite dentro de ciertos límites protocolares, sino más bien una instancia de experiencia– y por lo tanto como lector te convoca hacia un presente. No te podés distraer. O mejor dicho, podés leer –y quizá sea conveniente que lo hagas– distraídamente, alejado de tu importancia de lector y de tus conocimientos previos sobre lo que es o no un libro, una novela, un poema. Casi te diría que es una apuesta corporal de la escritura, como alguien que se manda a improvisar sin renunciar a la composición. 

En general hay cierto reproche hacia estos tipos de escrituras. Se les suele asociar a un simple regodeo o engolosinamiento formal, estilístico, sonoro. En cambio vos hablás de “urgencia vibratoria”, “desplazamiento de perspectivas”, de una especie de “ver por resonancias”, como si de alguna manera se tratara de un pensamiento autónomo por otras vías. 

Creo que hay una manera de concebir la precisión en poesía que no suele discutirse mucho. A veces no se trata de un atajo o un camino recto, sino de recorrer una serie de puntos que te van llevando de un lado a otro, sin generar una coherencia o una comprensión abarcativa, como si no hubiese un sentido preexistente a ser descifrado. En ese caso, sería más bien la posibilidad de generar un recorrido –el recorrido mismo de la sensibilidad– como cuando se mira una pintura y el ojo va de un lado a otro registrando el movimiento o el estado de una percepción, algo que, de algún modo, hace Lezama Lima al trasladar las dinámicas del sueño –que no pasan por la descripción o narración fidedigna de una secuencia onírica, sino por cualidades de contrastes y desplazamientos– como si uno pudiese tener varias perspectivas al mismo tiempo. 

Reynaldo Jiménez

El poeta Reynaldo Jiménez

Y, al menos en mi caso, voy sintiendo contradictoriamente. No tengo ideas claras de lo que va pasando, pero trato de habitarlo, sobre todo cuando acontece a nivel de la escritura como un desencadenamiento de posibilidades. A veces es un desastre, pero a veces no. Y está bien. A veces encaja pero de una manera, insisto, no coherentizadora, sino musical, rítmica, respiratoriamente. Y si no encaja, se buscan las ligaduras. Cosas que se pueden pasar fácilmente por alto si se lee en función sólo del contenido y no de las resonancias que se van armando. El asunto es cuidar de que todo ese jardín no sea un mamarracho y se desborde totalmente, lo cual no sé si siempre lo logro. El tema, al final, es qué hacer con la intensidad.

En ese sentido en tus poemas hay una intención muy clara de incorporar la disonancia, la polirritmia, la saturación (haciendo una analogía con la música). Lo curioso es que en el fondo sigo percibiendo una búsqueda por la pulsión del canto o el encantamiento.

Sí, y en ese sentido también es una aspiración a la desnudez. Es decir, hay un malentendido con el tema del manierismo –algo que Néstor Perlongher reivindicaba hasta extremarlo: no soy manierista, decía, soy amanerado–, como si tener una maniera de hacer sonar pudiera ser considerado exagerado o fuera de tiempo. Y entonces, entra el reproche: no escribe o no canta como se debe, no afina en los mismos lugares, no parte de las mismas claves o no pretende tampoco los mismos destinos. Quizás sea eso lo que no se comprende, que no hay una unanimidad en la poesía latinoamericana o en castellano, que no hay una sola cosa y que, en cambio, es más bien múltiple y proliferante per se.

Además no sé si tengo ganas de aprender a escribir un poema súper bien hecho en el sentido clásico, donde todos los elementos están contemplados de una manera armónica, en relación a un ideal preexistente. Porque yo sospecho, por otro lado, que la polisemia en sí misma –incluyendo lo gestual que ahí se involucra, además de lo semántico– tiende también hacia el acorde, incluso utilizando estos elementos de la música (el delay o la reverberación) como posibilidad de intervenir en las resonancias y generar esa ilusión de que la palabra se va habitando sola; la desaparición elocutiva del autor, como decía Mallarmé. Además, tampoco estoy seguro de que el armónico sea el lugar definitivo de la armonía. Entonces, da para seguir pensando.

“Se trata de habitar las formas que te tocan a vos, según tu experiencia, tus conocimientos, tu sensibilidad y hasta dónde llega el entendimiento de la propia práctica.”

Ahora, tampoco se trata de romper con las formas. Se trata de habitar las formas que te tocan a vos, según tu experiencia, tus conocimientos, tu sensibilidad y hasta dónde llega el entendimiento de la propia práctica. No es que estás obligado a cumplir con una especie de estatuto superyoico acerca de cómo se articula la poesía. Por lo tanto, yo en realidad prefiero desprenderme de esa noción, y, en ese sentido, uno nunca deja de estudiar todas las posibilidades. A mí me fascina todo el tema de la etimología –quizás un poco a través de la traducción, o junto con ella–, la idea del poema como una zona de la experiencia para un pensamiento no necesariamente conceptual –un “pensar en devenir”, podría decirse– de modo que el texto o el textil sea un soporte para una cierta contemplación y no una remisión a un lugar común. Eso que va revelando un tratamiento de la lengua y que uno nota cuando lee a un autor que lo conmueve y dice: pará, qué bestia, cómo acá le puso esta atenuación, cómo trabajó esto aquí, cómo eligió este sinónimo. 

Como sumergirte en la materia del texto y quedarte un rato ahí.

En el micromar de sílabas, decía Perlongher, que de algún modo es una consciencia matérica, algo que impregna y se deja impregnar por la materia de la poesía en el acto. Eso lo tienen muy claro los concretos brasileños. Incluso, cuando dejan de hacer concretismo y vuelven a la sintaxis, existe la consciencia de cada elemento. Que, si se quiere, también es una consciencia super clásica. Eso ya está en Góngora, en Sor Juana… no le podés cambiar ni una letra porque es un organismo vivo. Vallejo hablaba de esto, pero en su caso es posible encontrar algunos huecos y eso también es algo que me gusta a mí. Esos lugares que están, entre comillas, desprolijos. Viste que en el Guernica hay una manchita y cuando la ves te das cuenta que Picasso la dejó ahí. Ésa es la firma. Ahí es donde se verifica el cuerpo, la decisión, como decía John Cage. En ese sentido, la mancha también me interesa. Bueno, Leminiski ya era un campeón de eso. Cuando salió la segunda edición de Catatau dejó todas las erratas del primer impresor teniendo la posibilidad de corregirlas. El tipo llegó a un texto tan poroso que todo puede suceder. Es rarísimo eso, porque como no busca cerrar en ningún lugar, cualquier accidente se incorpora. 

Reynaldo Jiménez

La otra vez mencionaste en una entrevista que tu colocación frente a la poesía es de alguna manera devocional, más cercana a una práctica que a un oficio. Eso me hace pensar en otras posibilidades de la escritura, por ejemplo en Ginsberg, que en ciertos momentos volvió el poema una plegaria, un salmo o un sutra. 

Lo devocional es todo un tema, porque, visto desde la óptica de la  poesía religiosa, lo que uno ofrece es algo monstruoso. No tiene nada que ver: no conlleva una moral, una doctrina o una sumisión a determinada iconografía. Y si aparecen son permanentemente remixadas desde la posibilidad de participar en distintas direcciones culturales. Al mismo tiempo, desde la perspectiva de quien no tiene ninguna religiosidad, también es una deformidad horrible, porque no se entiende y no halaga al comentarista intelectual que uno lleva dentro, al que lo sabe todo y dice qué es la poesía y la analiza. Sí, esos ejercicios se pueden hacer y son muy útiles, pero se trata de una consecuencia a posteriori; no pasa por ahí. De algún modo, uno es como un amanuense en medio del cataclismo de la distracción. Es decir, hay mucha gente distraída con la importancia de la poesía –que obviamente le importa a muy pocos– y en cómo ellos van a entrar en la historia de ese relatito. Y eso es muy duro, porque no nos damos cuenta que nos morimos en serio. A cada rato tengo noticia de algún poeta fallecido, personas que eran referentes cuando yo empecé y que estaban ahí, haciendo cosas.

Al mismo tiempo hay como una subdivisión de subdivisiones: poesía latinoamericana, poesía nacional, poesía de tal región, poesía de tal parroquia –como decía Leminski–; o bien, las subdivisiones por género, generación, estilo, como si estas cosas determinasen las escuelas y éstas fuesen a su vez entidades de adscripción política. Entonces, volviendo al tema del manierismo, si vos estás con la figura y ves que de golpe el cuello de la ninfa en una pintura de Pontormo adquirió una coloración azul, y querés escribir eso, no se puede. Porque es elitista, porque no habla del mundo real… como si eso no fuese el mundo real –el mundo de las imágenes, de los símbolos–, como si eso no estuviese. Pero si vas a los textos te encontrás con elementos que son en sí mismos y que no dependen ni siquiera de la intención del autor. Es como cuando te perdés viendo pintura en el museo –buena, mala, horrible, de todo tipo– y de golpe das con un Rothko. Y uno se queda, pero ¿y esto qué es?, ¿ahí no hay nada? Un asunto, por cierto, muy bien comentado por Sarduy en sus textos sobre el vacío y el pleno, porque toda esta idea de la proliferación y el barroquismo como horror vacui no me convence mucho. En ese sentido, me parece más bien una convocatoria, un homenaje al vacío mismo. En todo caso, la devoción sería esa posibilidad. No hacia una divinidad observante, jerarquizada, externa, sino una experiencia de la sensorialidad, la intuición y las emociones que connotan estar vivo y saber que uno es mortal. 

Hay mucha poesía que está muy bien desde el punto de vista de la eficacia contemporánea y contextual –y esto no es una crítica, ni una bajada de línea– pero a la que le hace falta la pátina. Es como si la muerte no estuviese presente en esas experiencias, y si lo está es más bien como un relato del cual al objetivarlo uno se desembaraza de algún modo. Entonces, se trata de la posibilidad de incorporar todas las instancias y no separar lo existencial de lo espiritual, que son sólo nombres que uno utiliza tratando de relativizar. En ese sentido me acuerdo de Lao Tsé: “¿Quién ha olvidado las palabras? Con ese me gustaría hablar”. Esa idea de olvidar y encontrar nuevas posibilidades, de que las palabras tienen un arrastre más allá de nuestras intenciones y que hay un punto donde empiezan a conectarse entre ellas. Eso también es devocional, la aplicación casi primitiva, rupestre, de ese manierismo que no connota otro elogio en acto a la historia del arte, sino que es una posición a favor de la emergencia plural de esa polivalencia.

Hay otro ensayo tuyo sobre Perlongher en el que te peleás con la obsesión de las academias y las instituciones de hacer calzar su obra dentro de ciertas categorías sociológicas, políticas, literarias, etc. Una operación que intenta domesticar una poética de alguna manera salvaje. 

Ese reduccionismo terrible de convertir al poeta en un prócer, en un sujeto histórico que nos va a trazar la ruta por la cual debemos caminar. Tomemos el caso de Vallejo, por ejemplo, que para muchos está enunciado desde un lugar de fanatismo. Digo, a mí me alucina Vallejo –“Va-lejos”– y claro, se aprende de él siempre. El tipo es de lo más grandes, pero una vez que pasaste la instancia de estudiarlo, analizarlo y leerlo cincuenta veces, hay que ver cuáles son los poemas que tienen que ver con vos. En ese sentido, en tanto a ese pensamiento en devenir que se manifiesta formalmente, Vallejo está lleno de recodos donde te podés quedar y demorar siglos. Eso es de una grandeza tremenda porque opera a nivel del detalle y no desde la enunciación de su importancia nacional o literaria. Lo que hay allí es una reserva viviente en la que cada uno tiene que hacer su trabajo y ver qué encuentra.

“Hay mucha poesía que está muy bien desde el punto de vista de la eficacia contemporánea y contextual –y esto no es una crítica, ni una bajada de línea– pero a la que le hace falta la pátina.”

En el caso de Perlongher, escribí ese texto en un momento donde estaba muy enojado con esa instancia de construcción del personaje. Se hacían homenajes en la Biblioteca Nacional, conversatorios, había un montón  de gente hablando… pero ¿sabes qué? Se olvidaban del poeta. Hablaban de Néstor en tanto militante, homosexual, sociólogo, en términos de poesía y transgresión nacional. Sin embargo, del poeta se acuerdan sólo de “Cadáveres”, que justamente es el poema que viene a corroborar lo nacional desde uno de los puntos de vista más clásicos de lo argentino: la imposibilidad de encontrarse con el otro, convertida, básicamente, en la masacre del otro. Siempre se habla, por ejemplo, de que está escrito en función de la dictadura militar argentina, y obviamente la vida de Néstor era muy complicada en ese tiempo –siempre iba al frente, era un verdadero luchador, y eso no se lo quita nadie–, pero su preocupación central era la poesía. Y todo aquello, me parece, concurría de una manera muy romántica –que es otra palabra muy denigrada últimamente– en el sentido de transformar la realidad. Por lo tanto, hay una concurrencia en la poética, en esa actitud que él tenía de poner el cuerpo. Pero ¿qué hacen muchos especialistas hoy? Convertirlo en el autor de un solo poema, a tal punto que se llega a decir, en uno de esos homenajes recientes, que “Cadáveres” sería lo único imprescindible que llegó a escribir en su vida. Ya directamente le ponen la cereza a la torta y todos contentos porque la bestia quedó domesticada. 

Bueno, ¿y la obra de Perlongher dónde está? Se ha editado solamente dos veces y con erratas. Pero no hay nada que reúna al narrador, al conferencista, a ese gran ensayista que fue. Y, en ese sentido, también es un poeta a su manera muy devocional. Lo manifiesta claramente hacia el final de su vida en Aguas aéreas, que es un libro, si se quiere, de experiencia mística. Es un tipo que sabe que se va a morir, para empezar. Recuerdo que lo fui a ver y me entregó el manuscrito para que lo llevara a la editorial. Eso me provocó una emoción enorme, pero no por su importancia, sino por su delicadeza, por la sutileza, por lo que abre y deja abierto en un acto devocional, y no como una especie de montaje egoísta donde todo culmina en el poeta.

Me llama la atención que esta inquietud de ir hacia delante, en el sentido de saltarse las convenciones y experimentar con otras posibilidades, también implica en algunos casos un ir hacia atrás, hacia zonas más arcaicas o ancestrales de la experiencia, incluso hacia cierto pensamiento mágico. 

Sí, claro, y también la sensibilidad que viene de la psicodelia –algo que Néstor conocía bastante bien– y muchas experiencias vinculadas al cultivo del sensacionismo, pero no a favor del reviente, sino del arte y la percatación. Para mí conocerlo fue un antes y un después porque me habilitó un montón de cosas. En aquella época los poetas estaban absolutamente convencidos de que el poema tenía que ser sólido. Y me recuerdo diciéndole a Néstor: quiero ser un poeta sólido. “No”, me respondía, “sólido no, fluido”. Yo era muy joven y estaba en el momento justo para que un hermano mayor me habilitara. Es decir, ver de golpe cómo una palabra que pareciera no significar nada se queda ronroneando algo que la palabra anterior había traído a escena. O poner a jugar el balbuceo de Artaud con el manierismo de Lezama. O la influencia del surrealismo entendida como la búsqueda de una radicalidad experiencial, un impulso más cercano a lo atávico y a la consideración del inconsciente que a la vanguardia misma, y que luego, presencias como las de Artaud reactualizan en la posibilidad del poeta arcaico. En otras palabras, la idea del poema como un imán de potencias y no como un lugar desde el que se emite una verdad preconcebida. Además, trabajar para La Poesía, a esta altura del partido, me parece complicado. Queda clarísimo que a la gente no le interesa. Y por lo tanto, ya que a nadie le interesa, vamos a radicalizar esa apertura potenciadora.

Lo curioso es que toda esta radicalidad no rompe con la tradición. En tu caso existe un vínculo personal con poetas mayores: Blanca Varela, Javier Sologuren, Lorenzo García Vega, etc.

Los conocí a todos ellos y puedo decir que fuimos de algún modo amigos. También a Perlongher, Mirtha Defilpo y Víctor Redondo, que me dio laburo en Último Reino. Todos ellos me trataron con mucho respeto, como un igual más joven. Estoy agradecido eternamente y los recuerdo siempre. Sologuren, por ejemplo, era mi tío y lo traté bastante. Lo mismo Blanca Varela, a la que fui a ver por primera vez a los diecisiete años y me recibió con los brazos abiertos. Ella me pasaba libros, autores, me invitó a un concierto de jazz, me enseñó a tomar whisky. A Lorenzo lo conocí mucho después, cuando ya era adulto; hubo un vínculo muy lindo, al principio nos escribíamos por correo electrónico hasta que empezó a quedarse temporadas en Buenos Aires. Más allá de lo anecdótico, esos gestos habilitantes son para toda la vida.

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martes, 14 de octubre de 2025

Ingrid Hernández, en construcción

“A lo largo de veinte años he trabajado temas de migración, movilidad, vivienda y autoconstrucción, principalmente en la ciudad de Tijuana”, explica la artista Ingrid Hernández, que desde el pasado 19 de septiembre presenta la retrospectiva 20 años de arte _under construction_. La exposición, que alberga la Sala 1 de El Cubo del Centro Cultural Tijuana (CECUT), consta de trece proyectos realizados a partir de 2003.

Daniela Lieja Quintanar, cocuradora de la muestra, habla del enfoque feminista que rigió el proceso: “Siempre estuvieron presentes las relaciones de afecto; Ingrid me recibió en su casa, conocí a su hija. Queríamos no sólo mostrar a la artista sino también a la madre, la maestra, la curadora, la gestora cultural e incluso a la socióloga”. Bajo la idea de algo inacabado, en construcción, la cocuradora Rosela del Bosque enfatiza el trabajo colaborativo y dialógico que implicó el montaje que puede visitarse en el CECUT.

Lo que Ingrid Hernández, 20 años de arte _under construction_ permite atestiguar es una sostenida investigación sobre los espacios habitables en medio de transformaciones urbanas y contextos de precariedad. Para ello la artista recurre a la fotografía, la gráfica, la escultura o la instalación, con proyectos de largo aliento como Outdoors (2003-2025), que permite identificar las preocupaciones constantes en la obra de Hernández. Paisajes afectivos (2018-2019), por otra parte, es una inmersión en los espacios familiares para identificar los patrones de una forma de habitar.

Ingrid Hernández

Vista de la exposición Ingrid Hernández, 20 años de arte _under construction_, Centro Cultural Tijuana, 2025

La retrospectiva incluye un par de proyectos que no se habían exhibido hasta el momento, así como materiales de investigación y documentación que sostienen las búsquedas visuales. Los marcos temporales de las obras mostradas hablan de una artista que hace de la paciencia una poética, lo que le permite registrar el modo en que cambian ciertos ambientes interiores o urbanos.

Aunque algunos de sus proyectos se han desarrollado en Nueva York o Bogotá, resulta significativo que esta exposición se inaugure en Tijuana, la ciudad donde Ingrid Hernández nació en 1974 y en la que ha realizado la mayor parte de su trabajo, lo mismo como artista que como cofundadora de Relaciones Inesperadas, espacio para el desarrollo de prácticas artísticas contemporáneas en un contexto pedagógico. Con exposiciones individuales y colectivas en espacios de americanos, europeos y asiáticos, estos 20 años de arte _under construction_ son la oportunidad de ver, con una museografía pensada para la ocasión, una práctica sostenida y coherente alrededor de la cuestión del habitar.

Ingrid Hernández

Ingrid Hernández, del proyecto Sedimentaciones (2022-2025)

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Ingrid Hernández, en construcción

“A lo largo de veinte años he trabajado temas de migración, movilidad, vivienda y autoconstrucción, principalmente en la ciudad de Tijuana”, explica la artista Ingrid Hernández, que desde el pasado 19 de septiembre presenta la retrospectiva 20 años de arte _under construction_. La exposición, que alberga la Sala 1 de El Cubo del Centro Cultural Tijuana (CECUT), consta de trece proyectos realizados a partir de 2003.

Daniela Lieja Quintanar, cocuradora de la muestra, habla del enfoque feminista que rigió el proceso: “Siempre estuvieron presentes las relaciones de afecto; Ingrid me recibió en su casa, conocí a su hija. Queríamos no sólo mostrar a la artista sino también a la madre, la maestra, la curadora, la gestora cultural e incluso a la socióloga”. Bajo la idea de algo inacabado, en construcción, la cocuradora Rosela del Bosque enfatiza el trabajo colaborativo y dialógico que implicó el montaje que puede visitarse en el CECUT.

Lo que Ingrid Hernández, 20 años de arte _under construction_ permite atestiguar es una sostenida investigación sobre los espacios habitables en medio de transformaciones urbanas y contextos de precariedad. Para ello la artista recurre a la fotografía, la gráfica, la escultura o la instalación, con proyectos de largo aliento como Outdoors (2003-2025), que permite identificar las preocupaciones constantes en la obra de Hernández. Paisajes afectivos (2018-2019), por otra parte, es una inmersión en los espacios familiares para identificar los patrones de una forma de habitar.

Ingrid Hernández

Vista de la exposición Ingrid Hernández, 20 años de arte _under construction_, Centro Cultural Tijuana, 2025

La retrospectiva incluye un par de proyectos que no se habían exhibido hasta el momento, así como materiales de investigación y documentación que sostienen las búsquedas visuales. Los marcos temporales de las obras mostradas hablan de una artista que hace de la paciencia una poética, lo que le permite registrar el modo en que cambian ciertos ambientes interiores o urbanos.

Aunque algunos de sus proyectos se han desarrollado en Nueva York o Bogotá, resulta significativo que esta exposición se inaugure en Tijuana, la ciudad donde Ingrid Hernández nació en 1974 y en la que ha realizado la mayor parte de su trabajo, lo mismo como artista que como cofundadora de Relaciones Inesperadas, espacio para el desarrollo de prácticas artísticas contemporáneas en un contexto pedagógico. Con exposiciones individuales y colectivas en espacios de americanos, europeos y asiáticos, estos 20 años de arte _under construction_ son la oportunidad de ver, con una museografía pensada para la ocasión, una práctica sostenida y coherente alrededor de la cuestión del habitar.

Ingrid Hernández

Ingrid Hernández, del proyecto Sedimentaciones (2022-2025)

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jueves, 9 de octubre de 2025

Una intuición singular

La frase larga: la posibilidad de capturar el aprendizaje de los sentidos, de amplificar los instantes hasta crear una temporalidad específica en la página (Proust), o bien de emular el ritmo del pensamiento, de seguir el flujo de la conciencia al margen de la sintaxis al uso (Joyce); la oración subordinada como herramienta para crear un ambiente, para producir el efecto de una realidad autónoma (Faulkner), o para explorar minuciosamente, a través de pliegues y repliegues, la textura de lo real (Saer); la articulación de temáticas y momentos diversos, hasta producir una suerte de mural en el ojo lector (Simon); el ritornelo como producto de una obsesión, una espiral de palabras que vuelven sobre sí con cada vez más fuerza, hasta arrancarnos de la costumbre (Bernhard); la resistencia a la anulación del tiempo y a la atención pulverizada, a través de una frase paciente que, desde la duración, apuesta a una nueva epopeya (Handke); el discurso que, mediante cláusulas, hace del relato una meditación, donde los acontecimientos se suspenden a favor de sus implicaciones reflexivas (Marías), un discurso capaz de organizar en un denso magma la experiencia inmediata, la memoria histórica y literaria, el paisaje, fotos, pinturas (Sebald). 

László Krasznahorkai ha hecho de la frase larga la característica saliente de su estilo –hablamos, sí, de un creyente en la forma–, pero la entiende de un modo distinto al de sus antecesores en la tradición de la prosa moderna: “Mis llamadas frases largas no provienen de ninguna idea o teoría personal, sino del lenguaje hablado. […] Cuando hablamos, hablamos con oraciones fluidas, ininterrumpidas, y este tipo de expresión no requiere de puntos. Sólo Dios requiere el punto –y al final Él lo usará, estoy seguro”. La explicación, rematada con un giro típico del autor –la irrupción de lo divino en el contexto cotidiano–, podría hacer pensar que su escritura busca captar la oralidad, pero lo cierto es que se trata de otra cosa. Aunque abundante en meandros digresivos, la oración de Krasznahorkai persigue el movimiento, es un continuo de acontecimientos capaz de organizar saltos en el tiempo y desplazamientos en la posición del narrador, de habilitar la coexistencia de tonos, de orientar la “mirada” del lector en distintas direcciones, con el fin de que tenga una experiencia de lo narrado. En la producción narrativa que se inició con la novela Tango satánico (1985), la frase krasznahorkiana ha ido variando en extensión –de unas líneas al medio centenar de páginas– y entendimiento del ritmo –del enunciado extenuante al relato cadencioso, fluido–, pero sin perder en el camino el espíritu elegiaco.

László Krasznahorkai ha hecho de la frase larga la característica saliente de su estilo –hablamos, sí, de un creyente en la forma–, pero la entiende de un modo distinto al de sus antecesores en la tradición de la prosa moderna.

En la introducción del “proyecto literario especial” Guerra y guerra (1999), que puede leerse en su página web, Krasznahorkai habla de una imagen que lo asaltó mientras caminaba por Berlín en 1992: “un par de personas corriendo por sus vidas en medio de una devastación intemporal mientras hacen un inventario de todo aquello a lo que tienen que decir adiós”. El proyecto surgió de la epifanía mencionada, que llevó a Krasznahorkai a publicar en revistas literarias húngaras mensajes para aquellos que pudieran comprender “el significado de una visión como la mía”. Esas frases constituyen el primer capítulo. El segundo y el tercero, partes de un relato más amplio cuyo desenlace “tiene lugar en la realidad”, son los volúmenes Ha llegado Isaías (1998) y Guerra y guerra. Del cuarto hablaremos más adelante. Un contexto semejante podría hacer pensar que Krasznahorkai participa del espíritu de las literaturas postautónomas, es decir, que aspira a construir una obra que trascienda el espacio literario. Ocurre, no obstante, lo contrario: uno se adentra en sus libros y encuentra no sólo a uno de los prosistas más originales de esta época, sino también una escritura que, si en algún momento hace que el lector ponga un ojo fuera del libro, es para devolverlo a él con la mirada renovada.

La “visión” de Guerra y guerra explica no sólo la idea que Krasznahorkai tiene del escritor, sino el texto apócrifo que está detrás de la novela. György Korin, archivista de la provincia húngara, descubre un manuscrito que, según considera, tiene un valor inconmensurable. Dado que su vida ha dejado de tener sentido (“Todo se ha ido al garete y todo se ha envilecido”, explica en Ha llegado Isaías), decide que su último acto será salvar para la eternidad ese singular documento. Éste, según nos enteramos por sus locuaces glosas, narra el periplo de cuatro inmortales que, en un extraño viaje de regreso a casa, cruzan lugares y épocas en los que irán desencadenándose catástrofes bélicas, siempre antecedidas por la aparición del mefistotélico Mastemann. No llegaremos a saber cuál es la grandeza del texto, pero poco importa. El nervioso Korin, que oscila entre la lucidez y la locura, ha oído que Internet es la memoria eterna de la humanidad, por lo que decide abandonar Hungría para instalarse en el “centro del mundo”, Nueva York, desde donde publicará el texto en la red. Una vez cumplida su misión, se dará un tiro. La verbosidad de Korin es convertida por Krasznahorkai en principio formal. Guerra y guerra se compone de capítulos divididos en fragmentos, cada uno de los cuales es una frase, que oscila entre las tres líneas y las cinco páginas. Los meandros de la prosa no sólo revelan una deslumbrante riqueza sensorial: modulan la temporalidad del relato.

Uno se adentra en sus libros y encuentra no sólo a uno de los prosistas más originales de esta época, sino también una escritura que, si en algún momento hace que el lector ponga un ojo fuera del libro, es para devolverlo a él con la mirada renovada.

El conjunto dibuja un paisaje melancólico en el que se han desarrollado las historias de Krasznahorkai desde el inicio, aunque con especial intensidad en Melancolía de la resistencia (1989). Tanto Ha llegado Isaías –un breve monólogo– como Guerra y guerra –una narración coral– hablan de pérdidas, esencialmente el bien y lo sublime. El objeto extraviado de Korin parece ser el eros humanista. El protagonista del relato cuenta a una puertorriqueña, la novia del húngaro alcohólico que lo hospeda en Nueva York, que en el manuscrito, caótico y de capítulos inconclusos, todo adquiere sentido hacia el final. Lo mismo ocurre en Guerra y guerra: Korin descubre, en una foto (reproducida en el libro), una escultura de Mario Merz que se le revela como última morada. Así, el cuarto capítulo de este proyecto tiene lugar en la realidad, luego de que el personaje viaja a Suiza. Una placa en las Salas para Arte Nuevo de Schaffhausen reza: “Éste es el lugar en el que György Korin, el personaje de la novela Guerra y guerra de László Krasznahorkai, se disparó en la cabeza; por más que buscó, no pudo encontrar lo que llamó la Salida”.

Si en Tango satánico, Melancolía de la resistencia, Ha llegado Isaías y Guerra y guerra quedaba claro que, para su autor, el escritor es un testigo de la catástrofe universal y, al mismo tiempo, quien elige lo que debe conservarse, en sus últimos posteriores, marcados por estancias prolongadas en China, Mongolia y Japón, la perspectiva se ha modificado y con ella, en alguna medida, el estilo. Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río (2003), su novela “japonesa”, es prueba de ello: el budismo ofrece consuelo a nuestra existencia fugitiva, nos educa en la impermanencia. En Y Seiobo descendió a la Tierra (2008), sin embargo, la poética de Krasznahorkai parece haber encontrado una suerte de summa: coexisten el pesimismo ante el avance de la Historia y la idea de que lo bello nos redime.

En ‘Y Seiobo descendió a la Tierra’ (2008) la poética de Krasznahorkai parece haber encontrado una suerte de ‘summa’: coexisten el pesimismo ante el avance de la Historia y la idea de que lo bello nos redime.

En “La muralla y los libros”, el ensayo inaugural de Otras inquisiciones (1952), Borges escribió célebremente: “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”. La frase funciona de manera extrañamente precisa al intentar una descripción de Y Seiobo descendió a la Tierra, una de las “novelas” más originales del siglo. Al libro, una sucesión de relatos de tramas autónomas, lo hilvana una idea que surge al paso en el capítulo “Lejana autorización”, dedicado a la Alhambra: “la propuesta de que elijamos algo superior al mundo de desintegración del caos maligno, un mundo superior que lo contiene todo, una unidad gigantesca, es esto lo que podemos elegir”. Desde esta posición neoplatónica, Krasznahorkai sugiere, a través de la experiencia de la Acrópolis, el teatro nō, la pintura renacentista, la música barroca o La Pedrera de Gaudí, que la belleza, inmanente, siempre turbadora, nunca exenta de peligros, permite acceder a Dios. O a la Nada. Por ello la restauración es una práctica recurrente en el libro: aquello capaz de producir el hecho estético ha de ser conservado. (Hay algo ciertamente benjaminiano en Y Seiobo descendió a la Tierra: “La huella es aparición de una cercanía, por más lejos que ahora pueda estar eso que la ha dejado atrás. El aura es aparición de una lejanía, por más cerca que ahora pueda estar lo que la convoca nuevamente. En la huella nos apoderamos de la cosa, el aura se apodera de nosotros”, Obra de los pasajes, 1927-1940.) 

Las tramas de los diversos capítulos, numerados de acuerdo con la sucesión de Fibonacci (1, 2, 3, 5, 8, 13, 21… hasta llegar a 2584), implican lo que parece ser el ethos krasznahorkiano: la paciencia. Ninguna gran obra, ningún objeto capaz de ofrecer la experiencia estética, nace del apresuramiento y la inmediatez, parece decirnos cuando describe, por ejemplo, el proceso de reconstrucción del Santuario de Ise. Aquí podría ubicarse el núcleo político de la obra del narrador, al margen de su sospechoso pesimismo. En la reivindicación del “gran arte” hay una apuesta de futuro, como ha visto Alain Badiou en sus Cinco tesis sobre Wagner (2010): una nueva grandeza, desvinculada de la idea de totalidad, que Krasznahorkai encuentra en lugares y circunstancias diversos, no sólo en un aria de Bach sino también en la instalación de Mario Merz que aparece en Guerra y guerra. Finalmente, “cuando el hombre crea formas nuevas y revolucionarias basadas en la capacidad de experimentar de una manera intensa la tradición más sublime, crea hasta un nuevo sistema de formas mediante una sensibilidad cultivada, una intuición singular y una concentración genial y eleva así la existencia humana, la eleva toda, la coloca en un plano muy alto”. El novum, entonces: no la abolición de lo viejo sino su uso profanatorio, su transfiguración en otra sintaxis.

Este texto reúne y amplía reseñas publicadas en La Tempestad en 2009 y 2015

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