jueves, 4 de diciembre de 2025

Hacer el Mussolini

La figura de Benito Mussolini ha fascinado a un amplio espectro de creadores, lo mismo en su campo político que en el opuesto, acaso por el inquietante detalle de que el fundador del fascismo italiano comenzó su trayectoria pública como socialista. Terminó colgado de los pies en la Plaza Loreto de Milán el 29 de abril de 1945, tras ser fusilado junto a su amante Clara Petacci y otros connotados criminales. Desde su ejecución, tras haber encaminado a Italia al desastre, el Duce se ha convertido en un fantasma incómodo, cada vez menos espectral, al punto de ser reconocible en la gestualidad cretina de políticos contemporáneos que prometen el regreso de supuestas grandezas pasadas. En una escena de Mussolini: hijo del siglo, el actor Luca Marinelli mira a la cámara y escupe, en inglés, Make Italy Great Again. De MIGA a MAGA, un suspiro.

Como la de los cineastas británicos más interesantes de las últimas décadas, la filmografía de Joe Wright –que nació ya madura, con Orgullo y prejuicio, hace dos décadas– ha profundizado su tendencia a la teatralidad. De los emocionantes movimientos de cámara que animan sus primeros trabajos –con el plano secuencia de Expiación (2007), esos cinco minutos deslumbrantes en la playa de Dunkerque, como momento cumbre– ha llegado a un formalismo marcadamente antirrealista a partir de su Anna Karenina (2012). En la miniserie Mussolini: hijo del siglo (2025), Wright ha elevado la puesta, radicalizando la teatralidad hasta el paroxismo operístico, haciendo de su retrato de los inicios del Duce una suerte de musical secreto, como lo fue La naranja mecánica (1971) para Kubrick.

Los ocho capítulos de la serie, disponibles en MUBI, se centran en un período específico de la vida de Mussolini, de 1919 a 1925, es decir, de la fundación de los Fasces Italianos de Combate al discurso al Parlamento con el que inició la dictadura que duraría dos décadas, pasando por el asesinato del diputado socialista Giacomo Matteotti a mediados de 1924. Con un gran Marinelli a cargo del personaje, Joe Wright ensambla escenas que, paralelamente, revelan el olfato político del Duce y desmenuzan el frangollo ideológico fascista, donde conviven el nacionalismo vitalista de D’Annunzio, la fuga hacia adelante futurista y la más pura sed de dominio a través de un corporativismo sin fisuras, todo ello unido con el pegamento de la violencia. La cuestión, entonces, es la pertinencia de un relato semejante, a un siglo de los acontecimientos históricos. Uno podría recurrir a Pasolini para pensar el fascismo inherente a la homogeneización de la sociedad de consumo, pero la intervención de Wright apunta en otras direcciones.

Mussolini

Fotograma de Mussolini: hijo del siglo (2025), de Joe Wright

Mussolini: hijo del siglo es fundamentalmente una obra de cámara. Las ciudades italianas adquieren rasgos fantasmales, son el fondo del decorado, mientras que la mayor parte de la trama ocurre en interiores, con el Duce dirigiéndose al espectador permanentemente. Esta ruptura de la cuarta pared –que en el arte serial tiene un antecedente claro en la primera temporada de House of Cards (Beau Willimon, 2013)– es engañosa. Mussolini no busca interlocución, su discurso no tiene más destinatario que él mismo, morador de una cámara de eco donde resuenan el oportunismo, el resentimiento y el delirio. Aquí el megafilme, con una mezcla de recursos que van de la dramaturgia clásica al montaje frenético de las vanguardias, termina componiendo un retrato que permite identificar el vínculo indisoluble entre narcisismo y fascismo. La grandeza a la que aspira Mussolini está siempre más allá, en un destino inalcanzable, pero ese objeto de deseo brinda el combustible que mantendrá viva la maquinaria fascista, hasta que –en un fuera de campo que es la Historia propiamente dicha– el cuerpo fofo de Benito encuentre su verdadera medida en el paredón. Lo que el ambivalente Malaparte llamó “técnica de la divinidad artificial” topó un límite infranqueable en la realidad, una vez que llegó a Italia la noticia de que Hitler estaba a horas de sucumbir ante el Ejército Rojo.

Producida por, entre otros, Paolo Sorrentino y Pablo Larraín, Mussolini: hijo del siglo adapta la primera entrega de la biografía en tres partes –se han publicado dos– escrita por Antonio Scurati, uno de los guionistas de la miniserie. Como Steven Soderbergh con Cliff Martinez (The Knick, 2014), Joe Wright hace mancuerna con Tom Rowlands (The Chemical Brothers) para tensar las imágenes con un anacronismo musical: los años veinte del siglo pasado son organizados rítmicamente con electrónica contemporánea, produciendo una efectiva disonancia entre lo que vemos y lo que oímos. La banda sonora de Rowlands aporta algunas de las aristas más siniestras al retrato mussoliniano, y ofrece texturas adecuadas a los oídos entrenados por “Do the Mussolini (Headkick)”, de Cabaret Voltaire, o “Der Mussolini”, de D.A.F. (especialmente el remix de Giorgio Moroder y Denis Naidanow). “March on Rome” es un notable aporte a la insospechada tradición de hacer bailable al Duce.

Tras su potente retrato de Churchill en Las horas más oscuras (2017), Wright vuelve a posar su mirada en la materia histórica. Mussolini: hijo del siglo es uno de los mayores aportes recientes al serial televisivo, una obra de autor que, por si fuera poco, permite pensar el presente político en su descarnada frivolidad. El Gran Imbécil, con su corte de mediocres aduladores, pregunta al espejo, como la reina de Blancanieves. Y obtiene una respuesta: el capital odia a todo el mundo.

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Hacer el Mussolini

La figura de Benito Mussolini ha fascinado a un amplio espectro de creadores, lo mismo en su campo político que en el opuesto, acaso por el inquietante detalle de que el fundador del fascismo italiano comenzó su trayectoria pública como socialista. Terminó colgado de los pies en la Plaza Loreto de Milán el 29 de abril de 1945, tras ser fusilado junto a su amante Clara Petacci y otros connotados criminales. Desde su ejecución, tras haber encaminado a Italia al desastre, el Duce se ha convertido en un fantasma incómodo, cada vez menos espectral, al punto de ser reconocible en la gestualidad cretina de políticos contemporáneos que prometen el regreso de supuestas grandezas pasadas. En una escena de Mussolini: hijo del siglo, el actor Luca Marinelli mira a la cámara y escupe, en inglés, Make Italy Great Again. De MIGA a MAGA, un suspiro.

Como la de los cineastas británicos más interesantes de las últimas décadas, la filmografía de Joe Wright –que nació ya madura, con Orgullo y prejuicio, hace dos décadas– ha profundizado su tendencia a la teatralidad. De los emocionantes movimientos de cámara que animan sus primeros trabajos –con el plano secuencia de Expiación (2007), esos cinco minutos deslumbrantes en la playa de Dunkerque, como momento cumbre– ha llegado a un formalismo marcadamente antirrealista a partir de su Anna Karenina (2012). En la miniserie Mussolini: hijo del siglo (2025), Wright ha elevado la puesta, radicalizando la teatralidad hasta el paroxismo operístico, haciendo de su retrato de los inicios del Duce una suerte de musical secreto, como lo fue La naranja mecánica (1971) para Kubrick.

Los ocho capítulos de la serie, disponibles en MUBI, se centran en un período específico de la vida de Mussolini, de 1919 a 1925, es decir, de la fundación de los Fasces Italianos de Combate al discurso al Parlamento con el que inició la dictadura que duraría dos décadas, pasando por el asesinato del diputado socialista Giacomo Matteotti a mediados de 1924. Con un gran Marinelli a cargo del personaje, Joe Wright ensambla escenas que, paralelamente, revelan el olfato político del Duce y desmenuzan el frangollo ideológico fascista, donde conviven el nacionalismo vitalista de D’Annunzio, la fuga hacia adelante futurista y la más pura sed de dominio a través de un corporativismo sin fisuras, todo ello unido con el pegamento de la violencia. La cuestión, entonces, es la pertinencia de un relato semejante, a un siglo de los acontecimientos históricos. Uno podría recurrir a Pasolini para pensar el fascismo inherente a la homogeneización de la sociedad de consumo, pero la intervención de Wright apunta en otras direcciones.

Mussolini

Fotograma de Mussolini: hijo del siglo (2025), de Joe Wright

Mussolini: hijo del siglo es fundamentalmente una obra de cámara. Las ciudades italianas adquieren rasgos fantasmales, son el fondo del decorado, mientras que la mayor parte de la trama ocurre en interiores, con el Duce dirigiéndose al espectador permanentemente. Esta ruptura de la cuarta pared –que en el arte serial tiene un antecedente claro en la primera temporada de House of Cards (Beau Willimon, 2013)– es engañosa. Mussolini no busca interlocución, su discurso no tiene más destinatario que él mismo, morador de una cámara de eco donde resuenan el oportunismo, el resentimiento y el delirio. Aquí el megafilme, con una mezcla de recursos que van de la dramaturgia clásica al montaje frenético de las vanguardias, termina componiendo un retrato que permite identificar el vínculo indisoluble entre narcisismo y fascismo. La grandeza a la que aspira Mussolini está siempre más allá, en un destino inalcanzable, pero ese objeto de deseo brinda el combustible que mantendrá viva la maquinaria fascista, hasta que –en un fuera de campo que es la Historia propiamente dicha– el cuerpo fofo de Benito encuentre su verdadera medida en el paredón. Lo que el ambivalente Malaparte llamó “técnica de la divinidad artificial” topó un límite infranqueable en la realidad, una vez que llegó a Italia la noticia de que Hitler estaba a horas de sucumbir ante el Ejército Rojo.

Producida por, entre otros, Paolo Sorrentino y Pablo Larraín, Mussolini: hijo del siglo adapta la primera entrega de la biografía en tres partes –se han publicado dos– escrita por Antonio Scurati, uno de los guionistas de la miniserie. Como Steven Soderbergh con Cliff Martinez (The Knick, 2014), Joe Wright hace mancuerna con Tom Rowlands (The Chemical Brothers) para tensar las imágenes con un anacronismo musical: los años veinte del siglo pasado son organizados rítmicamente con electrónica contemporánea, produciendo una efectiva disonancia entre lo que vemos y lo que oímos. La banda sonora de Rowlands aporta algunas de las aristas más siniestras al retrato mussoliniano, y ofrece texturas adecuadas a los oídos entrenados por “Do the Mussolini (Headkick)”, de Cabaret Voltaire, o “Der Mussolini”, de D.A.F. (especialmente el remix de Giorgio Moroder y Denis Naidanow). “March on Rome” es un notable aporte a la insospechada tradición de hacer bailable al Duce.

Tras su potente retrato de Churchill en Las horas más oscuras (2017), Wright vuelve a posar su mirada en la materia histórica. Mussolini: hijo del siglo es uno de los mayores aportes recientes al serial televisivo, una obra de autor que, por si fuera poco, permite pensar el presente político en su descarnada frivolidad. El Gran Imbécil, con su corte de mediocres aduladores, pregunta al espejo, como la reina de Blancanieves. Y obtiene una respuesta: el capital odia a todo el mundo.

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La espalda brusca de las cosas

De la plastilina del habla de la lengua / o de la salida hacia lo real

Tania Favela

 

Esperemos que llegará un tiempo, gracias a Dios ya llegó en algunos círculos, en el que el lenguaje se use de manera más eficiente, donde se le use mal de manera más eficiente.

Samuel Beckett

 

Desde el título de su libro, La espalda brusca de las cosas (Matadero / Ediciones Ibero), Luis Verdejo nos sumerge en un revés: las cosas nos dan la espalda, nos golpean, van a la contra. La bolsa amniótica se rompe y con ella la protección ante ese afuera: esta es la primera imagen que recibimos, el útero de mamá y un golpe de realidad. Y recibimos también la disyuntiva, ese ¿qué hacer?, o quehacer, que pone a funcionar la escritura de Verdejo: “Esto está excedido de régimen como dientes arrancando pasto, como salto cualitativo, no escribir ya nada, o tomarse la cabeza entre los brazos como en el útero de mamá”. Es la imposibilidad de retornar a esa bolsa amniótica protectora, pero también la imposibilidad de “no escribir” ante tanto diente, lo que impulsa la escritura de Verdejo: “yo podría, en un silencio súbito anterior, escribir los versos más tristes e imprecisos esta noche, yo quisiera creer que podría”. Y ese “quisiera creer que podría” escribir, cargado de humor y de perplejidad, se inscribe como manifestación plena de la escritura en un violento desbordamiento de la lengua.

El libro se compone de cuatro partes: “Mecánico de la lengua”, “La espalda brusca de las cosas”, “Algunas prosas” y “4 textos sobre esto”. Más allá de las diferencias entre cada uno de los apartados, todos los textos son prosas; tendríamos, quizás acá, que pensar estas prosas como Oliverio Girondo pensó sus Espantapájaros, textos que están a caballo entre la prosa y el poema, textos limítrofes (al decir de Saúl Yurkievich), que no son ni lo uno ni lo otro, y que tendríamos que leer simplemente como escrituras.

Para intentar dar cuenta de estas escrituras, de cada uno de estos “espantapájaros”, pero también del libro en general, me viene a la mente una “escena infantil” (y la infancia, por lo demás, no está lejos de la escritura de Verdejo): como el niño que juega con la plastilina, el poeta juega con su lengua: la manipula, la soba, la ensucia, la saca a la calle y permite que todo se le pegue: recuerdos, escenas, ruidos, sueños, frases leídas o escuchadas, el runrún de las conversaciones, el habla de los políticos, los discursos en boga; pero también el miedo, la frustración, el deseo, la rabia, la tristeza, la alegría: en suma, toda la trama social y psíquica, con sus altibajos, se le va adhiriendo, se le va incorporando: todo contamina ese material plástico (plastilina) que es el habla de la lengua:

Burned out, dice el hombre, por tanta pantalla, no quemado ni sobrequemado, qué porquería y ahoritita cuánto canalla se levanta resplandeciendo como desde una cama de ceniza. Extraña visión ante los intolerantes que rugen (tienen dientes filosos, son jauría), aunque te escuchen y se enmarque la amenaza, dice, y en el sueño, un señorón ante auditorio ataca –no velado– al arte actual, señalando al vacío, dice: ES SOFT, con pronunciación de algodón, muelle, y en ritornello, qué porquería, cuánto canalla con colmillos de plástico nos rodea y vive amaestrado por cierto status de político, y le construyen parques temáticos con globos y pompas, eso y por último decir, aunque Burned out, tú, estírate, no te postres.

Lengua, plastilina, barro o acrílico, cualquiera sea el material, es importante recordar que el poeta mexicano es también escultor y pintor y que, seguramente por ello, su acercamiento a las palabras se da en principio desde la materialidad. Las palabras son cosas para Verdejo, pesan, tienen texturas y color, son filosas, ásperas o blandas. Valerse de las palabras desde su materialidad supone trastocar la seguridad semántica de la lengua, cuestionar su función referencial, contravenir su equilibrio y lógica. La lengua en La espalda brusca de las cosas se mueve por trastocamientos, deslizamientos, amplificaciones, mezclas. En cada uno de los textos, el elemento semántico se subordina al ritmo, al color, a la textura y, sin embargo, ese aparente sin-sentido, ese susurro del lenguaje, como diría Barthes, choque, o “rumor bucal”, deja oír a lo lejos un sentido:

Sin anamorfismos, tú tienes tus terrores sólidos y recibiste ineluctable, en costillas, ingles y pliegues, un golpe de sobriedad.

Cualquier acumulación en surcos o desajustes, incidiendo, abarrotados de ropa, color y rostro y piernas y pliegues y dedos, suspendidos en el aire, asemejan danzas o luchas, en el sótano colectivo, únicas, dentro o fuera de la gran apoteosis de la dispersión, donde se vive y los objetos se fusionan en precariedad de tiempo, con posible después, amplio, despojando al asedio.

Ese sentido, que se dibuja como figura lejana, es la forma de pensar de estos textos, en los que el pensamiento y la materia se entrelazan en la escritura. En ellos asoma, tal vez, lo que Miguel Casado ha llamado, refiriéndose a la poética de Juan Ramón Jiménez: “un pensar de signo material”. Se piensa desde la materia y ese pensar que surge desde el juego de los significantes (por contagio sonoro), desde la subversión de la gramática (suprimiendo artículos y preposiciones), desde la ampliación del uso del adjetivo (todo se vuelve adjetivo, adjetivos verbales o derivados, que producen distintas intensidades y espesuras), desde el humor (que corroe a las palabras y sus relaciones), desestabiliza la lengua y por lo tanto también los discursos que a partir de ésta se crean. Verdejo escribe en contra de la dictadura del lenguaje y apuesta por una lengua lúdica y afectiva a un tiempo, que pone en tensión lo más dulce, “esa cocina de la vida”, con lo más brutal, “la espalda brusca de las cosas”, sin metáforas. La ternura y la violencia de su lengua arrastran y arrasan todo lo que se les pone enfrente.

Luis Verdejo

Luis Verdejo, La espalda brusca de las cosas, Matadero / Universidad Iberoamericana, México, 2025

La espalda brusca de las cosas (selección)

Luis Verdejo

 

La sorda ambición amplia, luminosa de jugar el juego peligroso de desbastar equívocos o malentendidos mediáticos arrebatando atmósfera, como decir pasto y polvo amarillo sobre verde pálido de cerro quemado por el sol, o las vidas posibles, con tono colectivo, que se levantan contra un tiempo emboscado y raro, como en secuestro las palabras de miedo generalizado, subterráneo con poder invisible, en magma.

No bien se haya logrado aquietar el delirio de vivir en lo imaginario, las cosas volverán a ser cosas de nuevo, desenmarañando hechos, moviéndose como pez en el agua.

Esto está excedido de régimen como dientes arrancando pasto, como salto cualitativo, no escribir ya nada, o tomarse la cabeza entre los brazos como en el útero de mamá.

El cuerpo propio del país está infectado de tales varias cosas y es un termómetro.

 

No repiquetea infundada lluvia fría hoy, en vidrio de ventana y ladra perro a qué, a quién, hoy, ya que es sábado y ayer work, work, work, la enfermedad del horror citadino al trabajo sistemático, de alambres y electricidad trabaja dentro y se portarán bien, a ustedes se les exige, si fuera posible y verdadero esas flechas, oh, quincuagenario, oh vida regular, pero no de los árboles, qué gran contento ancho da poder respirar, en rincón, en casi completo silencio, en casa, mientras mujer duerme semidesnuda profundo en cama y el calor ruboriza, sube al rostro, como un glotón engulléndolo todo, delicado, meticuloso, pedante, giras tú, tú frenético, trompo y musitando invadido, ya no de rutinarios, no apático, sino en chispas, en la gran claridad que se expande sin obstáculos, de presentimiento, en la libre movilidad de la sangre y del músculo, entonces, con placer de la tarea, comenzaremos a rasurarnos. El realismo se dirige a lo real, será rugido, inagotable, contra público.

 

De tal modo, con la ventana abierta el hombre, el Ebanista, siente ningún éxito, como doradas brillan al anochecer bruscas las espaldas de las cosas, las maderas de las mesas y libreros y la vida irrumpe como un ladrón trepando por la mía ventana, y el amor huye como un ladrón que escapa por la mía ventana, dice el hombre, y se retira en su cuello chueco, como rey Lear, pero sin catástrofe, sin frivolidad y se pregunta: ¿hacia dónde avanzo con el propio pie sobre el propio corazón aplastándolo?

Y se borran las huellas del azar, y las pisadas no se escuchan, y las mías frases parecen oscuras, y quisieras haraganear todo el día y escuchar los chillidos de los quejidos de los pavorreales antes de la cópula, y navegar imposible desde el Usumacinta hasta el Amazonas. Y el Ebanista, teatralizando todo ello como títere sin cuerda, alza las manos cada dos minutos empuñando la frase, Yo no sé, Yo no sé, y el amor se le fue, cuenta, como un ladrón se escabulle por la ventana robándote lo tuyo más preciado, asegura, con ojos oscuros hundidos y se pregunta, ¿acaso el globo terrestre, suspendido él mismo puede asegurar el terreno firme bajo mis pies? Y éramos parásitos bellos y robábamos libros, dice, y éramos salvajes ella y yo, como leopardos, y las calles y el ruido y el tráfico interminable era un murmullo de agua y uno hace estupideces sin brillo porque sí y por delicadeza he perdido mi vida.

 

Antes de que aparezcan los verdaderos actores de tanta irrealidad, cuánto es posible decirse de uno a los demás en y desde la vieja camisa del mundo donde se tapa su desnudez con un simple , hasta que reafirmas y te señalas como Durero. La escritura y la pintura de seguro vienen de una falta, pero cuáles son no lo sabes. De tal dicotomía mi campo semicultivado persiste semicultivado, aunque trates de atrapar el fondo del paisaje. Soñé que me regalaban cierta certidumbre. No te pongas teórico pero las formas geométricas como la escritura no se parecen a las cosas que nombras. Un día la tribu se comerá esta milanesa fresca sabrosa que les cocino. Te aseguro que este texto no es un croissant. Extrañas la máquina de escribir, era música mecánica de palabras insólitas y matizadas de combinaciones, como arabescos vertiginosos y velocidad que recuerdan a Conlon Nancarrow con sus superposiciones de ritmos, ritos y pulsos. Pero los verdaderos actores se mecen como la noche sin obligación, diciendo a contramarea: Nevermore, nevermore, en la teoría del estribillo. A mí me educaron a cintarazos guardados para un día caluroso. El estilo de un hombre es su palabra, y su rostro es un ojo rutinario no mecánico. Y el día comenzará con el banquillo de los acusados.

 

Como si lloviera el pasado, es una región de luz, núcleo veloz.

Ella en su jardín minúsculo circula dentro del férreo caos de los mares bajo cataratas de lengua o sombras de cataratas rugiendo, isla, entre exterior e interior.

Ante la audiencia citadina, el incendio, inconsolable, indemne, la lengua rastrera, arrasa.

Tiene sus cicatrices, ella.

Y después, que no sea dinero, algún trabajo produce un salto a la escena, fuera de común rol social, como quien abre los ojos después de levantarse de una cama ocre-gris, los deberes vertiginosos acuden: di, le instan.

Así pregunta quién es nosotros y no pluralicen esas fisuras vistas, abiertas: aparente debacle, ya no aparente. Y aún con miedos, no lo sabe aún y señala, red dispersa concentrando calamidades, como brazos de río, la mecánica del riesgo, la acechanza en slogans se echó a andar. Vida arbitraria, esperemos el búmeran en la falla del hilo verbal, su evidencia y propio descalabro, aquí donde no hay lugar para perezas.

 

Eso es y esto es lo importante (esto cursivo) & los mimos son payasos que no hablan e hipnotizan & jamás has querido regodearte a la pureza la limpieza a la belleza maquillada torpeza maquillada ni a la burocracia cacofónica &  ruido

Entonces conseguiste trabajo de teacher de Español de secundaria & un alumno sin metáfora llegaba con las pantorrillas reventadas (a puntapiés por su papá) semejando flores rosas rojas (las flores de la poetry) & eso es real como la contaminación de los mares por pañales de plástico & envases de cocacola & su cielo era una tormenta & su dios quién sabe qué & leíste a los 17 años La madre de Gorki & Un sueño realizado de J C Onetti & pensabas que el status culo tendría que echarse abajo

 

Es eso y está la noche para recordarnos la noche como habitación de extrañeza & humanidad / entonces evitemos lo poético & diremos sin personificación tristemente que las montañas no lloran / no consuelan / son despiadadas por ser así nomás montañas escarpadas filosas altas difícil de subir & que no llorarían por nosotros ni en los peores eventos & no diremos en esa dirección flores usadas frutas usadas agazapadas desnudas / no metáforas / por favor a esta altura las montañas no quieren ser ni piadosas no saben de nosotros / son como una puerta como una pared & bicicletas como una raíz de pie de tobillo de árbol / literal como una ventana sin vidrio un enchufe de electricidad una silla en llamas & tampoco hablan para ti / a ver: sácale una palabra al Cerro Colorado & dos sácale al Ajusco/ me da pena pero las montañas tampoco acunan aunque parezcan / a ver: constrúyase una cuna el propio Ajusco con sus solas manos para acunar a quienes más lo necesitan (diríamos politológicos) & sácale dos cunas carpinteras al Cerro Colorado / eso es / me da pena / & los muchachos en la cancha de fútbol gritan somos los campeones levantando la V de la victoria con dos dedos & cuánta música te distrae sentimental & espantosa para meterla en un poema.

 

Ya que estamos elásticos escrutándonos vivos y sudamos el músculo, he aquí que hoy me gustaría rimar brillante verso biológico hinchado, pero es un río espeso del minuto el combate, un rudo nudo de madera, como decir detenidos en una sensación de borramiento, tanto lo de afuera (el jardín, el granado y la araucaria) y esa turbia interior de paredes descarapeladas, de días palimpsestos, de desintegración y musgo, en una luz opaca, húmeda, pero no lastre.

Mi cuerpo poroso es tan real como este lápiz, esta puerta, es un cuarto con ventanas cerradas, pero la estructura de mi mente navega hacia la lenta desocupación de aquella niebla sorda, muda, hija del tiempo de la especie y de sus órganos coloridos.

Abigarrados, superiores, supeditados, versus el narcisismo racional, diría Jean Rostand, en la unidad del espíritu azaroso y el desorden del cerebro, te mueves en la inundación y en lo seco de la realidad, de infortunio y efecto y muchedumbre, pero lejos del asco y todo esto, si lo deseas, se puede tachar y afuera huele a lluvia, y si la rana se despierta croando no es su culpa y una vez establecida esta zona en el mapa, se puede amar.

La bomba del agua se prende, sin lenguaje figurado otra vez, y los pájaros en la palidez de la madrugada, huéspedes, resucitados comienzan a cantar, te imaginas, reconociendo su voz en la garganta, y te cuesta escoger entre cabellos inmóviles o caballos inmóviles, en campo abierto de aire y no se concibe que el sol no se mueva.

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La espalda brusca de las cosas

De la plastilina del habla de la lengua / o de la salida hacia lo real

Tania Favela

 

Esperemos que llegará un tiempo, gracias a Dios ya llegó en algunos círculos, en el que el lenguaje se use de manera más eficiente, donde se le use mal de manera más eficiente.

Samuel Beckett

 

Desde el título de su libro, La espalda brusca de las cosas (Matadero / Ediciones Ibero), Luis Verdejo nos sumerge en un revés: las cosas nos dan la espalda, nos golpean, van a la contra. La bolsa amniótica se rompe y con ella la protección ante ese afuera: esta es la primera imagen que recibimos, el útero de mamá y un golpe de realidad. Y recibimos también la disyuntiva, ese ¿qué hacer?, o quehacer, que pone a funcionar la escritura de Verdejo: “Esto está excedido de régimen como dientes arrancando pasto, como salto cualitativo, no escribir ya nada, o tomarse la cabeza entre los brazos como en el útero de mamá”. Es la imposibilidad de retornar a esa bolsa amniótica protectora, pero también la imposibilidad de “no escribir” ante tanto diente, lo que impulsa la escritura de Verdejo: “yo podría, en un silencio súbito anterior, escribir los versos más tristes e imprecisos esta noche, yo quisiera creer que podría”. Y ese “quisiera creer que podría” escribir, cargado de humor y de perplejidad, se inscribe como manifestación plena de la escritura en un violento desbordamiento de la lengua.

El libro se compone de cuatro partes: “Mecánico de la lengua”, “La espalda brusca de las cosas”, “Algunas prosas” y “4 textos sobre esto”. Más allá de las diferencias entre cada uno de los apartados, todos los textos son prosas; tendríamos, quizás acá, que pensar estas prosas como Oliverio Girondo pensó sus Espantapájaros, textos que están a caballo entre la prosa y el poema, textos limítrofes (al decir de Saúl Yurkievich), que no son ni lo uno ni lo otro, y que tendríamos que leer simplemente como escrituras.

Para intentar dar cuenta de estas escrituras, de cada uno de estos “espantapájaros”, pero también del libro en general, me viene a la mente una “escena infantil” (y la infancia, por lo demás, no está lejos de la escritura de Verdejo): como el niño que juega con la plastilina, el poeta juega con su lengua: la manipula, la soba, la ensucia, la saca a la calle y permite que todo se le pegue: recuerdos, escenas, ruidos, sueños, frases leídas o escuchadas, el runrún de las conversaciones, el habla de los políticos, los discursos en boga; pero también el miedo, la frustración, el deseo, la rabia, la tristeza, la alegría: en suma, toda la trama social y psíquica, con sus altibajos, se le va adhiriendo, se le va incorporando: todo contamina ese material plástico (plastilina) que es el habla de la lengua:

Burned out, dice el hombre, por tanta pantalla, no quemado ni sobrequemado, qué porquería y ahoritita cuánto canalla se levanta resplandeciendo como desde una cama de ceniza. Extraña visión ante los intolerantes que rugen (tienen dientes filosos, son jauría), aunque te escuchen y se enmarque la amenaza, dice, y en el sueño, un señorón ante auditorio ataca –no velado– al arte actual, señalando al vacío, dice: ES SOFT, con pronunciación de algodón, muelle, y en ritornello, qué porquería, cuánto canalla con colmillos de plástico nos rodea y vive amaestrado por cierto status de político, y le construyen parques temáticos con globos y pompas, eso y por último decir, aunque Burned out, tú, estírate, no te postres.

Lengua, plastilina, barro o acrílico, cualquiera sea el material, es importante recordar que el poeta mexicano es también escultor y pintor y que, seguramente por ello, su acercamiento a las palabras se da en principio desde la materialidad. Las palabras son cosas para Verdejo, pesan, tienen texturas y color, son filosas, ásperas o blandas. Valerse de las palabras desde su materialidad supone trastocar la seguridad semántica de la lengua, cuestionar su función referencial, contravenir su equilibrio y lógica. La lengua en La espalda brusca de las cosas se mueve por trastocamientos, deslizamientos, amplificaciones, mezclas. En cada uno de los textos, el elemento semántico se subordina al ritmo, al color, a la textura y, sin embargo, ese aparente sin-sentido, ese susurro del lenguaje, como diría Barthes, choque, o “rumor bucal”, deja oír a lo lejos un sentido:

Sin anamorfismos, tú tienes tus terrores sólidos y recibiste ineluctable, en costillas, ingles y pliegues, un golpe de sobriedad.

Cualquier acumulación en surcos o desajustes, incidiendo, abarrotados de ropa, color y rostro y piernas y pliegues y dedos, suspendidos en el aire, asemejan danzas o luchas, en el sótano colectivo, únicas, dentro o fuera de la gran apoteosis de la dispersión, donde se vive y los objetos se fusionan en precariedad de tiempo, con posible después, amplio, despojando al asedio.

Ese sentido, que se dibuja como figura lejana, es la forma de pensar de estos textos, en los que el pensamiento y la materia se entrelazan en la escritura. En ellos asoma, tal vez, lo que Miguel Casado ha llamado, refiriéndose a la poética de Juan Ramón Jiménez: “un pensar de signo material”. Se piensa desde la materia y ese pensar que surge desde el juego de los significantes (por contagio sonoro), desde la subversión de la gramática (suprimiendo artículos y preposiciones), desde la ampliación del uso del adjetivo (todo se vuelve adjetivo, adjetivos verbales o derivados, que producen distintas intensidades y espesuras), desde el humor (que corroe a las palabras y sus relaciones), desestabiliza la lengua y por lo tanto también los discursos que a partir de ésta se crean. Verdejo escribe en contra de la dictadura del lenguaje y apuesta por una lengua lúdica y afectiva a un tiempo, que pone en tensión lo más dulce, “esa cocina de la vida”, con lo más brutal, “la espalda brusca de las cosas”, sin metáforas. La ternura y la violencia de su lengua arrastran y arrasan todo lo que se les pone enfrente.

Luis Verdejo

Luis Verdejo, La espalda brusca de las cosas, Matadero / Universidad Iberoamericana, México, 2025

La espalda brusca de las cosas (selección)

Luis Verdejo

 

La sorda ambición amplia, luminosa de jugar el juego peligroso de desbastar equívocos o malentendidos mediáticos arrebatando atmósfera, como decir pasto y polvo amarillo sobre verde pálido de cerro quemado por el sol, o las vidas posibles, con tono colectivo, que se levantan contra un tiempo emboscado y raro, como en secuestro las palabras de miedo generalizado, subterráneo con poder invisible, en magma.

No bien se haya logrado aquietar el delirio de vivir en lo imaginario, las cosas volverán a ser cosas de nuevo, desenmarañando hechos, moviéndose como pez en el agua.

Esto está excedido de régimen como dientes arrancando pasto, como salto cualitativo, no escribir ya nada, o tomarse la cabeza entre los brazos como en el útero de mamá.

El cuerpo propio del país está infectado de tales varias cosas y es un termómetro.

 

No repiquetea infundada lluvia fría hoy, en vidrio de ventana y ladra perro a qué, a quién, hoy, ya que es sábado y ayer work, work, work, la enfermedad del horror citadino al trabajo sistemático, de alambres y electricidad trabaja dentro y se portarán bien, a ustedes se les exige, si fuera posible y verdadero esas flechas, oh, quincuagenario, oh vida regular, pero no de los árboles, qué gran contento ancho da poder respirar, en rincón, en casi completo silencio, en casa, mientras mujer duerme semidesnuda profundo en cama y el calor ruboriza, sube al rostro, como un glotón engulléndolo todo, delicado, meticuloso, pedante, giras tú, tú frenético, trompo y musitando invadido, ya no de rutinarios, no apático, sino en chispas, en la gran claridad que se expande sin obstáculos, de presentimiento, en la libre movilidad de la sangre y del músculo, entonces, con placer de la tarea, comenzaremos a rasurarnos. El realismo se dirige a lo real, será rugido, inagotable, contra público.

 

De tal modo, con la ventana abierta el hombre, el Ebanista, siente ningún éxito, como doradas brillan al anochecer bruscas las espaldas de las cosas, las maderas de las mesas y libreros y la vida irrumpe como un ladrón trepando por la mía ventana, y el amor huye como un ladrón que escapa por la mía ventana, dice el hombre, y se retira en su cuello chueco, como rey Lear, pero sin catástrofe, sin frivolidad y se pregunta: ¿hacia dónde avanzo con el propio pie sobre el propio corazón aplastándolo?

Y se borran las huellas del azar, y las pisadas no se escuchan, y las mías frases parecen oscuras, y quisieras haraganear todo el día y escuchar los chillidos de los quejidos de los pavorreales antes de la cópula, y navegar imposible desde el Usumacinta hasta el Amazonas. Y el Ebanista, teatralizando todo ello como títere sin cuerda, alza las manos cada dos minutos empuñando la frase, Yo no sé, Yo no sé, y el amor se le fue, cuenta, como un ladrón se escabulle por la ventana robándote lo tuyo más preciado, asegura, con ojos oscuros hundidos y se pregunta, ¿acaso el globo terrestre, suspendido él mismo puede asegurar el terreno firme bajo mis pies? Y éramos parásitos bellos y robábamos libros, dice, y éramos salvajes ella y yo, como leopardos, y las calles y el ruido y el tráfico interminable era un murmullo de agua y uno hace estupideces sin brillo porque sí y por delicadeza he perdido mi vida.

 

Antes de que aparezcan los verdaderos actores de tanta irrealidad, cuánto es posible decirse de uno a los demás en y desde la vieja camisa del mundo donde se tapa su desnudez con un simple , hasta que reafirmas y te señalas como Durero. La escritura y la pintura de seguro vienen de una falta, pero cuáles son no lo sabes. De tal dicotomía mi campo semicultivado persiste semicultivado, aunque trates de atrapar el fondo del paisaje. Soñé que me regalaban cierta certidumbre. No te pongas teórico pero las formas geométricas como la escritura no se parecen a las cosas que nombras. Un día la tribu se comerá esta milanesa fresca sabrosa que les cocino. Te aseguro que este texto no es un croissant. Extrañas la máquina de escribir, era música mecánica de palabras insólitas y matizadas de combinaciones, como arabescos vertiginosos y velocidad que recuerdan a Conlon Nancarrow con sus superposiciones de ritmos, ritos y pulsos. Pero los verdaderos actores se mecen como la noche sin obligación, diciendo a contramarea: Nevermore, nevermore, en la teoría del estribillo. A mí me educaron a cintarazos guardados para un día caluroso. El estilo de un hombre es su palabra, y su rostro es un ojo rutinario no mecánico. Y el día comenzará con el banquillo de los acusados.

 

Como si lloviera el pasado, es una región de luz, núcleo veloz.

Ella en su jardín minúsculo circula dentro del férreo caos de los mares bajo cataratas de lengua o sombras de cataratas rugiendo, isla, entre exterior e interior.

Ante la audiencia citadina, el incendio, inconsolable, indemne, la lengua rastrera, arrasa.

Tiene sus cicatrices, ella.

Y después, que no sea dinero, algún trabajo produce un salto a la escena, fuera de común rol social, como quien abre los ojos después de levantarse de una cama ocre-gris, los deberes vertiginosos acuden: di, le instan.

Así pregunta quién es nosotros y no pluralicen esas fisuras vistas, abiertas: aparente debacle, ya no aparente. Y aún con miedos, no lo sabe aún y señala, red dispersa concentrando calamidades, como brazos de río, la mecánica del riesgo, la acechanza en slogans se echó a andar. Vida arbitraria, esperemos el búmeran en la falla del hilo verbal, su evidencia y propio descalabro, aquí donde no hay lugar para perezas.

 

Eso es y esto es lo importante (esto cursivo) & los mimos son payasos que no hablan e hipnotizan & jamás has querido regodearte a la pureza la limpieza a la belleza maquillada torpeza maquillada ni a la burocracia cacofónica &  ruido

Entonces conseguiste trabajo de teacher de Español de secundaria & un alumno sin metáfora llegaba con las pantorrillas reventadas (a puntapiés por su papá) semejando flores rosas rojas (las flores de la poetry) & eso es real como la contaminación de los mares por pañales de plástico & envases de cocacola & su cielo era una tormenta & su dios quién sabe qué & leíste a los 17 años La madre de Gorki & Un sueño realizado de J C Onetti & pensabas que el status culo tendría que echarse abajo

 

Es eso y está la noche para recordarnos la noche como habitación de extrañeza & humanidad / entonces evitemos lo poético & diremos sin personificación tristemente que las montañas no lloran / no consuelan / son despiadadas por ser así nomás montañas escarpadas filosas altas difícil de subir & que no llorarían por nosotros ni en los peores eventos & no diremos en esa dirección flores usadas frutas usadas agazapadas desnudas / no metáforas / por favor a esta altura las montañas no quieren ser ni piadosas no saben de nosotros / son como una puerta como una pared & bicicletas como una raíz de pie de tobillo de árbol / literal como una ventana sin vidrio un enchufe de electricidad una silla en llamas & tampoco hablan para ti / a ver: sácale una palabra al Cerro Colorado & dos sácale al Ajusco/ me da pena pero las montañas tampoco acunan aunque parezcan / a ver: constrúyase una cuna el propio Ajusco con sus solas manos para acunar a quienes más lo necesitan (diríamos politológicos) & sácale dos cunas carpinteras al Cerro Colorado / eso es / me da pena / & los muchachos en la cancha de fútbol gritan somos los campeones levantando la V de la victoria con dos dedos & cuánta música te distrae sentimental & espantosa para meterla en un poema.

 

Ya que estamos elásticos escrutándonos vivos y sudamos el músculo, he aquí que hoy me gustaría rimar brillante verso biológico hinchado, pero es un río espeso del minuto el combate, un rudo nudo de madera, como decir detenidos en una sensación de borramiento, tanto lo de afuera (el jardín, el granado y la araucaria) y esa turbia interior de paredes descarapeladas, de días palimpsestos, de desintegración y musgo, en una luz opaca, húmeda, pero no lastre.

Mi cuerpo poroso es tan real como este lápiz, esta puerta, es un cuarto con ventanas cerradas, pero la estructura de mi mente navega hacia la lenta desocupación de aquella niebla sorda, muda, hija del tiempo de la especie y de sus órganos coloridos.

Abigarrados, superiores, supeditados, versus el narcisismo racional, diría Jean Rostand, en la unidad del espíritu azaroso y el desorden del cerebro, te mueves en la inundación y en lo seco de la realidad, de infortunio y efecto y muchedumbre, pero lejos del asco y todo esto, si lo deseas, se puede tachar y afuera huele a lluvia, y si la rana se despierta croando no es su culpa y una vez establecida esta zona en el mapa, se puede amar.

La bomba del agua se prende, sin lenguaje figurado otra vez, y los pájaros en la palidez de la madrugada, huéspedes, resucitados comienzan a cantar, te imaginas, reconociendo su voz en la garganta, y te cuesta escoger entre cabellos inmóviles o caballos inmóviles, en campo abierto de aire y no se concibe que el sol no se mueva.

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miércoles, 3 de diciembre de 2025

Sueños de un norte dislocado

Los sueños son un salvaje misterio que habita el núcleo de la vida humana. Inevitablemente cotidianos, pero nunca enteramente domésticos, quizás algo de su rareza indomable se debe a que su configuración es una tensa síntesis de oposiciones. Los sueños son formaciones enigmáticas del deseo y, a la vez, ensambles expresivos del entorno. Su extraña narración relata nuestra singularidad subjetiva y, a la vez, evidencia nuestra historia colectiva. Sus retorcidas imágenes presentan confusas sucesiones inconexas y reveladoras asociaciones insospechadas.

Crónicas del otro norte (2024) es una meditación fílmica sobre el anudamiento que el sueño hace posible entre lo íntimo y lo externo, lo individual y lo social, lo absurdo y lo revelador. El documental explora una historia alternativa del estado mexicano de Chihuahua a través de los sueños de sus habitantes. Para ello, el cineasta Miguel León (Barcelona, 1978) viajó durante casi tres años con una pequeña “cabina de los sueños” que instaló en diferentes localidades de este territorio norteño y grabó con ella más de 300 testimonios oníricos.

Miguel León

Fotograma de Crónicas del otro norte (2024), de Miguel León

Este ejercicio se inscribe en una larga relación del cine con los sueños. El medio fílmico ha indagado, como pocas artes, la potencia de las imágenes oníricas, aunque con resultados tan variados como sus películas o cineastas. Miguel León menciona a Buñuel, pero el cine onírico del aragonés es distinto al que encontramos en Fellini, Deren, Kurosawa o Lynch. Y Crónicas del otro norte tiene, también, su propia indagación.

A nivel de la forma fílmica, los sueños funcionan en esta película como estrategia para dislocar el vínculo entre la imagen y el sonido. Mientras escuchamos los testimonios oníricos en voice over, la pantalla despliega paisajes chihuahuenses en un blanco y negro altamente contrastado que crea una atmósfera de ensueño, al reducir todo objeto a ominosas siluetas sin particularidades discernibles. No vemos a quien habla, ni los sueños que cuenta, pero este desajuste audio-visual entre lo dicho y lo visto produce, a su vez, otro efecto de ensueño, pues imprevistos paralelismos dejan entrever imágenes espectrales, no presentes ni en el sueño escuchado ni en el paisaje visto, sino en el cruce virtual entre ambos. Así, como espectadores, experimentamos cierta “videncia” onírica capaz de sonsacarle a la imagen visual aquellas imágenes mentales suscitadas por nuestra escucha absorta.

Miguel León

Fotograma de Crónicas del otro norte (2024), de Miguel León

A nivel del contexto político, en cambio, los sueños en la película generan otra dislocación, una que ocurre entre el territorio y la historia. Por más de un siglo, Chihuahua ha sido marcado por la violencia social: fue territorio militar de Pancho Villa en la Revolución y ha sido epicentro del feminicidio y la “guerra contra el narcotráfico”. Entonces quizá no sea casualidad que varios testimonios oníricos tratan de sangre, armas, persecuciones o agresiones. Un caso especial es el del joven que, al soñarse recurrentemente fusilado por un ejército, decide escribir sobre el pasado revolucionario de su estado y después, durante su investigación, algunos personajes menores en esta historia entran a sus sueños para pedirle que indague más sobre ellos. “No sé si cuando uno escribe está loco, porque imagina cosas”, se cuestiona, “o de veras son recuerdos del pasado que vienen a ver quién los escuche”. Los sueños en Crónicas del otro norte abren así “otra escena” –para usar la expresión freudiana– donde pasado e imaginación confluyen en un mismo territorio que ha desbordado su marco histórico convencional.

Pero la forma onírica del cine también habilita una nueva imaginación política del presente y del porvenir. La película demuestra que el enrarecimiento onírico de la realidad no solo toma las formas distópicas de la violencia, sino que también puede dar cabida a la utopía. Recordemos al niño que tiene “sueños extraños, pero no tenebrosos” en los que el mundo acaba y, sin embargo, luego “aparecemos en un lugar igual a la Tierra, pero distinta: más limpia, menos suciedad”. También recordemos los varios testimonios de convivencias que parecen imposibles fuera del sueño: con animales salvajes, amantes desconocidos, familiares fallecidos… El cine puede darle lugar a esta utópica comunidad onírica y a esta renovada tierra de ensueño.

Miguel León

Fotograma de Crónicas del otro norte (2024), de Miguel León

Tal vez por eso, durante el testimonio de una joven que convive en sueños con su padre fallecido, vemos el interior de un pequeño cine justamente antes de la única imagen a colores en la película: es la toma de unas ramas movidas por el viento que, durante unos segundos, transita del blanco y negro al verde de las hojas y el amarillo del sol que se refleja en la cámara. Este paso de la pantalla fílmica a la imagen súbitamente teñida parece sugerirnos que el cine ha estado constantemente detrás del pasmo onírico de estos momentos inesperados, imágenes que de pronto, como bañadas de una misteriosa luz, hacen evidente una realidad alternativa que antes parecía imposible.

Esta reseña obtuvo el primer lugar en el Primer Concurso de Crítica Cinematográfica “Víctor Soto Ferrel”, organizado por el Foro Internacional de Análisis Cinematográfico (FACINE Tijuana) en colaboración con el Festival Internacional de Cine de Ensenada (FICENS) y la Facultad de Artes Mexicali de la Universidad Autónoma de Baja California (UABC)

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Sueños de un norte dislocado

Los sueños son un salvaje misterio que habita el núcleo de la vida humana. Inevitablemente cotidianos, pero nunca enteramente domésticos, quizás algo de su rareza indomable se debe a que su configuración es una tensa síntesis de oposiciones. Los sueños son formaciones enigmáticas del deseo y, a la vez, ensambles expresivos del entorno. Su extraña narración relata nuestra singularidad subjetiva y, a la vez, evidencia nuestra historia colectiva. Sus retorcidas imágenes presentan confusas sucesiones inconexas y reveladoras asociaciones insospechadas.

Crónicas del otro norte (2024) es una meditación fílmica sobre el anudamiento que el sueño hace posible entre lo íntimo y lo externo, lo individual y lo social, lo absurdo y lo revelador. El documental explora una historia alternativa del estado mexicano de Chihuahua a través de los sueños de sus habitantes. Para ello, el cineasta Miguel León (Barcelona, 1978) viajó durante casi tres años con una pequeña “cabina de los sueños” que instaló en diferentes localidades de este territorio norteño y grabó con ella más de 300 testimonios oníricos.

Miguel León

Fotograma de Crónicas del otro norte (2024), de Miguel León

Este ejercicio se inscribe en una larga relación del cine con los sueños. El medio fílmico ha indagado, como pocas artes, la potencia de las imágenes oníricas, aunque con resultados tan variados como sus películas o cineastas. Miguel León menciona a Buñuel, pero el cine onírico del aragonés es distinto al que encontramos en Fellini, Deren, Kurosawa o Lynch. Y Crónicas del otro norte tiene, también, su propia indagación.

A nivel de la forma fílmica, los sueños funcionan en esta película como estrategia para dislocar el vínculo entre la imagen y el sonido. Mientras escuchamos los testimonios oníricos en voice over, la pantalla despliega paisajes chihuahuenses en un blanco y negro altamente contrastado que crea una atmósfera de ensueño, al reducir todo objeto a ominosas siluetas sin particularidades discernibles. No vemos a quien habla, ni los sueños que cuenta, pero este desajuste audio-visual entre lo dicho y lo visto produce, a su vez, otro efecto de ensueño, pues imprevistos paralelismos dejan entrever imágenes espectrales, no presentes ni en el sueño escuchado ni en el paisaje visto, sino en el cruce virtual entre ambos. Así, como espectadores, experimentamos cierta “videncia” onírica capaz de sonsacarle a la imagen visual aquellas imágenes mentales suscitadas por nuestra escucha absorta.

Miguel León

Fotograma de Crónicas del otro norte (2024), de Miguel León

A nivel del contexto político, en cambio, los sueños en la película generan otra dislocación, una que ocurre entre el territorio y la historia. Por más de un siglo, Chihuahua ha sido marcado por la violencia social: fue territorio militar de Pancho Villa en la Revolución y ha sido epicentro del feminicidio y la “guerra contra el narcotráfico”. Entonces quizá no sea casualidad que varios testimonios oníricos tratan de sangre, armas, persecuciones o agresiones. Un caso especial es el del joven que, al soñarse recurrentemente fusilado por un ejército, decide escribir sobre el pasado revolucionario de su estado y después, durante su investigación, algunos personajes menores en esta historia entran a sus sueños para pedirle que indague más sobre ellos. “No sé si cuando uno escribe está loco, porque imagina cosas”, se cuestiona, “o de veras son recuerdos del pasado que vienen a ver quién los escuche”. Los sueños en Crónicas del otro norte abren así “otra escena” –para usar la expresión freudiana– donde pasado e imaginación confluyen en un mismo territorio que ha desbordado su marco histórico convencional.

Pero la forma onírica del cine también habilita una nueva imaginación política del presente y del porvenir. La película demuestra que el enrarecimiento onírico de la realidad no solo toma las formas distópicas de la violencia, sino que también puede dar cabida a la utopía. Recordemos al niño que tiene “sueños extraños, pero no tenebrosos” en los que el mundo acaba y, sin embargo, luego “aparecemos en un lugar igual a la Tierra, pero distinta: más limpia, menos suciedad”. También recordemos los varios testimonios de convivencias que parecen imposibles fuera del sueño: con animales salvajes, amantes desconocidos, familiares fallecidos… El cine puede darle lugar a esta utópica comunidad onírica y a esta renovada tierra de ensueño.

Miguel León

Fotograma de Crónicas del otro norte (2024), de Miguel León

Tal vez por eso, durante el testimonio de una joven que convive en sueños con su padre fallecido, vemos el interior de un pequeño cine justamente antes de la única imagen a colores en la película: es la toma de unas ramas movidas por el viento que, durante unos segundos, transita del blanco y negro al verde de las hojas y el amarillo del sol que se refleja en la cámara. Este paso de la pantalla fílmica a la imagen súbitamente teñida parece sugerirnos que el cine ha estado constantemente detrás del pasmo onírico de estos momentos inesperados, imágenes que de pronto, como bañadas de una misteriosa luz, hacen evidente una realidad alternativa que antes parecía imposible.

Esta reseña obtuvo el primer lugar en el Primer Concurso de Crítica Cinematográfica “Víctor Soto Ferrel”, organizado por el Foro Internacional de Análisis Cinematográfico (FACINE Tijuana) en colaboración con el Festival Internacional de Cine de Ensenada (FICENS) y la Facultad de Artes Mexicali de la Universidad Autónoma de Baja California (UABC)

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martes, 2 de diciembre de 2025

Rosella Postorino: Historia y vidas íntimas

Fechas que han de repetirse hasta quedar memorizadas; sucesos grabados en piedra que muy de vez en cuando podrán reescribirse; acontecimientos que, muchas veces sin contexto, se enseñan en los temarios escolares. Y, sin embargo, de todo esto poco se aprende. De pronto la historia parece más un recuento de cosas que pasaron casi espontáneamente y, más allá de los grandes nombres, deja de lado a quienes la vivieron. ¿Qué pasa con la cotidianidad de la gente cuando es limitada por los asedios? ¿Por qué un niño treparía un árbol para cortar manzanas mientras las mirillas de los francotiradores lo tienen centrado? Cuando uno escapa de las bombas, ¿le quedan fuerzas para amar? 

En el verano de 1992, a tres meses del asedio de Sarajevo, un grupo de niños fue llevado de un orfanato en la ciudad a Italia, para refugiarse de la Guerra de Bosnia. Los menores dejaron atrás a sus familias y hogares. Escapaban de crímenes étnicos y de guerra –producto de la desintegración de Yugoslavia– como la masacre de Srebrenica, en la que fueron asesinados más de ocho mil musulmanes y expulsados 30 mil niños, ancianos y mujeres, según el Comisionado para los Derechos Humanos europeo. 

Inspirada en estos hechos, Rosella Postorino imaginó Me limitaba a amarte (2023), una novela de formación que durante veinte años sigue las historias de menores refugiados. Omar, inicialmente de 10 años, espera la vuelta de su madre sin saber si aún vive. Nada es una pequeña mutilada que no encuentra su propio lugar fuera de territorio; su hermano, Ivo, es llamado a filas. Los personajes son puestos en situaciones difíciles y dolorosas, pero en la escritura de Postorino también caben la ternura y el amor. La novela –traducida por Miquel Izquierdo y editada por Anagrama en español, este año– da continuidad a los temas que la autora italiana ha abordado en obras anteriores como La catadora (2018), ahora también película, sobre una gastrónoma que trabaja para Adolf Hitler. Ganadora de una decena de premios y finalista del Strega –uno de los más prestigiosos de la literatura italiana– la escritora trabaja sobre los fenómenos colectivos.

“Busqué a los jóvenes que abandonaron Sarajevo en 1992 y hablé con algunos de ellos, lo que confirmó la idea de que, incluso en la tragedia más grande y colectiva, los seres humanos siempre experimentan tragedias personales e íntimas”: Rosella Postorino.

“Busqué a los jóvenes que abandonaron Sarajevo en 1992 y hablé con algunos de ellos, lo que confirmó la idea de que, incluso en la tragedia más grande y colectiva, los seres humanos siempre experimentan tragedias personales e íntimas. Me interesa cómo la vida íntima se entrelaza con la Historia y se ve influida por ella”, comparte Rosella Postorino vía mail. “Sobre todo, busqué a esos jóvenes italianos que crecieron y se quedaron aquí, ahora mujeres y hombres de mi generación. Con quienes querían hablar conmigo forjé una relación que perdura hasta hoy. Hablamos por teléfono o videollamada, debido al confinamiento y, tras la publicación del libro, conocí en persona solo a unos de ellos porque otros se habían ido de Italia mientras tanto. Conservo muchas notas de nuestras conversaciones, que alimentaron mi imaginación”.

La otra inspiración para la autora, igual de importante, viene de Izet Sarajlić y su poema “Una calle para mi nombre”, en el que el bosnio se pregunta si su nombre podría aparecer como nomenclatura cuando muera. Y no sería la de una avenida ni camino grande, porque el mismo autor, expone en su poema, no ha tenido una acción heroica. Finalmente se pregunta: “¿qué cosa hacía mientras sucedía la Historia?”. Postorino toma la respuesta del poema como título para su novela.

Mientras sucede la guerra, los protagonistas de tu libro viven sus amores, crecen y se convierten en adultos, alguno tiene problemas de drogas y otros pierden a sus madres. ¿Por qué era importante tener siempre presentes las emociones y vivencias de la gente ante la tragedia?

He leído mucho sobre la guerra. Sé que durante la Guerra de Bosnia la gente se casaba, incluso se abrió una escuela de modales, usaba una dinamo conectada a la rueda de una bicicleta para alimentarse y poder escuchar música y bailar, y hasta se pintaba los labios para salir incluso bajo las bombas. La vida no puede permanecer suspendida durante años y años; la vida late a pesar del miedo y la angustia.

¿Cómo fue tu viaje a Sarajevo y tu investigación sobre la guerra?

Regresé a Sarajevo, una ciudad que ya amaba, y me quedé allí dos semanas entre finales de 2019 y principios de 2020. Había nieve y un frío de hasta -16 grados centígrados. En esa ocasión, gracias a una activista bosnia que hablaba italiano –porque durante la guerra se había refugiado en Italia–, conocí a algunos padres de niños que se habían marchado y nunca regresaron tras el fin del conflicto. Algunas madres y algunos padres siguen buscando a sus hijos y no saben qué les ocurrió. Aunque vivían en el orfanato, muchos de los niños tenían padres vivos y los visitaban con regularidad. Sin embargo, con el estallido de la guerra fue imposible informar a estos padres de la iniciativa humanitaria para salvar a los niños que se marcharon a Italia sin su conocimiento. Entonces conocí al conductor del autobús que llevó a los niños a Milán, al director del orfanato en la época del asedio, y visité el orfanato tal como está hoy.

Después de hablar con estos niños, ahora adultos, ¿intentaste explicar sus sentimientos antes de contar lo que vivieron?

En realidad, no intenté explicar sus sentimientos. Inventé personajes ficticios, que son fruto de mi imaginación y que tienen, todos, algo en común conmigo. Mi interés siempre ha sido la relación entre los seres humanos. Siempre me han interesado las relaciones humanas y cómo la historia, es decir, los fenómenos sociales y públicos condicionan el curso de nuestros sentimientos. Finalmente, me interesa comprender cómo crecemos incluso con infancias destrozadas. Ya he explorado este tema en otros libros, es una de mis obsesiones.

“El genocidio de Srebrenica no impidió que ocurrieran otros, al igual que el asedio de Sarajevo, donde la gente vivía sin electricidad, agua, comida ni medicinas, no ha evitado que se repita el horror de aplastar a otras poblaciones en un intento de aniquilarlas. La gente olvida fácilmente”: Rosella Postorino.

En un pasaje del libro ubicado en medio de la guerra hay una frase: “¿aún puedes pensar en el amor?”. Y sí, al final los niños se las arreglan para amar. ¿Por qué los humanos estamos tan empeñados en el amor?

Porque somos animales sociales y sin los demás no logramos sobrevivir. Y porque mientras deseamos nos sentimos vivos, a pesar de todo. La vida muere cuando todo deseo, de cualquier tipo, se extingue.

Has dicho que contar la historia de la guerra desde la perspectiva de un niño es contarla a través del absurdo absoluto. ¿Cuál sería la diferencia con los adultos, si la guerra ya es en sí absurda?

Los niños tienen una visión virgen del mundo, la mirada de quienes aún deben conocer el mundo y no han interiorizado lo que es la guerra, resignándose a que ésta exista. Vista a través de sus ojos, la guerra revela aún más su absurdo, su absoluta e inconcebible paradoja.

A treinta años de la Guerra de Bosnia, mientras sufrimos el genocidio en Gaza, ¿hay alguna lección que no hayamos aprendido?

El genocidio de Srebrenica no impidió que ocurrieran otros, al igual que el asedio de Sarajevo, donde la gente vivía sin electricidad, agua, comida ni medicinas, no ha evitado que se repita el horror de aplastar a otras poblaciones en un intento de aniquilarlas. La gente olvida fácilmente. Cuando Putin invadió Ucrania, en Italia las personas –incluso en los medios de comunicación– hablaban de la primera guerra en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. La larga y sangrienta guerra de los Balcanes había sido olvidada. Así que, lamentablemente, debo reconocer que los seres humanos no aprendemos nada de la historia.

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Rosella Postorino: Historia y vidas íntimas

Fechas que han de repetirse hasta quedar memorizadas; sucesos grabados en piedra que muy de vez en cuando podrán reescribirse; acontecimientos que, muchas veces sin contexto, se enseñan en los temarios escolares. Y, sin embargo, de todo esto poco se aprende. De pronto la historia parece más un recuento de cosas que pasaron casi espontáneamente y, más allá de los grandes nombres, deja de lado a quienes la vivieron. ¿Qué pasa con la cotidianidad de la gente cuando es limitada por los asedios? ¿Por qué un niño treparía un árbol para cortar manzanas mientras las mirillas de los francotiradores lo tienen centrado? Cuando uno escapa de las bombas, ¿le quedan fuerzas para amar? 

En el verano de 1992, a tres meses del asedio de Sarajevo, un grupo de niños fue llevado de un orfanato en la ciudad a Italia, para refugiarse de la Guerra de Bosnia. Los menores dejaron atrás a sus familias y hogares. Escapaban de crímenes étnicos y de guerra –producto de la desintegración de Yugoslavia– como la masacre de Srebrenica, en la que fueron asesinados más de ocho mil musulmanes y expulsados 30 mil niños, ancianos y mujeres, según el Comisionado para los Derechos Humanos europeo. 

Inspirada en estos hechos, Rosella Postorino imaginó Me limitaba a amarte (2023), una novela de formación que durante veinte años sigue las historias de menores refugiados. Omar, inicialmente de 10 años, espera la vuelta de su madre sin saber si aún vive. Nada es una pequeña mutilada que no encuentra su propio lugar fuera de territorio; su hermano, Ivo, es llamado a filas. Los personajes son puestos en situaciones difíciles y dolorosas, pero en la escritura de Postorino también caben la ternura y el amor. La novela –traducida por Miquel Izquierdo y editada por Anagrama en español, este año– da continuidad a los temas que la autora italiana ha abordado en obras anteriores como La catadora (2018), ahora también película, sobre una gastrónoma que trabaja para Adolf Hitler. Ganadora de una decena de premios y finalista del Strega –uno de los más prestigiosos de la literatura italiana– la escritora trabaja sobre los fenómenos colectivos.

“Busqué a los jóvenes que abandonaron Sarajevo en 1992 y hablé con algunos de ellos, lo que confirmó la idea de que, incluso en la tragedia más grande y colectiva, los seres humanos siempre experimentan tragedias personales e íntimas”: Rosella Postorino.

“Busqué a los jóvenes que abandonaron Sarajevo en 1992 y hablé con algunos de ellos, lo que confirmó la idea de que, incluso en la tragedia más grande y colectiva, los seres humanos siempre experimentan tragedias personales e íntimas. Me interesa cómo la vida íntima se entrelaza con la Historia y se ve influida por ella”, comparte Rosella Postorino vía mail. “Sobre todo, busqué a esos jóvenes italianos que crecieron y se quedaron aquí, ahora mujeres y hombres de mi generación. Con quienes querían hablar conmigo forjé una relación que perdura hasta hoy. Hablamos por teléfono o videollamada, debido al confinamiento y, tras la publicación del libro, conocí en persona solo a unos de ellos porque otros se habían ido de Italia mientras tanto. Conservo muchas notas de nuestras conversaciones, que alimentaron mi imaginación”.

La otra inspiración para la autora, igual de importante, viene de Izet Sarajlić y su poema “Una calle para mi nombre”, en el que el bosnio se pregunta si su nombre podría aparecer como nomenclatura cuando muera. Y no sería la de una avenida ni camino grande, porque el mismo autor, expone en su poema, no ha tenido una acción heroica. Finalmente se pregunta: “¿qué cosa hacía mientras sucedía la Historia?”. Postorino toma la respuesta del poema como título para su novela.

Mientras sucede la guerra, los protagonistas de tu libro viven sus amores, crecen y se convierten en adultos, alguno tiene problemas de drogas y otros pierden a sus madres. ¿Por qué era importante tener siempre presentes las emociones y vivencias de la gente ante la tragedia?

He leído mucho sobre la guerra. Sé que durante la Guerra de Bosnia la gente se casaba, incluso se abrió una escuela de modales, usaba una dinamo conectada a la rueda de una bicicleta para alimentarse y poder escuchar música y bailar, y hasta se pintaba los labios para salir incluso bajo las bombas. La vida no puede permanecer suspendida durante años y años; la vida late a pesar del miedo y la angustia.

¿Cómo fue tu viaje a Sarajevo y tu investigación sobre la guerra?

Regresé a Sarajevo, una ciudad que ya amaba, y me quedé allí dos semanas entre finales de 2019 y principios de 2020. Había nieve y un frío de hasta -16 grados centígrados. En esa ocasión, gracias a una activista bosnia que hablaba italiano –porque durante la guerra se había refugiado en Italia–, conocí a algunos padres de niños que se habían marchado y nunca regresaron tras el fin del conflicto. Algunas madres y algunos padres siguen buscando a sus hijos y no saben qué les ocurrió. Aunque vivían en el orfanato, muchos de los niños tenían padres vivos y los visitaban con regularidad. Sin embargo, con el estallido de la guerra fue imposible informar a estos padres de la iniciativa humanitaria para salvar a los niños que se marcharon a Italia sin su conocimiento. Entonces conocí al conductor del autobús que llevó a los niños a Milán, al director del orfanato en la época del asedio, y visité el orfanato tal como está hoy.

Después de hablar con estos niños, ahora adultos, ¿intentaste explicar sus sentimientos antes de contar lo que vivieron?

En realidad, no intenté explicar sus sentimientos. Inventé personajes ficticios, que son fruto de mi imaginación y que tienen, todos, algo en común conmigo. Mi interés siempre ha sido la relación entre los seres humanos. Siempre me han interesado las relaciones humanas y cómo la historia, es decir, los fenómenos sociales y públicos condicionan el curso de nuestros sentimientos. Finalmente, me interesa comprender cómo crecemos incluso con infancias destrozadas. Ya he explorado este tema en otros libros, es una de mis obsesiones.

“El genocidio de Srebrenica no impidió que ocurrieran otros, al igual que el asedio de Sarajevo, donde la gente vivía sin electricidad, agua, comida ni medicinas, no ha evitado que se repita el horror de aplastar a otras poblaciones en un intento de aniquilarlas. La gente olvida fácilmente”: Rosella Postorino.

En un pasaje del libro ubicado en medio de la guerra hay una frase: “¿aún puedes pensar en el amor?”. Y sí, al final los niños se las arreglan para amar. ¿Por qué los humanos estamos tan empeñados en el amor?

Porque somos animales sociales y sin los demás no logramos sobrevivir. Y porque mientras deseamos nos sentimos vivos, a pesar de todo. La vida muere cuando todo deseo, de cualquier tipo, se extingue.

Has dicho que contar la historia de la guerra desde la perspectiva de un niño es contarla a través del absurdo absoluto. ¿Cuál sería la diferencia con los adultos, si la guerra ya es en sí absurda?

Los niños tienen una visión virgen del mundo, la mirada de quienes aún deben conocer el mundo y no han interiorizado lo que es la guerra, resignándose a que ésta exista. Vista a través de sus ojos, la guerra revela aún más su absurdo, su absoluta e inconcebible paradoja.

A treinta años de la Guerra de Bosnia, mientras sufrimos el genocidio en Gaza, ¿hay alguna lección que no hayamos aprendido?

El genocidio de Srebrenica no impidió que ocurrieran otros, al igual que el asedio de Sarajevo, donde la gente vivía sin electricidad, agua, comida ni medicinas, no ha evitado que se repita el horror de aplastar a otras poblaciones en un intento de aniquilarlas. La gente olvida fácilmente. Cuando Putin invadió Ucrania, en Italia las personas –incluso en los medios de comunicación– hablaban de la primera guerra en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. La larga y sangrienta guerra de los Balcanes había sido olvidada. Así que, lamentablemente, debo reconocer que los seres humanos no aprendemos nada de la historia.

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viernes, 28 de noviembre de 2025

Ropa y comida en los Estados Unidos

Si bien, como explica Bolívar Echeverría en “La ‘modernidad americana’ (claves para su comprensión)” (2008), el capitalismo tuvo una primera gran concreción en la Europa mediterránea, también sufrió allí demasiadas resistencias: había culturas y tradiciones anteriores que ofrecían todavía alternativas viables a la identidad mercantil. Cuando alcanzó el territorio de la Europa septentrional halló un anfitrión más dispuesto a reconfigurarse según su exigencia, un sujeto adecuado para responder a su llamado. Pero Estados Unidos representó una tercera fase aún más intensa y expansiva. El excepcionalismo estadounidense existe, pero no se debe tanto a la libertad o a la democracia como a su relación especial con la acumulación de capital; allí donde no había suficientes anticuerpos, la identidad mercantil pudo convertirse en el fundamento mismo de la sociedad. La gastronomía y el vestido son dos dimensiones donde se puede percibir el empobrecimiento cualitativo de la vida que todo ello implica.

Para Echeverría el problema esencial de la modernidad es la subordinación del valor de uso (para qué sirve realmente un objeto) al valor de cambio, a su valor en el mercado. Se puede pensar en la obsolescencia programada, donde la utilidad de un objeto es arruinada deliberadamente para acelerar la acumulación de capital. Cuando esto sucede, como lo hace, a escala global, cuando todo el sistema de producción y consumo está atravesado por el valor de cambio, cosas extrañas empiezan a ocurrir. La relación con los objetos se torna inauténtica, quimérica. En el ensayo mencionado, Echeverría coloca como epígrafe una escena de la novela inconclusa de Franz Kafka, América (o El desaparecido). El sobrino recién llegado a las costas americanas elogia el traje de su tío; la ropa estadounidense es muy bonita, le dice, y el tío añade: “Y mira, estos no son bolsillos reales”.

En la gastronomía hay a la vez necesidad, supervivencia, animalidad, y un salto por encima de ello, hay un juego de formas en una interacción atenta con el entorno. La comida estadounidense, la comida rápida, evita justamente el entorno (y de paso lo destruye); es una alimentación abstracta, masiva, intercambiable, que no es el resultado de un proceso largo y lento, colectivo y situado, como ocurre en las tradiciones regionales, sino que viene desde arriba y desde otra parte, desde la industria y el mercado: el origen de la hamburguesa está ligado al desarrollo de la trituradora mecánica de carne y a la intensificación inédita del ganado vacuno (en tierras de grandes propietarios). No hay realmente una “cocina estadounidense” como la mexicana o la italiana, su comida tradicional se produce en una cafetería, en una línea de ensamblaje; es justamente la negación de la cocina: la tv dinner de microondas.

No debe ser coincidencia que al lado de una alimentación industrial haya también una patente degradación del vestido. La indumentaria es otro campo de la actividad humana donde se pone en juego la relación entre la necesidad –el abrigo, la protección– y el juego y la creatividad. Tanto la gastronomía avanzada –un mole– como la vestimenta ornamental son placeres que se le arrancan a la supervivencia cruda, son hijas de la civilización, significan alzarse por encima de la animalidad y la escasez. La acumulación de valor es ciega a los matices, a las cualidades de los objetos, estandariza, reduce la diferencia, el matiz, la nuance que Roland Barthes defendía como la presencia misma de la vida.

Así como los rascacielos con enormes paredes de cristal no son tanto arquitectura como su negación, los mallones son la antimoda. La ropa es la oportunidad de hacer operaciones sobre la silueta, de modificar la manera en que se percibe el cuerpo (otra vez, liberarse de la naturaleza y la necesidad). Por ello hay una elegancia en la amplitud, en el placer de la tela y el corte –así como hay un placer en los colores, la textura y los materiales. En la ropa ajustada del gymwear se evidencia la capitulación ante lo dado, así como un orgullo protestante, la higiene, demostración salvífica del cuerpo esbelto. La tendencia a la ropa funcional, básica, una sudadera y unos pants, como a un licuado de proteína, implica una especie de retorno a la barbarie, el cumplimiento de necesidades primarias sin juego de formas, sin drama creativo.

Estados Unidos ha sido el exportador más potente y dinámico de tendencias culturales durante décadas. La fascinación que ejerce es innegable –aunque cabría preguntarse si las obras de arte estadounidense, incluso las que más nos gustan, tienen, si se mira bien, un dejo a Cheez Whiz–, pero su comida y moda rápidas son igualmente populares y penetrantes. Las cosas no son tan sencillas: la moda en Japón es una de las más prestigiosas en los últimos años, y en ella hay un culto por piezas clásicas de Estados Unidos, la mezclilla, las chaquetas militares. Tanto el workwear como el estilo Ivy League norteamericanos fueron realmente influyentes en la indumentaria global, y la moda callejera es, además, una reapropiación creativa y compleja de los mismos objetos estandarizadores, prueba de que también allí, en el corazón de las tinieblas, el valor de uso halla para dónde hacerse. En esa cultura los mejores ejemplares no provienen de dar un paso atrás para hacerse el europeo, sino de profundizar en sus propios acertijos. Hunter S. Thompson se vestía, a veces, de manera espectacular.

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