martes, 15 de abril de 2025

Lo impensado

Como categoría emergente de uno de los más recientes ensanchamientos de las fronteras del conocimiento por parte de la neurociencia, lo “impensado” señala los límites de nuestra conciencia y desentiende al complejo entramado de la cognición de su asociación histórica con el pensamiento correlacionista. Más allá de esa frontera, lo que entendemos por “conciencia” sería, en sentido estricto, la culminación de una serie compleja de procesos y operaciones que aquélla no controla, pero que determinan su existencia. Esta “cognición no consciente” funcionaría como un resguardo de seguridad para la conciencia propiamente dicha, que sin esta instancia protectora colapsaría inevitablemente, abrumada y aplastada por los datos de una realidad cada vez más espesa y superpoblada de estímulos e información.

Las hipótesis de N. Katherine Hayles en Lo impensado. Una teoría de la cognición no consciente y los ensamblajes cognitivos humano-técnicos (2017; Caja Negra, 2024) corresponden a un tiempo de agudísimas tensiones económicas y políticas y deberían ser consideradas a medio camino entre los efectos culturales del realismo especulativo y el nuevo paradigma neurobiológico que nos entiende cada vez más como una máquina programada –y, por lo tanto, “hackeable”– que como el resultante de una elaboración de estímulos de diversa índole reprocesados por el aparato psíquico freudiano. Un diseño somático de señales químicas y eléctricas que la cognición no consciente inscribe y activa en el cuerpo de modos más vertiginosos, complejos, sutiles y “ruidosos” de lo que la conciencia sería capaz de comprender. Surge entonces todo un mundo indetectable para ésta, pero que resulta imprescindible para modelar nuestro comportamiento hacia el interior de ese tejido de sucesos que llamamos “realidad”.

Tal vez lo más difícil de aceptar de los postulados de Hayles sea ese desborde de la cognición consciente, aceptar que sólo dándole un sentido narrativo al mundo podemos tolerar vivir en él. Desde esta perspectiva, la “coherencia” del mundo no sería otra cosa que una ficción cerebral que ni siquiera demanda la totalidad de nuestra capacidad cognitiva para ser construída. Un resto de procesos neurológicos permanece fuera de nuestro entendimiento, tiene una importancia crítica para nuestra supervivencia y –acaso lo más perturbador de todo el asunto– no es exclusivo de los seres humanos.

impensado

Ser una “especie entre especies” demanda cierto entrenamiento en la renovación del credo positivista delineado con la Ilustración del siglo XVII. La cognición excede las operaciones mentales complejas del razonamiento abstracto y se despliega, fundamentalmente, a través de la interacción con el entorno. Somos un algoritmo programado para actuar de determinada manera y dentro de determinadas condiciones, y sólo eso nos permite prolongar nuestra existencia en un contexto también integrado por otros sistemas técnicos de complejidad y diversidad crecientes. La cognición no es privativa de los seres humanos porque hay a nuestro alrededor un sinfín de formas de vida ejecutando tareas similares y con la misma meta adaptativa. Hayles denomina ese escenario como una “ecología cognitiva planetaria”, el nuevo plano habitable despojado de cualquier pretensión antropocéntrica y que requiere ser pensado a nivel lingüístico, molecular y celular.

Las corrientes filosóficas y narrativas más estimulantes del presente están, de una u otra manera, asociadas a este tipo de ideas. Desde la OOO (ontología orientada al objeto) de Graham Harman hasta la “teoría ficción” tecnoapocalíptica y reintegrada de Nick Land o Reza Negarestani, los poderes agenciales de la materia y las formas hipotéticas de vida no-humana están saturando el cúmulo de relatos que le da forma al siglo XXI. En ella, los objetos técnicos nos interpretan y nos asignan significado, aún cuando las corrientes humanistas sigan suponiendo que ese proceso no es más que una recolección precisa y cibernéticamente mejorada de “datos”. En el marco de la cognición no consciente, el significado sólo emerge cuando la interpretación de la información se produce dentro de un contexto capaz de producirlo. La gran novedad es que ese contexto puede o no ser regido y organizado por nuestra especie.

La interacción humano-técnica genera ensamblajes, simbiosis de informaciones que corren a través de los sistemas para alumbrar decisiones o elecciones. Los agentes y las fuerzas materiales, puestos a disposición de los sujetos cognoscentes, producen síntesis al nivel biológico y permiten la comprensión y la actuación en situaciones complejas. El ensamblaje cognitivo, a su vez, es una forma de poder, acaso la más característica de la era de las máquinas informáticas. En La naturaleza política de la selva. Escritos sobre arquitectura, ecología y derechos no-humanos (Caja Negra, 2024) Paolo Tavares señala que los objetos técnicos se definen por sus características extrínsecas: lo que hacemos con ellos es lo que determina su modo de existencia. Así es como ciertos gadgets o recursos tecnológicos (la propia Internet o el GPS) migraron entre la esfera militar y el terreno cada vez más diversificado de lo doméstico y lo social. Desde Deleuze/Guattari y su Mil mesetas sabemos que la tecnología no es ni positiva ni negativa sino ambas cosas a la vez, y que esa línea de frontera puede correrse según los criterios de uso.

impensado

La realidad aumentada que hoy habitamos ha resignificado ese concepto mientras la especie humana lucha por no perder definitivamente su lugar en el mundo material. Para Deleuze y Guattari el principio fundante de la tecnología radica en que un elemento técnico no es nada extraído de la red de relaciones sociales a la que pertenece. Esas relaciones articulan el ensamblaje en el que los elementos técnicos terminan de definirse. La máquina colectiva y social –dentro de la cual el elemento técnico no es más que eso: un elemento– determina su existencia, por ejemplo, como arma o herramienta. Una máquina es sólo una protomáquina; el maquinismo es siempre una relación social determinada por la interacción con el ser humano. Así lo entendió Norbert Wiener cuando, durante la Segunda Guerra Mundial, incorporó a sus desarrollos maquínico-bélicos el grado de indeterminación introducido por el elemento humano (el piloto o el operador de la máquina) y alumbró el punto de partida para la ciencia cibernética que hoy moldea esta realidad formateada por un nuevo linaje de híbridos tecnohumanos. 

En esa franja de interacciones, Hayles propone una dicotomía alternativa a la de humanos/no-humanos. La división estaría dada por las categorías de cognoscente/no-cognoscente, situando en uno de los extremos a los seres humanos y otras formas de vida biológica, así como a muchos de los sistemas técnicos (a los que se denomina “actores”), y en el otro a los procesos materiales y los objetos inanimados (que reciben el nombre de “agentes”). Ya que sólo los cognoscentes son capaces de concretar elecciones y de tomar decisiones, éstos cumplen una función crucial en la crisis medioambiental contemporánea como codificadores de la sexta extinción masiva a escala global, de la que seremos protagonistas y víctimas. Hermanadas en ese sufrimiento, la única motivación que comparten todas las formas de vida es el impulso por sobrevivir, la lucha continua por estabilizarse en una realidad que pierde su forma al ser violentamente cuestionada por un arsenal de artefactos y criaturas biodigitales. Con el aumento del “estrés” ambiental, los cognoscentes tenderán a tomar decisiones que eleven o maximicen sus oportunidades de supervivencia.

La tesis principal de Paulo Tavares es que desde que los seres humanos han logrado diseñar y activar tecnologías que equiparan la escala dimensional, temporal y espacial de los fenómenos planetarios, la humanidad se ha convertido en el equivalente de una fuerza natural, liberando nuevos agentes materiales en los sistemas físicos de la Tierra capaces de producir transformaciones que no son sólo tecnológicas sino, fundamentalmente, relacionales. Así surgieron híbridos de naturaleza-cultura que funcionan como unidades ecológicas complejas y autorreguladas, y que, a partir de los años setenta del siglo XX, lograron estructurar una nueva ética medioambiental. El resultado fue la aparición de una eco-geología capaz de recombinar de manera mutante los ensamblajes humano-naturaleza.

Ese nuevo entorno no puede ignorar los crecientes poderes agenciales que los no-cognoscentes pueden adquirir en el emergente plano dimensional. Las capacidades destructivas de una avalancha, un tsunami o un terremoto pueden ser reencauzados hacia el plano cognitivo si se los condiciona adecuadamente, situación que obliga a reconsiderar la posición ética que históricamente tiende a considerarlos como fenómenos desprovistos de alma o vida. Propulsados por el capitalismo global, los sistemas técnico-cognitivos ganan autonomía y se hacen cada vez más omnipresentes. Aún cuando no pueda existir agencia técnica sin humanos que diseñen y construyan esos sistemas, las áreas en las que se desempeñan de manera autónoma son cada vez más numerosas y complejas, y abarcan desde los sistemas de monitoreo ambiental hasta los motores de búsqueda digital que orientan nuestra existencia cada vez más desmaterializada. Dentro de esa brecha, los ensamblajes han aprendido a ponerse en marcha y proceder por sí mismos, a veces prescindiendo de la intervención humana directa.

Interrogando las últimas expresiones de nuestra dignidad como especie, cabría preguntarse si la humanidad avanza, finalmente, hacia un horizonte de agencias sin sujeto. El 22 de junio de 2024, Philip Lane, economista jefe del Banco Central Europeo, advirtió el riesgo que la gira Eras de Taylor Swift representaba para los indicadores de inflación en el sector de servicios. El avance del fenómeno pop había empezado a comportarse como una avalancha semiótica compuesta de una cadena de shows a los que terminarían asistiendo casi 700 mil personas, y que fueron capaces de generar movimientos tectónicos en las placas económicas de la Unión Europea.

Para entonces los economistas de EEUU ya habían advertido que Eras había adquirido las capacidades de una fuerza económica imprevista y monstruosa, engendrando por sí sola la demencial cifra de cuatro mil 600 millones de dólares sólo en América del Norte y en concepto de gastos por boletos, merchandising y transporte. El año anterior, una gira de Beyoncé iniciada en Estocolmo había gatillado un aumento en los datos de inflación, tocados por el desplazamiento de los fanáticos que habían viajado desde todo el mundo para presenciar los shows. El nuevo panorama de ensamblajes escapa a la intuición filosófica y obliga a contemplar desde un nuevo paradigma las fuerzas emergentes que actúan sobre la realidad perceptible para modificarla. En ese escenario terroríficamente modificado, Taylor Swift y Beyoncé pueden resignificarse como fuerzas de una naturaleza agredida a la que sólo le queda recombinarse para sobrevivir en ese futuro oscuro que le estamos creando.

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Lo impensado

Como categoría emergente de uno de los más recientes ensanchamientos de las fronteras del conocimiento por parte de la neurociencia, lo “impensado” señala los límites de nuestra conciencia y desentiende al complejo entramado de la cognición de su asociación histórica con el pensamiento correlacionista. Más allá de esa frontera, lo que entendemos por “conciencia” sería, en sentido estricto, la culminación de una serie compleja de procesos y operaciones que aquélla no controla, pero que determinan su existencia. Esta “cognición no consciente” funcionaría como un resguardo de seguridad para la conciencia propiamente dicha, que sin esta instancia protectora colapsaría inevitablemente, abrumada y aplastada por los datos de una realidad cada vez más espesa y superpoblada de estímulos e información.

Las hipótesis de N. Katherine Hayles en Lo impensado. Una teoría de la cognición no consciente y los ensamblajes cognitivos humano-técnicos (2017; Caja Negra, 2024) corresponden a un tiempo de agudísimas tensiones económicas y políticas y deberían ser consideradas a medio camino entre los efectos culturales del realismo especulativo y el nuevo paradigma neurobiológico que nos entiende cada vez más como una máquina programada –y, por lo tanto, “hackeable”– que como el resultante de una elaboración de estímulos de diversa índole reprocesados por el aparato psíquico freudiano. Un diseño somático de señales químicas y eléctricas que la cognición no consciente inscribe y activa en el cuerpo de modos más vertiginosos, complejos, sutiles y “ruidosos” de lo que la conciencia sería capaz de comprender. Surge entonces todo un mundo indetectable para ésta, pero que resulta imprescindible para modelar nuestro comportamiento hacia el interior de ese tejido de sucesos que llamamos “realidad”.

Tal vez lo más difícil de aceptar de los postulados de Hayles sea ese desborde de la cognición consciente, aceptar que sólo dándole un sentido narrativo al mundo podemos tolerar vivir en él. Desde esta perspectiva, la “coherencia” del mundo no sería otra cosa que una ficción cerebral que ni siquiera demanda la totalidad de nuestra capacidad cognitiva para ser construída. Un resto de procesos neurológicos permanece fuera de nuestro entendimiento, tiene una importancia crítica para nuestra supervivencia y –acaso lo más perturbador de todo el asunto– no es exclusivo de los seres humanos.

impensado

Ser una “especie entre especies” demanda cierto entrenamiento en la renovación del credo positivista delineado con la Ilustración del siglo XVII. La cognición excede las operaciones mentales complejas del razonamiento abstracto y se despliega, fundamentalmente, a través de la interacción con el entorno. Somos un algoritmo programado para actuar de determinada manera y dentro de determinadas condiciones, y sólo eso nos permite prolongar nuestra existencia en un contexto también integrado por otros sistemas técnicos de complejidad y diversidad crecientes. La cognición no es privativa de los seres humanos porque hay a nuestro alrededor un sinfín de formas de vida ejecutando tareas similares y con la misma meta adaptativa. Hayles denomina ese escenario como una “ecología cognitiva planetaria”, el nuevo plano habitable despojado de cualquier pretensión antropocéntrica y que requiere ser pensado a nivel lingüístico, molecular y celular.

Las corrientes filosóficas y narrativas más estimulantes del presente están, de una u otra manera, asociadas a este tipo de ideas. Desde la OOO (ontología orientada al objeto) de Graham Harman hasta la “teoría ficción” tecnoapocalíptica y reintegrada de Nick Land o Reza Negarestani, los poderes agenciales de la materia y las formas hipotéticas de vida no-humana están saturando el cúmulo de relatos que le da forma al siglo XXI. En ella, los objetos técnicos nos interpretan y nos asignan significado, aún cuando las corrientes humanistas sigan suponiendo que ese proceso no es más que una recolección precisa y cibernéticamente mejorada de “datos”. En el marco de la cognición no consciente, el significado sólo emerge cuando la interpretación de la información se produce dentro de un contexto capaz de producirlo. La gran novedad es que ese contexto puede o no ser regido y organizado por nuestra especie.

La interacción humano-técnica genera ensamblajes, simbiosis de informaciones que corren a través de los sistemas para alumbrar decisiones o elecciones. Los agentes y las fuerzas materiales, puestos a disposición de los sujetos cognoscentes, producen síntesis al nivel biológico y permiten la comprensión y la actuación en situaciones complejas. El ensamblaje cognitivo, a su vez, es una forma de poder, acaso la más característica de la era de las máquinas informáticas. En La naturaleza política de la selva. Escritos sobre arquitectura, ecología y derechos no-humanos (Caja Negra, 2024) Paolo Tavares señala que los objetos técnicos se definen por sus características extrínsecas: lo que hacemos con ellos es lo que determina su modo de existencia. Así es como ciertos gadgets o recursos tecnológicos (la propia Internet o el GPS) migraron entre la esfera militar y el terreno cada vez más diversificado de lo doméstico y lo social. Desde Deleuze/Guattari y su Mil mesetas sabemos que la tecnología no es ni positiva ni negativa sino ambas cosas a la vez, y que esa línea de frontera puede correrse según los criterios de uso.

impensado

La realidad aumentada que hoy habitamos ha resignificado ese concepto mientras la especie humana lucha por no perder definitivamente su lugar en el mundo material. Para Deleuze y Guattari el principio fundante de la tecnología radica en que un elemento técnico no es nada extraído de la red de relaciones sociales a la que pertenece. Esas relaciones articulan el ensamblaje en el que los elementos técnicos terminan de definirse. La máquina colectiva y social –dentro de la cual el elemento técnico no es más que eso: un elemento– determina su existencia, por ejemplo, como arma o herramienta. Una máquina es sólo una protomáquina; el maquinismo es siempre una relación social determinada por la interacción con el ser humano. Así lo entendió Norbert Wiener cuando, durante la Segunda Guerra Mundial, incorporó a sus desarrollos maquínico-bélicos el grado de indeterminación introducido por el elemento humano (el piloto o el operador de la máquina) y alumbró el punto de partida para la ciencia cibernética que hoy moldea esta realidad formateada por un nuevo linaje de híbridos tecnohumanos. 

En esa franja de interacciones, Hayles propone una dicotomía alternativa a la de humanos/no-humanos. La división estaría dada por las categorías de cognoscente/no-cognoscente, situando en uno de los extremos a los seres humanos y otras formas de vida biológica, así como a muchos de los sistemas técnicos (a los que se denomina “actores”), y en el otro a los procesos materiales y los objetos inanimados (que reciben el nombre de “agentes”). Ya que sólo los cognoscentes son capaces de concretar elecciones y de tomar decisiones, éstos cumplen una función crucial en la crisis medioambiental contemporánea como codificadores de la sexta extinción masiva a escala global, de la que seremos protagonistas y víctimas. Hermanadas en ese sufrimiento, la única motivación que comparten todas las formas de vida es el impulso por sobrevivir, la lucha continua por estabilizarse en una realidad que pierde su forma al ser violentamente cuestionada por un arsenal de artefactos y criaturas biodigitales. Con el aumento del “estrés” ambiental, los cognoscentes tenderán a tomar decisiones que eleven o maximicen sus oportunidades de supervivencia.

La tesis principal de Paulo Tavares es que desde que los seres humanos han logrado diseñar y activar tecnologías que equiparan la escala dimensional, temporal y espacial de los fenómenos planetarios, la humanidad se ha convertido en el equivalente de una fuerza natural, liberando nuevos agentes materiales en los sistemas físicos de la Tierra capaces de producir transformaciones que no son sólo tecnológicas sino, fundamentalmente, relacionales. Así surgieron híbridos de naturaleza-cultura que funcionan como unidades ecológicas complejas y autorreguladas, y que, a partir de los años setenta del siglo XX, lograron estructurar una nueva ética medioambiental. El resultado fue la aparición de una eco-geología capaz de recombinar de manera mutante los ensamblajes humano-naturaleza.

Ese nuevo entorno no puede ignorar los crecientes poderes agenciales que los no-cognoscentes pueden adquirir en el emergente plano dimensional. Las capacidades destructivas de una avalancha, un tsunami o un terremoto pueden ser reencauzados hacia el plano cognitivo si se los condiciona adecuadamente, situación que obliga a reconsiderar la posición ética que históricamente tiende a considerarlos como fenómenos desprovistos de alma o vida. Propulsados por el capitalismo global, los sistemas técnico-cognitivos ganan autonomía y se hacen cada vez más omnipresentes. Aún cuando no pueda existir agencia técnica sin humanos que diseñen y construyan esos sistemas, las áreas en las que se desempeñan de manera autónoma son cada vez más numerosas y complejas, y abarcan desde los sistemas de monitoreo ambiental hasta los motores de búsqueda digital que orientan nuestra existencia cada vez más desmaterializada. Dentro de esa brecha, los ensamblajes han aprendido a ponerse en marcha y proceder por sí mismos, a veces prescindiendo de la intervención humana directa.

Interrogando las últimas expresiones de nuestra dignidad como especie, cabría preguntarse si la humanidad avanza, finalmente, hacia un horizonte de agencias sin sujeto. El 22 de junio de 2024, Philip Lane, economista jefe del Banco Central Europeo, advirtió el riesgo que la gira Eras de Taylor Swift representaba para los indicadores de inflación en el sector de servicios. El avance del fenómeno pop había empezado a comportarse como una avalancha semiótica compuesta de una cadena de shows a los que terminarían asistiendo casi 700 mil personas, y que fueron capaces de generar movimientos tectónicos en las placas económicas de la Unión Europea.

Para entonces los economistas de EEUU ya habían advertido que Eras había adquirido las capacidades de una fuerza económica imprevista y monstruosa, engendrando por sí sola la demencial cifra de cuatro mil 600 millones de dólares sólo en América del Norte y en concepto de gastos por boletos, merchandising y transporte. El año anterior, una gira de Beyoncé iniciada en Estocolmo había gatillado un aumento en los datos de inflación, tocados por el desplazamiento de los fanáticos que habían viajado desde todo el mundo para presenciar los shows. El nuevo panorama de ensamblajes escapa a la intuición filosófica y obliga a contemplar desde un nuevo paradigma las fuerzas emergentes que actúan sobre la realidad perceptible para modificarla. En ese escenario terroríficamente modificado, Taylor Swift y Beyoncé pueden resignificarse como fuerzas de una naturaleza agredida a la que sólo le queda recombinarse para sobrevivir en ese futuro oscuro que le estamos creando.

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lunes, 14 de abril de 2025

El sartrecillo valiente

En noviembre-diciembre de 2007, la portada del número 57 de La Tempestad planteaba: “¿Qué nos queda del Boom latinoamericano? Cabrera Infante, Cortázar, Donoso, Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa”. Se trató de poner en balance la obra de estos seis escritores, en un momento en el que su influencia había declinado. Para hablar sobre la obra narrativa del peruano Mario Vargas Llosa pedimos un ensayo a la escritora y traductora Patricia de Souza (1964-2019), que entonces vivía en México. Con la muerte del Nobel el 13 de abril, nos parece pertinente traer a nuestras páginas digitales esta lectura de su compatriota.

Mario Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa retratado por Felix Clay

Un día leí por primera vez un texto de Mario Vargas Llosa, Los cachorros (1967). Recuerdo el impacto: fulminante. Nunca había imaginado un relato como ése, no sabía que podía escribirse con tanta libertad y tanta frescura. Ahí estaba ese texto corto en el que el personaje principal, Pichula Cuéllar, era castrado por un perro; ahí estaba la violencia, que muchos han interpretado como metáfora de la castración de una generación y que, en mi lectura, se revelaba como una libertad conquistada. El autor había creado un mundo con sus propios signos, había plantado su espada y liberado el idioma de sus resabios coloniales.

Digo “liberado el idioma” porque, de todos los autores del Boom, Vargas Llosa fue el primero en lograr imponerle al lenguaje un aliento personal, irreverente, indómito, local y al mismo tiempo cosmopolita en la forma de tratar la novela. No había pensado en esto hasta el instante en que releí La ciudad y los perros (1963) y La casa verde (1965). El manejo de los idiolectos y de las formas canónicas de la novela –la escena, el diálogo, la narración continua o la fragmentación (olvidaba La guerra del fin del mundo, de 1981)– es sorprendente. Se da voz a una serie de personajes típicos de la sociedad peruana, sobre todo habitantes de la provincia, porque Vargas Llosa es un autor realista aunque despojado de costumbrismo, un autor que entendió muy pronto que la creación tiene una deuda consigo misma, más allá de su simetría con la realidad.

Mario Vargas Llosa es un autor realista aunque despojado de costumbrismo, un autor que entendió muy pronto que la creación tiene una deuda consigo misma, más allá de su simetría con la realidad.

Para Mario Vargas Llosa la ficción no se halla solamente en la cabeza del autor. Recuerdo haber leído (u oído) que la primera vez que vio La Casa Verde pensó que era un lugar de ficción; como buen antropólogo, decidió, desde los escombros, escribir la novela. El espacio geográfico es el lugar que el autor elige para dar vida y acción a una historia; si bien trata su prosa con vocación de cirujano, concibe la historia en el sentido clásico del término, como una necesidad de la novela. Los agentes narrativos deben ser suficientemente sólidos como para lograr dar al lector la impresión de imago de la realidad. No puede evitarse la comparación con José María Arguedas o con Carlos Eduardo Zavaleta, que buscaron producir un efecto realista utilizando la historia de Perú. Vargas Llosa, sin embargo, atraviesa las fronteras, sus novelas son transculturales pese a su apego a lo local. Un ejemplo es La guerra del fin del mundo, que hace pensar en Salambó de Flaubert: construir con la imaginación una realidad totalmente ficticia. Es una novela técnicamente impecable, pero carece de la fuerza encarnada de las primeras obras de su autor.

Vargas Llosa define la novela como una narración que produce un efecto casi óptico de la realidad en el lector. Sus novelas buscan sobre todo eso. Al ser leídas trascienden la perspectiva formal de su autor porque, por más contador de historias que sea (El hablador, de 1987, es una idea que le fascinó: el hombre que habla y habla para no pensar, un poco como Sherezade, que cuenta historias para que no le corten la cabeza), por más herencia que tenga de la novela de caballerías, actúa como descubridor de huellas, de marcas del pasado; escarba y proyecta una nueva versión de la realidad.

Recuerdo la primera vez que lo vi, en Madrid. Había imaginado a alguien más formal; para mi sorpresa me encontré con una persona que hablaba de su primera fase como lector de Sartre, que se había pasado al bando de los camusianos, los que piensan que Meursault, el personaje de El extranjero, resume el drama del hombre moderno, su ausencia como sujeto, su pérdida de fe en sí mismo, lo que el existencialismo llamó contingencia. Ahora me impresiona el epígrafe de Sartre en La ciudad y los perros, una desmitificación del individuo moderno, pero no se puede decir que los personajes de Vargas Llosa sean cínicos o desencantados: poseen, en un sentido crítico, las características del hombre de esa época. Como es flaubertiano, sus novelas no son alegorías –como podría ser El hombre sin atributos de Musil– sino reconstrucciones. Para él cuenta el detalle, el más mínimo, con el fin de lograr que sus textos posean la fuerza de la realidad.

En sus primeras novelas la velocidad de la escritura es impactante: persigue, muestra, nunca oculta, siempre desnuda. Sus libros giran en torno a la misma obsesión: el desarraigo del hombre moderno.

Por eso en sus primeras novelas la velocidad de la escritura es impactante: persigue, muestra, nunca oculta, siempre desnuda. Sus libros giran en torno a la misma obsesión: el desarraigo del hombre moderno. Por eso el desencanto y, a veces, la rudeza de sus personajes. En sus relatos no hay denuncia, porque no son militantes, pero son eminentemente políticos. Todo acto de verdadera escritura lo es. Es curioso porque personajes como María Cuadrado, de La guerra del fin del mundo, o la Chunga, que aparece varias veces en sus novelas, son también amargos, duros, mujeres curtidas por la mala vida, marchitas por exceso de frustración. Entiendo entonces la fascinación que sintió por Flora Tristán, la única que escapa a esa maldición: ser paria, bastarda, divorciada y soltera no le impidió salir bien parada de su apuesta. Es el modelo de mujer que quiso mostrar en El Paraíso en la otra esquina (2003), aunque no pudo evitar la identificación inmediata con su nieto Paul Gauguin.

(No sé si es posible abarcar el trabajo íntegro de Vargas Llosa, los ensayos sobre Arguedas, Hugo, Flaubert y García Márquez, puentes entre el autor y los que reconoce como acompañantes, esfuerzos por traducir una propuesta en análisis. También están algunas traducciones, como la de Un corazón bajo la sotana de Rimbaud, que me hacen pensar en el esfuerzo que significa traducir, primero, lo que dicen otros en nuestras propias palabras. En todo gran lector hay siempre un trabajo de traducción y actualización. Quizá su texto más personal y controvertido sea El pez en el agua (1993), que trata de comprender mediante la escritura una experiencia política concreta, una forma de apuesta colectiva. En cada autor hay una línea que une la vida y la creación, una línea que se traza con conflictos y contradicciones. Escribir es tomar nota de ellos, de esa parte no dicha que sin embargo ha dejado huella. En ese esfuerzo por recordar, y por hacerlo bien, se busca no borrar las huellas, el paso por el mundo, una obsesión y un pathos que se imponen tomando la forma de las voces de los personajes del texto. En el ensayo La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996) Vargas Llosa trata de comprender la propuesta indigenista como una forma de delimitación de una frontera geográfica y cultural, a la que confronta en su planteamiento más conservador: ¿cómo construir una sociedad uniforme sin crear formas de exclusión?)

Hay cierta obsesión con la forma que va de ‘Los cachorros’ a ‘Travesuras de la niña mala’, donde retoma el brío de las primeras novelas, que se distinguen de ‘La fiesta del Chivo’ o los relatos eróticos, en los cuales se instala en un clasicismo en todo distinto a la irreverencia de sus textos iniciales.

Me pregunto qué hace un autor cuando ha explorado todas las técnicas, cuando escribe sin cesar. ¿Se agota? Sucede que la necesidad de ficcionalizar se vuelve más importante que la forma. Mario Vargas Llosa lo dice en una entrevista reciente: su problema no es ya el lenguaje o la identidad de éste con la realidad, su problema es liberarse de las ficciones que lo persiguen –recuerdos y marcas de infancia–, ensancharlas aspirando a hacer de esa experiencia algo universal. El estilo del peruano es de una particularidad única, es una música que oímos unas veces con fascinación, otras como si hubiésemos escuchado ya esa canción y reconociéramos inmediatamente la melodía. Si Vargas Llosa no ha vivido un conflicto con el lenguaje desde su identidad con las cosas sí lo ha hecho con la forma; de lo contrario no entiendo esa obsesión de leer a Faulkner ¡con papel y lápiz! Hay cierta obsesión con la forma que va de Los cachorros a Travesuras de la niña mala (2006), donde retoma el brío de las primeras novelas, que se distinguen de La fiesta del Chivo (2000) o los relatos eróticos, en los cuales se instala en un clasicismo en todo distinto a la irreverencia de sus textos iniciales.

El trabajo de Vargas Llosa es la memoria viva de una población concreta que se traduce en instituciones y leyendas, en creencias y desplazamientos. La arena movediza de la identidad contemporánea es defendida por el autor peruano no como una mónada cerrada sino como elemento poroso, más lingüístico que geográfico. Los escritores a veces son como los teólogos y los fundadores de pueblos: siembran la duda, construyen utopías, por más realistas que sean. En Travesuras de la niña mala Vargas Llosa dibuja el retrato de una mujer excluida, a quien bordea una intensa vulnerabilidad; hace pagar el precio de su situación a la persona que más quiere. Como niña mala, en medio de un determinismo realista, termina mal, asume el precio de su osadía y termina sola y enferma en Sète, un pueblo del sur de Francia donde se halla el cementerio marino de Valéry. Este texto tiene una relación evidente con Emma Bovary, otra mujer que termina tan enredada en su propio deseo y tan atrapada en la frustración que termina suicidándose, pero el final de la niña mala es más cruel, sucede lentamente. ¿Es realmente mala o se trata de una visión desencantada, por realista, de las consecuencias de elegir la libertad individual? ¿Hasta qué punto se trata realmente de libertad? En todo caso yo prefiero reencontrarme con la fuerza y el brío de los primeros libros de Vargas Llosa, los que me han marcado. No por nada lo apodaban “el sartrecillo valiente”.

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El sartrecillo valiente

En noviembre-diciembre de 2007, la portada del número 57 de La Tempestad planteaba: “¿Qué nos queda del Boom latinoamericano? Cabrera Infante, Cortázar, Donoso, Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa”. Se trató de poner en balance la obra de estos seis escritores, en un momento en el que su influencia había declinado. Para hablar sobre la obra narrativa del peruano Mario Vargas Llosa pedimos un ensayo a la escritora y traductora Patricia de Souza (1964-2019), que entonces vivía en México. Con la muerte del Nobel el 13 de abril, nos parece pertinente traer a nuestras páginas digitales esta lectura de su compatriota.

Mario Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa retratado por Felix Clay

Un día leí por primera vez un texto de Mario Vargas Llosa, Los cachorros (1967). Recuerdo el impacto: fulminante. Nunca había imaginado un relato como ése, no sabía que podía escribirse con tanta libertad y tanta frescura. Ahí estaba ese texto corto en el que el personaje principal, Pichula Cuéllar, era castrado por un perro; ahí estaba la violencia, que muchos han interpretado como metáfora de la castración de una generación y que, en mi lectura, se revelaba como una libertad conquistada. El autor había creado un mundo con sus propios signos, había plantado su espada y liberado el idioma de sus resabios coloniales.

Digo “liberado el idioma” porque, de todos los autores del Boom, Vargas Llosa fue el primero en lograr imponerle al lenguaje un aliento personal, irreverente, indómito, local y al mismo tiempo cosmopolita en la forma de tratar la novela. No había pensado en esto hasta el instante en que releí La ciudad y los perros (1963) y La casa verde (1965). El manejo de los idiolectos y de las formas canónicas de la novela –la escena, el diálogo, la narración continua o la fragmentación (olvidaba La guerra del fin del mundo, de 1981)– es sorprendente. Se da voz a una serie de personajes típicos de la sociedad peruana, sobre todo habitantes de la provincia, porque Vargas Llosa es un autor realista aunque despojado de costumbrismo, un autor que entendió muy pronto que la creación tiene una deuda consigo misma, más allá de su simetría con la realidad.

Mario Vargas Llosa es un autor realista aunque despojado de costumbrismo, un autor que entendió muy pronto que la creación tiene una deuda consigo misma, más allá de su simetría con la realidad.

Para Mario Vargas Llosa la ficción no se halla solamente en la cabeza del autor. Recuerdo haber leído (u oído) que la primera vez que vio La Casa Verde pensó que era un lugar de ficción; como buen antropólogo, decidió, desde los escombros, escribir la novela. El espacio geográfico es el lugar que el autor elige para dar vida y acción a una historia; si bien trata su prosa con vocación de cirujano, concibe la historia en el sentido clásico del término, como una necesidad de la novela. Los agentes narrativos deben ser suficientemente sólidos como para lograr dar al lector la impresión de imago de la realidad. No puede evitarse la comparación con José María Arguedas o con Carlos Eduardo Zavaleta, que buscaron producir un efecto realista utilizando la historia de Perú. Vargas Llosa, sin embargo, atraviesa las fronteras, sus novelas son transculturales pese a su apego a lo local. Un ejemplo es La guerra del fin del mundo, que hace pensar en Salambó de Flaubert: construir con la imaginación una realidad totalmente ficticia. Es una novela técnicamente impecable, pero carece de la fuerza encarnada de las primeras obras de su autor.

Vargas Llosa define la novela como una narración que produce un efecto casi óptico de la realidad en el lector. Sus novelas buscan sobre todo eso. Al ser leídas trascienden la perspectiva formal de su autor porque, por más contador de historias que sea (El hablador, de 1987, es una idea que le fascinó: el hombre que habla y habla para no pensar, un poco como Sherezade, que cuenta historias para que no le corten la cabeza), por más herencia que tenga de la novela de caballerías, actúa como descubridor de huellas, de marcas del pasado; escarba y proyecta una nueva versión de la realidad.

Recuerdo la primera vez que lo vi, en Madrid. Había imaginado a alguien más formal; para mi sorpresa me encontré con una persona que hablaba de su primera fase como lector de Sartre, que se había pasado al bando de los camusianos, los que piensan que Meursault, el personaje de El extranjero, resume el drama del hombre moderno, su ausencia como sujeto, su pérdida de fe en sí mismo, lo que el existencialismo llamó contingencia. Ahora me impresiona el epígrafe de Sartre en La ciudad y los perros, una desmitificación del individuo moderno, pero no se puede decir que los personajes de Vargas Llosa sean cínicos o desencantados: poseen, en un sentido crítico, las características del hombre de esa época. Como es flaubertiano, sus novelas no son alegorías –como podría ser El hombre sin atributos de Musil– sino reconstrucciones. Para él cuenta el detalle, el más mínimo, con el fin de lograr que sus textos posean la fuerza de la realidad.

En sus primeras novelas la velocidad de la escritura es impactante: persigue, muestra, nunca oculta, siempre desnuda. Sus libros giran en torno a la misma obsesión: el desarraigo del hombre moderno.

Por eso en sus primeras novelas la velocidad de la escritura es impactante: persigue, muestra, nunca oculta, siempre desnuda. Sus libros giran en torno a la misma obsesión: el desarraigo del hombre moderno. Por eso el desencanto y, a veces, la rudeza de sus personajes. En sus relatos no hay denuncia, porque no son militantes, pero son eminentemente políticos. Todo acto de verdadera escritura lo es. Es curioso porque personajes como María Cuadrado, de La guerra del fin del mundo, o la Chunga, que aparece varias veces en sus novelas, son también amargos, duros, mujeres curtidas por la mala vida, marchitas por exceso de frustración. Entiendo entonces la fascinación que sintió por Flora Tristán, la única que escapa a esa maldición: ser paria, bastarda, divorciada y soltera no le impidió salir bien parada de su apuesta. Es el modelo de mujer que quiso mostrar en El Paraíso en la otra esquina (2003), aunque no pudo evitar la identificación inmediata con su nieto Paul Gauguin.

(No sé si es posible abarcar el trabajo íntegro de Vargas Llosa, los ensayos sobre Arguedas, Hugo, Flaubert y García Márquez, puentes entre el autor y los que reconoce como acompañantes, esfuerzos por traducir una propuesta en análisis. También están algunas traducciones, como la de Un corazón bajo la sotana de Rimbaud, que me hacen pensar en el esfuerzo que significa traducir, primero, lo que dicen otros en nuestras propias palabras. En todo gran lector hay siempre un trabajo de traducción y actualización. Quizá su texto más personal y controvertido sea El pez en el agua (1993), que trata de comprender mediante la escritura una experiencia política concreta, una forma de apuesta colectiva. En cada autor hay una línea que une la vida y la creación, una línea que se traza con conflictos y contradicciones. Escribir es tomar nota de ellos, de esa parte no dicha que sin embargo ha dejado huella. En ese esfuerzo por recordar, y por hacerlo bien, se busca no borrar las huellas, el paso por el mundo, una obsesión y un pathos que se imponen tomando la forma de las voces de los personajes del texto. En el ensayo La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996) Vargas Llosa trata de comprender la propuesta indigenista como una forma de delimitación de una frontera geográfica y cultural, a la que confronta en su planteamiento más conservador: ¿cómo construir una sociedad uniforme sin crear formas de exclusión?)

Hay cierta obsesión con la forma que va de ‘Los cachorros’ a ‘Travesuras de la niña mala’, donde retoma el brío de las primeras novelas, que se distinguen de ‘La fiesta del Chivo’ o los relatos eróticos, en los cuales se instala en un clasicismo en todo distinto a la irreverencia de sus textos iniciales.

Me pregunto qué hace un autor cuando ha explorado todas las técnicas, cuando escribe sin cesar. ¿Se agota? Sucede que la necesidad de ficcionalizar se vuelve más importante que la forma. Mario Vargas Llosa lo dice en una entrevista reciente: su problema no es ya el lenguaje o la identidad de éste con la realidad, su problema es liberarse de las ficciones que lo persiguen –recuerdos y marcas de infancia–, ensancharlas aspirando a hacer de esa experiencia algo universal. El estilo del peruano es de una particularidad única, es una música que oímos unas veces con fascinación, otras como si hubiésemos escuchado ya esa canción y reconociéramos inmediatamente la melodía. Si Vargas Llosa no ha vivido un conflicto con el lenguaje desde su identidad con las cosas sí lo ha hecho con la forma; de lo contrario no entiendo esa obsesión de leer a Faulkner ¡con papel y lápiz! Hay cierta obsesión con la forma que va de Los cachorros a Travesuras de la niña mala (2006), donde retoma el brío de las primeras novelas, que se distinguen de La fiesta del Chivo (2000) o los relatos eróticos, en los cuales se instala en un clasicismo en todo distinto a la irreverencia de sus textos iniciales.

El trabajo de Vargas Llosa es la memoria viva de una población concreta que se traduce en instituciones y leyendas, en creencias y desplazamientos. La arena movediza de la identidad contemporánea es defendida por el autor peruano no como una mónada cerrada sino como elemento poroso, más lingüístico que geográfico. Los escritores a veces son como los teólogos y los fundadores de pueblos: siembran la duda, construyen utopías, por más realistas que sean. En Travesuras de la niña mala Vargas Llosa dibuja el retrato de una mujer excluida, a quien bordea una intensa vulnerabilidad; hace pagar el precio de su situación a la persona que más quiere. Como niña mala, en medio de un determinismo realista, termina mal, asume el precio de su osadía y termina sola y enferma en Sète, un pueblo del sur de Francia donde se halla el cementerio marino de Valéry. Este texto tiene una relación evidente con Emma Bovary, otra mujer que termina tan enredada en su propio deseo y tan atrapada en la frustración que termina suicidándose, pero el final de la niña mala es más cruel, sucede lentamente. ¿Es realmente mala o se trata de una visión desencantada, por realista, de las consecuencias de elegir la libertad individual? ¿Hasta qué punto se trata realmente de libertad? En todo caso yo prefiero reencontrarme con la fuerza y el brío de los primeros libros de Vargas Llosa, los que me han marcado. No por nada lo apodaban “el sartrecillo valiente”.

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viernes, 11 de abril de 2025

José Eugenio Sánchez: contra la hipocresía

A lo largo de su trayectoria José Eugenio Sánchez (Guadalajara, 1965) se ha distinguido como una voz irreverente de la poesía mexicana. Con un lenguaje alejado de lo críptico, con influencias musicales y de los beats, su obra explora temas como la hipocresía y el abuso del poder, la incertidumbre y la muerte. Editado por Vaso Roto en 2024, el poemario Un incesante caer de estrellas en la nada ahonda en las hendiduras de la experiencia humana: las apariencias, la codicia, la violencia, el deseo o la ternura. Es una de sus obras más íntimas y conmovedoras.

Si en obras anteriores –como Physical Graffiti (Visor, 1996), La felicidad de una pistola caliente (Visor, 2004) o Galaxy Limited Café (Almadía, 2011)– predomina la mirada exterior y la tercera persona, en Un incesante caer de estrellas en la nada se percibe un tono introspectivo, incluso cuando aborda temas sociales: “Se ha puesto de moda la poesía confesional. Me llamó la atención porque siento que toda la poesía es confesional, pero entendí que el poeta era el protagonista para contar lo que había y empecé a tomar ese recurso”, explica.

“Ahora sí me pongo de excusa”, añade, “pero para eso tienes que ponerte lo más humano posible. Ahí es donde se me ocurre otro reto literario: tratar la honestidad en los grados más pulcros. Tampoco hay que tenerle miedo a ser tan feo. Mi idea era exponer la podredumbre, la miseria humana, el ser vivo que va a morir independientemente del esfuerzo que haga”. En uno de los poemas puede leerse: “al parecer morir duele / al principio hay una sensación de agobio / tristeza / incertidumbre o miedo: siempre se cede / porque no hay opción / y duele / quizá porque en su afán de destruirse y liberarse / la identidad se disuelve / y te enteras que el dolor acabará junto contigo”.

José Eugenio Sánchez

Algo de sabiduría oriental se ha infiltrado en su voz, porque para los chinos o los indios “los animales son las formas posibles de nuestras siguientes vidas”. Un poema reflexiona sobre la humanidad y el limbo: “al morir: uno se tira al vacío / dicen que en alguna parte del vuelo (o la caída) / hay una vaca pastando contenta / si uno se agarra de su cola / con una sacudida nos arrojará a la siguiente vida”. Antes de terminar su anterior libro, Jack Boner and The Rebellion (Almadía, 2014), José Eugenio Sánchez ya se había acercado a las culturas orientales, pues poetas beat como Jack Kerouac o Allen Ginsberg se inclinaban a lo místico.

“Los chinos y los rusos son muy directos, porque según su dogma literario tienen que escribir para todas las personas que sepan leer. El lenguaje tiene que ser claro y llano, y que cada quien lo interprete. Me gusta esa simpleza.”

“Damos muchas puertas a las cosas, hablamos con falsedades, dando una apariencia, y no decimos las cosas tal cual”, expresa el miembro de la banda Un País Cayendo a Pedazos, que formó junto al músico Enrique Camacho para llevar poesía a los conciertos. “Los chinos y los rusos son muy directos, porque según su dogma literario tienen que escribir para todas las personas que sepan leer. El lenguaje tiene que ser claro y llano, y que cada quien lo interprete. Me gusta esa simpleza”.

Sánchez había eludido el tema de la muerte en su libro anterior. En el nuevo poemario el punto de partida fue la pérdida de información del disco duro de su computadora: reescribió algunos textos, otros los recuperó “como un incesante caer de estrellas en la nada”. En el transcurso de la escritura uno de sus amigos más cercanos fue diagnosticado con cáncer; lo acompañó en sus últimos días: “Tuve una proximidad con la enfermedad sin estar enfermo, una proximidad con la muerte sin estar yo en estas circunstancias”.

Otra perspectiva de la muerte proviene de la violencia. Cadáveres empaquetados, la búsqueda de alguien que no llega, un cuerpo golpeado como almohada “para estar bien rica antes de dormir”. “Los temas de la violencia (o la muerte) surgen no porque tenga planeado escribirlos, sino porque son cosas que me abruman: que se mueran tus amigos, que secuestren a sus familiares, que extorsionen a gente que conoces; porque nos pasó a todos”, plantea el poeta radicado en Monterrey. “Quería hablar sobre cómo nos afecta directamente la violencia, y de otra manera de la violencia, porque como mexicanos estamos muy acostumbrados a evadir las palabras precisas para decir cosas”.

“Los temas de la violencia (o la muerte) surgen no porque tenga planeado escribirlos, sino porque son cosas que me abruman: que se mueran tus amigos, que secuestren a sus familiares, que extorsionen a gente que conoces; porque nos pasó a todos.”

Cada poema de Un incesante caer de estrellas en la nada tiene una nota al pie con referencias a libros que no existen. “En el libro estoy planteando, sin querer, que el ser humano se está acercando a la extinción. Hay cuestiones ambientales y ecológicas del proceso normal de deterioro del cuerpo. Tengo la teoría de que lo único que va a quedar son los libros. Quiero hacer algo así como una biblioteca fantástica donde se narra la extinción de la humanidad; también creo que como generación literaria, que incluye a Han Kang, estamos siendo testigos del exterminio de la humanidad”.

En el poema “schwein ohne vaterland” (cerdos sin patria) se repiten los versos: “pero una serie de decisiones desafortunadas del nuevo líder / los llevaron al fracaso / y poco después inició la revuelta”. No solo en el poema, sino en la historia. “Estaba en Berlín y había una persona vendiendo restos del muro. Pensé: ¿y si los mismos que hicieron el muro se lo venden a los que fueron reprimidos?, ¿y si juntan los pedacitos y lo vuelven a hacer? Pensé también en los golpes de Estado, en la historia de Chile, la de México, ¡es la misma historia! Lo que sucede con un partido o con otro es una reiteración, no importa qué bandera traiga, es exactamente lo mismo, aunque lo hagan otros. Es el humano traicionándose a sí mismo”.

Para José Eugenio Sánchez la poesía es punto de partida, posibilidad infinita, peligro y provocación. Como él mismo escribe: “la poesía también es la flama que sobrevive en los últimos instantes del fuego”.

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José Eugenio Sánchez: contra la hipocresía

A lo largo de su trayectoria José Eugenio Sánchez (Guadalajara, 1965) se ha distinguido como una voz irreverente de la poesía mexicana. Con un lenguaje alejado de lo críptico, con influencias musicales y de los beats, su obra explora temas como la hipocresía y el abuso del poder, la incertidumbre y la muerte. Editado por Vaso Roto en 2024, el poemario Un incesante caer de estrellas en la nada ahonda en las hendiduras de la experiencia humana: las apariencias, la codicia, la violencia, el deseo o la ternura. Es una de sus obras más íntimas y conmovedoras.

Si en obras anteriores –como Physical Graffiti (Visor, 1996), La felicidad de una pistola caliente (Visor, 2004) o Galaxy Limited Café (Almadía, 2011)– predomina la mirada exterior y la tercera persona, en Un incesante caer de estrellas en la nada se percibe un tono introspectivo, incluso cuando aborda temas sociales: “Se ha puesto de moda la poesía confesional. Me llamó la atención porque siento que toda la poesía es confesional, pero entendí que el poeta era el protagonista para contar lo que había y empecé a tomar ese recurso”, explica.

“Ahora sí me pongo de excusa”, añade, “pero para eso tienes que ponerte lo más humano posible. Ahí es donde se me ocurre otro reto literario: tratar la honestidad en los grados más pulcros. Tampoco hay que tenerle miedo a ser tan feo. Mi idea era exponer la podredumbre, la miseria humana, el ser vivo que va a morir independientemente del esfuerzo que haga”. En uno de los poemas puede leerse: “al parecer morir duele / al principio hay una sensación de agobio / tristeza / incertidumbre o miedo: siempre se cede / porque no hay opción / y duele / quizá porque en su afán de destruirse y liberarse / la identidad se disuelve / y te enteras que el dolor acabará junto contigo”.

José Eugenio Sánchez

Algo de sabiduría oriental se ha infiltrado en su voz, porque para los chinos o los indios “los animales son las formas posibles de nuestras siguientes vidas”. Un poema reflexiona sobre la humanidad y el limbo: “al morir: uno se tira al vacío / dicen que en alguna parte del vuelo (o la caída) / hay una vaca pastando contenta / si uno se agarra de su cola / con una sacudida nos arrojará a la siguiente vida”. Antes de terminar su anterior libro, Jack Boner and The Rebellion (Almadía, 2014), José Eugenio Sánchez ya se había acercado a las culturas orientales, pues poetas beat como Jack Kerouac o Allen Ginsberg se inclinaban a lo místico.

“Los chinos y los rusos son muy directos, porque según su dogma literario tienen que escribir para todas las personas que sepan leer. El lenguaje tiene que ser claro y llano, y que cada quien lo interprete. Me gusta esa simpleza.”

“Damos muchas puertas a las cosas, hablamos con falsedades, dando una apariencia, y no decimos las cosas tal cual”, expresa el miembro de la banda Un País Cayendo a Pedazos, que formó junto al músico Enrique Camacho para llevar poesía a los conciertos. “Los chinos y los rusos son muy directos, porque según su dogma literario tienen que escribir para todas las personas que sepan leer. El lenguaje tiene que ser claro y llano, y que cada quien lo interprete. Me gusta esa simpleza”.

Sánchez había eludido el tema de la muerte en su libro anterior. En el nuevo poemario el punto de partida fue la pérdida de información del disco duro de su computadora: reescribió algunos textos, otros los recuperó “como un incesante caer de estrellas en la nada”. En el transcurso de la escritura uno de sus amigos más cercanos fue diagnosticado con cáncer; lo acompañó en sus últimos días: “Tuve una proximidad con la enfermedad sin estar enfermo, una proximidad con la muerte sin estar yo en estas circunstancias”.

Otra perspectiva de la muerte proviene de la violencia. Cadáveres empaquetados, la búsqueda de alguien que no llega, un cuerpo golpeado como almohada “para estar bien rica antes de dormir”. “Los temas de la violencia (o la muerte) surgen no porque tenga planeado escribirlos, sino porque son cosas que me abruman: que se mueran tus amigos, que secuestren a sus familiares, que extorsionen a gente que conoces; porque nos pasó a todos”, plantea el poeta radicado en Monterrey. “Quería hablar sobre cómo nos afecta directamente la violencia, y de otra manera de la violencia, porque como mexicanos estamos muy acostumbrados a evadir las palabras precisas para decir cosas”.

“Los temas de la violencia (o la muerte) surgen no porque tenga planeado escribirlos, sino porque son cosas que me abruman: que se mueran tus amigos, que secuestren a sus familiares, que extorsionen a gente que conoces; porque nos pasó a todos.”

Cada poema de Un incesante caer de estrellas en la nada tiene una nota al pie con referencias a libros que no existen. “En el libro estoy planteando, sin querer, que el ser humano se está acercando a la extinción. Hay cuestiones ambientales y ecológicas del proceso normal de deterioro del cuerpo. Tengo la teoría de que lo único que va a quedar son los libros. Quiero hacer algo así como una biblioteca fantástica donde se narra la extinción de la humanidad; también creo que como generación literaria, que incluye a Han Kang, estamos siendo testigos del exterminio de la humanidad”.

En el poema “schwein ohne vaterland” (cerdos sin patria) se repiten los versos: “pero una serie de decisiones desafortunadas del nuevo líder / los llevaron al fracaso / y poco después inició la revuelta”. No solo en el poema, sino en la historia. “Estaba en Berlín y había una persona vendiendo restos del muro. Pensé: ¿y si los mismos que hicieron el muro se lo venden a los que fueron reprimidos?, ¿y si juntan los pedacitos y lo vuelven a hacer? Pensé también en los golpes de Estado, en la historia de Chile, la de México, ¡es la misma historia! Lo que sucede con un partido o con otro es una reiteración, no importa qué bandera traiga, es exactamente lo mismo, aunque lo hagan otros. Es el humano traicionándose a sí mismo”.

Para José Eugenio Sánchez la poesía es punto de partida, posibilidad infinita, peligro y provocación. Como él mismo escribe: “la poesía también es la flama que sobrevive en los últimos instantes del fuego”.

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jueves, 10 de abril de 2025

Osos contra libertarios

Quizá como nunca antes la palabra “libertad” ha estado en el discurso mediático, particularmente en una época en la que se reproducen eslóganes todos los días. Hay una sed de libertad que necesita ser saciada. Todos quieren ser libres, aunque asuman la idea de formas diferentes. El presidente argentino Javier Milei remata sus mensajes en X con un estentóreo “¡Viva la libertad, carajo!”, y llegó al poder por medio de un partido llamado, previsiblemente, La Libertad Avanza. En la antesala de una manifestación contra su gobierno los usuarios del transporte público pudieron leer esta advertencia en las pantallas: “Protesta no es violencia. La policía va a reprimir todo atentado contra la República”. Sobra decir que las imágenes que se han difundido muestran a los cuerpos de seguridad del Estado golpeando a manifestantes pacíficos, algunos de ellos de la tercera edad.

En otro frente, J.D. Vance, vicepresidente de Estados Unidos, dijo que la principal amenaza de nuestros tiempos, sobre todo en Europa, es la restricción de la libertad de expresión. El político refirió esto en el Foro de Seguridad de Múnich, realizado en febrero de este año. Mientras el trumpismo enarbola la causa de la libertad censura a la prensa y detiene a activistas universitarios acusándolos de terrorismo. Al parecer hay libertad para algunos y palos para otros. Todos somos libres, pero hay algunos más libres que otros; podría ser una adaptación de Rebelión en la granja, famosa novela de George Orwell.

Otra paradoja –o mejor dicho contradicción– de la libertad en nuestros tiempos es el experimento social desarrollado en Grafton, New Hampshire, pueblo fronterizo con Canadá. La historia fue documentada por el periodista Matthew Hongoltz-Hetling en su libro A Libertarian Walks Into a Bear (2020), publicado este año en español por Capitán Swing con el nombre de Un libertario se encuentra con un oso. El utópico plan para liberar a un pueblo (y a sus osos). En muchos momentos el texto parece el guion de alguna novela humorística, pero los hechos que se relatan están documentados por medio de notas periodísticas y trabajo de campo –que incluyó varias entrevistas con los lugareños–, además de la propia experiencia de Hongoltz-Hetling en Grafton.

La historia de este pequeño pueblo comenzó a cobrar notoriedad cuando, en 2004, cientos de personas se trasladaron a ese lugar para fundar lo que llamaron el Free Town Project (Proyecto del Pueblo Libre). La idea central de su migración tiene que ver con la propuesta del llamado “libertarismo”, que ha cobrado auge en años recientes. Como sabe cualquier lector medianamente informado, la ideología libertaria propone un Estado con atribuciones mínimas o, incluso, inexistentes. Detrás de estas ideas hay una buena cantidad de personajes que pertenecen a distintas variantes de la derecha y el dogma empresarial. Sin las regulaciones infames del gobierno cualquier sociedad debería prosperar. Los políticos, siguiendo esta lógica, son parte del problema, pues engullen nuestros impuestos y, por supuesto, limitan nuestra libertad.

En Estados Unidos, particularmente en los pueblos y las ciudades pequeñas, las ideas libertarias han tenido buena acogida quizá por la tradición independentista heredada de la separación de las colonias del Imperio Británico en el siglo XVIII. Además está ampliamente difundido el mito del self-made man, el ciudadano que puede proteger a su familia y labrar su destino con sus propias manos. La historia del Free Town Project en Grafton resume perfectamente no sólo las ansias de libertad del estadounidense promedio sino la idiosincrasia de los blancos empobrecidos que viven en pueblos que con suerte aparecen en el mapa. Desconfiados del gobierno, traicionados por la élite que vive en las grandes urbes, los ciudadanos de Grafton –al menos la mayoría de ellos– hicieron suya la guerra contra los impuestos y decidieron gestionar su comunidad al margen de las regulaciones y contribuciones colectivas. El resultado, como era de esperarse, fue un deterioro creciente en los servicios públicos que eliminó, casi por completo, funciones esenciales como las del departamento de bomberos, entre otros.

Los osos entran en esta historia de manera literal y, también, como una metáfora del mundo salvaje que encuentra espacio en un pueblo que le ha dado la espalda a la financiación pública y la ayuda gubernamental a partir de los impuestos. Hongoltz-Hetling describe a un puñado de habitantes de Grafton y su relación tormentosa con los osos. Ante la debacle administrativa y financiera los animales prosperaron, pues la gestión de desechos fue abandonada para que cada familia se las arreglara como pudiera. Alimentados con restos de nuestra comida industrializada llena de químicos, azúcares y aditivos de todo tipo, los osos que merodeaban las cercanías del pueblo se volvieron una versión hiperbolizada del ciudadano moderno: atrevidos, cada vez más irracionales y volátiles. Los encontronazos con los humanos se volvieron cada vez más frecuentes, ya que no había recursos para guardas forestales y, mucho menos, estudios y proyectos para controlar su población. Grafton, en la historia tragicómica que cuenta Matthew Hongoltz-Hetling, se volvió tierra de nadie, un lugar en el que cada persona tenía que ir armada, pues en caso de que se cruzara con un oso nadie la podría ayudar.

El experimento libertario en Grafton es un ejemplo más de la libertad llevada al absurdo o, en el mejor de los casos, a prácticas que afectan la calidad de vida de los pobladores. Al tratar de eliminar la recaudación de impuestos y la relación con el Estado los libertarios quedaron expuestos a los ataques de osos, pero también a una desorganización que acabó por sepultar su utopía. El gobierno, como cualquiera sabe, puede ser usado para oprimir a las personas y convertirse en un tirano, pero sustituir su función por una serie de propuestas que debilitan el tejido social y la cooperación para tener una comunidad estable provoca un colapso gradual en la infraestructura y la convivencia, como sucedió en Grafton. Sin embargo, a pesar de los fallidos experimentos libertarios –que incluyen las ciudades empresariales autónomas que parasitan países del Sur Global, como Próspera, fundada en una isla de Honduras en 2017–, el malentendido ideal de la libertad sigue llamando la atención de gente que muchas veces es usada como carne de cañón por políticos de derecha y sus asesores, que no buscan acabar con el Estado sino usarlo para su beneficio personal, como sucede actualmente con los personajes agrupados alrededor de Elon Musk.

Matthew Hongoltz-Hetling, Un libertario se encuentra con un oso. El utópico plan para liberar a un pueblo (y a sus osos), traducción del inglés de Carolina Santano Fernández, Capitán Swing, Madrid, 2025

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Osos contra libertarios

Quizá como nunca antes la palabra “libertad” ha estado en el discurso mediático, particularmente en una época en la que se reproducen eslóganes todos los días. Hay una sed de libertad que necesita ser saciada. Todos quieren ser libres, aunque asuman la idea de formas diferentes. El presidente argentino Javier Milei remata sus mensajes en X con un estentóreo “¡Viva la libertad, carajo!”, y llegó al poder por medio de un partido llamado, previsiblemente, La Libertad Avanza. En la antesala de una manifestación contra su gobierno los usuarios del transporte público pudieron leer esta advertencia en las pantallas: “Protesta no es violencia. La policía va a reprimir todo atentado contra la República”. Sobra decir que las imágenes que se han difundido muestran a los cuerpos de seguridad del Estado golpeando a manifestantes pacíficos, algunos de ellos de la tercera edad.

En otro frente, J.D. Vance, vicepresidente de Estados Unidos, dijo que la principal amenaza de nuestros tiempos, sobre todo en Europa, es la restricción de la libertad de expresión. El político refirió esto en el Foro de Seguridad de Múnich, realizado en febrero de este año. Mientras el trumpismo enarbola la causa de la libertad censura a la prensa y detiene a activistas universitarios acusándolos de terrorismo. Al parecer hay libertad para algunos y palos para otros. Todos somos libres, pero hay algunos más libres que otros; podría ser una adaptación de Rebelión en la granja, famosa novela de George Orwell.

Otra paradoja –o mejor dicho contradicción– de la libertad en nuestros tiempos es el experimento social desarrollado en Grafton, New Hampshire, pueblo fronterizo con Canadá. La historia fue documentada por el periodista Matthew Hongoltz-Hetling en su libro A Libertarian Walks Into a Bear (2020), publicado este año en español por Capitán Swing con el nombre de Un libertario se encuentra con un oso. El utópico plan para liberar a un pueblo (y a sus osos). En muchos momentos el texto parece el guion de alguna novela humorística, pero los hechos que se relatan están documentados por medio de notas periodísticas y trabajo de campo –que incluyó varias entrevistas con los lugareños–, además de la propia experiencia de Hongoltz-Hetling en Grafton.

La historia de este pequeño pueblo comenzó a cobrar notoriedad cuando, en 2004, cientos de personas se trasladaron a ese lugar para fundar lo que llamaron el Free Town Project (Proyecto del Pueblo Libre). La idea central de su migración tiene que ver con la propuesta del llamado “libertarismo”, que ha cobrado auge en años recientes. Como sabe cualquier lector medianamente informado, la ideología libertaria propone un Estado con atribuciones mínimas o, incluso, inexistentes. Detrás de estas ideas hay una buena cantidad de personajes que pertenecen a distintas variantes de la derecha y el dogma empresarial. Sin las regulaciones infames del gobierno cualquier sociedad debería prosperar. Los políticos, siguiendo esta lógica, son parte del problema, pues engullen nuestros impuestos y, por supuesto, limitan nuestra libertad.

En Estados Unidos, particularmente en los pueblos y las ciudades pequeñas, las ideas libertarias han tenido buena acogida quizá por la tradición independentista heredada de la separación de las colonias del Imperio Británico en el siglo XVIII. Además está ampliamente difundido el mito del self-made man, el ciudadano que puede proteger a su familia y labrar su destino con sus propias manos. La historia del Free Town Project en Grafton resume perfectamente no sólo las ansias de libertad del estadounidense promedio sino la idiosincrasia de los blancos empobrecidos que viven en pueblos que con suerte aparecen en el mapa. Desconfiados del gobierno, traicionados por la élite que vive en las grandes urbes, los ciudadanos de Grafton –al menos la mayoría de ellos– hicieron suya la guerra contra los impuestos y decidieron gestionar su comunidad al margen de las regulaciones y contribuciones colectivas. El resultado, como era de esperarse, fue un deterioro creciente en los servicios públicos que eliminó, casi por completo, funciones esenciales como las del departamento de bomberos, entre otros.

Los osos entran en esta historia de manera literal y, también, como una metáfora del mundo salvaje que encuentra espacio en un pueblo que le ha dado la espalda a la financiación pública y la ayuda gubernamental a partir de los impuestos. Hongoltz-Hetling describe a un puñado de habitantes de Grafton y su relación tormentosa con los osos. Ante la debacle administrativa y financiera los animales prosperaron, pues la gestión de desechos fue abandonada para que cada familia se las arreglara como pudiera. Alimentados con restos de nuestra comida industrializada llena de químicos, azúcares y aditivos de todo tipo, los osos que merodeaban las cercanías del pueblo se volvieron una versión hiperbolizada del ciudadano moderno: atrevidos, cada vez más irracionales y volátiles. Los encontronazos con los humanos se volvieron cada vez más frecuentes, ya que no había recursos para guardas forestales y, mucho menos, estudios y proyectos para controlar su población. Grafton, en la historia tragicómica que cuenta Matthew Hongoltz-Hetling, se volvió tierra de nadie, un lugar en el que cada persona tenía que ir armada, pues en caso de que se cruzara con un oso nadie la podría ayudar.

El experimento libertario en Grafton es un ejemplo más de la libertad llevada al absurdo o, en el mejor de los casos, a prácticas que afectan la calidad de vida de los pobladores. Al tratar de eliminar la recaudación de impuestos y la relación con el Estado los libertarios quedaron expuestos a los ataques de osos, pero también a una desorganización que acabó por sepultar su utopía. El gobierno, como cualquiera sabe, puede ser usado para oprimir a las personas y convertirse en un tirano, pero sustituir su función por una serie de propuestas que debilitan el tejido social y la cooperación para tener una comunidad estable provoca un colapso gradual en la infraestructura y la convivencia, como sucedió en Grafton. Sin embargo, a pesar de los fallidos experimentos libertarios –que incluyen las ciudades empresariales autónomas que parasitan países del Sur Global, como Próspera, fundada en una isla de Honduras en 2017–, el malentendido ideal de la libertad sigue llamando la atención de gente que muchas veces es usada como carne de cañón por políticos de derecha y sus asesores, que no buscan acabar con el Estado sino usarlo para su beneficio personal, como sucede actualmente con los personajes agrupados alrededor de Elon Musk.

Matthew Hongoltz-Hetling, Un libertario se encuentra con un oso. El utópico plan para liberar a un pueblo (y a sus osos), traducción del inglés de Carolina Santano Fernández, Capitán Swing, Madrid, 2025

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martes, 8 de abril de 2025

Desafíos al espectador

Para comprender la importancia de Twin Peaks: The Return (2017) debe delinearse el panorama televisivo en el que surgió la serie original de ABC y su impacto en el medio. Como narra Andreas Halskov en TV Peaks: Twin Peaks and Modern Television Drama (2015), cuando se emitió la primera temporada en 1990 la televisión estadounidense estaba dominada en gran medida por tres cadenas (NBC, CBS y ABC) que producían un tipo de televisión formulaica y episódica. Se buscaba “la programación menos censurable” para atraer al mayor número posible de espectadores; además “la televisión estaba ampliamente desacreditada, y el televisor recibía apodos tan dudosos como ‘el tubo’ y ‘la caja idiota’, lo que subrayaba su posición indeseable en la jerarquía de los medios”. Tal era el acuerdo colectivo que Twin Peaks vendría a cuestionar.

“El 8 de abril de 1990 se emitió el episodio piloto de Twin Peaks y 34.6 millones de estadounidenses se sintieron emocionados, horrorizados e incluso conmocionados por esta serie poco convencional de género cambiante. Una serie que nació en medio de una transición y que, en sí misma, puede haber cambiado las reglas del juego”, plantea Halskov. Creada por David Lynch y Mark Frost, Twin Peaks se convirtió en un éxito instantáneo de audiencia y crítica y tuvo un profundo impacto en la cultura popular y en el reconocimiento de la televisión como medio de expresión artística durante sus dos temporadas; sin embargo, al final de la segunda “sólo contaba con 10 millones de espectadores en Estados Unidos y, finalmente, la cadena y los ejecutivos pusieron la serie en ‘pausa indefinida’”. La emisión de ABC de un programa tan poco convencional puede atribuirse a las jerarquías de la época: la cadena con los índices de audiencia más bajos asumía mayores riesgos en sus contenidos. Aunque Twin Peaks pudo haber sido un fenómeno efímero, tras su abrupta cancelación se convirtió en un punto de referencia histórico cuya influencia es evidente en el panorama televisivo contemporáneo.

Aunque ‘Twin Peaks’ pudo haber sido un fenómeno efímero, tras su abrupta cancelación se convirtió en un punto de referencia histórico cuya influencia es evidente en el panorama televisivo contemporáneo.

Aunque atribuir exclusivamente a Twin Peaks los cambios en el panorama audiovisual sería excesivo, su historia, “que cambia continuamente de género, humor y tonalidad, era poco convencional en 1990, y lo mismo podría decirse del estilo cinematográfico de la serie”, añade Halskov. Junto a Hill Street Blues (1981-87), St. Elsewhere (1982-88) y Thirtysomething (1987-91), la obra dirigida por Lynch inspiró a diversos creadores de televisión estadounidenses años más tarde. “Al subrayar el hecho de que Twin Peaks fue creada (en parte) por un director de cine, un auténtico visionario”, escribe Halskov, “los ejecutivos y la cadena la pusieron como ejemplo de televisión de autor, lo que en 1990 era un fenómeno un tanto inusual”.

Twin Peaks

Fotograma de la primera temporada de Twin Peaks (ABC, 1990), serie de televisión creada por David Lynch y Mark Frost

El estilo cinematográfico de Twin Peaks implicaba el uso de filtros, tomas largas, planos contrapicados, sonido expresivo y música, y fue un caso temprano de migración de un autor cinematográfico a la televisión. Posteriormente lo hicieron Martin Scorsese (Boardwalk Empire, 2010-14), David Fincher (House of Cards, 2013-2018) o las hermanas Wachowski (Sense8, 2015-18). Matthew Weiner, creador de Mad Men (2007-15), declaró en una entrevista: “Ya había salido de la universidad cuando se emitió Twin Peaks, y ahí tomé conciencia de lo que era posible en la televisión”. El reconocimiento de las cualidades artísticas del medio televisivo por parte de los directores de cine tardó varios años en producirse, como ilustran los ejemplos anteriores, pues sólo en los últimos tres lustros se lo ha considerado una alternativa válida al prestigio antes asociado a la pantalla grande.

A pesar de su corta duración en ABC, Twin Peaks ayudó a legitimar la televisión como una forma de arte y tuvo un impacto medible en el panorama televisivo contemporáneo, lo que llevó a su continuación en 2017 en el canal Showtime. Amanda D. Lotz escribe en The Television Will Be Revolutionized (2014) que “la televisión se ha reconfigurado en las últimas décadas como un medio que suele dirigirse a audiencias fragmentadas y especializadas”. La televisión actual se dirige a grupos demográficos diferentes; los canales y servicios de streaming tratan de monetizar las distintas audiencias, que exigen ciertos tipos de contenido y de estilos televisivos. Este fenómeno permitió la continuación de Twin Peaks, pese a su atractivo de nicho.

A pesar de su corta duración en ABC, ‘Twin Peaks’ ayudó a legitimar la televisión como una forma de arte y tuvo un impacto medible en el panorama televisivo contemporáneo, lo que llevó a su continuación en 2017 en el canal Showtime.

La narrativa de las primeras temporadas de Twin Peaks se fue volviendo más intrincada conforme avanzaban los capítulos, con la introducción de nuevos personajes cuyas motivaciones y relaciones entrelazadas se establecían gradualmente. Hacia la segunda mitad de la segunda temporada, el relato introdujo una mayor ambigüedad estética y narrativa, que sirvió para desarrollar las cualidades mitológicas y sobrenaturales latentes en la primera. Aunque la serie aportó la complejidad narrativa que hoy se asocia a la televisión de calidad y adoptó cualidades estéticas del cine de autor, gracias al característico estilo de Lynch, se vio limitada por una época que rechazaba mayoritariamente la idea de que la televisión pudiera asumir formas artísticas complejas. 26 años después de la cancelación de la serie original, Twin Peaks: The Return brindó a David Lynch no sólo la oportunidad de continuar su obra inacabada, sino de ampliar los límites de su marco narrativo y estético. Desde el primer episodio la nueva temporada hace un uso intensivo del tiempo muerto, que ralentiza deliberadamente el ritmo de la narración y obliga al espectador a detenerse en los paisajes sonoros, la iluminación o la composición de los planos, es decir, en la puesta en escena.

Twin Peaks

Kyle McLachlan, Laura Dern y David Lynch en Twin Peaks: The Return (2017). Fotografía: Suzanne Tenner / Showtime

Tras los créditos iniciales, la primera escena del primer episodio (“Part 1: My Log Has a Message for You”) reintroduce a dos personajes vitales de la serie original: el agente especial Dale Cooper, que fue enviado originalmente a Twin Peaks para investigar el asesinato de Laura Palmer, y la entidad sobrenatural conocida como El Gigante, rebautizada como El Bombero, que guía a Cooper a lo largo de su viaje. Contra la premisa de la serie original, Twin Peaks: The Return altera la relación clásica de causa y efecto a favor del énfasis en la ambigüedad y la exposición retardada. Cooper y El Bombero son presentados en un escenario desconocido, representado con una paleta monocromática con la que el espectador no está familiarizado, donde el diálogo expositivo de El Bombero es suprimido y desfasado por la presencia implícita de una entidad maligna, más tarde conocida como Jowday o Judy, a la que dice: “Ahora no se puede decir todo en voz alta”. Debido a ello El Bombero transmite a Cooper el objetivo de forma esotérica, lo que tendrá una coherencia parcial al final de la serie, que depende en gran medida de la observación atenta del espectador y su capacidad para reconstruir instancias de exposición fragmentadas y dispersas.

Al establecer un marco narrativo ambiguo desde la primera escena, reteniendo información significativa para la comprensión y conceptualización de la serie por parte del espectador, ‘Twin Peaks: The Return’ desafía a los espectadores de la serie original con el riesgo de incordiarlos.

Al establecer un marco narrativo ambiguo desde la primera escena, reteniendo información significativa para la comprensión y conceptualización de la serie por parte del espectador, Twin Peaks: The Return desafía a los espectadores de la serie original con el riesgo de incordiarlos. Es, sin embargo, su cualidad más estimulante: la serie resiste las lecturas iniciales de quien la ve para obligarlo a mantenerse atento, en un trabajo constante de interpretación, fomentando la reevaluación y el reajuste permanentes a través de visionados y debates repetidos.

En la serie original el pueblo de Twin Peaks podía considerarse un personaje tan significativo como sus habitantes; esto cambia decididamente en The Return, que sitúa tanto su trama como los nuevos personajes en escenarios como Las Vegas o Buckhorn (Dakota del Sur). El pueblo y su gente no son ya el eje de la serie sino que se reconfiguran en la compleja y ambigua narración, que describe el viaje de regreso de Cooper a Twin Peaks a través de múltiples perspectivas aparentemente inconexas. Aunque interpretado por el mismo actor, Kyle MacLachlan, Cooper se convierte en dos personajes distintos a lo largo de la mayor parte de la nueva serie, como consecuencia del desenlace de la original. En el episodio final de la segunda temporada el personaje queda atrapado en un lugar extradimensional conocido como la Logia Negra, tras ser poseído por la entidad maligna BOB, quien en consecuencia crea el Doppelgänger que ocupa su lugar en el mundo real, denominado Mr. C. El segundo personaje se “crea” cuando Cooper escapa de la Logia Negra y entra en un estado amnésico, con funciones cognitivas limitadas, viviendo la vida de un tal Douglas “Dougie” Jones. Aunque las caracterizaciones de Mr. C y especialmente de Dougie pueden considerarse poco realistas para espectadores convencionales, son reflejo de la propuesta de Twin Peaks: The Return y su forma específica de “realismo”.

Twin Peaks

Fotograma de Twin Peaks: The Return (2017). © Showtime

Mientras Twin Peaks tiene como premisa la resolución del asesinato de Laura Palmer, Twin Peaks: The Return cuenta con tres focos narrativos que giran en torno a Mr. C, Dougie y la ciudad de Twin Peaks y sus habitantes. Estos tres hilos se entrelazan y extienden de formas inesperadas y perturbadoras, que exceden en complejidad y ambigüedad a la serie original, lo que anima al espectador a contemplar activamente la construcción del relato. A diferencia de la mayoría de los personajes, y como el Cooper de antaño, Mr. C. tiene una motivación claramente definida, el deseo de obtener una serie de coordenadas, lo que anunciaría un desenlace. Sin embargo, el propósito de las coordenadas nunca se revela: en Mr. C. se valora el viaje, no el destino.

De acuerdo con el motivo del Doppelgänger establecido en la serie original, Dougie puede considerarse acertadamente el opuesto de Mr. C: en lugar de recibir su motivación y orientación de un objetivo, encarna las cualidades del protagonista prototípico del cine de autor, se desliza pasivamente y sin rumbo de una situación a otra y recupera el conocimiento fortuitamente en el antepenúltimo episodio de la serie. La falta de un objetivo claramente definido en Dougie facilita un enfoque abierto de la causalidad narrativa, pues sus acciones no se supeditan a la conclusión del relato, lo que produce un viaje sin rumbo, una sucesión episódica de encuentros fortuitos que le conducen casualmente de vuelta a Twin Peaks. La ausencia de una relación convencional causa-efecto permite al espectador, a través de la cautela anticipatoria, comprometerse más libremente con la historia de Dougie y crear hipótesis menos obvias sobre sus próximas acciones gracias a lagunas narrativas que requieren interpretación.

Mientras ‘Twin Peaks’ tiene como premisa la resolución del asesinato de Laura Palmer, ‘Twin Peaks: The Return’ cuenta con tres focos narrativos que giran en torno a Mr. C, Dougie y la ciudad de Twin Peaks y sus habitantes. Estos tres hilos se entrelazan y extienden de formas inesperadas y perturbadoras.

Los habitantes de Twin Peaks pueden dividirse en dos grupos: los personajes que regresan de la serie original, que se entrelazan con las historias de Mr. C y Dougie/Cooper, y las nuevas criaturas introducidas en Twin Peaks: The Return. Los motivos pastorales y de Americana se desarrollan y amplían llamando la atención sobre los bosques y la vida cotidiana de los pobladores, desdramatizando el relato y resaltando tanto los momentos culminantes como los triviales. Los nuevos habitantes son, en general, representativos de los momentos banales, a diferencia de la mayoría de los personajes de la serie original, cuyos hallazgos se entretejen en la historia de Mr. C. El resto de los personajes que regresan al pueblo sirven para resolver las historias que quedaron sin conclusión debido a la cancelación de la serie original, pero el destino de algunos personajes se deja intencionalmente abierto a la interpretación para procurar ambigüedad narrativa.

Twin Peaks

El reparto y el director de Twin Peaks: The Return (2017). © Entertainment Weekly

Twin Peaks: The Return posee, como se ha argumentado, cualidades del cine de autor; la narración y las caracterizaciones profundizan la ambigüedad de su predecesora. Los espectadores que esperaban un regreso al universo familiar de las primeras dos temporadas pueden haberse sentido frustrados por la construcción desafiante de la nueva entrega. El evidente giro estilístico y la exigencia de atención interpretativa rompieron el marco establecido por la serie original, lo que, como teoriza Jason Mittell, contradice la forma en que los espectadores se involucran con una serie de televisión, que “debe proporcionar eficazmente un marco para entender su propia narración y estilo para tener éxito: el texto debe hablar a sus espectadores con una voz que nos guíe sobre cómo verlo” (Complex TV: The Poetics of Contemporary Television Storytelling, 2015). Antes del estreno de Twin Peaks: The Return ni Lynch ni Frost comunicaron el cambio estilístico, pues querían revelar lo menos posible al público condicionado por lo establecido en la serie original. En la mente de algunos se produjo una disonancia entre las expectativas y la propuesta de la tercera temporada, pero su lenguaje permitió que otros espectadores se sintieran atraídos por una serie que había sido esperada por más de un cuarto de siglo: “Los espectadores que no aprecian una serie suelen tener la sensación de no hablar el idioma del programa, lo que crea una capa de incomunicación entre lo que dice el texto y lo que podríamos estar oyendo. Muchas de las mejores series de televisión complejas funcionan en numerosos niveles, proporcionando tanto placeres superficiales como resonancias más profundas para diferentes grupos” (Mittell).

Quien conocía la filmografía de Lynch antes del estreno de Twin Peaks: The Return esperaba algo comparable, ya que la televisión se ha convertido en un medio de expresión artística semejante al cine. Pero casi nadie anticipó cambios de tanto calado en una serie establecida, legendaria. El visionado inicial es una experiencia asombrosa, que deja estupefacto y obliga a reajustar constantemente la percepción de adónde se dirige la absurda, hermosa y convincente narrativa y qué ocurriría en cada episodio. Desde su emisión en 2017 el aprecio por Twin Peaks: The Return no ha hecho más que intensificarse. Se trata de un programa estéticamente excepcional que permite involucrarse continuamente y descubrir nuevas vías de interpretación. Es lo mejor que la televisión puede ofrecer.

Pasaje de la tesis “Television Aesthetics and Twin Peaks: The Return” (2019). Publicado con la autorización del autor en La Tempestad no. 159, octubre de 2023

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