miércoles, 30 de abril de 2025

Los caleidoscopios de Kader Attia

Entre las obras contemporáneas que surgen de la intersección entre arte, historia y política, la de Kader Attia (Dugny, 1970) abre sendas significativas que el espectador recorre intelectual y sensorialmente. Nacido en las afueras de París, hijo de inmigrantes argelinos, ha vivido lo mismo en países africanos que sudamericanos, y hoy se mueve entre Berlín y la capital francesa. De ahí que su trabajo tenga un enfoque multicultural e interdisciplinario al mismo tiempo.

“Como los espejos y máscaras que ha fabricado desde hace más de una década, la obra de Kader Attia es un proyecto caleidoscópico. Ofrece al espectador, aquí y ahora, y en el tiempo futuro, una serie de imágenes y conceptos facetados, y un flujo de ideas diversas y cambiantes acerca de la vida y el pensamiento en la modernidad postcolonial”, escribe Cuauhtémoc Medina, curador de Un descenso al Paraíso, la exposición que el artista francoargelino presenta en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) de la Ciudad de México desde el pasado 8 de febrero.

Son muchas las dimensiones en las que transitan la obras expuestas, y acaso eso explique la diversidad conceptual y formal que uno encuentra en la Sala 9 del MUAC. “Como artista, es particularmente importante no caer en la trampa del esencialismo cuando se trata de crítica anticolonial. Una de las preguntas cruciales que un artista debe hacerse es: ¿por qué traer una nueva obra de arte al mundo, al océano de la industria cultural de exposiciones y bienales en la que estamos hoy día?”, reflexiona Attia. Cada pieza de Un descenso al Paraíso tiene, en ese sentido, peso propio: detona procesos diferenciados de pensamiento al tiempo que implica fisicamente al espectador.

Kader Attia

Kader Attia durante la instalación de Continuo de reparación: La luz de la escalera de Jacob (2013) en el Museo Universitario Arte Contemporáneo, Ciudad de México, 2025. Fotografía: Barry Domínguez

El visitante es recibido con la instalación Continuo de reparación: La luz de la escalera de Jacob (2013). Aunque el espacio que crea remite al lector latinoamericano a “La biblioteca de Babel” de Borges, con la infinitud creada por el espejo que corona la pieza, la ciudadela de libros de Kader Attia escenifica el exceso de información que acecha a Occidente, mientras alude al Génesis bíblico y a hallazgos científicos, atravesando saberes y emborronando las nociones de ascenso y descenso tal como se han transmitido en la tradición cristiana.

La reparación es una idea nuclear de la exposición. Leamos lo dicho por el propio artista en una entrevista: “Siempre he estado fascinado por el concepto de reparación, por la idea de que los humanos están en una aventura extraordinaria, pero llena de lesiones. Esas heridas deben ser reparadas. ¿Cómo? […] Tal como lo veo, las artes tienen una habilidad increíble para cambiar el mundo y sus sistemas desde adentro, a través de un proceso de lento movimiento”. Se entiende, así, que esta exploración de lo postcolonial, esta problematización de nociones modernizadoras, se exprese en Attia de formas originales, ajenas a la mera denuncia y, por el contrario, plenas de energías que apuntan en muchas direcciones.

Las máscaras de espejo (un elemento constante en la obra del artista) aparecen cada tanto en la sala marcando el ritmo secreto de Un descenso al Paraíso. La serie Espejos y máscaras (2024) es emblemática en el trabajo de Attia, en tanto combina chamanismo africano, cubismo europeo e, incluso, vida nocturna, simbolizada por las bolas de discoteca. La máscara kanaga es recubierta de superficies reflejantes que devuelven el rostro facetado del espectador, a la manera de un retrato picassiano, recordándonos las fuentes del arte moderno europeo.

Kader Attia

Kader Attia, de la serie Espejos y máscaras (2024). Cortesía del artista

La exposición depara al visitante experiencias poderosas, y entre ellas destaca la que ofrece la instalación Sin título (Palos de lluvia) (2024). Es un trabajo a la vez plástico y sonoro, donde 21 bases de metal dotadas de motores hacen girar el mismo número de instrumentos amazónicos. Se produce un pequeño concierto que otorga densidad al tiempo, produciendo en el escucha-observador evocaciones diversas que, por un instante, lo arrancan del cubo blanco y lo colocan en otro lugar.

Ante el destierro, la opresión y la violencia sufridos por las culturas y los individuos sujetos a la colonización y la modernización, Kader Attia hace de la reparación un concepto histórico y artístico que, sin evadir el trauma, permite construir nuevos fenómenos culturales. “En el siglo XX, en el mundo moderno y occidental, cuando un objeto se rompe uno debe repararlo, removiendo lo más posible todo signo de daño, hasta devolver al objeto su estatuto original. […] Es lo que llamo un mito, porque nunca regresamos al original […] Es la denegación del daño; la denegación del tiempo, de la historia. Es también la fantasía de controlar el Universo tanto como podamos. El objeto tradicional, reparado de modo aproximado […] tenía una vida, y todavía está vivo, y tiene una historia, y vive con esa arruga, si me permites decirlo así”, explicó en una entrevista con Rachel Kent.

Con su nutrida selección de instalaciones, esculturas y videos, Un descenso al Paraíso puede visitarse en el MUAC hasta el 4 de julio.

Kader Attia

Kader Attia, Sin título (Palos de lluvia) (2024), Museo Universitario Arte Contemporáneo, Ciudad de México, 2025. Fotografía: Oliver Santana

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Los caleidoscopios de Kader Attia

Entre las obras contemporáneas que surgen de la intersección entre arte, historia y política, la de Kader Attia (Dugny, 1970) abre sendas significativas que el espectador recorre intelectual y sensorialmente. Nacido en las afueras de París, hijo de inmigrantes argelinos, ha vivido lo mismo en países africanos que sudamericanos, y hoy se mueve entre Berlín y la capital francesa. De ahí que su trabajo tenga un enfoque multicultural e interdisciplinario al mismo tiempo.

“Como los espejos y máscaras que ha fabricado desde hace más de una década, la obra de Kader Attia es un proyecto caleidoscópico. Ofrece al espectador, aquí y ahora, y en el tiempo futuro, una serie de imágenes y conceptos facetados, y un flujo de ideas diversas y cambiantes acerca de la vida y el pensamiento en la modernidad postcolonial”, escribe Cuauhtémoc Medina, curador de Un descenso al Paraíso, la exposición que el artista francoargelino presenta en el Museo Universitario Arte Contemporáneo (MUAC) de la Ciudad de México desde el pasado 8 de febrero.

Son muchas las dimensiones en las que transitan la obras expuestas, y acaso eso explique la diversidad conceptual y formal que uno encuentra en la Sala 9 del MUAC. “Como artista, es particularmente importante no caer en la trampa del esencialismo cuando se trata de crítica anticolonial. Una de las preguntas cruciales que un artista debe hacerse es: ¿por qué traer una nueva obra de arte al mundo, al océano de la industria cultural de exposiciones y bienales en la que estamos hoy día?”, reflexiona Attia. Cada pieza de Un descenso al Paraíso tiene, en ese sentido, peso propio: detona procesos diferenciados de pensamiento al tiempo que implica fisicamente al espectador.

Kader Attia

Kader Attia durante la instalación de Continuo de reparación: La luz de la escalera de Jacob (2013) en el Museo Universitario Arte Contemporáneo, Ciudad de México, 2025. Fotografía: Barry Domínguez

El visitante es recibido con la instalación Continuo de reparación: La luz de la escalera de Jacob (2013). Aunque el espacio que crea remite al lector latinoamericano a “La biblioteca de Babel” de Borges, con la infinitud creada por el espejo que corona la pieza, la ciudadela de libros de Kader Attia escenifica el exceso de información que acecha a Occidente, mientras alude al Génesis bíblico y a hallazgos científicos, atravesando saberes y emborronando las nociones de ascenso y descenso tal como se han transmitido en la tradición cristiana.

La reparación es una idea nuclear de la exposición. Leamos lo dicho por el propio artista en una entrevista: “Siempre he estado fascinado por el concepto de reparación, por la idea de que los humanos están en una aventura extraordinaria, pero llena de lesiones. Esas heridas deben ser reparadas. ¿Cómo? […] Tal como lo veo, las artes tienen una habilidad increíble para cambiar el mundo y sus sistemas desde adentro, a través de un proceso de lento movimiento”. Se entiende, así, que esta exploración de lo postcolonial, esta problematización de nociones modernizadoras, se exprese en Attia de formas originales, ajenas a la mera denuncia y, por el contrario, plenas de energías que apuntan en muchas direcciones.

Las máscaras de espejo (un elemento constante en la obra del artista) aparecen cada tanto en la sala marcando el ritmo secreto de Un descenso al Paraíso. La serie Espejos y máscaras (2024) es emblemática en el trabajo de Attia, en tanto combina chamanismo africano, cubismo europeo e, incluso, vida nocturna, simbolizada por las bolas de discoteca. La máscara kanaga es recubierta de superficies reflejantes que devuelven el rostro facetado del espectador, a la manera de un retrato picassiano, recordándonos las fuentes del arte moderno europeo.

Kader Attia

Kader Attia, de la serie Espejos y máscaras (2024). Cortesía del artista

La exposición depara al visitante experiencias poderosas, y entre ellas destaca la que ofrece la instalación Sin título (Palos de lluvia) (2024). Es un trabajo a la vez plástico y sonoro, donde 21 bases de metal dotadas de motores hacen girar el mismo número de instrumentos amazónicos. Se produce un pequeño concierto que otorga densidad al tiempo, produciendo en el escucha-observador evocaciones diversas que, por un instante, lo arrancan del cubo blanco y lo colocan en otro lugar.

Ante el destierro, la opresión y la violencia sufridos por las culturas y los individuos sujetos a la colonización y la modernización, Kader Attia hace de la reparación un concepto histórico y artístico que, sin evadir el trauma, permite construir nuevos fenómenos culturales. “En el siglo XX, en el mundo moderno y occidental, cuando un objeto se rompe uno debe repararlo, removiendo lo más posible todo signo de daño, hasta devolver al objeto su estatuto original. […] Es lo que llamo un mito, porque nunca regresamos al original […] Es la denegación del daño; la denegación del tiempo, de la historia. Es también la fantasía de controlar el Universo tanto como podamos. El objeto tradicional, reparado de modo aproximado […] tenía una vida, y todavía está vivo, y tiene una historia, y vive con esa arruga, si me permites decirlo así”, explicó en una entrevista con Rachel Kent.

Con su nutrida selección de instalaciones, esculturas y videos, Un descenso al Paraíso puede visitarse en el MUAC hasta el 4 de julio.

Kader Attia

Kader Attia, Sin título (Palos de lluvia) (2024), Museo Universitario Arte Contemporáneo, Ciudad de México, 2025. Fotografía: Oliver Santana

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Guerra, adrenalina y desasosiego

En una célebre entrevista de Gene Siskel a François Truffaut, publicada el 11 de noviembre de 1973 en el Chicago Tribune, el director de Jules y Jim levantó los puños contra las películas de ficción de tema militar. “No creo haber visto nunca una película antibélica”, dijo Truffaut, para quien todo retrato de la podredumbre y la miseria moral de los conflictos armados implicaba una sanitización de la guerra apta para las taquillas, el show business y el beneplácito de cierta crítica, que invitaba a disfrutar del espectáculo de las guerras en pantalla grande y sonido estereofónico ahorrándose la monserga de indagar en sus causas o, peor, sus consecuencias.

La denuncia de Truffaut hacía eco de lo escrito por Jacques Rivette una década atrás en “De la abyección” (Cahiers du Cinéma 120), sobre la inmoralidad de transmutar los genocidios en éxitos de taquilla, antecede del severo juicio de Claude Lanzmann sobre La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993) o el de Samuel Fuller sobre Cara de guerra (Stanley Kubrick, 1987), a la que calificó, con su habitual sutileza, de “otro puto promocional para reclutamiento militar”. Pese a la contundencia de los dichos, la historia militar terminaría por confirmarlos cuando, en décadas y masacres posteriores como las del Golfo Pérsico, Afganistán o Irak, soldados estadounidenses fueron estimulados y preparados para el combate mediante proyecciones de Apocalipsis ahora (Francis Ford Coppola, 1979) o similares, recibidas con aplausos y gritos por los reclutas.

¿Es posible, pues, hacer cine que sea a la vez industrial y antibélico? Los conmocionados espectadores de Ven y mira (Elem Klímov, 1985) o Johnny tomó su fusil (Dalton Trumbo, 1971) responderían que sí, el cine contra la guerra existe, mientras nos enfrente al abismo abierto por los estragos bélicos –como Goya en sus aguafuertes– y no a la adrenalina viril de los combates. Por otra parte, los entusiastas de la cuestionable 1917 (Sam Mendes, 2019) probarían lo dicho por Truffaut, Rivette o Fuller: una película de guerra que se asume a sí misma como espectáculo termina por ser, abiertamente o por negligencia, un promocional castrense.

guerra

Fotograma de Tiempo de guerra (2025), de Alex Garland y Ray Mendoza. © A24

Tiempo de guerra (Warfare, 2025), quinto largometraje dirigido en una década por el londinense Alex Garland, resulta, entre la habitual y previsible producción de dramas bélicos hollywoodenses, una de las propuestas más interesantes para reavivar la discusión. Drama que se pretende hiperrealista, de sensación tardía respecto a la hornada de películas sobre la invasión estadounidense a Irak, que tuvo su auge hace más de una década (El francotirador, 2014, o la oscarizada Zona de miedo, 2008, entre otras), tiene la particularidad de compartir autoría en dirección y guion con el ex marine estadounidense Ray Mendoza, cuyos recuerdos, se supone, sirven de riguroso eje narrativo para lo relatado. Aunque podría decirse, con justicia, que se trata del trabajo más maduro de Garland, también es un muestrario de las virtudes, carencias y omisiones de su filmografía anterior.

Estamos a fines de 2006. Corre el tercer año de la invasión y un grupo compacto de marines participa de una misión más o menos encubierta en el centro de Ramadi, un poblado fantasmal cercano a Bagdad. La operación en grupo les ha permitido formar una especie de familia masculina que alterna las conversaciones cotidianas y el aburrimiento con ráfagas de brutalidad que, se nos sugiere, no dejan de ser otro día en la oficina.

En el guion de Garland y Mendoza, de escasos noventa minutos que simulan una ominosa cronología en tiempo real, los marines efectúan una operación en el interior de un domicilio iraquí. La familia nativa, de la que no sabemos nada, permanece como rehén en su propia habitación. Al llegar los tanques que deberían recoger a los soldados algo sale terriblemente mal. Con los minutos en contra, retroceden y esperan nuevos refuerzos. Las heridas sangran. Los cadáveres se abandonan en el asfalto. Los gritos se multiplican. A distancia, un centro de mando advierte la posibilidad de enemigos acercándose por el techo.

Es difícil reprochar a Tiempo de guerra sus virtudes técnicas, rigor dramático o destreza narrativa, que son evidentes. La parquedad desnuda de su puesta en cámara, la pericia de su diseño sonoro y el intenso compromiso de su reducido elenco son, a todas luces, virtudes que abonan a lo pretendido por Alex Garland y Ray Mendoza: construir menos un relato que una experiencia de la guerra. Delante y detrás de cámara hay técnicos y artistas con oficio y madurez, admirablemente coordinados. Es un relato conciso, minucioso, tallado en piedra, con un arco emocional cuidadosamente diseñado.

guerra

Fotograma de Tiempo de guerra (2025), de Alex Garland y Ray Mendoza. © A24

Sin embargo, este punto de vista –que se nos presenta como testimonial, basado estrictamente en hechos– constituye a la vez su talón de Aquiles, pues el fondo mismo de la invasión a Irak y sus motivos permanecen, al inicio y al final, incólumes, sin cuestionamiento. Tanto el guion como la fotografía del debutante David J. Thomson nos acercan a la intimidad de los marines sin poner voz, rostro ni nombre a uno solo de los adversarios árabes. Nada en el diálogo, las decisiones de cámara o el montaje sugiere que la población iraquí podría estar resistiendo una ocupación militar; al contrario, aparece y desaparece como una amenaza hostil, circundante. Dentro de su primer tercio, el más sereno y silencioso del conjunto, Tiempo de guerra traza con claridad la frontera de sus simpatías, recibiéndonos como uno más de los soldados americanos, subrayando las heridas emocionales a las que estos son sometidos, pero sin plantear pregunta alguna sobre la naturaleza de sus acciones.

Cuando el conflicto estalla –literalmente– en el segundo tercio, Garland y Mendoza optan por despolitizar su relato para ceder, en pocos minutos, a un thriller de sobrevivencia y claustrofobia en el que la amenaza exterior (en este caso partisanos iraquíes, presunta o probablemente terroristas) podrían cambiarse por zombis, vampiros o narcotraficantes sin alterar un ápice del efecto. Coincidentemente, Tiempo de guerra se estrenó a la par de Pecadores (2025), otro producto comercial de survival horror que, con el disfraz de abierta fantasía, termina siendo más política, racial y militante.

En ese punto Garland termina coincidiendo con su anterior road movie distópica Guerra civil (2024): la aparente politización funciona bien como punto de partida y marco general para presentar a sus personajes, pero pronto se diluye para concentrarse en los golpes de efecto y la espectacularidad del conjunto, sin llegar a decir nada claro, nuevo o relevante sobre el entorno sociopolítico que le ocupa. Algo similar puede decirse del feminismo en Men: Terror en las sombras (2022), el ambientalismo en Aniquilación (2018) o la inteligencia artificial en Ex-Máquina (2014); Garland es un cineasta hábil, imaginativo y con oficio, pero con más voluntad de aprovechar temas coyunturales que de explorarlos a profundidad. Tiempo de guerra merece ser vista por su irreprochable factura y como modelo de crescendo narrativo, sin perder de vista que su forma audiovisual termina actuando en función del militarismo colonialista cuyo horror, se supone, busca denunciar. Uno abandona la sala golpeado pero estimulado, más por la adrenalina que por el desasosiego. Quizás, al final, Truffaut tenía razón.

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Guerra, adrenalina y desasosiego

En una célebre entrevista de Gene Siskel a François Truffaut, publicada el 11 de noviembre de 1973 en el Chicago Tribune, el director de Jules y Jim levantó los puños contra las películas de ficción de tema militar. “No creo haber visto nunca una película antibélica”, dijo Truffaut, para quien todo retrato de la podredumbre y la miseria moral de los conflictos armados implicaba una sanitización de la guerra apta para las taquillas, el show business y el beneplácito de cierta crítica, que invitaba a disfrutar del espectáculo de las guerras en pantalla grande y sonido estereofónico ahorrándose la monserga de indagar en sus causas o, peor, sus consecuencias.

La denuncia de Truffaut hacía eco de lo escrito por Jacques Rivette una década atrás en “De la abyección” (Cahiers du Cinéma 120), sobre la inmoralidad de transmutar los genocidios en éxitos de taquilla, antecede del severo juicio de Claude Lanzmann sobre La lista de Schindler (Steven Spielberg, 1993) o el de Samuel Fuller sobre Cara de guerra (Stanley Kubrick, 1987), a la que calificó, con su habitual sutileza, de “otro puto promocional para reclutamiento militar”. Pese a la contundencia de los dichos, la historia militar terminaría por confirmarlos cuando, en décadas y masacres posteriores como las del Golfo Pérsico, Afganistán o Irak, soldados estadounidenses fueron estimulados y preparados para el combate mediante proyecciones de Apocalipsis ahora (Francis Ford Coppola, 1979) o similares, recibidas con aplausos y gritos por los reclutas.

¿Es posible, pues, hacer cine que sea a la vez industrial y antibélico? Los conmocionados espectadores de Ven y mira (Elem Klímov, 1985) o Johnny tomó su fusil (Dalton Trumbo, 1971) responderían que sí, el cine contra la guerra existe, mientras nos enfrente al abismo abierto por los estragos bélicos –como Goya en sus aguafuertes– y no a la adrenalina viril de los combates. Por otra parte, los entusiastas de la cuestionable 1917 (Sam Mendes, 2019) probarían lo dicho por Truffaut, Rivette o Fuller: una película de guerra que se asume a sí misma como espectáculo termina por ser, abiertamente o por negligencia, un promocional castrense.

guerra

Fotograma de Tiempo de guerra (2025), de Alex Garland y Ray Mendoza. © A24

Tiempo de guerra (Warfare, 2025), quinto largometraje dirigido en una década por el londinense Alex Garland, resulta, entre la habitual y previsible producción de dramas bélicos hollywoodenses, una de las propuestas más interesantes para reavivar la discusión. Drama que se pretende hiperrealista, de sensación tardía respecto a la hornada de películas sobre la invasión estadounidense a Irak, que tuvo su auge hace más de una década (El francotirador, 2014, o la oscarizada Zona de miedo, 2008, entre otras), tiene la particularidad de compartir autoría en dirección y guion con el ex marine estadounidense Ray Mendoza, cuyos recuerdos, se supone, sirven de riguroso eje narrativo para lo relatado. Aunque podría decirse, con justicia, que se trata del trabajo más maduro de Garland, también es un muestrario de las virtudes, carencias y omisiones de su filmografía anterior.

Estamos a fines de 2006. Corre el tercer año de la invasión y un grupo compacto de marines participa de una misión más o menos encubierta en el centro de Ramadi, un poblado fantasmal cercano a Bagdad. La operación en grupo les ha permitido formar una especie de familia masculina que alterna las conversaciones cotidianas y el aburrimiento con ráfagas de brutalidad que, se nos sugiere, no dejan de ser otro día en la oficina.

En el guion de Garland y Mendoza, de escasos noventa minutos que simulan una ominosa cronología en tiempo real, los marines efectúan una operación en el interior de un domicilio iraquí. La familia nativa, de la que no sabemos nada, permanece como rehén en su propia habitación. Al llegar los tanques que deberían recoger a los soldados algo sale terriblemente mal. Con los minutos en contra, retroceden y esperan nuevos refuerzos. Las heridas sangran. Los cadáveres se abandonan en el asfalto. Los gritos se multiplican. A distancia, un centro de mando advierte la posibilidad de enemigos acercándose por el techo.

Es difícil reprochar a Tiempo de guerra sus virtudes técnicas, rigor dramático o destreza narrativa, que son evidentes. La parquedad desnuda de su puesta en cámara, la pericia de su diseño sonoro y el intenso compromiso de su reducido elenco son, a todas luces, virtudes que abonan a lo pretendido por Alex Garland y Ray Mendoza: construir menos un relato que una experiencia de la guerra. Delante y detrás de cámara hay técnicos y artistas con oficio y madurez, admirablemente coordinados. Es un relato conciso, minucioso, tallado en piedra, con un arco emocional cuidadosamente diseñado.

guerra

Fotograma de Tiempo de guerra (2025), de Alex Garland y Ray Mendoza. © A24

Sin embargo, este punto de vista –que se nos presenta como testimonial, basado estrictamente en hechos– constituye a la vez su talón de Aquiles, pues el fondo mismo de la invasión a Irak y sus motivos permanecen, al inicio y al final, incólumes, sin cuestionamiento. Tanto el guion como la fotografía del debutante David J. Thomson nos acercan a la intimidad de los marines sin poner voz, rostro ni nombre a uno solo de los adversarios árabes. Nada en el diálogo, las decisiones de cámara o el montaje sugiere que la población iraquí podría estar resistiendo una ocupación militar; al contrario, aparece y desaparece como una amenaza hostil, circundante. Dentro de su primer tercio, el más sereno y silencioso del conjunto, Tiempo de guerra traza con claridad la frontera de sus simpatías, recibiéndonos como uno más de los soldados americanos, subrayando las heridas emocionales a las que estos son sometidos, pero sin plantear pregunta alguna sobre la naturaleza de sus acciones.

Cuando el conflicto estalla –literalmente– en el segundo tercio, Garland y Mendoza optan por despolitizar su relato para ceder, en pocos minutos, a un thriller de sobrevivencia y claustrofobia en el que la amenaza exterior (en este caso partisanos iraquíes, presunta o probablemente terroristas) podrían cambiarse por zombis, vampiros o narcotraficantes sin alterar un ápice del efecto. Coincidentemente, Tiempo de guerra se estrenó a la par de Pecadores (2025), otro producto comercial de survival horror que, con el disfraz de abierta fantasía, termina siendo más política, racial y militante.

En ese punto Garland termina coincidiendo con su anterior road movie distópica Guerra civil (2024): la aparente politización funciona bien como punto de partida y marco general para presentar a sus personajes, pero pronto se diluye para concentrarse en los golpes de efecto y la espectacularidad del conjunto, sin llegar a decir nada claro, nuevo o relevante sobre el entorno sociopolítico que le ocupa. Algo similar puede decirse del feminismo en Men: Terror en las sombras (2022), el ambientalismo en Aniquilación (2018) o la inteligencia artificial en Ex-Máquina (2014); Garland es un cineasta hábil, imaginativo y con oficio, pero con más voluntad de aprovechar temas coyunturales que de explorarlos a profundidad. Tiempo de guerra merece ser vista por su irreprochable factura y como modelo de crescendo narrativo, sin perder de vista que su forma audiovisual termina actuando en función del militarismo colonialista cuyo horror, se supone, busca denunciar. Uno abandona la sala golpeado pero estimulado, más por la adrenalina que por el desasosiego. Quizás, al final, Truffaut tenía razón.

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lunes, 28 de abril de 2025

Pere Ubu: ¿por dónde empezar?

“Ahora es difícil creerlo, pero hubo un breve período –alrededor de dieciocho meses– en el que Akron y su vecina Cleveland, 40 kilómetros al norte, eran consideradas las ciudades más emocionantes del mundo en lo que a música rock se refiere”, escribe Simon Reynolds en Postpunk. Romper todo y empezar de nuevo (2005). Lo cierto es que, desde principios de los setenta, la declinante capital de la industria acerera fue un laboratorio sonoro en el que diversas agrupaciones anticiparon lo que años después sería bautizado como new wave.

Pere Ubu apareció en Cleveland en 1975 con una propuesta anticipatoria lo mismo del punk que del postpunk: el avant garage. Su fundador, David Thomas, murió el pasado 23 de abril cerrando un capítulo emocionante de la música popular anglosajona. Con un nombre tomado de la obra de Alfred Jarry, la banda surgió de las cenizas de Rocket from the Tombs. Con un imaginario postindustrial acorde a su entorno, Pere Ubu se mantuvo en el tiempo, dejando un legado musical que conviene revisar para celebrar a Thomas, que además de músico fue poeta.

Aunque se trata de una discografía diversa y compleja, con cambios constantes debido a la rotación de los músicos involucrados, hemos elegido cinco discos que construyen una visión panorámica del trabajo de Pere Ubu.

 

The Hearpen Singles

1975-1977

Pere Ubu

Desde el sencillo que contenía las primeras dos grabaciones de la banda, “30 Seconds Over Tokyo” (del repertorio de Rocket from the Tombs) y “Heart of Darkness”, la propuesta de Pere Ubu estuvo definida. Las sesiones anteriores al primer álbum de la banda, Modern Dance (1978), han sido compiladas en distintas ocasiones. La primera fue Terminal Tower (1985), pero desde 1995 circulan como The Hearpen Singles 1975-1977 (la última edición es de Fire Records, 2016). Las piezas hablan de un grupo que, con una doble raíz en el progresivo y el garage, apostaba a una evolución del rock en un sentido plenamente artístico.

 

Dub Housing

1978

Pere Ubu

El segundo álbum de Pere Ubu es una de las grabaciones fundacionales del postpunk. Cuando apareció en 1978, Jon Savage lo recibió así en Melody Maker: “Al principio, Dub Housing parece áspero, impenetrable y repelente… Parece funcionar con una lógica interna oculta, de algún universo paralelo (e inquietante). En las siguientes escuchas, la ‘lógica’, si es que se puede llamar ‘lógica’ a la manipulación del subconsciente y la intuición, se vuelve más clara; el álbum sigue siendo desconcertante, exasperante, inquietante, amenazador y ferozmente divertido”. Dadá se encontró con el rock gracias a la imaginación alucinada de David Thomas, que con su banda produjo un verdadero ejemplo de vanguardia popular.

 

The Tenement Year

1988

Pere Ubu

Tras unos años de separación, Pere Ubu volvió a la carga con su sexto álbum de estudio, The Tenement Year. Como escribió David Stubbs en el cuadernillo de la reedición del disco, en 2007, “la banda crea la sensación de un paisaje típicamente americano, clásico aunque ligeramente incierto, que es su clave temática”. Despedida de la ciudad de origen, hace referencia a lugares emblemáticos y escenas secretas de Cleveland. La etapa de la banda con el sello Fontana entregó música más accesible, de ribetes pop, pero no por ello carente de osadía. El sonido, que incorpora el acordeón en algunas canciones, se emparienta con las búsquedas alternativas de la época, influidas por los hallazgos de David Thomas en los setenta.

 

Pennsylvania

1998

Pere Ubu

El crítico Greil Marcus lo eligió como el mejor disco de 1998, y en su libro Double Trouble (2001) escribió: “Aparece un país secreto, apenas reconocible e innegable. Y es emocionante escuchar, ahora, todas las voces de David Thomas arremolinándose alrededor del oyente, en la calle. Pennsylvania parece salir de su propia geografía espectral y esa calle puede estar dondequiera que te encuentres”. Se trata de un álbum líricamente vanguardista, usina de un rock oscuro y enérgico, guiado por una sabiduría inquietante. Podría decirse que consolida la idea misma del avant garage, al tiempo que dialoga con tradiciones diversas de la música popular estadounidense.

 

The Long Goodbye

2019

Pere Ubu

Inspirado en El largo adiós de Raymond Chandler, David Thomas y Pere Ubu lanzaron este disco como una suerte de final de camino, explorando en cada canción las sendas abiertas en etapas previas de la agrupación. Pero lejos de ser un trabajo nostálgico lleva cada intuición a sus últimas consecuencias. Es asimismo un álbum que responde a la música pop que suena en las bocinas en todas partes, como si indicara un camino posible para salir de la anemia expresiva. Cuando apareció, nadie anticipó que quedaría por delante Trouble On Big Beat Street (2023): un nuevo inicio para la banda. The Long Goodbye fue uno de sus varios finales.

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Pere Ubu: ¿por dónde empezar?

“Ahora es difícil creerlo, pero hubo un breve período –alrededor de dieciocho meses– en el que Akron y su vecina Cleveland, 40 kilómetros al norte, eran consideradas las ciudades más emocionantes del mundo en lo que a música rock se refiere”, escribe Simon Reynolds en Postpunk. Romper todo y empezar de nuevo (2005). Lo cierto es que, desde principios de los setenta, la declinante capital de la industria acerera fue un laboratorio sonoro en el que diversas agrupaciones anticiparon lo que años después sería bautizado como new wave.

Pere Ubu apareció en Cleveland en 1975 con una propuesta anticipatoria lo mismo del punk que del postpunk: el avant garage. Su fundador, David Thomas, murió el pasado 23 de abril cerrando un capítulo emocionante de la música popular anglosajona. Con un nombre tomado de la obra de Alfred Jarry, la banda surgió de las cenizas de Rocket from the Tombs. Con un imaginario postindustrial acorde a su entorno, Pere Ubu se mantuvo en el tiempo, dejando un legado musical que conviene revisar para celebrar a Thomas, que además de músico fue poeta.

Aunque se trata de una discografía diversa y compleja, con cambios constantes debido a la rotación de los músicos involucrados, hemos elegido cinco discos que construyen una visión panorámica del trabajo de Pere Ubu.

 

The Hearpen Singles

1975-1977

Pere Ubu

Desde el sencillo que contenía las primeras dos grabaciones de la banda, “30 Seconds Over Tokyo” (del repertorio de Rocket from the Tombs) y “Heart of Darkness”, la propuesta de Pere Ubu estuvo definida. Las sesiones anteriores al primer álbum de la banda, Modern Dance (1978), han sido compiladas en distintas ocasiones. La primera fue Terminal Tower (1985), pero desde 1995 circulan como The Hearpen Singles 1975-1977 (la última edición es de Fire Records, 2016). Las piezas hablan de un grupo que, con una doble raíz en el progresivo y el garage, apostaba a una evolución del rock en un sentido plenamente artístico.

 

Dub Housing

1978

Pere Ubu

El segundo álbum de Pere Ubu es una de las grabaciones fundacionales del postpunk. Cuando apareció en 1978, Jon Savage lo recibió así en Melody Maker: “Al principio, Dub Housing parece áspero, impenetrable y repelente… Parece funcionar con una lógica interna oculta, de algún universo paralelo (e inquietante). En las siguientes escuchas, la ‘lógica’, si es que se puede llamar ‘lógica’ a la manipulación del subconsciente y la intuición, se vuelve más clara; el álbum sigue siendo desconcertante, exasperante, inquietante, amenazador y ferozmente divertido”. Dadá se encontró con el rock gracias a la imaginación alucinada de David Thomas, que con su banda produjo un verdadero ejemplo de vanguardia popular.

 

The Tenement Year

1988

Pere Ubu

Tras unos años de separación, Pere Ubu volvió a la carga con su sexto álbum de estudio, The Tenement Year. Como escribió David Stubbs en el cuadernillo de la reedición del disco, en 2007, “la banda crea la sensación de un paisaje típicamente americano, clásico aunque ligeramente incierto, que es su clave temática”. Despedida de la ciudad de origen, hace referencia a lugares emblemáticos y escenas secretas de Cleveland. La etapa de la banda con el sello Fontana entregó música más accesible, de ribetes pop, pero no por ello carente de osadía. El sonido, que incorpora el acordeón en algunas canciones, se emparienta con las búsquedas alternativas de la época, influidas por los hallazgos de David Thomas en los setenta.

 

Pennsylvania

1998

Pere Ubu

El crítico Greil Marcus lo eligió como el mejor disco de 1998, y en su libro Double Trouble (2001) escribió: “Aparece un país secreto, apenas reconocible e innegable. Y es emocionante escuchar, ahora, todas las voces de David Thomas arremolinándose alrededor del oyente, en la calle. Pennsylvania parece salir de su propia geografía espectral y esa calle puede estar dondequiera que te encuentres”. Se trata de un álbum líricamente vanguardista, usina de un rock oscuro y enérgico, guiado por una sabiduría inquietante. Podría decirse que consolida la idea misma del avant garage, al tiempo que dialoga con tradiciones diversas de la música popular estadounidense.

 

The Long Goodbye

2019

Pere Ubu

Inspirado en El largo adiós de Raymond Chandler, David Thomas y Pere Ubu lanzaron este disco como una suerte de final de camino, explorando en cada canción las sendas abiertas en etapas previas de la agrupación. Pero lejos de ser un trabajo nostálgico lleva cada intuición a sus últimas consecuencias. Es asimismo un álbum que responde a la música pop que suena en las bocinas en todas partes, como si indicara un camino posible para salir de la anemia expresiva. Cuando apareció, nadie anticipó que quedaría por delante Trouble On Big Beat Street (2023): un nuevo inicio para la banda. The Long Goodbye fue uno de sus varios finales.

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viernes, 25 de abril de 2025

¿Y si ahora hablamos de paz?

Las guerras mienten.

Eduardo Galeano

 

¿Qué necesitas para vivir en paz? La pregunta del Colectivo Estética Unisex espera a quien escanea el código QR ya sea en la cédula de la instalación Casino Royale o en lugares de Monterrey donde se ha colocado una calcomanía con la información. Las respuestas se proyectan en tiempo real sobre el palimpsesto que componen varios elementos: los nombres de las 52 víctimas del ataque al Casino Royale el 27 de agosto de 2011, los de los delincuentes y los funcionarios a cargo en aquel momento, un texto de intenciones y una puerta de vidrio del establecimiento destruido.

Perpetrado por el crimen organizado, el ataque al Casino Royale fue uno de los episodios más sangrientos de la ola violenta que acompañó la “guerra contra el narco” del ex presidente Felipe Calderón, un hecho que transformó drásticamente la interacción social en la ciudad de Monterrey. A lo largo de los años, en busca de justicia y reconocimiento, los familiares de las víctimas del incendio crearon memoriales frente al lugar, hasta que el establecimiento fue demolido y sustituido por una tienda de venta de pisos. Una década de acciones concretas en defensa de la memoria.

Las familias tuvieron que esperar hasta la presidencia municipal de Luis Donaldo Colosio Riojas (2021-2024) para recibir una disculpa oficial y, finalmente, el año pasado –a 13 años de la tragedia– el gobierno de Monterrey inauguró un memorial en el que se lee: “Que su sangre derramada y las lágrimas de sus familias los persigan siempre y no encuentren la paz en donde quiera que estén”.

Casino Royale

Colectivo Estética Unisex, Casino Royale (2024). Fotografía: Virginie Kastel

En contraste con la pregunta del Colectivo Estética Unisex, que extiende la posibilidad de la paz en una imagen tipográfica cambiante sobrepuesta al vestigio del edificio, el memorial de las víctimas inaugurado por las autoridades locales hace unos meses admite que no habrá perdón. El deseo de venganza refleja el profundo dolor que acompaña la perpetuación de la impunidad y, detrás de él, un grito que exige reconocimiento sensible.

La instalación Casino Royale propone la participación pública y la construcción de una cultura de la paz como respuesta a la sistematización de la violencia ejercida por gobiernos y el crimen organizado en América Latina. De este modo, pensar en la paz se convierte en una nueva manera de negociar con la realidad, una propuesta que contrasta con el abordaje del arte contemporáneo mexicano de las últimas décadas, donde ha sido más común aludir a la violencia para exponer sus sesgos o cuestionar la naturaleza cíclica de sus manifestaciones.

Si se revisa su trayectoria, los formatos explorados por el Colectivo Estética Unisex abarcan lo mismo la ficha técnica que la impresión de medallones sobre papel metalizado, intervenciones físicas en fotografías de archivo, instalaciones, murales callejeros, flashcards y videopoemas. Una de sus piezas, Pido perdón (2021), documenta la acción del título en un video.

Un trabajo iniciado en 2016 refleja la problemática de México en la de Colombia, país de origen de Futuro F. Moncada, integrante del colectivo junto a Lorena Estrada Quiroga. El diálogo con el político y activista Antanas Mockus sustenta una propuesta que invita a reflexionar sobre las nociones inherentes a los procesos de pacificación mediante prácticas artísticas. La colaboración con Mockus se materializa en un cartel impreso en serigrafía a una tinta sobre papel educación: La paz es la victoria de las víctimas. Para Estética Unisex el arte es una discusión abierta, y la palabra una herramienta más de negociación.

Ganadora del 4° Premio Estatal Arte Nuevo León (2024), expuesta hasta febrero en el Centro de las Artes de la capital del estado, la instalación Casino Royale plantea el encuentro entre el arte y la sociedad civil para reflexionar conjuntamente, desmenuzando creencias e imágenes, sobre la necesidad y la posibilidad de una salida a las dinámicas violentas. La dinámica imagen-texto en la construcción de la narrativa se convierte en el nodo interpretativo y el contenido de la obra, al jugar con las posibilidades del texto como imagen y la imagen como texto. De esta compleja negociación surge el cuestionamiento que detona la pieza.

La estructura de Casino Royale funciona como registro de la contracción temporal y espacial, dando lugar a una imagen postpublicitaria. Esta manera de actualizar y confrontar el lenguaje es recurrente en la práctica del Colectivo Estética Unisex: el recorte, la intervención de documentos históricos, la deconstrucción y el recurso del collage como medios a través de los cuales la imagen fotográfica es interrogada y, con ella, la aceptación de lo que consideramos real. Presentar imágenes alteradas desactiva su carga simbólica y –en esa brecha– permite proyectar nuevos sentidos. Ahí el mensaje cobra importancia: imaginar la paz es lanzar un pensamiento al futuro.

Colectivo Estética Unisex en colaboración con Antanas Mockus, La paz es la victoria de las víctimas (2016)

Con esta obra el Colectivo Estética Unisex nos permite visualizar la construcción de una imagen de paz que exorciza la violencia y canaliza el dolor a través de la lectura, la reescritura y la reconstrucción simbólica. Casino Royale es un memorial inmaterial, portátil, a la vez testigo y vocero de nuevas posibilidades, distintas de las consecuencias de los hechos que nos confrontan.

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¿Y si ahora hablamos de paz?

Las guerras mienten.

Eduardo Galeano

 

¿Qué necesitas para vivir en paz? La pregunta del Colectivo Estética Unisex espera a quien escanea el código QR ya sea en la cédula de la instalación Casino Royale o en lugares de Monterrey donde se ha colocado una calcomanía con la información. Las respuestas se proyectan en tiempo real sobre el palimpsesto que componen varios elementos: los nombres de las 52 víctimas del ataque al Casino Royale el 27 de agosto de 2011, los de los delincuentes y los funcionarios a cargo en aquel momento, un texto de intenciones y una puerta de vidrio del establecimiento destruido.

Perpetrado por el crimen organizado, el ataque al Casino Royale fue uno de los episodios más sangrientos de la ola violenta que acompañó la “guerra contra el narco” del ex presidente Felipe Calderón, un hecho que transformó drásticamente la interacción social en la ciudad de Monterrey. A lo largo de los años, en busca de justicia y reconocimiento, los familiares de las víctimas del incendio crearon memoriales frente al lugar, hasta que el establecimiento fue demolido y sustituido por una tienda de venta de pisos. Una década de acciones concretas en defensa de la memoria.

Las familias tuvieron que esperar hasta la presidencia municipal de Luis Donaldo Colosio Riojas (2021-2024) para recibir una disculpa oficial y, finalmente, el año pasado –a 13 años de la tragedia– el gobierno de Monterrey inauguró un memorial en el que se lee: “Que su sangre derramada y las lágrimas de sus familias los persigan siempre y no encuentren la paz en donde quiera que estén”.

Casino Royale

Colectivo Estética Unisex, Casino Royale (2024). Fotografía: Virginie Kastel

En contraste con la pregunta del Colectivo Estética Unisex, que extiende la posibilidad de la paz en una imagen tipográfica cambiante sobrepuesta al vestigio del edificio, el memorial de las víctimas inaugurado por las autoridades locales hace unos meses admite que no habrá perdón. El deseo de venganza refleja el profundo dolor que acompaña la perpetuación de la impunidad y, detrás de él, un grito que exige reconocimiento sensible.

La instalación Casino Royale propone la participación pública y la construcción de una cultura de la paz como respuesta a la sistematización de la violencia ejercida por gobiernos y el crimen organizado en América Latina. De este modo, pensar en la paz se convierte en una nueva manera de negociar con la realidad, una propuesta que contrasta con el abordaje del arte contemporáneo mexicano de las últimas décadas, donde ha sido más común aludir a la violencia para exponer sus sesgos o cuestionar la naturaleza cíclica de sus manifestaciones.

Si se revisa su trayectoria, los formatos explorados por el Colectivo Estética Unisex abarcan lo mismo la ficha técnica que la impresión de medallones sobre papel metalizado, intervenciones físicas en fotografías de archivo, instalaciones, murales callejeros, flashcards y videopoemas. Una de sus piezas, Pido perdón (2021), documenta la acción del título en un video.

Un trabajo iniciado en 2016 refleja la problemática de México en la de Colombia, país de origen de Futuro F. Moncada, integrante del colectivo junto a Lorena Estrada Quiroga. El diálogo con el político y activista Antanas Mockus sustenta una propuesta que invita a reflexionar sobre las nociones inherentes a los procesos de pacificación mediante prácticas artísticas. La colaboración con Mockus se materializa en un cartel impreso en serigrafía a una tinta sobre papel educación: La paz es la victoria de las víctimas. Para Estética Unisex el arte es una discusión abierta, y la palabra una herramienta más de negociación.

Ganadora del 4° Premio Estatal Arte Nuevo León (2024), expuesta hasta febrero en el Centro de las Artes de la capital del estado, la instalación Casino Royale plantea el encuentro entre el arte y la sociedad civil para reflexionar conjuntamente, desmenuzando creencias e imágenes, sobre la necesidad y la posibilidad de una salida a las dinámicas violentas. La dinámica imagen-texto en la construcción de la narrativa se convierte en el nodo interpretativo y el contenido de la obra, al jugar con las posibilidades del texto como imagen y la imagen como texto. De esta compleja negociación surge el cuestionamiento que detona la pieza.

La estructura de Casino Royale funciona como registro de la contracción temporal y espacial, dando lugar a una imagen postpublicitaria. Esta manera de actualizar y confrontar el lenguaje es recurrente en la práctica del Colectivo Estética Unisex: el recorte, la intervención de documentos históricos, la deconstrucción y el recurso del collage como medios a través de los cuales la imagen fotográfica es interrogada y, con ella, la aceptación de lo que consideramos real. Presentar imágenes alteradas desactiva su carga simbólica y –en esa brecha– permite proyectar nuevos sentidos. Ahí el mensaje cobra importancia: imaginar la paz es lanzar un pensamiento al futuro.

Colectivo Estética Unisex en colaboración con Antanas Mockus, La paz es la victoria de las víctimas (2016)

Con esta obra el Colectivo Estética Unisex nos permite visualizar la construcción de una imagen de paz que exorciza la violencia y canaliza el dolor a través de la lectura, la reescritura y la reconstrucción simbólica. Casino Royale es un memorial inmaterial, portátil, a la vez testigo y vocero de nuevas posibilidades, distintas de las consecuencias de los hechos que nos confrontan.

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