Como categoría emergente de uno de los más recientes ensanchamientos de las fronteras del conocimiento por parte de la neurociencia, lo “impensado” señala los límites de nuestra conciencia y desentiende al complejo entramado de la cognición de su asociación histórica con el pensamiento correlacionista. Más allá de esa frontera, lo que entendemos por “conciencia” sería, en sentido estricto, la culminación de una serie compleja de procesos y operaciones que aquélla no controla, pero que determinan su existencia. Esta “cognición no consciente” funcionaría como un resguardo de seguridad para la conciencia propiamente dicha, que sin esta instancia protectora colapsaría inevitablemente, abrumada y aplastada por los datos de una realidad cada vez más espesa y superpoblada de estímulos e información.
Las hipótesis de N. Katherine Hayles en Lo impensado. Una teoría de la cognición no consciente y los ensamblajes cognitivos humano-técnicos (2017; Caja Negra, 2024) corresponden a un tiempo de agudísimas tensiones económicas y políticas y deberían ser consideradas a medio camino entre los efectos culturales del realismo especulativo y el nuevo paradigma neurobiológico que nos entiende cada vez más como una máquina programada –y, por lo tanto, “hackeable”– que como el resultante de una elaboración de estímulos de diversa índole reprocesados por el aparato psíquico freudiano. Un diseño somático de señales químicas y eléctricas que la cognición no consciente inscribe y activa en el cuerpo de modos más vertiginosos, complejos, sutiles y “ruidosos” de lo que la conciencia sería capaz de comprender. Surge entonces todo un mundo indetectable para ésta, pero que resulta imprescindible para modelar nuestro comportamiento hacia el interior de ese tejido de sucesos que llamamos “realidad”.
Tal vez lo más difícil de aceptar de los postulados de Hayles sea ese desborde de la cognición consciente, aceptar que sólo dándole un sentido narrativo al mundo podemos tolerar vivir en él. Desde esta perspectiva, la “coherencia” del mundo no sería otra cosa que una ficción cerebral que ni siquiera demanda la totalidad de nuestra capacidad cognitiva para ser construída. Un resto de procesos neurológicos permanece fuera de nuestro entendimiento, tiene una importancia crítica para nuestra supervivencia y –acaso lo más perturbador de todo el asunto– no es exclusivo de los seres humanos.
Ser una “especie entre especies” demanda cierto entrenamiento en la renovación del credo positivista delineado con la Ilustración del siglo XVII. La cognición excede las operaciones mentales complejas del razonamiento abstracto y se despliega, fundamentalmente, a través de la interacción con el entorno. Somos un algoritmo programado para actuar de determinada manera y dentro de determinadas condiciones, y sólo eso nos permite prolongar nuestra existencia en un contexto también integrado por otros sistemas técnicos de complejidad y diversidad crecientes. La cognición no es privativa de los seres humanos porque hay a nuestro alrededor un sinfín de formas de vida ejecutando tareas similares y con la misma meta adaptativa. Hayles denomina ese escenario como una “ecología cognitiva planetaria”, el nuevo plano habitable despojado de cualquier pretensión antropocéntrica y que requiere ser pensado a nivel lingüístico, molecular y celular.
Las corrientes filosóficas y narrativas más estimulantes del presente están, de una u otra manera, asociadas a este tipo de ideas. Desde la OOO (ontología orientada al objeto) de Graham Harman hasta la “teoría ficción” tecnoapocalíptica y reintegrada de Nick Land o Reza Negarestani, los poderes agenciales de la materia y las formas hipotéticas de vida no-humana están saturando el cúmulo de relatos que le da forma al siglo XXI. En ella, los objetos técnicos nos interpretan y nos asignan significado, aún cuando las corrientes humanistas sigan suponiendo que ese proceso no es más que una recolección precisa y cibernéticamente mejorada de “datos”. En el marco de la cognición no consciente, el significado sólo emerge cuando la interpretación de la información se produce dentro de un contexto capaz de producirlo. La gran novedad es que ese contexto puede o no ser regido y organizado por nuestra especie.
La interacción humano-técnica genera ensamblajes, simbiosis de informaciones que corren a través de los sistemas para alumbrar decisiones o elecciones. Los agentes y las fuerzas materiales, puestos a disposición de los sujetos cognoscentes, producen síntesis al nivel biológico y permiten la comprensión y la actuación en situaciones complejas. El ensamblaje cognitivo, a su vez, es una forma de poder, acaso la más característica de la era de las máquinas informáticas. En La naturaleza política de la selva. Escritos sobre arquitectura, ecología y derechos no-humanos (Caja Negra, 2024) Paolo Tavares señala que los objetos técnicos se definen por sus características extrínsecas: lo que hacemos con ellos es lo que determina su modo de existencia. Así es como ciertos gadgets o recursos tecnológicos (la propia Internet o el GPS) migraron entre la esfera militar y el terreno cada vez más diversificado de lo doméstico y lo social. Desde Deleuze/Guattari y su Mil mesetas sabemos que la tecnología no es ni positiva ni negativa sino ambas cosas a la vez, y que esa línea de frontera puede correrse según los criterios de uso.
La realidad aumentada que hoy habitamos ha resignificado ese concepto mientras la especie humana lucha por no perder definitivamente su lugar en el mundo material. Para Deleuze y Guattari el principio fundante de la tecnología radica en que un elemento técnico no es nada extraído de la red de relaciones sociales a la que pertenece. Esas relaciones articulan el ensamblaje en el que los elementos técnicos terminan de definirse. La máquina colectiva y social –dentro de la cual el elemento técnico no es más que eso: un elemento– determina su existencia, por ejemplo, como arma o herramienta. Una máquina es sólo una protomáquina; el maquinismo es siempre una relación social determinada por la interacción con el ser humano. Así lo entendió Norbert Wiener cuando, durante la Segunda Guerra Mundial, incorporó a sus desarrollos maquínico-bélicos el grado de indeterminación introducido por el elemento humano (el piloto o el operador de la máquina) y alumbró el punto de partida para la ciencia cibernética que hoy moldea esta realidad formateada por un nuevo linaje de híbridos tecnohumanos.
En esa franja de interacciones, Hayles propone una dicotomía alternativa a la de humanos/no-humanos. La división estaría dada por las categorías de cognoscente/no-cognoscente, situando en uno de los extremos a los seres humanos y otras formas de vida biológica, así como a muchos de los sistemas técnicos (a los que se denomina “actores”), y en el otro a los procesos materiales y los objetos inanimados (que reciben el nombre de “agentes”). Ya que sólo los cognoscentes son capaces de concretar elecciones y de tomar decisiones, éstos cumplen una función crucial en la crisis medioambiental contemporánea como codificadores de la sexta extinción masiva a escala global, de la que seremos protagonistas y víctimas. Hermanadas en ese sufrimiento, la única motivación que comparten todas las formas de vida es el impulso por sobrevivir, la lucha continua por estabilizarse en una realidad que pierde su forma al ser violentamente cuestionada por un arsenal de artefactos y criaturas biodigitales. Con el aumento del “estrés” ambiental, los cognoscentes tenderán a tomar decisiones que eleven o maximicen sus oportunidades de supervivencia.
La tesis principal de Paulo Tavares es que desde que los seres humanos han logrado diseñar y activar tecnologías que equiparan la escala dimensional, temporal y espacial de los fenómenos planetarios, la humanidad se ha convertido en el equivalente de una fuerza natural, liberando nuevos agentes materiales en los sistemas físicos de la Tierra capaces de producir transformaciones que no son sólo tecnológicas sino, fundamentalmente, relacionales. Así surgieron híbridos de naturaleza-cultura que funcionan como unidades ecológicas complejas y autorreguladas, y que, a partir de los años setenta del siglo XX, lograron estructurar una nueva ética medioambiental. El resultado fue la aparición de una eco-geología capaz de recombinar de manera mutante los ensamblajes humano-naturaleza.
Ese nuevo entorno no puede ignorar los crecientes poderes agenciales que los no-cognoscentes pueden adquirir en el emergente plano dimensional. Las capacidades destructivas de una avalancha, un tsunami o un terremoto pueden ser reencauzados hacia el plano cognitivo si se los condiciona adecuadamente, situación que obliga a reconsiderar la posición ética que históricamente tiende a considerarlos como fenómenos desprovistos de alma o vida. Propulsados por el capitalismo global, los sistemas técnico-cognitivos ganan autonomía y se hacen cada vez más omnipresentes. Aún cuando no pueda existir agencia técnica sin humanos que diseñen y construyan esos sistemas, las áreas en las que se desempeñan de manera autónoma son cada vez más numerosas y complejas, y abarcan desde los sistemas de monitoreo ambiental hasta los motores de búsqueda digital que orientan nuestra existencia cada vez más desmaterializada. Dentro de esa brecha, los ensamblajes han aprendido a ponerse en marcha y proceder por sí mismos, a veces prescindiendo de la intervención humana directa.
Interrogando las últimas expresiones de nuestra dignidad como especie, cabría preguntarse si la humanidad avanza, finalmente, hacia un horizonte de agencias sin sujeto. El 22 de junio de 2024, Philip Lane, economista jefe del Banco Central Europeo, advirtió el riesgo que la gira Eras de Taylor Swift representaba para los indicadores de inflación en el sector de servicios. El avance del fenómeno pop había empezado a comportarse como una avalancha semiótica compuesta de una cadena de shows a los que terminarían asistiendo casi 700 mil personas, y que fueron capaces de generar movimientos tectónicos en las placas económicas de la Unión Europea.
Para entonces los economistas de EEUU ya habían advertido que Eras había adquirido las capacidades de una fuerza económica imprevista y monstruosa, engendrando por sí sola la demencial cifra de cuatro mil 600 millones de dólares sólo en América del Norte y en concepto de gastos por boletos, merchandising y transporte. El año anterior, una gira de Beyoncé iniciada en Estocolmo había gatillado un aumento en los datos de inflación, tocados por el desplazamiento de los fanáticos que habían viajado desde todo el mundo para presenciar los shows. El nuevo panorama de ensamblajes escapa a la intuición filosófica y obliga a contemplar desde un nuevo paradigma las fuerzas emergentes que actúan sobre la realidad perceptible para modificarla. En ese escenario terroríficamente modificado, Taylor Swift y Beyoncé pueden resignificarse como fuerzas de una naturaleza agredida a la que sólo le queda recombinarse para sobrevivir en ese futuro oscuro que le estamos creando.
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