lunes, 24 de agosto de 2020

Líneas sobre ‘Ponette’

Una de las cosas que más detesto del cine es la forma en que trivializa la muerte. Morir, además de nacer, es el único evento realmente trascendental en la vida de todo ser humano. El cine entrena al cerebro para creer lo contrario. En la pantalla un personaje, con el que nos hemos encariñado, muere y el espectador sabe que realmente aquel individuo está vivito y coleando en su yate en Malibú. Es una obviedad incluso ofensiva. Sin embargo, hay seres de filme cuya muerte sí se compara con la de un ser de carne y hueso. Ausencias que dejan un hueco que ninguna otra película llenará. Pienso, qué coincidencia, en dos pianistas: el niño judío de Adiós a los niños (Louis Malle, 1987) y en la Anne de Michael Haneke (Amor, 2012).

Ponette (1996), de Jacques Doillon, empieza así: una niñita tiene el brazo enyesado, le han dejado un agujero para que su pulgar salga. Ella chupa ese dedo y posteriormente nos enteramos que en el accidente que le provocó la lesión murió su mamá. Llora, llora sola en medio de la galaxia. Durante más de hora y media veremos a esta adorable francesita en un mundo en el que su madre ya no existe. Nada más dicho esto y sin miedo a ser apologético: estamos frente a la película más triste de todos los tiempos.

Ponette está perdida. Por un lado están sus ideas infantiles acerca de la muerte, las ideas infantiles de los niños que la rodean acerca de a muerte y las ideas infantiles de los adultos que la rodean acerca de la muerte. El paraíso prometido y la babosada esa de que los muertos están con Dios. Todo esto confunde más a Ponette. Se aleja del mundo. O más bien quiere alejarse. Maltrata a sus adoradas muñecas. El duelo de su padre no aparece a cuadro pero implica dejar a Ponette completamente abandonada. La niña le ruega a una divinidad incongruente y que no acaba de entender que por favor le devuelva a su madre. Para acabarla de chingar, un día después del funeral sueña con ella.

“De día vivo aquí pero de noche estoy con mi madre. Me gusta más la noche”.

La cámara sigue a Ponette en su tragedia, con un intimismo de amigo imaginario. Llora Ponette y se desespera. Su dolor la exime de las travesuras, del hambre, del goce. Se vuelve un suplicio esta película. Cuando Victoire Thivisol interpretó a Ponette tenía cuatro años. Quien esto escribe asegura que la infancia es la más grande e imparable borrachera. Ponette está ebria de muerte, abandono e incomprensión. Los niños se patean en el recreo, las niñas hablan de los niños que les desagradan, los niños que aun no nacen pueden ser atrapados si cierras velozmente la palma de la mano, mamá está enterrada bajo tierra. Ay, dulce Ponette; tu problema no tiene solución. La vida es una fábrica de cadáveres.

¡Entonces acontece la flor de Coleridge! Esta vez en forma de suéter rojo. Hay películas de las que uno sale completamente empapado de sudor. Con Ponette los ojos se anegan de lágrimas.

Una de las cosas que más amo del cine es la forma en que triunfa sobre la muerte.

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