jueves, 27 de febrero de 2025

La economía como charlatanería

En días recientes el presidente argentino Javier Milei protagonizó un nuevo escándalo: 40 mil personas invirtieron en $LIBRA, una llamada meme coin que promovió el político libertario en la red social X. Seis horas después de su lanzamiento (el 14 de febrero de este año) la criptomoneda había perdido el 95% de su valor. Milei publicó un nuevo tuit deslindándose del proyecto, aunque ya era demasiado tarde para los perdedores. La explicación, más allá del lenguaje seudocientífico que usan los especialistas en monedas virtuales, es simple: se creó una suerte de “activo” para que la gente invirtiera en él con la promesa, por supuesto, de obtener ganancias en el corto plazo. El problema es que el respaldo de la moneda ficticia –la confianza– estaba concentrada en la figura de Milei y, como afirmó en su tuit original, en una supuesta bonanza de la economía argentina gracias a ese tipo de iniciativas financieras. Lo que ocurrió un poco más tarde fue más allá de la especulación propia del dinero digital. Después de alcanzar un pico de capitalización, los promotores de la criptomoneda –que tenían la mayor cantidad de fichas en el juego– intercambiaron sus activos por dinero de curso legal reventando la burbuja y trasquilando, como es lógico, a los miles que no transfirieron a tiempo sus fichas, pues pensaron que $LIBRA iba a crecer y no a derrumbarse en cuestión de horas. ¿Cómo es posible que los esperanzados inversores confiaran en una criptomoneda sin respaldo legal ni económico de nadie creada el mismo día de su lanzamiento?

Estafas con criptomonedas como la de Milei son cada vez más frecuentes en una sociedad global proclive a cualquier tipo de supercherías vendidas por supuestos especialistas. La economía, en particular, se ha convertido en una de las disciplinas en las que reina el pensamiento mágico y la falta de contacto con la realidad. Fraudes con dinero digital protagonizados por especialistas legitimados por instituciones académicas (Milei estudió economía en la Universidad de Belgrano) son una muestra del circo en el que se ha convertido un área que, tiempo atrás, se ocupaba de discusiones filosóficas y políticas importantes. La tecnocracia construida durante el siglo XX impulsó a los economistas como los nuevos guías, aquellos que marcarían el rumbo al progreso. De tal suerte, el evangelio economicista no sólo inundó al gobierno sino que moldeó la opinión pública. En el libro Pescar el salmón. Bulos, narrativas y poder en la prensa económica (Capitán Swing, 2023), Yago Álvarez Barba describe cómo la opinión de los especialistas en economía y finanzas pasó de un lugar periférico a central en los medios de comunicación.

La economía, al igual que muchos aspectos de la tecnología y del discurso que la promueve, difunde muchos dogmas. Un ejemplo: conceptos como el crecimiento económico se han establecido como paradigmas que pocos se atreven a cuestionar, al menos en los medios masivos de comunicación. El acto de fe indica que, entre más se crece, se resuelven problemas como la pobreza y la desigualdad social. La evidencia empírica indica que en el capitalismo las ganancias se quedan siempre arriba, pues las relaciones de poder no cambian por más aumentos que haya en el Producto Interno Bruto (PIB). Peor aún: el crecimiento económico sigue siendo el objetivo de los gobiernos a pesar de que prometan, una y otra vez, cumplir las metas para combatir la crisis climática. La realidad indica que la sociedad de consumo no puede ser “sustentable” mientras las corporaciones demanden más ganancias, es decir, más fabricación y venta de productos. A pesar de esto, los chamanes de la economía publican libros y dan conferencias promoviendo conceptos utópicos como la “sustentabilidad” o la “economía circular” que no han podido materializar sus promesas. La fantasía de un planeta con recursos infinitos o, peor aún, la esperanza de que la tecnología resolverá, como por arte de magia, todos nuestros problemas, obtiene consensos en lugar de un sano escepticismo.

Bernard Maris –economista asesinado en el atentado de 2015 contra Charlie Hebdo, medio del cual era colaborador– escribió un libelo muy interesante llamado Carta abierta a los gurús de la economía que nos toman por imbéciles. En el texto hace un recuento del vuelco de la economía al mundo de la abstracción y la utopía de los modelos que intentan replicar una realidad caótica. En ese mundo controlado por ecuaciones matemáticas los seres humanos somos homo economicus, es decir, piezas de un engranaje que responden sólo al máximo beneficio y que le dan vida al mercado con sus decisiones previstas en un sinfín de proyecciones. En este ecosistema artificial se debe llegar a un equilibro, aunque, como afirma Maris, ese equilibrio sería un punto muerto para la economía, pues no habría ningún incentivo en un sistema en el que las necesidades de los consumidores encajan perfectamente en la oferta del productor. En realidad, como muestra la experiencia, el mercado promueve la ley del más fuerte y la acumulación de poder en pocas manos. Estos fallos propios del capitalismo son su ADN, y constantemente conducen a crisis cada vez más graves. Mientras sucede esto, los economistas y la prensa que los promociona nos dicen que la solución está en desregular, privatizar servicios públicos, someter a la población a más terapias de austeridad, entre otras recetas. Blindados por sus doctorados y posdoctorados, los especialistas usan términos que remiten a la sabiduría científica. El público, boquiabierto ante la erudición de los chamanes económicos, apenas puede replicar ante la lluvia de porcentajes, estimaciones, neologismos y eufemismos. Si antes debíamos remar juntos para disfrutar las promesas de la globalización, ahora debemos hacer lo mismo para el llamado nearshoring que surgió, curiosamente, cuando la globalización falló. ¿Cómo dudar de los académicos educados en las mejores universidades del país y del mundo?

Hay un punto importante en el libelo de Bernard Maris: la responsabilidad de quienes han conducido, a partir de sus fantasías y avaricia, la economía mundial. Javier Milei estafó a 40 mil ingenuos creyentes de las criptomonedas. Sin embargo, hay estafas y crímenes aún peores. Göran Therborn, sociólogo de la Universidad de Cambridge, describe en su libro Los campos de exterminio de la desigualdad (2013) las consecuencias del ingreso de la Unión Soviética al capitalismo de libre mercado después de la Guerra Fría. En 1995, por ejemplo, los procesos de liberalización económica guiados por las recetas de los economistas occidentales generaron 2.6 millones de muertes adicionales solamente en Rusia y Ucrania. No hubo, por supuesto, un juicio para aquellos que implementaron –con la complicidad de las élites locales– políticas de shock que acabaron con la calidad de vida de muchísimas personas. Tampoco hubo un cambio de paradigma, pues la corriente ideológica representada por los economistas defensores del statu quo no hizo más que acelerarse. Años después otro chamán económico, William Nordhaus, ganó el premio Nobel de Economía en 2018 por su propuesta de “modelización climática” que integra el cambio climático y el PIB. Según él, con un aumento de la temperatura de entre 2.7 y 3.5 grados Celsius, la economía global alcanza una adaptación “óptima”. Sus ideas han sido la guía para el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos, gestores de riesgos globales, la industria de servicios financieros y universidades de todo el mundo. No, no es broma.

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La economía como charlatanería

En días recientes el presidente argentino Javier Milei protagonizó un nuevo escándalo: 40 mil personas invirtieron en $LIBRA, una llamada meme coin que promovió el político libertario en la red social X. Seis horas después de su lanzamiento (el 14 de febrero de este año) la criptomoneda había perdido el 95% de su valor. Milei publicó un nuevo tuit deslindándose del proyecto, aunque ya era demasiado tarde para los perdedores. La explicación, más allá del lenguaje seudocientífico que usan los especialistas en monedas virtuales, es simple: se creó una suerte de “activo” para que la gente invirtiera en él con la promesa, por supuesto, de obtener ganancias en el corto plazo. El problema es que el respaldo de la moneda ficticia –la confianza– estaba concentrada en la figura de Milei y, como afirmó en su tuit original, en una supuesta bonanza de la economía argentina gracias a ese tipo de iniciativas financieras. Lo que ocurrió un poco más tarde fue más allá de la especulación propia del dinero digital. Después de alcanzar un pico de capitalización, los promotores de la criptomoneda –que tenían la mayor cantidad de fichas en el juego– intercambiaron sus activos por dinero de curso legal reventando la burbuja y trasquilando, como es lógico, a los miles que no transfirieron a tiempo sus fichas, pues pensaron que $LIBRA iba a crecer y no a derrumbarse en cuestión de horas. ¿Cómo es posible que los esperanzados inversores confiaran en una criptomoneda sin respaldo legal ni económico de nadie creada el mismo día de su lanzamiento?

Estafas con criptomonedas como la de Milei son cada vez más frecuentes en una sociedad global proclive a cualquier tipo de supercherías vendidas por supuestos especialistas. La economía, en particular, se ha convertido en una de las disciplinas en las que reina el pensamiento mágico y la falta de contacto con la realidad. Fraudes con dinero digital protagonizados por especialistas legitimados por instituciones académicas (Milei estudió economía en la Universidad de Belgrano) son una muestra del circo en el que se ha convertido un área que, tiempo atrás, se ocupaba de discusiones filosóficas y políticas importantes. La tecnocracia construida durante el siglo XX impulsó a los economistas como los nuevos guías, aquellos que marcarían el rumbo al progreso. De tal suerte, el evangelio economicista no sólo inundó al gobierno sino que moldeó la opinión pública. En el libro Pescar el salmón. Bulos, narrativas y poder en la prensa económica (Capitán Swing, 2023), Yago Álvarez Barba describe cómo la opinión de los especialistas en economía y finanzas pasó de un lugar periférico a central en los medios de comunicación.

La economía, al igual que muchos aspectos de la tecnología y del discurso que la promueve, difunde muchos dogmas. Un ejemplo: conceptos como el crecimiento económico se han establecido como paradigmas que pocos se atreven a cuestionar, al menos en los medios masivos de comunicación. El acto de fe indica que, entre más se crece, se resuelven problemas como la pobreza y la desigualdad social. La evidencia empírica indica que en el capitalismo las ganancias se quedan siempre arriba, pues las relaciones de poder no cambian por más aumentos que haya en el Producto Interno Bruto (PIB). Peor aún: el crecimiento económico sigue siendo el objetivo de los gobiernos a pesar de que prometan, una y otra vez, cumplir las metas para combatir la crisis climática. La realidad indica que la sociedad de consumo no puede ser “sustentable” mientras las corporaciones demanden más ganancias, es decir, más fabricación y venta de productos. A pesar de esto, los chamanes de la economía publican libros y dan conferencias promoviendo conceptos utópicos como la “sustentabilidad” o la “economía circular” que no han podido materializar sus promesas. La fantasía de un planeta con recursos infinitos o, peor aún, la esperanza de que la tecnología resolverá, como por arte de magia, todos nuestros problemas, obtiene consensos en lugar de un sano escepticismo.

Bernard Maris –economista asesinado en el atentado de 2015 contra Charlie Hebdo, medio del cual era colaborador– escribió un libelo muy interesante llamado Carta abierta a los gurús de la economía que nos toman por imbéciles. En el texto hace un recuento del vuelco de la economía al mundo de la abstracción y la utopía de los modelos que intentan replicar una realidad caótica. En ese mundo controlado por ecuaciones matemáticas los seres humanos somos homo economicus, es decir, piezas de un engranaje que responden sólo al máximo beneficio y que le dan vida al mercado con sus decisiones previstas en un sinfín de proyecciones. En este ecosistema artificial se debe llegar a un equilibro, aunque, como afirma Maris, ese equilibrio sería un punto muerto para la economía, pues no habría ningún incentivo en un sistema en el que las necesidades de los consumidores encajan perfectamente en la oferta del productor. En realidad, como muestra la experiencia, el mercado promueve la ley del más fuerte y la acumulación de poder en pocas manos. Estos fallos propios del capitalismo son su ADN, y constantemente conducen a crisis cada vez más graves. Mientras sucede esto, los economistas y la prensa que los promociona nos dicen que la solución está en desregular, privatizar servicios públicos, someter a la población a más terapias de austeridad, entre otras recetas. Blindados por sus doctorados y posdoctorados, los especialistas usan términos que remiten a la sabiduría científica. El público, boquiabierto ante la erudición de los chamanes económicos, apenas puede replicar ante la lluvia de porcentajes, estimaciones, neologismos y eufemismos. Si antes debíamos remar juntos para disfrutar las promesas de la globalización, ahora debemos hacer lo mismo para el llamado nearshoring que surgió, curiosamente, cuando la globalización falló. ¿Cómo dudar de los académicos educados en las mejores universidades del país y del mundo?

Hay un punto importante en el libelo de Bernard Maris: la responsabilidad de quienes han conducido, a partir de sus fantasías y avaricia, la economía mundial. Javier Milei estafó a 40 mil ingenuos creyentes de las criptomonedas. Sin embargo, hay estafas y crímenes aún peores. Göran Therborn, sociólogo de la Universidad de Cambridge, describe en su libro Los campos de exterminio de la desigualdad (2013) las consecuencias del ingreso de la Unión Soviética al capitalismo de libre mercado después de la Guerra Fría. En 1995, por ejemplo, los procesos de liberalización económica guiados por las recetas de los economistas occidentales generaron 2.6 millones de muertes adicionales solamente en Rusia y Ucrania. No hubo, por supuesto, un juicio para aquellos que implementaron –con la complicidad de las élites locales– políticas de shock que acabaron con la calidad de vida de muchísimas personas. Tampoco hubo un cambio de paradigma, pues la corriente ideológica representada por los economistas defensores del statu quo no hizo más que acelerarse. Años después otro chamán económico, William Nordhaus, ganó el premio Nobel de Economía en 2018 por su propuesta de “modelización climática” que integra el cambio climático y el PIB. Según él, con un aumento de la temperatura de entre 2.7 y 3.5 grados Celsius, la economía global alcanza una adaptación “óptima”. Sus ideas han sido la guía para el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos, gestores de riesgos globales, la industria de servicios financieros y universidades de todo el mundo. No, no es broma.

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miércoles, 26 de febrero de 2025

Novela y poema, vista y ceguera

Lo dice en un verso: “leer una novela es como subirse a un avión”. Desde la ventanilla, en un vuelo a media altura, escribe Mario Montalbetti, puede verse el paisaje: vacas, montañas, ríos, caminos. Un acto entretenido, en suma. “Leer un poema es otra cosa”, dice más adelante en Notas para un seminario sobre Foucault (2018). En este caso subimos a un submarino, “y todo lo que vemos son las entrañas del submarino mismo”. Sumergido, el poema es ciego. Sale al lenguaje, no a la luz. A diferencia de la novela, que mira por la ventana. “Ya sé, citarán contraejemplos a lo que digo / pero Es inútil”. Llevo algún tiempo dándole vueltas al tema.

Leer a Montalbetti, incluso como practicante –en mi caso– de lo que insistentemente desdeña, es decir el relato, es asistir a escenas de pensamiento. Uno se pregunta por qué niega a la novela –en ese término engloba, me parece, cualquier prosa narrativa– la posibilidad de mirar el lenguaje, sus entrañas, para reducirla a entretenimiento. Para el peruano ésta “se ha convertido en un arte visual”. ¿No siempre lo fue, entonces? ¿Cuándo comenzó a ver la novela? Para entender qué quiere decir con esto hay que revisar uno de sus ensayos seminales, “La nuestra es una época visual” (2010) –incluido en Cualquier hombre es una isla. Habla el lingüista, aquí: “los significados como criaturas visuales nunca producen pensamiento. Al contrario, señalan la muerte del pensamiento. Pensamiento existe solamente en la lectura, es decir en el trabajo de la distancia entre significante y significado”. ¿Cuál es el problema de que nuestra época –que en términos literarios tiene a la novela en el centro– sea, según él, visual? “El peligro es que estas épocas suelen ir acompañadas de movimientos fascistas en política y de propaganda en el arte. En verdad, necesitamos ambos ámbitos, el visual y el verbal, y un delicado balance entre ellos”. En los tres lustros que han pasado desde que escribió esas líneas, la realidad ha dado la razón a Montalbetti.

Dediqué un libro de ensayos a la prosa narrativa, con algunos de estos problemas en mente, pero durante su escritura no reparé en la distinción montalbettiana entre poema y novela. Sí, en cambio, en una idea más amplia contenida en el ensayo antes citado: la capacidad de la literatura –incluyendo la novela– para sostener el diferido entre significante y significado, para impedir la identificación servil entre las palabras y las cosas. “Si todo ya está decidido de antemano”, plantea el poeta-lingüista, “si toda distancia entre significante y significado se reduce a cero, no hay forma ni necesidad de articular pensamiento”. Sin pensamiento, puede afirmarse sin miedo a la exageración, sobreviene el fascismo. Miremos al norte, miremos al sur. Pero aquí hablamos de otra cosa, de si un relato, siguiendo el hilo argumental de Montalbetti, es incapaz de pensar al estar concentrado en ver. Creo que aquí (aunque “sea inútil”) hace falta distinguir entre las narraciones que cumplen con la caracterización del poeta –ese realismo decimonónico que sobrevive lo mismo en los best-sellers que en la novela “literaria” puesta en papel por los conglomerados editoriales– y las que operan de un modo no tan distinto al llamado “poema”, es decir, las que piensan y no sólo ven por la ventana, sino que nos hacen ver la lengua.

El año pasado Gris Tormenta publicó una excelente selección de ensayos de Mario Montalbetti, El lenguaje del poema. Ahí, en “Sentido y ceguera del poema” (2017), abunda sobre la querella entre novela (“el compañerismo entre decir y ver”) y poema (que “navega a ciegas” como un submarino en la noche). Y se incluye, como en Cualquier hombre es una isla, “En defensa del poema como aberración significante” (2009), un texto notable que, a partir de lo que los novelistas dicen y hacen (en Perú, aunque no es distinto en México), coincide en que la novela es “el sedimento ético de una época”. Uno puede agregar: de ahí que no interese en lo más mínimo, al ocuparse de contar cosas y exponer temas. El poema, en cambio, desestabiliza la lengua y, sobre todo, piensa. Aquí es necesario saltar al esquema que Montalbetti, siguiendo a Alain Badiou, presenta en El pensamiento del poema (2019). Ahí delinea claramente dónde se sitúan los límites del lenguaje: en un extremo el poema, en el otro el matema (y en medio el “cuerpo del lenguaje”, que incluye la cháchara, la comunicación). Hacia el poema, antes del límite, la prosa; hacia el matema, previo al otro límite, las ciencias naturales. Esto permite especular que para Montalbetti el verso persigue la frontera de lo decible, mientras que la prosa (narrativa o no) flota plácidamente en las aguas de lo referencial (existen Finnegans Wake y Cómo es, pero ya vimos que los ejemplos son inútiles).

En El pensamiento del poema se desliza, finalmente, que el poema no significa. En ese sentido, las reservas de Montalbetti con la prosa narrativa es que, bueno, significa. La pieza teatral Qué dónde (1983), de Samuel Beckett, termina así: “El tiempo pasa. / Eso es todo. / Signifique quien pueda. / Apago”. La literatura que importa, me parece, cumple, sin importar si está escrita en verso o en prosa, con ese “signifique quien pueda”. Es una especie de suspensión, un dejar abierto el signo, oscilando entre la vista y la ceguera, entre el paisaje que asoma por la ventanilla y el cuarto oscuro del lenguaje. En ese ensayo Montalbetti ya no desdeña la novela como mero entretenimiento, si no que encuentra algunos casos en los que opera como puesta en práctica de la poesía. (“Cuatro textos centrales de la prosa castellana”: El Quijote, Cien años de soledad, “El Aleph”, Pedro Páramo. Difiero en uno de los casos.) Tras repasar la métrica en los inicios emblemáticos de esos relatos y mostrar cómo tienden a 8 y 11 sílabas, se lee lo siguiente: “Eso que llamamos ‘el espíritu de la lengua’ no es sino la expresión del borde del lenguaje, delimitado y definido por la escansión del poema, que es luego aplicado a la prosa”. La poesía vendría a ser el lugar donde se produce una especie de materia prima del idioma, a la que se da uso en labores como, por ejemplo, la escritura de ficciones. Creo, sin embargo, que hay bastantes casos de novelas que hacen borde, y que, como algunos poemas, pueden entenderse como una “reducción formal del lenguaje”, según el término que propone el propio Montalbetti.

Por lo demás, el planteamiento del poeta y lingüista peruano es válido en lo general. El poema se mantiene en el borde del lenguaje porque, entre otras cosas, en ese borde no hay mercado. La novela, en cambio, es desde hace tiempo un producto mercantil, que ocasionalmente se parece al arte. ¿Será por eso que, cuando leemos a un prosista de veras potente usamos adjetivos como poético? ¿Será que los grandes textos narrativos son aquellos tentados constantemente por el borde de lo indecible, por el afuera del lenguaje, por el ritmo y la escansión más propios del verso? Signifique quien pueda.

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Novela y poema, vista y ceguera

Lo dice en un verso: “leer una novela es como subirse a un avión”. Desde la ventanilla, en un vuelo a media altura, escribe Mario Montalbetti, puede verse el paisaje: vacas, montañas, ríos, caminos. Un acto entretenido, en suma. “Leer un poema es otra cosa”, dice más adelante en Notas para un seminario sobre Foucault (2018). En este caso subimos a un submarino, “y todo lo que vemos son las entrañas del submarino mismo”. Sumergido, el poema es ciego. Sale al lenguaje, no a la luz. A diferencia de la novela, que mira por la ventana. “Ya sé, citarán contraejemplos a lo que digo / pero Es inútil”. Llevo algún tiempo dándole vueltas al tema.

Leer a Montalbetti, incluso como practicante –en mi caso– de lo que insistentemente desdeña, es decir el relato, es asistir a escenas de pensamiento. Uno se pregunta por qué niega a la novela –en ese término engloba, me parece, cualquier prosa narrativa– la posibilidad de mirar el lenguaje, sus entrañas, para reducirla a entretenimiento. Para el peruano ésta “se ha convertido en un arte visual”. ¿No siempre lo fue, entonces? ¿Cuándo comenzó a ver la novela? Para entender qué quiere decir con esto hay que revisar uno de sus ensayos seminales, “La nuestra es una época visual” (2010) –incluido en Cualquier hombre es una isla. Habla el lingüista, aquí: “los significados como criaturas visuales nunca producen pensamiento. Al contrario, señalan la muerte del pensamiento. Pensamiento existe solamente en la lectura, es decir en el trabajo de la distancia entre significante y significado”. ¿Cuál es el problema de que nuestra época –que en términos literarios tiene a la novela en el centro– sea, según él, visual? “El peligro es que estas épocas suelen ir acompañadas de movimientos fascistas en política y de propaganda en el arte. En verdad, necesitamos ambos ámbitos, el visual y el verbal, y un delicado balance entre ellos”. En los tres lustros que han pasado desde que escribió esas líneas, la realidad ha dado la razón a Montalbetti.

Dediqué un libro de ensayos a la prosa narrativa, con algunos de estos problemas en mente, pero durante su escritura no reparé en la distinción montalbettiana entre poema y novela. Sí, en cambio, en una idea más amplia contenida en el ensayo antes citado: la capacidad de la literatura –incluyendo la novela– para sostener el diferido entre significante y significado, para impedir la identificación servil entre las palabras y las cosas. “Si todo ya está decidido de antemano”, plantea el poeta-lingüista, “si toda distancia entre significante y significado se reduce a cero, no hay forma ni necesidad de articular pensamiento”. Sin pensamiento, puede afirmarse sin miedo a la exageración, sobreviene el fascismo. Miremos al norte, miremos al sur. Pero aquí hablamos de otra cosa, de si un relato, siguiendo el hilo argumental de Montalbetti, es incapaz de pensar al estar concentrado en ver. Creo que aquí (aunque “sea inútil”) hace falta distinguir entre las narraciones que cumplen con la caracterización del poeta –ese realismo decimonónico que sobrevive lo mismo en los best-sellers que en la novela “literaria” puesta en papel por los conglomerados editoriales– y las que operan de un modo no tan distinto al llamado “poema”, es decir, las que piensan y no sólo ven por la ventana, sino que nos hacen ver la lengua.

El año pasado Gris Tormenta publicó una excelente selección de ensayos de Mario Montalbetti, El lenguaje del poema. Ahí, en “Sentido y ceguera del poema” (2017), abunda sobre la querella entre novela (“el compañerismo entre decir y ver”) y poema (que “navega a ciegas” como un submarino en la noche). Y se incluye, como en Cualquier hombre es una isla, “En defensa del poema como aberración significante” (2009), un texto notable que, a partir de lo que los novelistas dicen y hacen (en Perú, aunque no es distinto en México), coincide en que la novela es “el sedimento ético de una época”. Uno puede agregar: de ahí que no interese en lo más mínimo, al ocuparse de contar cosas y exponer temas. El poema, en cambio, desestabiliza la lengua y, sobre todo, piensa. Aquí es necesario saltar al esquema que Montalbetti, siguiendo a Alain Badiou, presenta en El pensamiento del poema (2019). Ahí delinea claramente dónde se sitúan los límites del lenguaje: en un extremo el poema, en el otro el matema (y en medio el “cuerpo del lenguaje”, que incluye la cháchara, la comunicación). Hacia el poema, antes del límite, la prosa; hacia el matema, previo al otro límite, las ciencias naturales. Esto permite especular que para Montalbetti el verso persigue la frontera de lo decible, mientras que la prosa (narrativa o no) flota plácidamente en las aguas de lo referencial (existen Finnegans Wake y Cómo es, pero ya vimos que los ejemplos son inútiles).

En El pensamiento del poema se desliza, finalmente, que el poema no significa. En ese sentido, las reservas de Montalbetti con la prosa narrativa es que, bueno, significa. La pieza teatral Qué dónde (1983), de Samuel Beckett, termina así: “El tiempo pasa. / Eso es todo. / Signifique quien pueda. / Apago”. La literatura que importa, me parece, cumple, sin importar si está escrita en verso o en prosa, con ese “signifique quien pueda”. Es una especie de suspensión, un dejar abierto el signo, oscilando entre la vista y la ceguera, entre el paisaje que asoma por la ventanilla y el cuarto oscuro del lenguaje. En ese ensayo Montalbetti ya no desdeña la novela como mero entretenimiento, si no que encuentra algunos casos en los que opera como puesta en práctica de la poesía. (“Cuatro textos centrales de la prosa castellana”: El Quijote, Cien años de soledad, “El Aleph”, Pedro Páramo. Difiero en uno de los casos.) Tras repasar la métrica en los inicios emblemáticos de esos relatos y mostrar cómo tienden a 8 y 11 sílabas, se lee lo siguiente: “Eso que llamamos ‘el espíritu de la lengua’ no es sino la expresión del borde del lenguaje, delimitado y definido por la escansión del poema, que es luego aplicado a la prosa”. La poesía vendría a ser el lugar donde se produce una especie de materia prima del idioma, a la que se da uso en labores como, por ejemplo, la escritura de ficciones. Creo, sin embargo, que hay bastantes casos de novelas que hacen borde, y que, como algunos poemas, pueden entenderse como una “reducción formal del lenguaje”, según el término que propone el propio Montalbetti.

Por lo demás, el planteamiento del poeta y lingüista peruano es válido en lo general. El poema se mantiene en el borde del lenguaje porque, entre otras cosas, en ese borde no hay mercado. La novela, en cambio, es desde hace tiempo un producto mercantil, que ocasionalmente se parece al arte. ¿Será por eso que, cuando leemos a un prosista de veras potente usamos adjetivos como poético? ¿Será que los grandes textos narrativos son aquellos tentados constantemente por el borde de lo indecible, por el afuera del lenguaje, por el ritmo y la escansión más propios del verso? Signifique quien pueda.

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El cine documental como problema

En el principio –el génesis– no estuvo el caos sino la búsqueda disciplinada de rigor para absorber, con la cámara, la realidad tal cual se presentaba a los ojos. Si elegimos creerle al mito, las primeras invenciones que anticiparon la imagen en movimiento tuvieron objetivos puros de observación científica: Muybridge y su caballo al galope (1878), el gato cayendo de Marey (1894), los obreros saliendo de la fábrica o las vistas –supuestamente espontáneas, captadas al vuelo– de Le Prince. En el primer cine, nos cuenta el Evangelio, la cámara se instalaba invisible y la vida sucedía frente a ella, sin intervención, puesta en escena ni montaje. La vida era y el espectador pionero del cinematógrafo francés asistía a su reproducción transparente.

El cine, pues, nació documental, así fuera en intenciones. La ficción brotó de ahí como una necesidad comercial que al poco tiempo erigió el edificio completo de la industria, llevando al cine testimonial, de no ficción, a las periferias de lo etnográfico o el registro visual de colonialismos diversos: Medio Oriente, África, el Amazonas, los inuit de Flaherty en Nanuk el esquimal (1922), los tahitianos de Murnau en Tabú (1931). Para entonces el autor ya estaba en el centro: la película pertenecía a Flaherty o a Murnau, no a las culturas retratadas.

En las trece décadas de cine e imágenes en movimiento el documental ha persistido y resistido con base en esa tensión: el escudo de la objetividad testimonial, de servir a los ojos una verdad sin filtro y la innegable –a ratos explícita, a ratos camuflada– mano creadora del o la cineasta como autor de las imágenes. Dijo Godard que nada se parece más a la acción de una cámara de cine que apuntar un rifle –en inglés se amplía el juego del lenguaje: to shoot. Una cuestión central del documental es que se nos invita a ubicarnos del lado del fusil, del que controla el mecanismo o que dispara. Si el documental persiste no solo como registro audiovisual sino como forma creativa en expansión y reinvención constantes es por esa doble naturaleza: ser vitrina para observar lo real y, a la par, arcilla para modelarla a voluntad. El documental es tanto actividad profesional como adjetivo y forma artística; sus mejores ejemplos, de Frederick Wiseman o los hermanos Maysles a Tatiana Huezo y Dziga Vértov dan fe de ello. En la coyuntura presente tres largometrajes del género nominados al premio Oscar expanden este debate hacia el futuro.

Documental

Fotograma de No Other Land (2024), de Basel Adra, Hamdan Ballal, Yuval Abraham y Rachel Szor

No Other Land (2024), documento a cuatro miradas dirigido por los palestinos Basel Adra y Hamdan Ballal y los israelíes Yuval Abraham y Rachel Szor –fotografiado, escrito y editado por los mismos, en coproducción con dos socios noruegos–, ganadora de más de sesenta premios que comienzan con dos en el 74º Festival de Berlín y llegan a su actual postulación al Oscar, se inscribe en la larga, intermitente y accidentada historia del cine palestino como uno de sus testimonios más relevantes, sintomáticos y –el tiempo dirá– perdurables. Filmada o grabada en diferentes soportes, casi todos digitales, a lo largo de varios años, el montaje que hoy se nos presenta como película acabada es un ejercicio de montaje que narra el progresivo desmantelamiento de comunidades palestinas en Masafer Yatta, en el sur de Cisjordania ocupado desde 1967 y a escasos kilómetros de Jerusalén. Una región fronteriza, lo que implica una tensión perpetua y ya generacional derivada de los reiterados intentos del ejército israelí por extender sus fronteras hacia esa zona como campo de entrenamiento para tanques.

No Other Land pertenece a una potente tradición de cine documental en la cual los eventos aparentan desarrollarse frente al espectador no en un arco narrativo previsible sino en un flujo de accidentes imprevisibles, como vida que se saliera de cauce, ajena a la voluntad de sus realizadores. Esto es, por supuesto, un artificio hábil de montaje y ritmo, pero funciona perfectamente para los fines buscados: contagiar a la audiencia la sensación de incertidumbre y fragilidad perpetua en las vidas palestinas en los territorios ocupados de Cisjordania. El hilo conductor es la tensa amistad entre Basel y Yuval, codirectores y protagonistas, uno palestino y otro israelí, que dedican meses a registrar la diáspora, los asesinatos y la destrucción de Masafer Yatta, asentamiento que se remonta a tiempos bíblicos. Aunque las condiciones de rodaje son inevitablemente crudas y accidentadas, uno de los varios méritos de la película es engarzar las grabaciones clandestinas con pasajes íntimos entre ambos periodistas, plenos de sutileza, detalle, silencio y conversaciones francas en los que aflora la tensión subyacente a su origen étnico. 

documental

Fotograma de Black Box Diaries (2024), de Shiori Itō

La cinta, distribuida en México por Artegios y actualmente sin distribuidor en Estados Unidos –no obstante su inclusión en la terna oscaril–, comparte con Black Box Diaries (2024), de la japonesa Shiori Itō, la urgencia militante del periodismo y el dinamismo de la crónica en primera persona. La cineasta, periodista de profesión, utiliza la cámara en un sentido similar al sugerido por Godard y puesto en práctica por los cineastas de No Other Land: como un dispositivo doble que puede usarse para apuntar hacia una misma, con fines confesionales, o hacia los demás, como mecanismo de defensa. Diez años atrás, Itō fue víctima de un ataque sexual a manos de un periodista cercano al entonces ministro Shinzō Abe. Su abismo personal y lucha pública en la década posterior derivaron en la publicación de Black Box (2017), libro fundamental para detonar el movimiento #MeToo en Japón. Black Box Diaries, estrenado en Sundance y receptor hasta ahora de unos veinte premios internacionales, funciona como un notable ejercicio de desdoblamiento periodístico: una periodista que investiga su propio asalto sexual y, en los años posteriores, una litigante que intenta –frente a cámara– discernir su búsqueda personal de justicia penal de su repentina condición de figura pública en una nación no precisamente popular por sus tradiciones feministas.

Tanto No Other Land como Black Box Diaries reavivan el estimulante linaje de cine testimonial en primera persona que no teme hablar desde la individualidad ni lo privado. Ambos comparten un nacimiento a partir de la necesidad, del impulso de la denuncia, pero ante todo valen como diarios personales que, al registrar con la cámara los diminutos sismos de lo cotidiano y lo íntimo, sugieren temblores sociales mucho mayores. Del otro lado, en contrapunto –para tomar prestada una idea jazzista, Soundtrack para un golpe de Estado (2024), del belga Johan Grimonprez, estrenado en México durante el Festival Ambulante, proviene de una tradición distinta y distante de cine documental construido por completo a partir de imágenes de archivo, pietaje noticioso, fragmentos de discurso, grabaciones caseras e imágenes fijas para pintar el mural panorámico (de casi tres horas de duración, lo cual permite la hipérbole) del período de descolonización del África negra durante la Guerra Fría y el rol de las agencias de inteligencia occidentales pero, ante todo, de otros actores menos visibles en el drama geopolítico: los jazzistas de la era dorada del cool y el bebop como Dizzy Gillespie, Max Roach, Nina Simone o Louis Armstrong.

documental

Fotograma de Soundtrack para un golpe de Estado (2024), de Johan Grimonprez

En el largometraje de Grimonprez, que dialoga inevitablemente con el otro gran trabajo sobre africanismo en este año, Dahomey de Mati Diop, hay una implicación autoral de otra índole: ahí donde Shiori Itō, Basel y Yuval se exponen frente a cámara, Grimonprez escombra los fragmentos del pasado africano y en particular del Congo, sin olvidar que este funcionó antes como brutal colonia de Bélgica, país del realizador, reordenando materiales de varias procedencias en un frenético relato coral, musical y abiertamente militante. En los tres casos, incluso sumando el extraordinario trabajo de Mati Diop soslayado por los Oscar, se trata de diálogos vigentes y conscientes con las raíces mismas del cine documental que cuestionan saludablemente la función de la mirada, de la autoría de las imágenes y su relación con la realidad, sujeta esta última a un perpetuo debate: las imágenes documentales ¿son vitrina, espejo o vidrio deformante para observar lo que está del otro lado?

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El cine documental como problema

En el principio –el génesis– no estuvo el caos sino la búsqueda disciplinada de rigor para absorber, con la cámara, la realidad tal cual se presentaba a los ojos. Si elegimos creerle al mito, las primeras invenciones que anticiparon la imagen en movimiento tuvieron objetivos puros de observación científica: Muybridge y su caballo al galope (1878), el gato cayendo de Marey (1894), los obreros saliendo de la fábrica o las vistas –supuestamente espontáneas, captadas al vuelo– de Le Prince. En el primer cine, nos cuenta el Evangelio, la cámara se instalaba invisible y la vida sucedía frente a ella, sin intervención, puesta en escena ni montaje. La vida era y el espectador pionero del cinematógrafo francés asistía a su reproducción transparente.

El cine, pues, nació documental, así fuera en intenciones. La ficción brotó de ahí como una necesidad comercial que al poco tiempo erigió el edificio completo de la industria, llevando al cine testimonial, de no ficción, a las periferias de lo etnográfico o el registro visual de colonialismos diversos: Medio Oriente, África, el Amazonas, los inuit de Flaherty en Nanuk el esquimal (1922), los tahitianos de Murnau en Tabú (1931). Para entonces el autor ya estaba en el centro: la película pertenecía a Flaherty o a Murnau, no a las culturas retratadas.

En las trece décadas de cine e imágenes en movimiento el documental ha persistido y resistido con base en esa tensión: el escudo de la objetividad testimonial, de servir a los ojos una verdad sin filtro y la innegable –a ratos explícita, a ratos camuflada– mano creadora del o la cineasta como autor de las imágenes. Dijo Godard que nada se parece más a la acción de una cámara de cine que apuntar un rifle –en inglés se amplía el juego del lenguaje: to shoot. Una cuestión central del documental es que se nos invita a ubicarnos del lado del fusil, del que controla el mecanismo o que dispara. Si el documental persiste no solo como registro audiovisual sino como forma creativa en expansión y reinvención constantes es por esa doble naturaleza: ser vitrina para observar lo real y, a la par, arcilla para modelarla a voluntad. El documental es tanto actividad profesional como adjetivo y forma artística; sus mejores ejemplos, de Frederick Wiseman o los hermanos Maysles a Tatiana Huezo y Dziga Vértov dan fe de ello. En la coyuntura presente tres largometrajes del género nominados al premio Oscar expanden este debate hacia el futuro.

Documental

Fotograma de No Other Land (2024), de Basel Adra, Hamdan Ballal, Yuval Abraham y Rachel Szor

No Other Land (2024), documento a cuatro miradas dirigido por los palestinos Basel Adra y Hamdan Ballal y los israelíes Yuval Abraham y Rachel Szor –fotografiado, escrito y editado por los mismos, en coproducción con dos socios noruegos–, ganadora de más de sesenta premios que comienzan con dos en el 74º Festival de Berlín y llegan a su actual postulación al Oscar, se inscribe en la larga, intermitente y accidentada historia del cine palestino como uno de sus testimonios más relevantes, sintomáticos y –el tiempo dirá– perdurables. Filmada o grabada en diferentes soportes, casi todos digitales, a lo largo de varios años, el montaje que hoy se nos presenta como película acabada es un ejercicio de montaje que narra el progresivo desmantelamiento de comunidades palestinas en Masafer Yatta, en el sur de Cisjordania ocupado desde 1967 y a escasos kilómetros de Jerusalén. Una región fronteriza, lo que implica una tensión perpetua y ya generacional derivada de los reiterados intentos del ejército israelí por extender sus fronteras hacia esa zona como campo de entrenamiento para tanques.

No Other Land pertenece a una potente tradición de cine documental en la cual los eventos aparentan desarrollarse frente al espectador no en un arco narrativo previsible sino en un flujo de accidentes imprevisibles, como vida que se saliera de cauce, ajena a la voluntad de sus realizadores. Esto es, por supuesto, un artificio hábil de montaje y ritmo, pero funciona perfectamente para los fines buscados: contagiar a la audiencia la sensación de incertidumbre y fragilidad perpetua en las vidas palestinas en los territorios ocupados de Cisjordania. El hilo conductor es la tensa amistad entre Basel y Yuval, codirectores y protagonistas, uno palestino y otro israelí, que dedican meses a registrar la diáspora, los asesinatos y la destrucción de Masafer Yatta, asentamiento que se remonta a tiempos bíblicos. Aunque las condiciones de rodaje son inevitablemente crudas y accidentadas, uno de los varios méritos de la película es engarzar las grabaciones clandestinas con pasajes íntimos entre ambos periodistas, plenos de sutileza, detalle, silencio y conversaciones francas en los que aflora la tensión subyacente a su origen étnico. 

documental

Fotograma de Black Box Diaries (2024), de Shiori Itō

La cinta, distribuida en México por Artegios y actualmente sin distribuidor en Estados Unidos –no obstante su inclusión en la terna oscaril–, comparte con Black Box Diaries (2024), de la japonesa Shiori Itō, la urgencia militante del periodismo y el dinamismo de la crónica en primera persona. La cineasta, periodista de profesión, utiliza la cámara en un sentido similar al sugerido por Godard y puesto en práctica por los cineastas de No Other Land: como un dispositivo doble que puede usarse para apuntar hacia una misma, con fines confesionales, o hacia los demás, como mecanismo de defensa. Diez años atrás, Itō fue víctima de un ataque sexual a manos de un periodista cercano al entonces ministro Shinzō Abe. Su abismo personal y lucha pública en la década posterior derivaron en la publicación de Black Box (2017), libro fundamental para detonar el movimiento #MeToo en Japón. Black Box Diaries, estrenado en Sundance y receptor hasta ahora de unos veinte premios internacionales, funciona como un notable ejercicio de desdoblamiento periodístico: una periodista que investiga su propio asalto sexual y, en los años posteriores, una litigante que intenta –frente a cámara– discernir su búsqueda personal de justicia penal de su repentina condición de figura pública en una nación no precisamente popular por sus tradiciones feministas.

Tanto No Other Land como Black Box Diaries reavivan el estimulante linaje de cine testimonial en primera persona que no teme hablar desde la individualidad ni lo privado. Ambos comparten un nacimiento a partir de la necesidad, del impulso de la denuncia, pero ante todo valen como diarios personales que, al registrar con la cámara los diminutos sismos de lo cotidiano y lo íntimo, sugieren temblores sociales mucho mayores. Del otro lado, en contrapunto –para tomar prestada una idea jazzista, Soundtrack para un golpe de Estado (2024), del belga Johan Grimonprez, estrenado en México durante el Festival Ambulante, proviene de una tradición distinta y distante de cine documental construido por completo a partir de imágenes de archivo, pietaje noticioso, fragmentos de discurso, grabaciones caseras e imágenes fijas para pintar el mural panorámico (de casi tres horas de duración, lo cual permite la hipérbole) del período de descolonización del África negra durante la Guerra Fría y el rol de las agencias de inteligencia occidentales pero, ante todo, de otros actores menos visibles en el drama geopolítico: los jazzistas de la era dorada del cool y el bebop como Dizzy Gillespie, Max Roach, Nina Simone o Louis Armstrong.

documental

Fotograma de Soundtrack para un golpe de Estado (2024), de Johan Grimonprez

En el largometraje de Grimonprez, que dialoga inevitablemente con el otro gran trabajo sobre africanismo en este año, Dahomey de Mati Diop, hay una implicación autoral de otra índole: ahí donde Shiori Itō, Basel y Yuval se exponen frente a cámara, Grimonprez escombra los fragmentos del pasado africano y en particular del Congo, sin olvidar que este funcionó antes como brutal colonia de Bélgica, país del realizador, reordenando materiales de varias procedencias en un frenético relato coral, musical y abiertamente militante. En los tres casos, incluso sumando el extraordinario trabajo de Mati Diop soslayado por los Oscar, se trata de diálogos vigentes y conscientes con las raíces mismas del cine documental que cuestionan saludablemente la función de la mirada, de la autoría de las imágenes y su relación con la realidad, sujeta esta última a un perpetuo debate: las imágenes documentales ¿son vitrina, espejo o vidrio deformante para observar lo que está del otro lado?

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miércoles, 19 de febrero de 2025

Otros Rulfos

En julio se celebrarán 70 años de la publicación de una obra central de la narrativa moderna: Pedro Páramo. Con una nueva versión cinematográfica estrenada el año pasado, hace tiempo que la novela de Juan Rulfo dejó de necesitar ponderaciones para invitar a su lectura: es un clásico, como lo es la colección de cuentos que la antecedió, El Llano en llamas (1953). Esos dos libros bastaron al escritor mexicano para forjar su lugar en el canon, pero también su leyenda: ¿por qué no publicó más?

La realidad es que Rulfo escribió otros textos (por ejemplo, el “argumento para cine” El gallo de oro, de 1958, además de diversos relatos) y, por si fuera poco, produjo una significativa obra fotográfica. Fuera del ámbito literario, fue editor de una importante colección de antropología en el Instituto Nacional Indigenista. En suma, no es sólo el autor de dos libros señeros. Hemos elegido cinco volúmenes que, en sus ediciones más recientes, permiten atestiguar otras facetas del autor de Pedro Páramo.

 

Rulfo epistolar

Cartas a Clara

RM / Fundación Juan Rulfo, Barcelona, 2024

 

Juan Rulfo

Cuando estas cartas se publicaron por primera vez en 2000, con el título Aire de las colinas, muchos se preguntaron por la idoneidad de hacer pública la correspondencia amorosa de Juan Rulfo. Lo cierto es que estas misivas escritas a Clara Aparicio, la futura esposa del jaliciense, entre 1944 y 1950, son obra de un escritor: “Hoy que vine de ti, sostenido a tu sombra, he mirado la noche. He mirado las nubes en la noche como lágrimas alrededor de la luna clara; los árboles oscuros, las estrellas blancas” (octubre de 1944). La tercera edición de Cartas a Clara parte de la segunda, que añadió tres documentos a los 81 conocidos previamente, y cuenta con un útil prólogo, además de notas, de Alberto Vital, biógrafo de Rulfo.

 

Rulfo lector

Una mentira que dice la verdad

RM / Fundación Juan Rulfo, Barcelona, 2022

 

Rulfo fue, ante todo, un gran lector. Las conferencias, ensayos y entrevistas que reúne este volumen lo atestiguan. Si bien no ejerció la crítica en términos formales, aportó perspectivas sobre la literatura que le interesaba (y la que no le gustaba) en programas de radio, cartas o textos impresos. Editado por Víctor Jiménez, Una mentira que dice la verdad permite recorrer las afinidades rulfianas por autores latinoamericanos (con un notable conocimiento de los brasileños, por ejemplo), pero también asomarse a sus influencias (reconoce la de Knut Hamsun, niega la de William Faulkner). La conferencia “Situación actual de la novela contemporánea” (1965) evidencia la amplitud de lecturas del narrador mexicano.

 

Rulfo fotógrafo

100 fotografías de Juan Rulfo

RM / Fundación Juan Rulfo, México, 2010

 

Juan Rulfo

De entre los varios volúmenes que se han publicado con su obra fotográfica –de Homenaje nacional (1980) a El fotógrafo Juan Rulfo (2017)–, 100 fotografías de Juan Rulfo es una excelente puerta de entrada al universo visual rulfiano en tanto ofrece una visión panorámica, surgida de una década de estudio de su acervo a cargo de Andrew Dempsey. Así, aparecen imágenes de todos los núcleos de su trabajo: la arquitectura de México, los paisajes del país, la vida de los pequeños pueblos, los artistas, escritores, amigos y familiares del artista. Dos textos del escritor se incluyen en el volumen: uno dedicado al paso de Henri Cartier-Bresson por México, otro a la mirada de Nacho López.

 

Rulfo antologador

Retales

Terracota / Fundación Juan Rulfo, México, 2008

 

Juan Rulfo

Si bien apareció antes, este pequeño volumen puede pensarse como la pareja idónea de Una mentira que dice la verdad. Se trata, también, del Rulfo lector, que a partir de 1964 publicó en la mítica revista El Cuento, dirigida por Edmundo Valadés, la columna “Retales”. La tarea consistía no en escribir sino en seleccionar textos, fragmentos escritos por autores que iban de muy conocidos a prácticamente inexistentes en la discusión literaria de México, tomados de algunos de los 10 mil volúmenes de la biblioteca personal de Rulfo: 17 colaboraciones que incluyen un cuento de Gregor von Rezzori, una leyenda tzotzil, un poema de James Weldon Johnson o un pasaje de Yevgueni Zamiatin.

 

Rulfo prosista

Los cuadernos de Juan Rulfo

Era, México, 1994

 

Juan Rulfo

Nunca reeditado desde su sorprendente aparición hace tres décadas, Los cuadernos de Juan Rulfo es algo más que la indiscreta revelación de las libretas de trabajo de un autor famoso por su parquedad. Clara Aparicio decidió dar a conocer lo que Rulfo no entregó a imprenta: relatos tempranos, aforismos, versos, fragmentos narrativos, versiones iniciales de escritos canónicos, escritos etnográficos y las páginas de la novela que nunca culminó, La cordillera. Un festín para rulfianos que, pese al escaso rigor con que fue dado a luz, permite ampliar el conocimiento sobre la escritura de uno de los autores centrales del siglo XX.

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Otros Rulfos

En julio se celebrarán 70 años de la publicación de una obra central de la narrativa moderna: Pedro Páramo. Con una nueva versión cinematográfica estrenada el año pasado, hace tiempo que la novela de Juan Rulfo dejó de necesitar ponderaciones para invitar a su lectura: es un clásico, como lo es la colección de cuentos que la antecedió, El Llano en llamas (1953). Esos dos libros bastaron al escritor mexicano para forjar su lugar en el canon, pero también su leyenda: ¿por qué no publicó más?

La realidad es que Rulfo escribió otros textos (por ejemplo, el “argumento para cine” El gallo de oro, de 1958, además de diversos relatos) y, por si fuera poco, produjo una significativa obra fotográfica. Fuera del ámbito literario, fue editor de una importante colección de antropología en el Instituto Nacional Indigenista. En suma, no es sólo el autor de dos libros señeros. Hemos elegido cinco volúmenes que, en sus ediciones más recientes, permiten atestiguar otras facetas del autor de Pedro Páramo.

 

Rulfo epistolar

Cartas a Clara

RM / Fundación Juan Rulfo, Barcelona, 2024

 

Juan Rulfo

Cuando estas cartas se publicaron por primera vez en 2000, con el título Aire de las colinas, muchos se preguntaron por la idoneidad de hacer pública la correspondencia amorosa de Juan Rulfo. Lo cierto es que estas misivas escritas a Clara Aparicio, la futura esposa del jaliciense, entre 1944 y 1950, son obra de un escritor: “Hoy que vine de ti, sostenido a tu sombra, he mirado la noche. He mirado las nubes en la noche como lágrimas alrededor de la luna clara; los árboles oscuros, las estrellas blancas” (octubre de 1944). La tercera edición de Cartas a Clara parte de la segunda, que añadió tres documentos a los 81 conocidos previamente, y cuenta con un útil prólogo, además de notas, de Alberto Vital, biógrafo de Rulfo.

 

Rulfo lector

Una mentira que dice la verdad

RM / Fundación Juan Rulfo, Barcelona, 2022

 

Rulfo fue, ante todo, un gran lector. Las conferencias, ensayos y entrevistas que reúne este volumen lo atestiguan. Si bien no ejerció la crítica en términos formales, aportó perspectivas sobre la literatura que le interesaba (y la que no le gustaba) en programas de radio, cartas o textos impresos. Editado por Víctor Jiménez, Una mentira que dice la verdad permite recorrer las afinidades rulfianas por autores latinoamericanos (con un notable conocimiento de los brasileños, por ejemplo), pero también asomarse a sus influencias (reconoce la de Knut Hamsun, niega la de William Faulkner). La conferencia “Situación actual de la novela contemporánea” (1965) evidencia la amplitud de lecturas del narrador mexicano.

 

Rulfo fotógrafo

100 fotografías de Juan Rulfo

RM / Fundación Juan Rulfo, México, 2010

 

Juan Rulfo

De entre los varios volúmenes que se han publicado con su obra fotográfica –de Homenaje nacional (1980) a El fotógrafo Juan Rulfo (2017)–, 100 fotografías de Juan Rulfo es una excelente puerta de entrada al universo visual rulfiano en tanto ofrece una visión panorámica, surgida de una década de estudio de su acervo a cargo de Andrew Dempsey. Así, aparecen imágenes de todos los núcleos de su trabajo: la arquitectura de México, los paisajes del país, la vida de los pequeños pueblos, los artistas, escritores, amigos y familiares del artista. Dos textos del escritor se incluyen en el volumen: uno dedicado al paso de Henri Cartier-Bresson por México, otro a la mirada de Nacho López.

 

Rulfo antologador

Retales

Terracota / Fundación Juan Rulfo, México, 2008

 

Juan Rulfo

Si bien apareció antes, este pequeño volumen puede pensarse como la pareja idónea de Una mentira que dice la verdad. Se trata, también, del Rulfo lector, que a partir de 1964 publicó en la mítica revista El Cuento, dirigida por Edmundo Valadés, la columna “Retales”. La tarea consistía no en escribir sino en seleccionar textos, fragmentos escritos por autores que iban de muy conocidos a prácticamente inexistentes en la discusión literaria de México, tomados de algunos de los 10 mil volúmenes de la biblioteca personal de Rulfo: 17 colaboraciones que incluyen un cuento de Gregor von Rezzori, una leyenda tzotzil, un poema de James Weldon Johnson o un pasaje de Yevgueni Zamiatin.

 

Rulfo prosista

Los cuadernos de Juan Rulfo

Era, México, 1994

 

Juan Rulfo

Nunca reeditado desde su sorprendente aparición hace tres décadas, Los cuadernos de Juan Rulfo es algo más que la indiscreta revelación de las libretas de trabajo de un autor famoso por su parquedad. Clara Aparicio decidió dar a conocer lo que Rulfo no entregó a imprenta: relatos tempranos, aforismos, versos, fragmentos narrativos, versiones iniciales de escritos canónicos, escritos etnográficos y las páginas de la novela que nunca culminó, La cordillera. Un festín para rulfianos que, pese al escaso rigor con que fue dado a luz, permite ampliar el conocimiento sobre la escritura de uno de los autores centrales del siglo XX.

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martes, 18 de febrero de 2025

Lars von Trier contra el mundo

En Lars von Trier contra el mundo, publicado por la Cineteca Nacional a fines de 2024, el crítico de cine Alfredo González Reynoso interpreta la filmografía del polémico cineasta danés como una demostración estética del fracaso del mundo. Como ventana para los interesados en el libro, el autor comparte con los lectores de La Tempestad una versión reducida del capítulo “Corazón de oro o contra la relación del mundo”, que sugiere que la trilogía compuesta por Rompiendo las olas (1996), Los idiotas (1998) y Bailando en la oscuridad (2000) hace trágicamente evidente la imposibilidad del mundo político para darle lugar al amor incondicional de sus protagonistas.

 

Uno de los rasgos que definen nuestra experiencia situada del mundo es la manera en que nos coloca siempre ya junto a otros. Cuando en la filosofía se afirma que existir es “ser-en-el-mundo” no sólo se enfatiza nuestra fundamental relación con el mundo circundante (que Ortega y Gasset popularizaría con su frase “Yo soy yo y mi circunstancia”), sino también nuestra captación de un mundo compartido: porque existir es ser en medio de otros o, en palabras de Martin Heidegger, “porque el ‘ser-ahí’ es esencialmente en sí mismo ‘ser-con’”.

Este aspecto relacional del estar en el mundo, que aquí llamaremos comundidad, ha sido pensado por Hannah Arendt como la condición por la cual es posible la acción humana y, con ello, toda vida política. Sin embargo, hay un malestar en la comundidad que habita en el centro de la vida política y la amenaza desde dentro: “El amor, debido a su pasión, destruye el en medio de que nos relaciona y nos separa de los demás”, advierte Arendt en La condición humana. “El amor, por su propia naturaleza, no es mundano, y por esta razón más que por su rareza no sólo es apolítico sino antipolítico, quizá la más poderosa de todas las fuerzas antipolíticas humanas”.

Este antagonismo entre las relaciones en el mundo y la fuerza del amor es el tema de la trilogía Corazón de oro, que consagró la trayectoria de Lars von Trier para la crítica y el público. La trilogía presenta a tres mujeres que pasan por un martirio suscitado por su amor desinteresado. En seguida analizaremos la manera en que estas protagonistas se ven confrontadas con el mundo instituido según la respectiva fuerza amorosa que las atraviesa: el eros en Rompiendo las olas, la philia en Los idiotas y la storgé en Bailando en la oscuridad.

Lars von Trier

Fotograma de Rompiendo las olas (1996), de Lars von Trier

Realizada con un estilo documental opuesto al sofisticado neonoir de su trilogía anterior, Rompiendo las olas (1996) trata de una devota mujer de pueblo escocés que, durante los años setenta, se ha comprometido con un foráneo. Bess (Emily Watson) solicita a su congregación calvinista que acepten su boda con Jan (Stellan Skarsgård), un obrero petrolero desconocido para el pueblo. Los líderes religiosos aceptan a regañadientes y la boda se realiza.

Si bien su relación con los pastores de su iglesia es tensa en ocasiones, Bess está convencida de su secreta capacidad de dialogar directamente con Dios (en tiernos unipersonales durante sus oraciones). Este vínculo íntimo se presenta en la película como una mediación entre su deseo amoroso y el mundo social. Así, Dios parece intervenir en la causalidad del mundo para satisfacer las súplicas de Bess, aunque a veces con consecuencias indeseadas. Como cuando Bess le pide a Dios que Jan regrese pronto de su trabajo en la plataforma petrolera en el mar y él regresa de emergencia por un accidente que lo deja paralítico.

Este vínculo íntimo con Dios se presenta en ‘Rompiendo las olas’ como una mediación entre su deseo amoroso y el mundo social. Así, Dios parece intervenir en la causalidad del mundo para satisfacer las súplicas de Bess, aunque a veces con consecuencias indeseadas.

Sin embargo, esta mediación divina también sirve como justificación de sus acciones reprobadas por el mundo social. Por ejemplo, con el fin de mantener su vínculo erótico con Bess, Jan paralítico le pide que tenga aventuras sexuales con otros hombres para que luego se las relate en el hospital como si fueran encuentros con él. Bess lo duda, pero termina accediendo: “Perdóname, Padre, pues he pecado”, le dice a Dios luego de su primer encuentro sexual con un extraño. Y, para el consuelo de Bess, Dios le responde: “María Magdalena pecó y ella está entre mis amores queridos”. A partir de entonces, Bess acepta sin culpa su misión, creyendo que cada encuentro ayuda a “salvar” a Jan de sus complicaciones de salud.

En un artículo que analiza a detalle la película, Slavoj Žižek se pregunta si acaso este sacrificio de Bess no vuelve a Rompiendo las olas “el máximo film ‘machista chauvinista’ que celebra y eleva a acto sublime de sacrificio el papel que se les impone contundentemente a las mujeres en las sociedades patriarcales, el de servir como soporte de las fantasías masturbatorias masculinas”. Sin embargo, el filósofo esloveno encuentra en la película una situación mucho más paradójica. Recordemos que la insinuación de Jan comienza como un honesto consejo a Bess: “Si tienes un amante, nadie se enterará”, le dice. “Pero no puedes divorciarte; no te dejarán”. Y es solo después que se vuelve una solicitud de amor que conlleva una fantasía obscena para su goce personal. Por lo tanto la película sugiere que la fantasía machista de Jan implica la imagen trascendente de Bess como una mujer que, más allá de sus apariencias de sacrificio, tiene misteriosos deseos eróticos por otros hombres (a pesar de que Bess muestra reiteradamente que la falta de contacto sexual no es algo que le preocupe mientras su amado viva).

Lars von Trier

Emily Watson y Stellan Skarsgård en Rompiendo las olas (1996), de Lars von Trier

De este modo –concluye Žižek– Bess invierte los términos de la seducción fálica en la cual una mujer adopta la apariencia del Misterio: el sacrificio de Bess es incondicional, no hay Más Allá, y esta misma inmanencia socava la economía fálica –privada de su “transgresión inherente” (fantasear acerca de algún misterioso Más Allá que evada su alcance), la economía fálica se desintegra.

Este amor desinteresado a Jan la coloca constantemente en una situación asimétrica frente a su comunidad. Al inicio de la película un feligrés toma la palabra en el servicio religioso para advertir indirectamente a Bess de los peligros de su amor: “Me duele tener que decirlo, pero parece haber personas en esta iglesia que están dispuestas a aferrarse al mundo [cling to the world], en lugar de huir de él”. Y hacia el final de la película, Dodo (Katrin Cartlidge), la mejor amiga de Bess, se queja con ella por las aventuras sexuales para complacer a Jan: “Puedo ver que estás desapareciendo en un mundo de fantasía [make-believe world] y me preocupa”. Esta doble acusación contradictoria –de aferrarse a este mundo y desaparecer a otro irreal– es sintomática de su disparidad ante la comunidad, que no sabe hacer sentido de su amor. Bess más bien prefiere aferrarse a la creencia de lo inmundo: “Yo soy capaz de creer”, afirma Bess en respuesta a las preocupaciones del Dr. Richardson (Adrian Rawlins). Así, frente a las acusaciones del feligrés y Dodo o las advertencias del Dr. Richardson, Bess elige creer en una causalidad no adherida a este mundo, pero que tampoco es un make-believe de la fantasía (ni de ella, ni de Jan). Es la causalidad inmunda que no es de Dios sino de eros, materializada al final en las milagrosas campanas celestes (anheladas por Bess y Jan al inicio de la película).

‘Los idiotas’ propone otro tipo de tensión entre las relaciones mundanas y la fuerza amorosa a través de la experiencia grupal de la amistad (‘philia’). Su controvertido argumento trata de un grupo de jóvenes que suelen actuar como si tuvieran discapacidad mental.

Los idiotas (1998) propone otro tipo de tensión entre las relaciones mundanas y la fuerza amorosa a través de la experiencia grupal de la amistad (philia). Su controvertido argumento trata de un grupo de jóvenes que suelen actuar como si tuvieran discapacidad mental, tanto en espacios públicos como en la privacidad de la casa en la que viven juntos. A este comportamiento lo llaman “hacer el idiota” o espasear (derivado de la “espasticidad” o rigidez muscular de origen cerebral), y a veces lo asumen con una actitud antiburguesa, aunque no queda claramente justificado por una finalidad. “Ser un idiota es un lujo, pero también es un progreso”, explica Stoffer (Jens Albinus), el líder del grupo. “¡Los idiotas son el futuro!”, afirma entusiasmado. Karen (Bodil Jørgensen), la nueva integrante, no queda tan convencida: “Es triste para esa gente que está incapacitada”, le dice a Stoffer. Sin embargo, a Karen le atrae el serio compromiso del grupo por explorar colectivamente “su idiota interior” y ve que espasear no es para ellos una burla cínica, sino una indagación genuina.

Así lo expresan los personajes en entrevistas retrospectivas seudodocumentales: “Sí, eran como una familia, maldita sea”, dice Katrine (Anne-Grethe Bjarup Riis). “Sí, estaba fuera, pero no emocionalmente”, admite Nanna (Trine Michelsen), que vivía con ellos sin espasear. “Los quería a todos y lo saben”. Pero el clímax de esta philia grupal lo encarna Karen, quien al final de la película les revela a todos: “Creo que los quiero más de lo que he querido a nadie antes”.

Lars von Trier

Fotograma de Los idiotas (1998), de Lars von Trier

Comentando un pasaje aristotélico sobre la amistad (philia), Giorgio Agamben explica que la comunidad humana es una convivencia “que no está definida por la participación en una sustancia común, sino por un compartir puramente existencial y, por así decir, sin objeto”. Este compartir puro, que no se reduce a una sustancia común o a un objeto intercambiable, es la amistad que Aristóteles llama virtuosa. Y si es verdad que el término idiota en su origen griego refería a aquella existencia singular que –desentendida del Estado– “se bastaba a sí misma” (idios), entonces podríamos decir que los amigos –sin identidad común ni utilidad política– son, en cierto sentido, los idiotas por excelencia.

Sin embargo, en vez de componer un mundo estable esta amorosa philia en la película provoca constantes crisis colectivas. Las primeras ocurren con ciertas formas de abrir esta comundidad de “idiotas” que resultan insoportables para el grupo. Por ejemplo, cuando la visita de personas con síndrome de Down genera ansiedad en Josephine (Louise Mieritz) y exasperación en Stoffer: “Toda esta mierda sentimental”, reclama Stoffer. “¿Qué tiene de malo?”, pregunta Susanne (Anne Louise Hassing). “Es insoportable”, responde. Esta insoportable sinceridad literal arruina la pretensión del colectivo y, después de la visita, nadie “hace el idiota” por un tiempo.

Otra tensión habita esta ‘comundidad’: la peligrosa transformación de la ‘philia’ en ‘eros’. Es el caso de Axel, que tiene esposa, hijos y un trabajo de publicista, pero en la convivencia con el grupo comienza una relación amorosa con Katrine.

Pero otra tensión habita esta comundidad: la peligrosa transformación de la philia en eros. Es el caso de Axel (Knud Romer Jørgensen), que tiene esposa, hijos y un trabajo de publicista, pero en la convivencia con el grupo comienza una relación amorosa con Katrine. Este paso del amor filial al amor erótico abre en la película un antagonismo entre el mundo interno de los “idiotas” y el mundo público que él llama “burgués”, pues Katrine comienza a resentir los abandonos de Axel y, a modo de provocación, decide presentarse como una importante clienta a la agencia de publicidad para “hacer la idiota” en plena junta de trabajo.

Toda esta secuencia de conflictos grupales ha evidenciado una comundidad frágil y vulnerable, que al final busca contrarrestarse con la supuesta potencia absoluta de un espasear definitivo: hacer el idiota en la vida personal del trabajo o la familia. Stoffer propone delegar este espaseo absoluto a través de un sorteo por giro de botella. Pero, al quedar seleccionados, Axel renuncia al grupo y Henrik (Troels Lyby) se arrepiente a última hora. Entonces Karen (la “corazón de oro”) asume el reto como sacrificio filial y, acompañada por Susanne, “hace la idiota” frente a su esposo y familia, a quienes abandonó un día antes del funeral de su pequeño bebé Martín para sumarse a los “idiotas”. Luego de este traumático espaseo final, que termina con una bofetada del esposo, Karen y Susanne abandonan la casa y el grupo no volverá a reunirse.

Lars von Trier

Fotograma de Los idiotas (1998), de Lars von Trier

Bailando en la oscuridad (2000) cierra la trilogía con un atípico melodrama musical, que mezcla el estilo visual documental de las películas precedentes con bailes musicales grabados entre tomas fijas y un ensamblaje de sonidos diegéticos (surgidos de la escena) y extradiegéticos (composiciones instrumentales y electrónicas). Y esta vez Von Trier no aborda el eros ni la philia sino la storgé, que era para los griegos el modo del cariño familiar. La palabra viene del verbo stergo, cuya etimología alude al resguardar, especialmente la protección de los padres a los hijos. Como señala Ivonne Bordelois en su libro Etimología de las pasiones: “Mientras philia es el amor alegre, compartido, storge es la ternura con que se relacionan, de un modo algo animal, los miembros del nido familiar”.

La película trata de Selma Ježková (Björk), una migrante de Checoslovaquia que en los años sesenta trabaja en un pequeño pueblo del estado de Washington. Ella vive en una casa rodante en el patio del policía Bill (David Morse) y su esposa Linda (Cara Seymour), una pareja de clase media pero con graves problemas financieros (que Bill oculta a Linda). Selma sufre de una crónica enfermedad degenerativa de la vista, que también heredó a su hijo Gene (Vladica Kostic). Eugene –cuyo nombre significa, irónicamente, “biennacido”– tiene 12 años y lo pueden operar hasta los 13, por lo que Selma aprovecha sus últimos meses con vista para juntar el dinero necesario para la operación. Además de empaquetar horquillas a mano durante sus horas libres, trabaja dobles turnos en una fábrica de laminados, donde hace una estrecha amistad con Kathy (Catherine Deneuve), apodada Cvalda por Selma, y es cortejada por el tímido Jeff (Peter Stormare), aunque ella lo rechaza amablemente para evitar desilusionarlo.

‘Bailando en la oscuridad’ cierra la trilogía con un atípico melodrama musical, que mezcla el estilo visual documental de las películas precedentes con bailes musicales grabados entre tomas fijas y un ensamblaje de sonidos diegéticos (surgidos de la escena) y extradiegéticos (composiciones instrumentales y electrónicas).

Entusiasta de los musicales, Selma no solo va al cine a verlos cada que puede con su amiga Kathy (quien le describe las imágenes en la pantalla que apenas ve), sino que también ensaya en el teatro local para la producción de The Sound of Music (disimulando su enfermedad lo mejor que puede). Esta pasión por los musicales se extiende a su vida cotidiana, donde gusta de soñar despierta en una suerte de delirio musical, especialmente en sus momentos más difíciles, para enfocarse líricamente en aquello que le ofrece un soporte emocional. Por ejemplo, agotada en su segundo turno en la fábrica, la canción de Selma celebra a la amiga que se quedó a apoyarla (“Cvalda”); en el momento en que Jeff se percata de su ceguera inminente, la canción de Selma la minimiza, enlistando todo lo que ya pudo ver (“I’ve Seen It All”, canción nominada al Oscar); tras matar a Bill en el forcejeo por recuperar los ahorros que le robó, la canción de Selma lo revive para que él, junto a su hijo Gene y Linda, justifiquen el crimen: “Solo has hecho lo que debías hacer”, se escucha en el coro (“Scatterheart”); cuando la arrestan en sus clases de teatro, así como durante el juicio que no la favorece, la canción de Selma recuerda que en los musicales “siempre estará alguien para atraparme cuando caigo” (“In the Musicals”); en medio del silencio casi absoluto de su celda, la canción de Selma hace una lista de sus cosas favoritas (“My Favorite Things”), y al atravesar el corredor hacia el patíbulo, la canción de Selma convierte en música los pasos enumerados que su amiga celadora acentúa rítmicamente para ella (“107 Steps”).

Lars von Trier

Fotograma de Bailando en la oscuridad (2000), de Lars von Trier

A la par del estreno de la película, von Trier publicó un breve texto titulado “Manifiesto de Selma”, en el que explica las ensoñaciones musicales de su protagonista:

¡Esto no es puro escapismo! Es mucho, mucho más… ¡es arte! Surge de una genuina necesidad interior de jugar con la vida e incorporarla en su propio mundo privado. Una situación podría ser increíblemente dolorosa, pero siempre puede proveer el punto de partida para incluso una pequeña manifestación del arte de Selma. Puede ser incorporada al pequeño mundo que ella puede controlar. […] Para poder contar la historia de Selma, la película debe ser capaz de dar una forma concreta a su mundo.

Las ensoñaciones musicales de Selma no son entonces un mero escapismo, porque no huyen de la cruel realidad vivida, sino que incorporan esta experiencia a un mundo de formas concretas (tangibles, sonoras, rítmicas). Grabadas con cien videocámaras fijas (a diferencia de las movedizas tomas a mano del resto de la película), estos episodios musicales son un marco estable que sostiene la veleidosa realidad inmunda de la explotación, la traición, el crimen, la culpa, la soledad y la injusticia.

Las ensoñaciones musicales de Selma no son entonces un mero escapismo, porque no huyen de la cruel realidad vivida, sino que incorporan esta experiencia a un mundo de formas concretas (tangibles, sonoras, rítmicas).

Otra manera de entender la declaración de Von Trier es que las escenas musicales no encuentran su base sonora “escapándose” de la realidad diegética (por ejemplo, en la música extradiegética), sino que se apropian de modo inmanente del escenario dispuesto, ensamblando los sonidos actuales y virtuales de los objetos concretos que rodean a Selma. En relación con esto, Darian Leader ha sugerido que las ensoñaciones musicales de Selma y su amor maternal por Gene deben considerarse en paralelo, pues ambas formaciones surgen a partir de un núcleo sin sentido. Por un lado, los escenarios musicales se gestan entre ruidos insignificantes que rodean sus situaciones críticas: los metales industriales durante el agotador segundo turno de Selma, la aguja del gramófono al lado del cadáver de Bill, el chillido de los zapatos en el teatro donde arrestan a Selma, el grafito sobre el papel durante su juicio o los pasos en el corredor que la llevarán a la horca. “Las fantasías se construyen a partir del vacío horroroso de estos sonidos pequeños, sin sentido”, dice Leader. En otras palabras, el mundo de ensueño musical hace sentido entre el sinsentido de su realidad inmunda.

Por otro lado, el amor maternal de Selma también se organiza alrededor de una cosa relativamente arbitraria: el par de ojos de Gene. Este objeto singular se sublima con tal intensidad que Selma es capaz de morir por él. Esto se evidencia especialmente cuando Kathy se entera del pago anticipado para la operación de Gene y toma ese dinero para financiar un nuevo abogado que sacaría a Selma de la cárcel. Al enterarse de ello, Selma reacciona enfurecida contra su amiga por entrometerse en la operación de su hijo: “¡De eso se trata todo esto: que pueda ver a sus nietos!”, le dice al recibirla de visita carcelaria. “¡Necesita a su madre!”, le responde Kathy. En este tenso intercambio podemos encontrar la clave de la lectura de Leader: “Todo queda reducido a un objeto sin sentido, los ojos, como si la mirada se hubiera separado de la dimensión humana de las relaciones afectivas, de la relación madre-hijo a la cual Selma renuncia y, de hecho, de cualquier sentimiento que su hijo pueda tener”. Recordemos que Gene, adolescente rebelde, siempre se mostró hostil a los afectos de su madre.

Lars von Trier

Björk en Bailando en la oscuridad (2000), de Lars von Trier

A su vez, los ojos de Gene –como objeto sin sentido sublimado por amor– tienen su contraparte asimétrica en la voz de Selma, que al cantar hace emerger un mundo de sentido, incluso sin la composición sonora de sus ensueños musicales. Mientras espera su ejecución con la soga en el cuello, Selma canta melodramáticamente, pero –como observa Leader– “los accesorios musicales que han saturado las fantasías de Selma se disuelven: todo lo que queda es la pura voz convulsionada de dolor, un último cordón umbilical entre la madre y el hijo”. Esta voz convulsionada es acompañada de una inestable cámara en mano, sin las cámaras fijas de los anteriores episodios musicales. Su canto se dirige a Gene, solamente presente a través de sus lentes, entregados a Selma por medio de Kathy: “Querido Gene, claro que estás cerca, y ahora no hay nada que temer”. Y, luego de un par de estrofas, la canción es interrumpida por una súbita ejecución. Pero, como si la storgé de Selma sobreviviera a la muerte, aparecen escritos en la pantalla los últimos versos: “Dicen que es la última canción / No nos conocen, verás / Solo es la última canción si nosotros lo dejamos”. Y los créditos finales de la película se acompañan con una composición musical de Björk (“New World”) que sigue la misma estructura lírica que la canción a capella de Selma, como si esta voz póstuma –que dice “aguantar la respiración”– resucitara en “un nuevo mundo, un nuevo día para ver”.

El amor intersubjetivo en la trilogía Corazón de oro –así como la furia intrafamiliar en Medea (1988)– se presenta entonces como una pulsión que fragiliza la relación misma que genera. Para Lars von Trier el amor (erótico, amistoso, familiar) puede ser un poder inmundo que requiere de formaciones suplementarias para sostenerlo: el eros sostenido por los diálogos directos con Dios (Rompiendo las olas), la philia sostenida por los espaseos públicos fuera de la familia y el trabajo (Los idiotas) o la storgé sostenida por las ensoñaciones musicales que nacen de ruidos arbitrarios (Bailando en la oscuridad). Sin embargo, estas respectivas formas amorosas llevan a cada una de las protagonistas hacia un enfrentamiento con las instituciones políticas por excelencia: Bess contra la Iglesia, Karen contra la Familia y Selma contra el Estado. Por lo tanto Corazón de oro es una trilogía que –como advertía Arendt– reconoce en el amor una fuerza que amenaza con socavar la institucionalidad política del mundo.

Lars von Trier

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