Lo dice en un verso: “leer una novela es como subirse a un avión”. Desde la ventanilla, en un vuelo a media altura, escribe Mario Montalbetti, puede verse el paisaje: vacas, montañas, ríos, caminos. Un acto entretenido, en suma. “Leer un poema es otra cosa”, dice más adelante en Notas para un seminario sobre Foucault (2018). En este caso subimos a un submarino, “y todo lo que vemos son las entrañas del submarino mismo”. Sumergido, el poema es ciego. Sale al lenguaje, no a la luz. A diferencia de la novela, que mira por la ventana. “Ya sé, citarán contraejemplos a lo que digo / pero Es inútil”. Llevo algún tiempo dándole vueltas al tema.
Leer a Montalbetti, incluso como practicante –en mi caso– de lo que insistentemente desdeña, es decir el relato, es asistir a escenas de pensamiento. Uno se pregunta por qué niega a la novela –en ese término engloba, me parece, cualquier prosa narrativa– la posibilidad de mirar el lenguaje, sus entrañas, para reducirla a entretenimiento. Para el peruano ésta “se ha convertido en un arte visual”. ¿No siempre lo fue, entonces? ¿Cuándo comenzó a ver la novela? Para entender qué quiere decir con esto hay que revisar uno de sus ensayos seminales, “La nuestra es una época visual” (2010) –incluido en Cualquier hombre es una isla. Habla el lingüista, aquí: “los significados como criaturas visuales nunca producen pensamiento. Al contrario, señalan la muerte del pensamiento. Pensamiento existe solamente en la lectura, es decir en el trabajo de la distancia entre significante y significado”. ¿Cuál es el problema de que nuestra época –que en términos literarios tiene a la novela en el centro– sea, según él, visual? “El peligro es que estas épocas suelen ir acompañadas de movimientos fascistas en política y de propaganda en el arte. En verdad, necesitamos ambos ámbitos, el visual y el verbal, y un delicado balance entre ellos”. En los tres lustros que han pasado desde que escribió esas líneas, la realidad ha dado la razón a Montalbetti.
Dediqué un libro de ensayos a la prosa narrativa, con algunos de estos problemas en mente, pero durante su escritura no reparé en la distinción montalbettiana entre poema y novela. Sí, en cambio, en una idea más amplia contenida en el ensayo antes citado: la capacidad de la literatura –incluyendo la novela– para sostener el diferido entre significante y significado, para impedir la identificación servil entre las palabras y las cosas. “Si todo ya está decidido de antemano”, plantea el poeta-lingüista, “si toda distancia entre significante y significado se reduce a cero, no hay forma ni necesidad de articular pensamiento”. Sin pensamiento, puede afirmarse sin miedo a la exageración, sobreviene el fascismo. Miremos al norte, miremos al sur. Pero aquí hablamos de otra cosa, de si un relato, siguiendo el hilo argumental de Montalbetti, es incapaz de pensar al estar concentrado en ver. Creo que aquí (aunque “sea inútil”) hace falta distinguir entre las narraciones que cumplen con la caracterización del poeta –ese realismo decimonónico que sobrevive lo mismo en los best-sellers que en la novela “literaria” puesta en papel por los conglomerados editoriales– y las que operan de un modo no tan distinto al llamado “poema”, es decir, las que piensan y no sólo ven por la ventana, sino que nos hacen ver la lengua.
El año pasado Gris Tormenta publicó una excelente selección de ensayos de Mario Montalbetti, El lenguaje del poema. Ahí, en “Sentido y ceguera del poema” (2017), abunda sobre la querella entre novela (“el compañerismo entre decir y ver”) y poema (que “navega a ciegas” como un submarino en la noche). Y se incluye, como en Cualquier hombre es una isla, “En defensa del poema como aberración significante” (2009), un texto notable que, a partir de lo que los novelistas dicen y hacen (en Perú, aunque no es distinto en México), coincide en que la novela es “el sedimento ético de una época”. Uno puede agregar: de ahí que no interese en lo más mínimo, al ocuparse de contar cosas y exponer temas. El poema, en cambio, desestabiliza la lengua y, sobre todo, piensa. Aquí es necesario saltar al esquema que Montalbetti, siguiendo a Alain Badiou, presenta en El pensamiento del poema (2019). Ahí delinea claramente dónde se sitúan los límites del lenguaje: en un extremo el poema, en el otro el matema (y en medio el “cuerpo del lenguaje”, que incluye la cháchara, la comunicación). Hacia el poema, antes del límite, la prosa; hacia el matema, previo al otro límite, las ciencias naturales. Esto permite especular que para Montalbetti el verso persigue la frontera de lo decible, mientras que la prosa (narrativa o no) flota plácidamente en las aguas de lo referencial (existen Finnegans Wake y Cómo es, pero ya vimos que los ejemplos son inútiles).
En El pensamiento del poema se desliza, finalmente, que el poema no significa. En ese sentido, las reservas de Montalbetti con la prosa narrativa es que, bueno, significa. La pieza teatral Qué dónde (1983), de Samuel Beckett, termina así: “El tiempo pasa. / Eso es todo. / Signifique quien pueda. / Apago”. La literatura que importa, me parece, cumple, sin importar si está escrita en verso o en prosa, con ese “signifique quien pueda”. Es una especie de suspensión, un dejar abierto el signo, oscilando entre la vista y la ceguera, entre el paisaje que asoma por la ventanilla y el cuarto oscuro del lenguaje. En ese ensayo Montalbetti ya no desdeña la novela como mero entretenimiento, si no que encuentra algunos casos en los que opera como puesta en práctica de la poesía. (“Cuatro textos centrales de la prosa castellana”: El Quijote, Cien años de soledad, “El Aleph”, Pedro Páramo. Difiero en uno de los casos.) Tras repasar la métrica en los inicios emblemáticos de esos relatos y mostrar cómo tienden a 8 y 11 sílabas, se lee lo siguiente: “Eso que llamamos ‘el espíritu de la lengua’ no es sino la expresión del borde del lenguaje, delimitado y definido por la escansión del poema, que es luego aplicado a la prosa”. La poesía vendría a ser el lugar donde se produce una especie de materia prima del idioma, a la que se da uso en labores como, por ejemplo, la escritura de ficciones. Creo, sin embargo, que hay bastantes casos de novelas que hacen borde, y que, como algunos poemas, pueden entenderse como una “reducción formal del lenguaje”, según el término que propone el propio Montalbetti.
Por lo demás, el planteamiento del poeta y lingüista peruano es válido en lo general. El poema se mantiene en el borde del lenguaje porque, entre otras cosas, en ese borde no hay mercado. La novela, en cambio, es desde hace tiempo un producto mercantil, que ocasionalmente se parece al arte. ¿Será por eso que, cuando leemos a un prosista de veras potente usamos adjetivos como poético? ¿Será que los grandes textos narrativos son aquellos tentados constantemente por el borde de lo indecible, por el afuera del lenguaje, por el ritmo y la escansión más propios del verso? Signifique quien pueda.
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