viernes, 30 de agosto de 2024

Lectura, tenacidad, intuición: traductor

Jordi Fibla (Barcelona, 1946) es uno de los traductores españoles más prestigiosos. Tras realizar estudios en filosofía y letras, se inició en el mundo de la edición como corrector de estilo y redactor en las editoriales Noguer y Plaza & Janés. En 2015 obtuvo el Premio Nacional a la Obra de un Traductor por “su larga trayectoria como traductor profesional, su versatilidad y la calidad de su obra”. Son destacadas sus versiones del japonés junto a Keiko Takahashi. Entre los autores que ha traducido del inglés figuran Saul Bellow, Lawrence Durrell, Vladimir Nabokov y gran parte de la obra de Philip Roth, autor del que se acaba de publicar Las némesis (Literatura Random House).

Decía Don Quijote, sobre el ejercicio del traductor, que “en otras cosas peores se podría ocupar el hombre, y que menos provecho le trujesen”. ¿Qué le impulsó a ejercer esta profesión?

Tenía una vocación latente que descubrí al comienzo de la juventud. Desde muy niño me apasionaba la lectura, y a menudo me preguntaba cómo sería lo que estaba leyendo traducido en su lengua original. Era un estudiante bastante irregular, pero sacaba las mejores notas en las asignaturas relacionadas con el lenguaje. Muy pronto me disgustó que las películas extranjeras estuvieran dobladas. Tenía necesidad de saber cómo sonaba la lengua verdadera de Burlan Caster (así llamábamos los chicos de la Barceloneta a Burt Lancaster), y en aquel entonces satisfacer esa necesidad era imposible.

“El traductor ha de ser consciente de que el valor de su trasvase de un texto escrito en otra lengua a la suya propia estribará en el grado de aproximación al original.”

A los dieciocho años, cuando empecé a trabajar en una editorial, soñaba con llegar a ser escritor, pero tropezaba con una capacidad creativa demasiado limitada. En la editorial conocí a Andrés Bosch, un novelista que también traducía, o más bien un traductor que también escribía, y me pareció que esa forma de enfocar la vida era la ideal: escribes un libro y luego te dedicas a traducir hasta que has concebido una nueva idea para ponerte a escribir el siguiente. Bosch no me dio ningún consejo sobre la escritura, pero sí que me aleccionó acerca de la traducción. Transcurrió una década, durante la que compatibilicé trabajo y estudio, hasta que intenté llevar a la práctica ese ideal, cuya realización ha resultado cojitranca: he sido traductor profesional durante 35 años, pero no he escrito nada creativo digno de publicación.

¿Cuáles son las principales virtudes de un buen traductor?

Pasión por la lectura, curiosidad por las lenguas en general, lo cual no significa que uno trate de ser políglota, sino que el hecho de que los seres humanos hablemos de maneras tan distintas siempre le intriga, y cuando lee una novela de Márkaris, por ejemplo, se dice: “Cuánto me gustaría poder leer esto en griego moderno. A lo mejor, si llego a los cien años…”. El estoicismo es una virtud importante para el traductor, puesto que la suya sigue siendo una profesión muy mal pagada y en la que se plantean muchas exigencias únicamente a cambio de seguir teniendo trabajo eternamente mal pagado.

El reconocimiento a su labor por parte de la crítica y el público, que ha sido inexistente durante siglos, actualmente empieza a ser una realidad. Pero, aunque ahora esté más reconocido, el traductor debe ser humilde, y ésa es otra virtud necesaria. La traducción perfecta es imposible, tanto como la corrección de estilo perfecta, y el traductor ha de ser consciente de que el valor de su trasvase de un texto escrito en otra lengua a la suya propia estribará en el grado de aproximación al original. Su texto, aunque a primera vista parezca indiscernible del original, siempre será aproximado. La paciencia, la tenacidad y la disciplina completan, a mi juicio, la serie de virtudes que ha de tener un traductor literario.

traductor

Joaquim Mallafrè recuerda en su ensayo Llengua de tribu i llengua de polis. Bases d’una traducció literaria que “un altre traductor que prescindirà de la literalitat per refiar-se de la intuïció és Ezra Pound. ‘More sense and less syntax’ eren les seves paraules. ¿Es importante para usted la intuición de la que habla Mallafré?

Creo que Mallafrè debería haber profundizado más en esta cuestión en su excelente ensayo. Nos dice que hay lectores chinos que subrayan la fidelidad de Pound a la lengua china, aunque el gran poeta la desconocía. A pesar de que el asunto es extraordinario y merecedor de un estudio a fondo, Mallafrè se limita a decir que “el caso no deja de ser curioso”, que es un “caso singular”. A mi modo de ver, es absolutamente imposible hacer una traducción directa sin conocer la lengua de partida. Es evidente que la intuición no puede bastar para adivinar sin error las relaciones, los matices, los modismos, las alusiones, las referencias que se establecen entre millares de ideogramas.

Una cosa es aprender el significado y la pronunciación de unos cuantos ideogramas para incrustarlos en un poema propio y otra tener el don mágico de traducir fielmente el gran poema El templo, de Po Chü-i, sin haber estudiado en serio el chino clásico. Esa tarea la realizó Arthur Waley, que fue autodidacta y tradujo del japonés y el chino clásicos sin haber estado jamás en Japón y en China ni haberse ocupado de las lenguas modernas de esos países. No voy a negarle el beneficio de la duda pero, aunque la prosa y la poesía inglesas de Waley son deliciosas, me temo que los chinos que se maravillan de su fidelidad a la lengua china son buenos conocedores del inglés que en realidad se maravillan de la belleza que es capaz de crear un británico en su idioma partiendo de la lengua china.

“Una cosa es aprender el significado y la pronunciación de unos cuantos ideogramas para incrustarlos en un poema propio y otra tener el don mágico de traducir fielmente el gran poema ‘El templo’, de Po Chü-i, sin haber estudiado en serio el chino clásico.”

Hay una intuición que actúa automáticamente y que te hace saber que la elección que tomas es la correcta. En esto mi opinión coincide con la de Conrad. Aniela Zagórska, sobrina de Conrad, tradujo sus obras. Un caso curioso: la sobrina polaca traduce al polaco las novelas que su tío polaco ha escrito en inglés. Pues bien, Conrad le dijo que la traducción, al igual que otras artes, requiere elegir, y elegir supone interpretar. Le aconsejó: “No te empeñes en ser demasiado escrupulosa. En mi opinión es mejor interpretar que traducir. Se trata de encontrar las expresiones equivalentes, y para ello te ruego que te dejes guiar más por tu temperamento que por una conciencia estricta”. No ser demasiado escrupulosa significa no ser literal. Es mejor interpretar que traducir significa que el sentido prevalece por encima de las palabras con que se exprese una idea. Dejarte guiar por tu temperamento significa dejarte llevar por tu intuición automática, que te indica por qué dirección has de buscar las equivalencias.

Además de esa intuición automática, existe una intuición más honda, lo que coloquialmente llamamos “estrujarte los sesos”, que uno pone a trabajar conscientemente cuando se encuentra ante una dificultad de tal envergadura que no ve la manera de conservar el sentido, aunque utilice unas palabras totalmente distintas a las del original. Es el hábito de estrujarte los sesos lo que posibilita que, casi siempre, acabes por encontrar una solución de la dificultad más o menos satisfactoria. El sentido es lo que en ningún caso puede alterarse, pues si se hace el resultado no es una traducción sino un texto creativo paralelo al del original.

Por su parte, Feliu Formosa señala en su libro El gest i la paraula que Thomas Bernhard “demana literalitat, al marge de la reordenació que la sintaxi alemanya fa inevitable. ¿Se ha encontrado, en su labor como traductor, con autores donde esa literalidad sea la mejor opción a la hora de abordar la traducción?

Creo que Bernhard está pidiendo que si él fuerza, por razones creativas, la sintaxis alemana, los traductores hagan lo mismo en sus lenguas respectivas. En principio el traductor debe plegarse a los deseos del autor, siempre que no exija algo que no puede o no debe hacerse en la lengua de llegada. Puede darse el caso de que la capacidad de los lectores del original para asumir las libertades que se tome el autor con la gramática y el léxico no se correspondan con las de quienes leen la obra en su propia lengua. Finnegans Wake debe de tener muy pocos lectores en inglés, pero con toda seguridad son muchísimos más que los lectores de la traducción española de la obra. Y los libros se editan para ser vendidos. El medio en el que surge la traducción es una realidad que no se puede perder de vista.

Nunca me he encontrado con autores cuyos textos requieran una traducción literal. La verdad es que entiendo por “traducción literal” un primer borrador, porque en cada lengua las cosas se expresan de distinto modo y traducir no consiste en sacar garbanzos del saco A para meterlos en el saco B, sino en decir en tu lengua lo dicho en otra sin que, en la medida de lo posible, se note que ha sido dicho en otra lengua, lo cual excluye la literalidad. Cierto agente literario nos dijo a los traductores de uno de sus autores estrella que teníamos que traducir exactamente lo que el autor había escrito o atenernos a las consecuencias. Esto no pasaba de ser una confesión de que la única lengua que conocía el agente era la suya, el inglés, y no tenía ni zorra idea de lo que se hace al traducir.

A propósito de Thomas Bernhard, fue un escritor que se mantuvo al margen de la traducción de su obra. ¿Qué relación ha mantenido con los autores que ha traducido? ¿Han colaborado con usted?

“La relación que tuve con alguno de los vivos fue breve, en general agradable y, en los casos en los que me he dirigido a ellos planteándoles mis dudas sobre alguna frase, de escasa utilidad. No es conveniente tratar de resolver dificultades abordando a los autores.”

He traducido demasiado para haber podido relacionarme siquiera con una parte de los autores. Tengo dos currículums, el presentable y el otro. Para este último usé tres seudónimos. Mi interés por relacionarme con los autores de los libros de ese segundo currículum fue nulo. En cuanto al primero, algunos a los que hubiera querido conocer personalmente habían muerto o estaban a punto de desaparecer, como es el caso del incomparable Patrick Leigh Fermor, con quien apenas tuve tiempo de intercambiar un par de cartas antes de que falleciera. La relación que tuve con alguno de los vivos fue breve, en general agradable y, en los casos en los que me he dirigido a ellos planteándoles mis dudas sobre alguna frase, de escasa utilidad. No es conveniente tratar de resolver dificultades abordando a los autores. Si son anglosajones, por lo menos en mi experiencia, no tienen ni idea de español, y a algunos la traducción les parece una empresa quijotesca. No recuerdo qué me dijo exactamente William Kennedy cuando le planteé mis dudas sobre ciertas frases sin aparente sentido en una de sus novelas, pero creo que una traducción libre que conservara intacto el sentido sería: “Ni aunque me amenazaran con atarme a la cola de un caballo desbocado que me arrastrara por una llanura cubierta de espinos en Nuevo México me dedicaría a un trabajo como el tuyo”.

En el discurso para la Real Academia Española titulado Servidumbe y grandeza de la traducción, Miguel Sáenz se preguntaba: “¿Por qué son incapaces de aceptar que una traducción tenga el acento de algún país de América? Y a la inversa: ¿por qué a veces, en América Latina, se califica a una traducción de mala, simplemente por ser española, sin atender más razones?”.

Tal vez nosotros tengamos cierto complejo de superioridad porque el español nació aquí y ello bastaría para que el castellano peninsular fuese el normativo. Por otro lado, los latinoamericanos argumentan que ellos constituyen el 90% de los hablantes de la lengua, así que menos humos. Naturalmente, ellos preferirían leer traducciones escritas con las particularidades lingüísticas de sus respectivos países, pero la industria editorial peninsular es demasiado potente e inunda sus librerías de traducciones llenas de “gilipollas”, “coger” y otros términos que les producen dentera.

Yo sólo leo traducciones de los idiomas que desconozco, es decir, todos los que no forman parte de la familia romance, exceptuando el rumano, y el inglés. Acabo de leer La guarida, de Norman Manea, novela editada en España. Me he encontrado con un par de americanismos y me han parecido bien, de la misma manera que me gusta llamarle al cruasán “medialuna”. En el remoto pasado no fue así. Apenas salido de la adolescencia, cuando me apasioné por Henry Miller, no podía leer en inglés y, como aquí sufríamos una dictadura que impedía publicar determinados libros, tenía que leer sus obras en traducciones latinoamericanas. La “lapicera fuente”, la “pollera”, la “frazada” y tantos otros términos me sacaban de quicio. Por eso cuando un lector mexicano se mostró indignado en un blog por ciertas palabras en una de mis traducciones, me pareció justo. Donde las dan las toman. Dicho esto, no usaría jamás “medialuna” en lugar de “cruasán” en una de mis traducciones, por más que “cruasán” sea un galicismo adaptado al castellano. Soy europeo y hablo y escribo en el español de Europa, aunque apenas seamos el 10% de la lengua de los 600 millones.

traductor

Alianza ha publicado el libro de relatos Mi marido es de otra especie, de Yukiko Motoya, y la novela Si los gatos desaparecieran del mundo, de Genki Kawamura. Son libros traducidos por usted y por Keiko Takahashi. ¿Cómo se plantea la colaboración con otro traductor?

En el apartado de mis traducciones del japonés no puedo hablar simplemente de “colaboración con otro traductor”. Digamos que he tenido la ayuda generosa y paciente, porque a veces me ponía muy pesado al no aceptar sin más las soluciones que ella me proponía, de mi mujer, Keiko Takahashi. Como nos conocimos hace medio siglo, como ella habló a nuestros hijos en japonés desde el primer momento y esa lengua sigue siendo la segunda en nuestro hogar, como hemos visitado Japón una infinidad de veces a lo largo de ese medio siglo y he tenido una buena relación con su familia, que sólo habla japonés pero es condescendiente conmigo cuando les hablo como Tarzán hablaba el inglés, como he pasado por épocas en las que he hincado los codos tratando de aprender a fondo la lengua, pero me ha faltado constancia, tengo un conocimiento que me permite ver un texto y saber de qué va, leer perfectamente los silabarios hiragana y katakana, entender un número de kanjis notable pero insuficiente, de modo que, si bien sigo expresándome en japonés como un principiante, tengo una clara habilidad para descifrar un texto, todo lo que acabo de decir más la imprescindible ayuda de Keiko me ha permitido traducir unas cuantas obras en su lengua.

El último libro de Yukiko Motoya, Selección automática, ha sido traducido por Emilio Masiá. ¿Qué motivó el cambio? ¿Es preferible, para el lector, que el mismo traductor se ocupe de toda la obra de un escritor?

Tampoco he traducido lo último de Colum McCann ni de Richard Powers ni de J.M. Coetzee, etc. Tuve que jubilarme debido a que mi estado físico era incompatible con las obligaciones que comporta la traducción por encargo. Problemas vertebrales y un trastorno importante de la vista. No he dejado de traducir, con el placer de elegir los textos y la tranquilidad de no estar sometido a las fechas de entrega, porque me gusta y porque es una manera extraordinaria de mantener las neuronas en ebullición, pero en el aspecto material es como si no estuviera haciendo nada, porque soy reacio a embarcarme en penosos peregrinajes por las editoriales tratando de vender mi “producto”.

“No es imprescindible que a un autor lo traduzca siempre el mismo traductor, pero lo cierto es que pueden crearse profundas simpatías que dificultan la aceptación de un nuevo traductor. Así me sucedió, por ejemplo, con ‘La montaña mágica’.”

No es imprescindible que a un autor lo traduzca siempre el mismo traductor, pero lo cierto es que pueden crearse profundas simpatías que dificultan la aceptación de un nuevo traductor. Así me sucedió, por ejemplo, con La montaña mágica. Hace años que tengo sobre la mesa de los libros pendientes de lectura la nueva traducción de Isabel García Adánez, pero, a pesar de que, cuatro años antes de que apareciera, había leído en una revista literaria que “la versión muy antigua de Mario Verdaguer se reedita constantemente y pide a gritos un pase a la licencia”, ésa fue la versión que leí en mi adolescencia, una traducción de la que tengo un recuerdo imborrable y, aunque le pido disculpas a Isabel, todavía no he podido licenciarla.

En 2005 Atalanta editó su traducción de La historia de Genji, de Murasaki Shikibu, uno de los grandes clásicos de la literatura universal. ¿Cómo afrontó una labor de tanta magnitud?

Quien afrontó realmente la traducción de una obra gigantesca, escrita antes del Cantar de Mío Cid, para situarnos en el tiempo, y en un lenguaje que los japoneses, excepto los eruditos, no pueden entender desde hace siglos, por lo que requieren una traducción al japonés moderno, fue Royall Tyler, experto en la lengua de la era Heian (siglo XI). Yo me limité a traducir su texto en inglés. No es que esto fuese coser y cantar, puesto que es necesario mantener el tono apropiado y utilizar un lenguaje lo más intemporal posible, que en ningún momento parezca demasiado actual ni demasiado anacrónico. Tyler lo consigue, en contraste con los traductores de la obra que le precedieron, Arthur Waley, que con una prosa encantadora describe aquel mundo remoto en un tono que podría usar para describir la aristocracia de la época victoriana, y Edward Seidensticker, cuya versión, un tanto pedestre, carece del tono poético que tiene la de Tyler.

Royall Tyler incluso tradujo los poemas waka de manera que las sílabas en inglés coincidieran con las del japonés. Al igual que el haiku, el waka carece de rima, pero el número de sílabas, 5-7-5-7-7, ha de ser exacto. Aunque los poemas están colocados en dos líneas porque de lo contrario el volumen sería todavía más grueso de lo que es, si cualquiera de ellos se divide en segmentos con el número de sílabas que he indicado tenemos un auténtico waka en inglés. No sucede lo mismo con mi versión. La obra contiene ochocientos poemas, y obtener auténticos waka en castellano traduciendo los ingleses era imposible de por sí, aparte de que disponía de poco más de un año para entregar el trabajo en la fecha asignada. Así pues, prescindí de esa exquisita minuciosidad de Tyler y me concentré en transmitir el tono poético de los waka, dejando de lado la métrica.

¿Por qué se decidió a traducir La historia de Genji de la versión inglesa de Tyler y no directamente del japonés?

En primer lugar, la decisión de traducir la obra del inglés la tomó el editor. En segundo lugar, ninguna editorial española podría costear la traducción de la obra directamente del japonés original de la era Heian. En todo caso podría utilizar una de las varias versiones existentes al japonés moderno, probablemente la de la novelista y monja budista Jakuchō Setouchi, quien hizo una versión que, parafraseando al No-Do del franquismo, ponía el relato de Genji al alcance de todos los japoneses. Su idea era que gran número de éstos llevaran encima la obra, editada en varios volúmenes pequeños, para leerla en los largos trayectos en tren de casa al trabajo. Eso sería para el editor mucho más costoso que la traducción del inglés, aunque asumible para algunos, pero seguiría siendo una trampa, una traducción indirecta.

Hoy existe una versión directa del Genji al español, obra de Hiroko Izumi e Iván Pinto Román, publicada por el Fondo Editorial de la Asociación Peruano Japonesa. No se trata de una editorial comercial. Es una versión realizada en el ámbito académico y, por lo tanto, la cuestión económica no representa un problema. La señora Izumi es doctora en literatura japonesa y el señor Pinto es un abogado y diplomático estudioso de la historia cultural japonesa, que enseña en una universidad peruana. Todo esto no permite saber si el original que han usado es el de la era Heian o una de las versiones modernas no tan populares como la de Setouchi, las de Akiko Yosano, Fumiko Enchi o Tanizaki. Cuando tenga la seguridad de que se trata de una traducción del japonés antiguo, procuraré hacerme con ella y la leeré, aunque sea con lupa. Lo prometo.

traductor

Ha traducido gran parte de la narrativa de Philip Roth. ¿Qué nos puede contar del escritor estadounidense? ¿Qué novelas destacaría?

Con Philip Roth me sucede como con Thomas Mann, André Gide, Henry Miller, Patrick Modiano, Julio Cortázar o Enrique Vila-Matas: me interesa su obra en bloque. Sé que con todos los autores sucede que unos libros son obras maestras, otros no están tan logrados y algunos son prescindibles, pero eso no me importa en el caso de los citados. Hagan lo que hagan (o hayan hecho) voy a leerlos y disfrutarlos sea cual sea la calidad objetiva, si es que en arte se puede hablar de calidad objetiva.

Podría decir que la obra que el mismo Roth prefiere entre las suyas, El teatro de Sabbath, es también mi preferida. Por lo menos es la novela que traduje con un regocijo, a pesar de que en realidad se trata de una narración trágica, sólo comparable al que me produjo otra obra no traducida por mí, El profesor del deseo. Pero si he de destacar una de sus obras, me inclino por otra que no tuve la suerte de traducir, Mi vida como hombre, por una cuestión personal, una coincidencia peculiar. A medida que leía observé que no sólo había leído todos los libros mencionados en la novela, y no son pocos, sino que en mis ejemplares, desde Retrato de mí mismo, de Mann, hasta Psicoanálisis del arte y del artista, de Ernst Kris, había subrayado a lápiz cuando los leí, mucho antes de que leyera la obra de Roth, exactamente las mismas citas que aparecen en ésta. Yo diría que esto es una coincidencia como las que sólo ocurren en las novelas de Vila-Matas.

¿Hay algún escritor o alguna obra que le gustaría traducir especialmente?

Me habría gustado traducir todo lo que se ha publicado de y sobre Roth después de su muerte. Acabo de leer Baumgartner, de Paul Auster, y lamento profundamente no tener la oportunidad de traducirla (sin prisas, pero sin pausas). Me habría encantado traducir El banquete anual de la cofradía de los sepultureros, de Mathias Enard. Hay una infinidad de libros que me habría gustado traducir. Leo mucho en inglés y francés (aunque no tanto como quisiera porque me flaquea la vista), y con cada obra que me satisface experimento el deseo de traducirla. Pero, de hecho, la lectura en la lengua original de una obra extranjera es ya la primera fase de una traducción.

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Lectura, tenacidad, intuición: traductor

Jordi Fibla (Barcelona, 1946) es uno de los traductores españoles más prestigiosos. Tras realizar estudios en filosofía y letras, se inició en el mundo de la edición como corrector de estilo y redactor en las editoriales Noguer y Plaza & Janés. En 2015 obtuvo el Premio Nacional a la Obra de un Traductor por “su larga trayectoria como traductor profesional, su versatilidad y la calidad de su obra”. Son destacadas sus versiones del japonés junto a Keiko Takahashi. Entre los autores que ha traducido del inglés figuran Saul Bellow, Lawrence Durrell, Vladimir Nabokov y gran parte de la obra de Philip Roth, autor del que se acaba de publicar Las némesis (Literatura Random House).

Decía Don Quijote, sobre el ejercicio del traductor, que “en otras cosas peores se podría ocupar el hombre, y que menos provecho le trujesen”. ¿Qué le impulsó a ejercer esta profesión?

Tenía una vocación latente que descubrí al comienzo de la juventud. Desde muy niño me apasionaba la lectura, y a menudo me preguntaba cómo sería lo que estaba leyendo traducido en su lengua original. Era un estudiante bastante irregular, pero sacaba las mejores notas en las asignaturas relacionadas con el lenguaje. Muy pronto me disgustó que las películas extranjeras estuvieran dobladas. Tenía necesidad de saber cómo sonaba la lengua verdadera de Burlan Caster (así llamábamos los chicos de la Barceloneta a Burt Lancaster), y en aquel entonces satisfacer esa necesidad era imposible.

“El traductor ha de ser consciente de que el valor de su trasvase de un texto escrito en otra lengua a la suya propia estribará en el grado de aproximación al original.”

A los dieciocho años, cuando empecé a trabajar en una editorial, soñaba con llegar a ser escritor, pero tropezaba con una capacidad creativa demasiado limitada. En la editorial conocí a Andrés Bosch, un novelista que también traducía, o más bien un traductor que también escribía, y me pareció que esa forma de enfocar la vida era la ideal: escribes un libro y luego te dedicas a traducir hasta que has concebido una nueva idea para ponerte a escribir el siguiente. Bosch no me dio ningún consejo sobre la escritura, pero sí que me aleccionó acerca de la traducción. Transcurrió una década, durante la que compatibilicé trabajo y estudio, hasta que intenté llevar a la práctica ese ideal, cuya realización ha resultado cojitranca: he sido traductor profesional durante 35 años, pero no he escrito nada creativo digno de publicación.

¿Cuáles son las principales virtudes de un buen traductor?

Pasión por la lectura, curiosidad por las lenguas en general, lo cual no significa que uno trate de ser políglota, sino que el hecho de que los seres humanos hablemos de maneras tan distintas siempre le intriga, y cuando lee una novela de Márkaris, por ejemplo, se dice: “Cuánto me gustaría poder leer esto en griego moderno. A lo mejor, si llego a los cien años…”. El estoicismo es una virtud importante para el traductor, puesto que la suya sigue siendo una profesión muy mal pagada y en la que se plantean muchas exigencias únicamente a cambio de seguir teniendo trabajo eternamente mal pagado.

El reconocimiento a su labor por parte de la crítica y el público, que ha sido inexistente durante siglos, actualmente empieza a ser una realidad. Pero, aunque ahora esté más reconocido, el traductor debe ser humilde, y ésa es otra virtud necesaria. La traducción perfecta es imposible, tanto como la corrección de estilo perfecta, y el traductor ha de ser consciente de que el valor de su trasvase de un texto escrito en otra lengua a la suya propia estribará en el grado de aproximación al original. Su texto, aunque a primera vista parezca indiscernible del original, siempre será aproximado. La paciencia, la tenacidad y la disciplina completan, a mi juicio, la serie de virtudes que ha de tener un traductor literario.

traductor

Joaquim Mallafrè recuerda en su ensayo Llengua de tribu i llengua de polis. Bases d’una traducció literaria que “un altre traductor que prescindirà de la literalitat per refiar-se de la intuïció és Ezra Pound. ‘More sense and less syntax’ eren les seves paraules. ¿Es importante para usted la intuición de la que habla Mallafré?

Creo que Mallafrè debería haber profundizado más en esta cuestión en su excelente ensayo. Nos dice que hay lectores chinos que subrayan la fidelidad de Pound a la lengua china, aunque el gran poeta la desconocía. A pesar de que el asunto es extraordinario y merecedor de un estudio a fondo, Mallafrè se limita a decir que “el caso no deja de ser curioso”, que es un “caso singular”. A mi modo de ver, es absolutamente imposible hacer una traducción directa sin conocer la lengua de partida. Es evidente que la intuición no puede bastar para adivinar sin error las relaciones, los matices, los modismos, las alusiones, las referencias que se establecen entre millares de ideogramas.

Una cosa es aprender el significado y la pronunciación de unos cuantos ideogramas para incrustarlos en un poema propio y otra tener el don mágico de traducir fielmente el gran poema El templo, de Po Chü-i, sin haber estudiado en serio el chino clásico. Esa tarea la realizó Arthur Waley, que fue autodidacta y tradujo del japonés y el chino clásicos sin haber estado jamás en Japón y en China ni haberse ocupado de las lenguas modernas de esos países. No voy a negarle el beneficio de la duda pero, aunque la prosa y la poesía inglesas de Waley son deliciosas, me temo que los chinos que se maravillan de su fidelidad a la lengua china son buenos conocedores del inglés que en realidad se maravillan de la belleza que es capaz de crear un británico en su idioma partiendo de la lengua china.

“Una cosa es aprender el significado y la pronunciación de unos cuantos ideogramas para incrustarlos en un poema propio y otra tener el don mágico de traducir fielmente el gran poema ‘El templo’, de Po Chü-i, sin haber estudiado en serio el chino clásico.”

Hay una intuición que actúa automáticamente y que te hace saber que la elección que tomas es la correcta. En esto mi opinión coincide con la de Conrad. Aniela Zagórska, sobrina de Conrad, tradujo sus obras. Un caso curioso: la sobrina polaca traduce al polaco las novelas que su tío polaco ha escrito en inglés. Pues bien, Conrad le dijo que la traducción, al igual que otras artes, requiere elegir, y elegir supone interpretar. Le aconsejó: “No te empeñes en ser demasiado escrupulosa. En mi opinión es mejor interpretar que traducir. Se trata de encontrar las expresiones equivalentes, y para ello te ruego que te dejes guiar más por tu temperamento que por una conciencia estricta”. No ser demasiado escrupulosa significa no ser literal. Es mejor interpretar que traducir significa que el sentido prevalece por encima de las palabras con que se exprese una idea. Dejarte guiar por tu temperamento significa dejarte llevar por tu intuición automática, que te indica por qué dirección has de buscar las equivalencias.

Además de esa intuición automática, existe una intuición más honda, lo que coloquialmente llamamos “estrujarte los sesos”, que uno pone a trabajar conscientemente cuando se encuentra ante una dificultad de tal envergadura que no ve la manera de conservar el sentido, aunque utilice unas palabras totalmente distintas a las del original. Es el hábito de estrujarte los sesos lo que posibilita que, casi siempre, acabes por encontrar una solución de la dificultad más o menos satisfactoria. El sentido es lo que en ningún caso puede alterarse, pues si se hace el resultado no es una traducción sino un texto creativo paralelo al del original.

Por su parte, Feliu Formosa señala en su libro El gest i la paraula que Thomas Bernhard “demana literalitat, al marge de la reordenació que la sintaxi alemanya fa inevitable. ¿Se ha encontrado, en su labor como traductor, con autores donde esa literalidad sea la mejor opción a la hora de abordar la traducción?

Creo que Bernhard está pidiendo que si él fuerza, por razones creativas, la sintaxis alemana, los traductores hagan lo mismo en sus lenguas respectivas. En principio el traductor debe plegarse a los deseos del autor, siempre que no exija algo que no puede o no debe hacerse en la lengua de llegada. Puede darse el caso de que la capacidad de los lectores del original para asumir las libertades que se tome el autor con la gramática y el léxico no se correspondan con las de quienes leen la obra en su propia lengua. Finnegans Wake debe de tener muy pocos lectores en inglés, pero con toda seguridad son muchísimos más que los lectores de la traducción española de la obra. Y los libros se editan para ser vendidos. El medio en el que surge la traducción es una realidad que no se puede perder de vista.

Nunca me he encontrado con autores cuyos textos requieran una traducción literal. La verdad es que entiendo por “traducción literal” un primer borrador, porque en cada lengua las cosas se expresan de distinto modo y traducir no consiste en sacar garbanzos del saco A para meterlos en el saco B, sino en decir en tu lengua lo dicho en otra sin que, en la medida de lo posible, se note que ha sido dicho en otra lengua, lo cual excluye la literalidad. Cierto agente literario nos dijo a los traductores de uno de sus autores estrella que teníamos que traducir exactamente lo que el autor había escrito o atenernos a las consecuencias. Esto no pasaba de ser una confesión de que la única lengua que conocía el agente era la suya, el inglés, y no tenía ni zorra idea de lo que se hace al traducir.

A propósito de Thomas Bernhard, fue un escritor que se mantuvo al margen de la traducción de su obra. ¿Qué relación ha mantenido con los autores que ha traducido? ¿Han colaborado con usted?

“La relación que tuve con alguno de los vivos fue breve, en general agradable y, en los casos en los que me he dirigido a ellos planteándoles mis dudas sobre alguna frase, de escasa utilidad. No es conveniente tratar de resolver dificultades abordando a los autores.”

He traducido demasiado para haber podido relacionarme siquiera con una parte de los autores. Tengo dos currículums, el presentable y el otro. Para este último usé tres seudónimos. Mi interés por relacionarme con los autores de los libros de ese segundo currículum fue nulo. En cuanto al primero, algunos a los que hubiera querido conocer personalmente habían muerto o estaban a punto de desaparecer, como es el caso del incomparable Patrick Leigh Fermor, con quien apenas tuve tiempo de intercambiar un par de cartas antes de que falleciera. La relación que tuve con alguno de los vivos fue breve, en general agradable y, en los casos en los que me he dirigido a ellos planteándoles mis dudas sobre alguna frase, de escasa utilidad. No es conveniente tratar de resolver dificultades abordando a los autores. Si son anglosajones, por lo menos en mi experiencia, no tienen ni idea de español, y a algunos la traducción les parece una empresa quijotesca. No recuerdo qué me dijo exactamente William Kennedy cuando le planteé mis dudas sobre ciertas frases sin aparente sentido en una de sus novelas, pero creo que una traducción libre que conservara intacto el sentido sería: “Ni aunque me amenazaran con atarme a la cola de un caballo desbocado que me arrastrara por una llanura cubierta de espinos en Nuevo México me dedicaría a un trabajo como el tuyo”.

En el discurso para la Real Academia Española titulado Servidumbe y grandeza de la traducción, Miguel Sáenz se preguntaba: “¿Por qué son incapaces de aceptar que una traducción tenga el acento de algún país de América? Y a la inversa: ¿por qué a veces, en América Latina, se califica a una traducción de mala, simplemente por ser española, sin atender más razones?”.

Tal vez nosotros tengamos cierto complejo de superioridad porque el español nació aquí y ello bastaría para que el castellano peninsular fuese el normativo. Por otro lado, los latinoamericanos argumentan que ellos constituyen el 90% de los hablantes de la lengua, así que menos humos. Naturalmente, ellos preferirían leer traducciones escritas con las particularidades lingüísticas de sus respectivos países, pero la industria editorial peninsular es demasiado potente e inunda sus librerías de traducciones llenas de “gilipollas”, “coger” y otros términos que les producen dentera.

Yo sólo leo traducciones de los idiomas que desconozco, es decir, todos los que no forman parte de la familia romance, exceptuando el rumano, y el inglés. Acabo de leer La guarida, de Norman Manea, novela editada en España. Me he encontrado con un par de americanismos y me han parecido bien, de la misma manera que me gusta llamarle al cruasán “medialuna”. En el remoto pasado no fue así. Apenas salido de la adolescencia, cuando me apasioné por Henry Miller, no podía leer en inglés y, como aquí sufríamos una dictadura que impedía publicar determinados libros, tenía que leer sus obras en traducciones latinoamericanas. La “lapicera fuente”, la “pollera”, la “frazada” y tantos otros términos me sacaban de quicio. Por eso cuando un lector mexicano se mostró indignado en un blog por ciertas palabras en una de mis traducciones, me pareció justo. Donde las dan las toman. Dicho esto, no usaría jamás “medialuna” en lugar de “cruasán” en una de mis traducciones, por más que “cruasán” sea un galicismo adaptado al castellano. Soy europeo y hablo y escribo en el español de Europa, aunque apenas seamos el 10% de la lengua de los 600 millones.

traductor

Alianza ha publicado el libro de relatos Mi marido es de otra especie, de Yukiko Motoya, y la novela Si los gatos desaparecieran del mundo, de Genki Kawamura. Son libros traducidos por usted y por Keiko Takahashi. ¿Cómo se plantea la colaboración con otro traductor?

En el apartado de mis traducciones del japonés no puedo hablar simplemente de “colaboración con otro traductor”. Digamos que he tenido la ayuda generosa y paciente, porque a veces me ponía muy pesado al no aceptar sin más las soluciones que ella me proponía, de mi mujer, Keiko Takahashi. Como nos conocimos hace medio siglo, como ella habló a nuestros hijos en japonés desde el primer momento y esa lengua sigue siendo la segunda en nuestro hogar, como hemos visitado Japón una infinidad de veces a lo largo de ese medio siglo y he tenido una buena relación con su familia, que sólo habla japonés pero es condescendiente conmigo cuando les hablo como Tarzán hablaba el inglés, como he pasado por épocas en las que he hincado los codos tratando de aprender a fondo la lengua, pero me ha faltado constancia, tengo un conocimiento que me permite ver un texto y saber de qué va, leer perfectamente los silabarios hiragana y katakana, entender un número de kanjis notable pero insuficiente, de modo que, si bien sigo expresándome en japonés como un principiante, tengo una clara habilidad para descifrar un texto, todo lo que acabo de decir más la imprescindible ayuda de Keiko me ha permitido traducir unas cuantas obras en su lengua.

El último libro de Yukiko Motoya, Selección automática, ha sido traducido por Emilio Masiá. ¿Qué motivó el cambio? ¿Es preferible, para el lector, que el mismo traductor se ocupe de toda la obra de un escritor?

Tampoco he traducido lo último de Colum McCann ni de Richard Powers ni de J.M. Coetzee, etc. Tuve que jubilarme debido a que mi estado físico era incompatible con las obligaciones que comporta la traducción por encargo. Problemas vertebrales y un trastorno importante de la vista. No he dejado de traducir, con el placer de elegir los textos y la tranquilidad de no estar sometido a las fechas de entrega, porque me gusta y porque es una manera extraordinaria de mantener las neuronas en ebullición, pero en el aspecto material es como si no estuviera haciendo nada, porque soy reacio a embarcarme en penosos peregrinajes por las editoriales tratando de vender mi “producto”.

“No es imprescindible que a un autor lo traduzca siempre el mismo traductor, pero lo cierto es que pueden crearse profundas simpatías que dificultan la aceptación de un nuevo traductor. Así me sucedió, por ejemplo, con ‘La montaña mágica’.”

No es imprescindible que a un autor lo traduzca siempre el mismo traductor, pero lo cierto es que pueden crearse profundas simpatías que dificultan la aceptación de un nuevo traductor. Así me sucedió, por ejemplo, con La montaña mágica. Hace años que tengo sobre la mesa de los libros pendientes de lectura la nueva traducción de Isabel García Adánez, pero, a pesar de que, cuatro años antes de que apareciera, había leído en una revista literaria que “la versión muy antigua de Mario Verdaguer se reedita constantemente y pide a gritos un pase a la licencia”, ésa fue la versión que leí en mi adolescencia, una traducción de la que tengo un recuerdo imborrable y, aunque le pido disculpas a Isabel, todavía no he podido licenciarla.

En 2005 Atalanta editó su traducción de La historia de Genji, de Murasaki Shikibu, uno de los grandes clásicos de la literatura universal. ¿Cómo afrontó una labor de tanta magnitud?

Quien afrontó realmente la traducción de una obra gigantesca, escrita antes del Cantar de Mío Cid, para situarnos en el tiempo, y en un lenguaje que los japoneses, excepto los eruditos, no pueden entender desde hace siglos, por lo que requieren una traducción al japonés moderno, fue Royall Tyler, experto en la lengua de la era Heian (siglo XI). Yo me limité a traducir su texto en inglés. No es que esto fuese coser y cantar, puesto que es necesario mantener el tono apropiado y utilizar un lenguaje lo más intemporal posible, que en ningún momento parezca demasiado actual ni demasiado anacrónico. Tyler lo consigue, en contraste con los traductores de la obra que le precedieron, Arthur Waley, que con una prosa encantadora describe aquel mundo remoto en un tono que podría usar para describir la aristocracia de la época victoriana, y Edward Seidensticker, cuya versión, un tanto pedestre, carece del tono poético que tiene la de Tyler.

Royall Tyler incluso tradujo los poemas waka de manera que las sílabas en inglés coincidieran con las del japonés. Al igual que el haiku, el waka carece de rima, pero el número de sílabas, 5-7-5-7-7, ha de ser exacto. Aunque los poemas están colocados en dos líneas porque de lo contrario el volumen sería todavía más grueso de lo que es, si cualquiera de ellos se divide en segmentos con el número de sílabas que he indicado tenemos un auténtico waka en inglés. No sucede lo mismo con mi versión. La obra contiene ochocientos poemas, y obtener auténticos waka en castellano traduciendo los ingleses era imposible de por sí, aparte de que disponía de poco más de un año para entregar el trabajo en la fecha asignada. Así pues, prescindí de esa exquisita minuciosidad de Tyler y me concentré en transmitir el tono poético de los waka, dejando de lado la métrica.

¿Por qué se decidió a traducir La historia de Genji de la versión inglesa de Tyler y no directamente del japonés?

En primer lugar, la decisión de traducir la obra del inglés la tomó el editor. En segundo lugar, ninguna editorial española podría costear la traducción de la obra directamente del japonés original de la era Heian. En todo caso podría utilizar una de las varias versiones existentes al japonés moderno, probablemente la de la novelista y monja budista Jakuchō Setouchi, quien hizo una versión que, parafraseando al No-Do del franquismo, ponía el relato de Genji al alcance de todos los japoneses. Su idea era que gran número de éstos llevaran encima la obra, editada en varios volúmenes pequeños, para leerla en los largos trayectos en tren de casa al trabajo. Eso sería para el editor mucho más costoso que la traducción del inglés, aunque asumible para algunos, pero seguiría siendo una trampa, una traducción indirecta.

Hoy existe una versión directa del Genji al español, obra de Hiroko Izumi e Iván Pinto Román, publicada por el Fondo Editorial de la Asociación Peruano Japonesa. No se trata de una editorial comercial. Es una versión realizada en el ámbito académico y, por lo tanto, la cuestión económica no representa un problema. La señora Izumi es doctora en literatura japonesa y el señor Pinto es un abogado y diplomático estudioso de la historia cultural japonesa, que enseña en una universidad peruana. Todo esto no permite saber si el original que han usado es el de la era Heian o una de las versiones modernas no tan populares como la de Setouchi, las de Akiko Yosano, Fumiko Enchi o Tanizaki. Cuando tenga la seguridad de que se trata de una traducción del japonés antiguo, procuraré hacerme con ella y la leeré, aunque sea con lupa. Lo prometo.

traductor

Ha traducido gran parte de la narrativa de Philip Roth. ¿Qué nos puede contar del escritor estadounidense? ¿Qué novelas destacaría?

Con Philip Roth me sucede como con Thomas Mann, André Gide, Henry Miller, Patrick Modiano, Julio Cortázar o Enrique Vila-Matas: me interesa su obra en bloque. Sé que con todos los autores sucede que unos libros son obras maestras, otros no están tan logrados y algunos son prescindibles, pero eso no me importa en el caso de los citados. Hagan lo que hagan (o hayan hecho) voy a leerlos y disfrutarlos sea cual sea la calidad objetiva, si es que en arte se puede hablar de calidad objetiva.

Podría decir que la obra que el mismo Roth prefiere entre las suyas, El teatro de Sabbath, es también mi preferida. Por lo menos es la novela que traduje con un regocijo, a pesar de que en realidad se trata de una narración trágica, sólo comparable al que me produjo otra obra no traducida por mí, El profesor del deseo. Pero si he de destacar una de sus obras, me inclino por otra que no tuve la suerte de traducir, Mi vida como hombre, por una cuestión personal, una coincidencia peculiar. A medida que leía observé que no sólo había leído todos los libros mencionados en la novela, y no son pocos, sino que en mis ejemplares, desde Retrato de mí mismo, de Mann, hasta Psicoanálisis del arte y del artista, de Ernst Kris, había subrayado a lápiz cuando los leí, mucho antes de que leyera la obra de Roth, exactamente las mismas citas que aparecen en ésta. Yo diría que esto es una coincidencia como las que sólo ocurren en las novelas de Vila-Matas.

¿Hay algún escritor o alguna obra que le gustaría traducir especialmente?

Me habría gustado traducir todo lo que se ha publicado de y sobre Roth después de su muerte. Acabo de leer Baumgartner, de Paul Auster, y lamento profundamente no tener la oportunidad de traducirla (sin prisas, pero sin pausas). Me habría encantado traducir El banquete anual de la cofradía de los sepultureros, de Mathias Enard. Hay una infinidad de libros que me habría gustado traducir. Leo mucho en inglés y francés (aunque no tanto como quisiera porque me flaquea la vista), y con cada obra que me satisface experimento el deseo de traducirla. Pero, de hecho, la lectura en la lengua original de una obra extranjera es ya la primera fase de una traducción.

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miércoles, 28 de agosto de 2024

Civiles y bárbaros

En septiembre de 2022, dos días después de la fiesta patria, mataron a balazos a Aurelio, el empleado de mis papás, en la calle. Recordar la perversidad de los hechos me ahueca las tripas hasta darme náuseas. Me he vuelto adepta a bloquear las lágrimas que brotan con el recuerdo, pero ante las obras detonadoras del fotógrafo Yael Martínez el sentimiento me desarmó. A la mitad de una galería escondida del Museo de Arte Moderno dejé que el susurro ahogado me moviera el alma y, quedito, sollocé.

La exposición individual de Martínez en el MAM de la Ciudad de México se titula Flor de fuego. Rí’yuu ágù. La acompaña una muestra en Patricia Conde Galería, Gu’wá i’di o Casa sangre. La lengua es me’phaa (tlapaneco), hablada en comunidades originarias de Guerrero, el estado natal del fotógrafo, que creció en una familia de plateros. No todas las imágenes son de ese estado, pero sí las más conmovedoras. Las une el interés de Yael Martínez por documentar el sufrimiento y la resiliencia que dejan, como estela, la violencia y el crimen organizado en este territorio. Atestiguan la desazón y la autarquía que impera en una población que se sabe vencida por la tiranía de quienes no tienen ley que acatar.

La unidad temática denota un profundo y sofisticado sentido visual, que Martínez ha venido puliendo por más de una década como fotógrafo. Entre sus series, La casa que sangra II. Raíz rota y Luciérnaga me parecen las más exitosas. Las obras, magistrales, rompen con un buen número de expectativas sobre la apariencia de la fotografía contemporánea, y lo hacen no por rebeldía salvaje sino por la necesidad expresiva de un artista sincero. Eso es, pues, Yael Martínez: un artista con una sensibilidad tan aguda que sus composiciones sin duda se volverán referencia del fenómeno social que señalan.

Yael Martínez

Yael Martínez, Hombre en llamas (Guerrero, 2015). Cortesía de Patricia Conde Galería

Martínez trabaja en medios visuales, específicamente como fotógrafo documental. Es miembro de la famosa agencia Magnum, fundada en Nueva York después de la Segunda Guerra Mundial por grandes figuras del fotoperiodismo como Robert Capa y Henri Cartier-Bresson, entre quienes imperó la idea de la pureza fotográfica. Apodada “fotografía directa” en español, la doctrina sostiene que las imágenes fotográficas no deben ser intervenidas ni modificadas fuera de los procesos tradicionales de sobre y subexposición del cuarto oscuro. Este código cuasi moralista miró siempre con desdén las experimentaciones plásticas que intervinieran en el plano de la imagen fotográfica, considerando cualquier esfuerzo por realzarla o diluirla un acto próximo al sacrilegio.

En el contexto de la enseñanza, el principio de la pureza de la imagen es una lección clave para desarrollar la sensibilidad visual –el famoso “ojo”– necesaria para convertirse en fotógrafo. Pero más allá de ese valor pedagógico, la fotografía lleva suficiente tiempo conviviendo con los demás medios artísticos como para permanecer impoluta. Los grandes fotógrafos del siglo pasado y del presente han sabido tomar prestados temas, métodos y trucos de las demás artes para hacer de sus impresiones de sal y plata obras de arte plenas, eso es: dignas de contemplación, de écfrasis y ditirambo, y aún de llanto.

Lo que Yael Martínez ha tomado prestado de las demás artes han sido las herramientas de sus familiares plateros: cautines y puntas para soldar, limas, púas y flux. Con ese legado en mano, raya, pinta, agujerea, raspa, corta y a veces vira la superficie de las imágenes para trazar lo que la lente no puede capturar. Carla esperando en su casa en el barrio La Sabana (Acapulco, 2020) es emblemática de lo que estas intervenciones ilustran. Imagen barrida de una mujer con pupilas extirpadas por hoyos en el papel, Carla no tiene agujereados tan sólo los ojos: también el cuerpo, torcido y exhausto, el montón de ropa a su lado en el sillón, las persianas rotas y dobladas que diario corre y un arabesco en el aire, que se alza para escaparse por la ventana. Los agujeritos en toda la imagen demuestran su inquietud, pero representan también al individuo que no está. Los hoyitos son las roturas provocadas por la espera de noticia, la pérdida de razón y voluntad, la presencia constante de la memoria de un desaparecido.

Yael Martínez

Yael Martínez, de la serie Somos el sueño de alguien que estuvo antes que nosotros (Xalpatlahuac, Guerrero, 2023-24). Cortesía de Patricia Conde Galería

Para ilustrar más claramente que las roturas en el campo de la imagen pueden interpretarse como presencias intangibles y no l’appel du vide, Martínez comenzó a experimentar con cajas de luz. En el MAM las cajas están montadas tanto en vertical, sobre la pared, como en horizontal, sobre bases. Algunas se repiten en Patricia Conde Galería, en diferentes dimensiones pero con la misma composición. Dado que cada agujerito es hecho a mano, los duplicados parecen fruto de una disciplina plástica impresionante. Las cajas, de cristal antirreflejante y marcos negros, utilizan tiras y mallas de leds como fondo, a uno o dos centímetros de distancia del soporte de la imagen. La distancia entre la superficie perforada y la fuente de luz es clave para conseguir el efecto: permite la desalineación y, por ello, el dinamismo. Al moverme hacia las cajas las imágenes destellaban como lentejuelas; cuando me alejaba chisporroteaban hasta apagarse. En Levantada de cruz (2023) la luz interior ilumina a dos hombres en su tarea fúnebre: los destellos parpadeantes dan un sentido numinoso que la luz de la lente no puede infundir por sí sola. Así, las cajas extienden y nutren el efecto visual de la escena.

El interés de Martínez por la profundidad y el dinamismo de la imagen fija se extiende a su serie más reciente, Somos el sueño de alguien que estuvo antes que nosotros (2023-24) en Patricia Conde Galería, en la que crea volúmenes en las superficies de sus imágenes utilizando impresiones múltiples y alfileres. Sus numerosos experimentos plásticos demuestran una soltura con el medio que sólo un artista seguro de su capacidad se permite. La fotografía es un medio con críticos conservadores, opuestos a que la pureza del medio se enturbie; sus usos están fuertemente ligados al criterio de imparcialidad de los medios de comunicación impresos y tareas forenses (entre otros), y la idea de que la fotografía manifiesta la realidad está muy arraigada. Salirse de esas líneas en busca de algo más no se hace sin riesgo, al que se añade posar la lente sobre comunidades asediadas por la violencia.

Yael Martínez

Yael Martínez, de la serie Somos el sueño de alguien que estuvo antes que nosotros (Rezandera, Guerrero, 2023-24). Cortesía de Patricia Conde Galería

Más allá de su valentía y su sensatez, lo que más agradezco a Yael Martínez es la inquietud de transmitir una verdad emocional: los efectos de la muerte y la desaparición en el país no sólo se cuentan, se sienten. El artista parece entender que, si el vacío interno de la pérdida se padece en el plano espiritual, esperar que una fotografía directa pueda plasmar la complejidad afectiva es ingenuo. Sus intervenciones en la imagen están calculadas para agudizar el tenor emocional.

Contrariamente, en la fotografía contemporánea muchos artistas han ido despojándose de la emocionalidad en un efecto que la curadora Charlotte Cotton llama deadpan, esa inexpresividad deliberada de artistas asociados a la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf de Bernd y Hilla Becher –cómo Candida Höfer, Thomas Struth o Alec Soth–, que distancia al observador. Con un aire impasible e indiferente, sus imágenes buscan minimizar la intención humana de quienes las construyeron; un efecto que ahora tanto pintores como escultores toman prestado en lo que se conoce como deadpan aesthetic (véase Nina Beier en el recinto de enfrente del MAM).

Aunque vivimos en una época sentimental, las galerías de arte suelen tener un carácter cercano a lo aséptico, y en los últimos años había olvidado que las artes visuales pueden lograr que la gente sienta algo. No sólo que hablen o escriban sobre ello, o que se tomen una foto para manifestar estatus social. No. Que sientan, que experimenten la compresión del espíritu sobre el cuerpo en la respuesta inconfundible a una pérdida –súbita y violenta–como la de Aurelio, un evento penosamente ordinario en este país pero del que no logro, ni lograré jamás, desprenderme. Este es el triunfo de Yael Martínez: recordarnos que el arte también nos conmueve, y que llorar es resistir en el México bárbaro de hoy.

Gu’wá i’di Casa sangre (Patricia Conde Galería) puede visitarse hasta el 7 de septiembre; Flor de fuego. Rí’yuu ágù (Museo de Arte Moderno) hasta el 13 de octubre

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Civiles y bárbaros

En septiembre de 2022, dos días después de la fiesta patria, mataron a balazos a Aurelio, el empleado de mis papás, en la calle. Recordar la perversidad de los hechos me ahueca las tripas hasta darme náuseas. Me he vuelto adepta a bloquear las lágrimas que brotan con el recuerdo, pero ante las obras detonadoras del fotógrafo Yael Martínez el sentimiento me desarmó. A la mitad de una galería escondida del Museo de Arte Moderno dejé que el susurro ahogado me moviera el alma y, quedito, sollocé.

La exposición individual de Martínez en el MAM de la Ciudad de México se titula Flor de fuego. Rí’yuu ágù. La acompaña una muestra en Patricia Conde Galería, Gu’wá i’di o Casa sangre. La lengua es me’phaa (tlapaneco), hablada en comunidades originarias de Guerrero, el estado natal del fotógrafo, que creció en una familia de plateros. No todas las imágenes son de ese estado, pero sí las más conmovedoras. Las une el interés de Yael Martínez por documentar el sufrimiento y la resiliencia que dejan, como estela, la violencia y el crimen organizado en este territorio. Atestiguan la desazón y la autarquía que impera en una población que se sabe vencida por la tiranía de quienes no tienen ley que acatar.

La unidad temática denota un profundo y sofisticado sentido visual, que Martínez ha venido puliendo por más de una década como fotógrafo. Entre sus series, La casa que sangra II. Raíz rota y Luciérnaga me parecen las más exitosas. Las obras, magistrales, rompen con un buen número de expectativas sobre la apariencia de la fotografía contemporánea, y lo hacen no por rebeldía salvaje sino por la necesidad expresiva de un artista sincero. Eso es, pues, Yael Martínez: un artista con una sensibilidad tan aguda que sus composiciones sin duda se volverán referencia del fenómeno social que señalan.

Yael Martínez

Yael Martínez, Hombre en llamas (Guerrero, 2015). Cortesía de Patricia Conde Galería

Martínez trabaja en medios visuales, específicamente como fotógrafo documental. Es miembro de la famosa agencia Magnum, fundada en Nueva York después de la Segunda Guerra Mundial por grandes figuras del fotoperiodismo como Robert Capa y Henri Cartier-Bresson, entre quienes imperó la idea de la pureza fotográfica. Apodada “fotografía directa” en español, la doctrina sostiene que las imágenes fotográficas no deben ser intervenidas ni modificadas fuera de los procesos tradicionales de sobre y subexposición del cuarto oscuro. Este código cuasi moralista miró siempre con desdén las experimentaciones plásticas que intervinieran en el plano de la imagen fotográfica, considerando cualquier esfuerzo por realzarla o diluirla un acto próximo al sacrilegio.

En el contexto de la enseñanza, el principio de la pureza de la imagen es una lección clave para desarrollar la sensibilidad visual –el famoso “ojo”– necesaria para convertirse en fotógrafo. Pero más allá de ese valor pedagógico, la fotografía lleva suficiente tiempo conviviendo con los demás medios artísticos como para permanecer impoluta. Los grandes fotógrafos del siglo pasado y del presente han sabido tomar prestados temas, métodos y trucos de las demás artes para hacer de sus impresiones de sal y plata obras de arte plenas, eso es: dignas de contemplación, de écfrasis y ditirambo, y aún de llanto.

Lo que Yael Martínez ha tomado prestado de las demás artes han sido las herramientas de sus familiares plateros: cautines y puntas para soldar, limas, púas y flux. Con ese legado en mano, raya, pinta, agujerea, raspa, corta y a veces vira la superficie de las imágenes para trazar lo que la lente no puede capturar. Carla esperando en su casa en el barrio La Sabana (Acapulco, 2020) es emblemática de lo que estas intervenciones ilustran. Imagen barrida de una mujer con pupilas extirpadas por hoyos en el papel, Carla no tiene agujereados tan sólo los ojos: también el cuerpo, torcido y exhausto, el montón de ropa a su lado en el sillón, las persianas rotas y dobladas que diario corre y un arabesco en el aire, que se alza para escaparse por la ventana. Los agujeritos en toda la imagen demuestran su inquietud, pero representan también al individuo que no está. Los hoyitos son las roturas provocadas por la espera de noticia, la pérdida de razón y voluntad, la presencia constante de la memoria de un desaparecido.

Yael Martínez

Yael Martínez, de la serie Somos el sueño de alguien que estuvo antes que nosotros (Xalpatlahuac, Guerrero, 2023-24). Cortesía de Patricia Conde Galería

Para ilustrar más claramente que las roturas en el campo de la imagen pueden interpretarse como presencias intangibles y no l’appel du vide, Martínez comenzó a experimentar con cajas de luz. En el MAM las cajas están montadas tanto en vertical, sobre la pared, como en horizontal, sobre bases. Algunas se repiten en Patricia Conde Galería, en diferentes dimensiones pero con la misma composición. Dado que cada agujerito es hecho a mano, los duplicados parecen fruto de una disciplina plástica impresionante. Las cajas, de cristal antirreflejante y marcos negros, utilizan tiras y mallas de leds como fondo, a uno o dos centímetros de distancia del soporte de la imagen. La distancia entre la superficie perforada y la fuente de luz es clave para conseguir el efecto: permite la desalineación y, por ello, el dinamismo. Al moverme hacia las cajas las imágenes destellaban como lentejuelas; cuando me alejaba chisporroteaban hasta apagarse. En Levantada de cruz (2023) la luz interior ilumina a dos hombres en su tarea fúnebre: los destellos parpadeantes dan un sentido numinoso que la luz de la lente no puede infundir por sí sola. Así, las cajas extienden y nutren el efecto visual de la escena.

El interés de Martínez por la profundidad y el dinamismo de la imagen fija se extiende a su serie más reciente, Somos el sueño de alguien que estuvo antes que nosotros (2023-24) en Patricia Conde Galería, en la que crea volúmenes en las superficies de sus imágenes utilizando impresiones múltiples y alfileres. Sus numerosos experimentos plásticos demuestran una soltura con el medio que sólo un artista seguro de su capacidad se permite. La fotografía es un medio con críticos conservadores, opuestos a que la pureza del medio se enturbie; sus usos están fuertemente ligados al criterio de imparcialidad de los medios de comunicación impresos y tareas forenses (entre otros), y la idea de que la fotografía manifiesta la realidad está muy arraigada. Salirse de esas líneas en busca de algo más no se hace sin riesgo, al que se añade posar la lente sobre comunidades asediadas por la violencia.

Yael Martínez

Yael Martínez, de la serie Somos el sueño de alguien que estuvo antes que nosotros (Rezandera, Guerrero, 2023-24). Cortesía de Patricia Conde Galería

Más allá de su valentía y su sensatez, lo que más agradezco a Yael Martínez es la inquietud de transmitir una verdad emocional: los efectos de la muerte y la desaparición en el país no sólo se cuentan, se sienten. El artista parece entender que, si el vacío interno de la pérdida se padece en el plano espiritual, esperar que una fotografía directa pueda plasmar la complejidad afectiva es ingenuo. Sus intervenciones en la imagen están calculadas para agudizar el tenor emocional.

Contrariamente, en la fotografía contemporánea muchos artistas han ido despojándose de la emocionalidad en un efecto que la curadora Charlotte Cotton llama deadpan, esa inexpresividad deliberada de artistas asociados a la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf de Bernd y Hilla Becher –cómo Candida Höfer, Thomas Struth o Alec Soth–, que distancia al observador. Con un aire impasible e indiferente, sus imágenes buscan minimizar la intención humana de quienes las construyeron; un efecto que ahora tanto pintores como escultores toman prestado en lo que se conoce como deadpan aesthetic (véase Nina Beier en el recinto de enfrente del MAM).

Aunque vivimos en una época sentimental, las galerías de arte suelen tener un carácter cercano a lo aséptico, y en los últimos años había olvidado que las artes visuales pueden lograr que la gente sienta algo. No sólo que hablen o escriban sobre ello, o que se tomen una foto para manifestar estatus social. No. Que sientan, que experimenten la compresión del espíritu sobre el cuerpo en la respuesta inconfundible a una pérdida –súbita y violenta–como la de Aurelio, un evento penosamente ordinario en este país pero del que no logro, ni lograré jamás, desprenderme. Este es el triunfo de Yael Martínez: recordarnos que el arte también nos conmueve, y que llorar es resistir en el México bárbaro de hoy.

Gu’wá i’di Casa sangre (Patricia Conde Galería) puede visitarse hasta el 7 de septiembre; Flor de fuego. Rí’yuu ágù (Museo de Arte Moderno) hasta el 13 de octubre

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viernes, 23 de agosto de 2024

‘Isla eléctrica’: cuando la ruina no existe

Al observar la destrucción desde coordenadas marginales, la obra de Carolina Fusilier (Buenos Aires, 1985) pone en jaque la noción de progreso. La idea es expandir los límites entre lo orgánico y lo mecánico para generar espacios que permitan imaginar formas nuevas. El resultado no deja lugar a la indiferencia: un mundo posthumano que rechaza la seguridad –aquello definitivo, lo establecido– plasmado en videos, instalaciones, cuadros de mediano y gran formato y piezas escultóricas, algunas de ellas realizadas con la intención de ser sumergidas en agua y mutar.

“No creemos en la ruina porque nada permanece”, dice la hoja de sala de Isla eléctrica, muestra curada por Gaby Cepeda que ocupa la galería Peana, en la colonia Roma de la Ciudad de México, hasta el 31 de agosto. La frase desnuda los cimientos de la exposición, cuyas piezas centrales son tres peceras donde habitan varias estructuras de alambre y cemento recubiertas con barro zacatecano –sin cocción–, que poco a poco se deshacen para formar rincones de vida en ebullición. Mientras el agua desplaza la materia surgen sonidos insospechados que Fusilier ha capturado para acompañar la instalación.

“El sonido que emiten es un lenguaje en sí mismo. El barro se va descomponiendo, pero las estructuras de metal quedan; la idea es que se vuelvan a montar en la sala. Estas estructuras me recuerdan mucho a las que se ven al salir de las grandes ciudades o en la costa. No se sabe si son construcciones del pasado o si de ahí va surgir algo: me gusta esa zona indefinida entre el futuro y el pasado”, cuenta la artista en un recorrido por la sala.

Carolina Fusilier

Vista de Isla eléctrica: Carolina Fusilier, Peana, Ciudad de México, 2024. Cortesía de la artista

La muestra arranca con un video de nueve minutos, que recibe a los visitantes en el pórtico de Peana. Filmado dentro de una pecera, Comunidad metabólica es una introducción a la narrativa de Isla eléctrica, pues cuenta la historia de una especie terrestre que se vuelve acuática a partir de la construcción de una presa hidroeléctrica.

“Estas estructuras me recuerdan mucho a las que se ven al salir de las grandes ciudades o en la costa. No se sabe si son construcciones del pasado o si de ahí va surgir algo: me gusta esa zona indefinida entre el futuro y el pasado”: Carolina Fusilier.

“La ficción parte de una historia real, que es la creación, en 1954, de la presa Miguel Alemán, en la frontera de Veracruz y Oaxaca. En esa época la idea de modernidad era integrar todo el país con modelos deprogresobasados en explotar el territorio. La gente, la fauna y la flora quedaron sujetas a estas imposiciones abusivas que no tuvieron consideraciones. Con la inundación, esta especie se va adaptando al agua, usa la energía de la corriente a su favor para construir. Es una ciudad mutante, porque el ecosistema acuático acelera los ritmos de vida. Aquí nada muere ni entra en decadencia, sino que está transformándose. Esta comunidad ya no cree en formas de hacer civilización basadas en la noción de estabilidad”, explica Carolina Fusilier.

Si bien la presa Miguel Alemán es un punto de anclaje histórico, el de Isla eléctrica es un mundo de fantasía, donde la imaginación de la artista se desborda en técnicas y materiales: cables, metales, fierro viejo mezclado con barro y plantas. El sonido de las peceras se integra a este collage para crear atmósferas inquietantes que, como dice el texto curatorial, “no existen ni aquí en el presente ni allá en ese pasado, sino en un futuro indefinido que está tan lejos o tan cerca como deseemos”.

Carolina Fusilier

Vista de Isla eléctrica: Carolina Fusilier, Peana, Ciudad de México, 2024. Cortesía de la artista

Fusilier lo aclara pronto: “Hay fórmulas del arte contemporáneo con las que no quiero coincidir, no voy por esa línea: la intención no es hablar del territorio de forma explícita, pues es un territorio que ha sufrido demasiada extracción, en muchos niveles”. La historia de las piezas tiene que ver con la manera en la que la artista concibe su práctica: siempre permeable al contexto, realizada desde un lugar “puro de observación”, como ella le llama, y sin temor al desafío de experimentar con materiales y medios nuevos hasta lograr entenderlos.

“Mucho de mi trabajo de campo consiste en tener una grabadora y grabar cosas. Con mi pareja, que es cineasta experimental, hicimos la prueba de meter el barro en el agua. Me sorprendieron los sonidos, como de un reloj, como de una explosión, tienen una cualidad industrial fascinante. Me alucinaron tanto que empecé a escribir ficciones sobre cómo se conecta la energía del agua con la electricidad. Justo cuando trabajaba con las peceras apareció en el estudio mi amiga Xilonen Luna, que es antropóloga, y al preguntarle por ciudades sumergidas en México mencionó la cuenca del Papaloapan. Conectar lo que estaba haciendo con un hecho real o histórico fue una inspiración importante, pero todo arranca desde lo fantasioso, lo especulativo”.

“Conectar lo que estaba haciendo con un hecho real o histórico fue una inspiración importante, pero todo arranca desde lo fantasioso, lo especulativo”: Carolina Fusilier.

Carolina Fusilier vive en México desde 2016, cuando llegó a la Ciudad para formar parte de uno de los programas educativos de SOMA. En la pandemia quiso experimentar un exilio citadino y se mudó a San Agustín Etla, en Oaxaca, que es su hogar hasta ahora. La llegada al país influyó su quehacer artístico, como le ha sucedido en cada lugar donde ha vivido. 

“Por ejemplo, no sé si hubiera trabajado estas piezas en barro si no viviera en Oaxaca. Mi casa está a la vuelta del Taller Canela, uno de los talleres más famosos de cerámica. Dialogar con los maestros me abrió la posibilidad de experimentar con el barro que tenían. Ese encuentro fue importante para esta producción. Muy cerca de donde vivo, sobre la carretera, hay galpones de fierro viejo donde dejan chatarrería, electrodomésticos en desuso. Es parte de mi trabajo visitar ese lugar, siempre salgo con más ideas”.

Carolina Fusilier

Vista de Isla eléctrica: Carolina Fusilier, Peana, Ciudad de México, 2024. Cortesía de la artista

Así, Isla eléctrica va de cuerpos orgánicos a mecánicos y de escenarios industriales a domésticos. Los lienzos dan cuenta de esta tensión, sobre todo Vista panorámica de la transmisión eléctrica: hay agua, pequeños montículos de tierra, cables. El paisaje es cortado por hilos, atravesado de punta a punta. Las torres eléctricas forman parte del panorama, como sombras siniestras.

“Aunque la encuentro conflictiva por su circulación comercial, la pintura es un medio que conozco hace muchos años, tengo un entendimiento muy fuerte con los materiales. En estas obras quise explorar ese híbrido de máquina con material orgánico, el diálogo entre lo tecnológico, lo no humano, los cuerpos que se conectan en un momento dado”.

El interés de Carolina Fusilier por cuestionar la ruina desde lo estético y lo político, presente en otras etapas de su trabajo, se conjuga con su inclinación por los paisajes poéticos, que aquí explora también desde lo visual y lo sonoro.

El interés de Carolina Fusilier por cuestionar la ruina desde lo estético y lo político, presente en otras etapas de su trabajo, se conjuga con su inclinación por los paisajes poéticos, que aquí explora también desde lo visual y lo sonoro. Esto se puede ver en el video A.C.U. (Asociación de Cables Unidos), sobre la comunicación encriptada de los pájaros a través de cables eléctricos. Como se lee en el texto curatorial, los paisajes de Fusilier “están completamente vigilados, observados a través de hardware, un lente/artefacto que cuantifica, sondea y racionaliza y, sin embargo, por debajo persiste la resistencia en formas de vida apenas conocidas por los humanos, sumergidas en un tipo de mundo completamente diferente”.

La artista lo explica mejor: “Me gusta pensar que hay la intención de entender estas otras perspectivas o experiencias que no son humanas, cómo se ajustan todas estas criaturas a las intervenciones tecnológicas que supuestamente vienen a hacer del mundo algo más fácil, pero no sé para quién”.

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‘Isla eléctrica’: cuando la ruina no existe

Al observar la destrucción desde coordenadas marginales, la obra de Carolina Fusilier (Buenos Aires, 1985) pone en jaque la noción de progreso. La idea es expandir los límites entre lo orgánico y lo mecánico para generar espacios que permitan imaginar formas nuevas. El resultado no deja lugar a la indiferencia: un mundo posthumano que rechaza la seguridad –aquello definitivo, lo establecido– plasmado en videos, instalaciones, cuadros de mediano y gran formato y piezas escultóricas, algunas de ellas realizadas con la intención de ser sumergidas en agua y mutar.

“No creemos en la ruina porque nada permanece”, dice la hoja de sala de Isla eléctrica, muestra curada por Gaby Cepeda que ocupa la galería Peana, en la colonia Roma de la Ciudad de México, hasta el 31 de agosto. La frase desnuda los cimientos de la exposición, cuyas piezas centrales son tres peceras donde habitan varias estructuras de alambre y cemento recubiertas con barro zacatecano –sin cocción–, que poco a poco se deshacen para formar rincones de vida en ebullición. Mientras el agua desplaza la materia surgen sonidos insospechados que Fusilier ha capturado para acompañar la instalación.

“El sonido que emiten es un lenguaje en sí mismo. El barro se va descomponiendo, pero las estructuras de metal quedan; la idea es que se vuelvan a montar en la sala. Estas estructuras me recuerdan mucho a las que se ven al salir de las grandes ciudades o en la costa. No se sabe si son construcciones del pasado o si de ahí va surgir algo: me gusta esa zona indefinida entre el futuro y el pasado”, cuenta la artista en un recorrido por la sala.

Carolina Fusilier

Vista de Isla eléctrica: Carolina Fusilier, Peana, Ciudad de México, 2024. Cortesía de la artista

La muestra arranca con un video de nueve minutos, que recibe a los visitantes en el pórtico de Peana. Filmado dentro de una pecera, Comunidad metabólica es una introducción a la narrativa de Isla eléctrica, pues cuenta la historia de una especie terrestre que se vuelve acuática a partir de la construcción de una presa hidroeléctrica.

“Estas estructuras me recuerdan mucho a las que se ven al salir de las grandes ciudades o en la costa. No se sabe si son construcciones del pasado o si de ahí va surgir algo: me gusta esa zona indefinida entre el futuro y el pasado”: Carolina Fusilier.

“La ficción parte de una historia real, que es la creación, en 1954, de la presa Miguel Alemán, en la frontera de Veracruz y Oaxaca. En esa época la idea de modernidad era integrar todo el país con modelos deprogresobasados en explotar el territorio. La gente, la fauna y la flora quedaron sujetas a estas imposiciones abusivas que no tuvieron consideraciones. Con la inundación, esta especie se va adaptando al agua, usa la energía de la corriente a su favor para construir. Es una ciudad mutante, porque el ecosistema acuático acelera los ritmos de vida. Aquí nada muere ni entra en decadencia, sino que está transformándose. Esta comunidad ya no cree en formas de hacer civilización basadas en la noción de estabilidad”, explica Carolina Fusilier.

Si bien la presa Miguel Alemán es un punto de anclaje histórico, el de Isla eléctrica es un mundo de fantasía, donde la imaginación de la artista se desborda en técnicas y materiales: cables, metales, fierro viejo mezclado con barro y plantas. El sonido de las peceras se integra a este collage para crear atmósferas inquietantes que, como dice el texto curatorial, “no existen ni aquí en el presente ni allá en ese pasado, sino en un futuro indefinido que está tan lejos o tan cerca como deseemos”.

Carolina Fusilier

Vista de Isla eléctrica: Carolina Fusilier, Peana, Ciudad de México, 2024. Cortesía de la artista

Fusilier lo aclara pronto: “Hay fórmulas del arte contemporáneo con las que no quiero coincidir, no voy por esa línea: la intención no es hablar del territorio de forma explícita, pues es un territorio que ha sufrido demasiada extracción, en muchos niveles”. La historia de las piezas tiene que ver con la manera en la que la artista concibe su práctica: siempre permeable al contexto, realizada desde un lugar “puro de observación”, como ella le llama, y sin temor al desafío de experimentar con materiales y medios nuevos hasta lograr entenderlos.

“Mucho de mi trabajo de campo consiste en tener una grabadora y grabar cosas. Con mi pareja, que es cineasta experimental, hicimos la prueba de meter el barro en el agua. Me sorprendieron los sonidos, como de un reloj, como de una explosión, tienen una cualidad industrial fascinante. Me alucinaron tanto que empecé a escribir ficciones sobre cómo se conecta la energía del agua con la electricidad. Justo cuando trabajaba con las peceras apareció en el estudio mi amiga Xilonen Luna, que es antropóloga, y al preguntarle por ciudades sumergidas en México mencionó la cuenca del Papaloapan. Conectar lo que estaba haciendo con un hecho real o histórico fue una inspiración importante, pero todo arranca desde lo fantasioso, lo especulativo”.

“Conectar lo que estaba haciendo con un hecho real o histórico fue una inspiración importante, pero todo arranca desde lo fantasioso, lo especulativo”: Carolina Fusilier.

Carolina Fusilier vive en México desde 2016, cuando llegó a la Ciudad para formar parte de uno de los programas educativos de SOMA. En la pandemia quiso experimentar un exilio citadino y se mudó a San Agustín Etla, en Oaxaca, que es su hogar hasta ahora. La llegada al país influyó su quehacer artístico, como le ha sucedido en cada lugar donde ha vivido. 

“Por ejemplo, no sé si hubiera trabajado estas piezas en barro si no viviera en Oaxaca. Mi casa está a la vuelta del Taller Canela, uno de los talleres más famosos de cerámica. Dialogar con los maestros me abrió la posibilidad de experimentar con el barro que tenían. Ese encuentro fue importante para esta producción. Muy cerca de donde vivo, sobre la carretera, hay galpones de fierro viejo donde dejan chatarrería, electrodomésticos en desuso. Es parte de mi trabajo visitar ese lugar, siempre salgo con más ideas”.

Carolina Fusilier

Vista de Isla eléctrica: Carolina Fusilier, Peana, Ciudad de México, 2024. Cortesía de la artista

Así, Isla eléctrica va de cuerpos orgánicos a mecánicos y de escenarios industriales a domésticos. Los lienzos dan cuenta de esta tensión, sobre todo Vista panorámica de la transmisión eléctrica: hay agua, pequeños montículos de tierra, cables. El paisaje es cortado por hilos, atravesado de punta a punta. Las torres eléctricas forman parte del panorama, como sombras siniestras.

“Aunque la encuentro conflictiva por su circulación comercial, la pintura es un medio que conozco hace muchos años, tengo un entendimiento muy fuerte con los materiales. En estas obras quise explorar ese híbrido de máquina con material orgánico, el diálogo entre lo tecnológico, lo no humano, los cuerpos que se conectan en un momento dado”.

El interés de Carolina Fusilier por cuestionar la ruina desde lo estético y lo político, presente en otras etapas de su trabajo, se conjuga con su inclinación por los paisajes poéticos, que aquí explora también desde lo visual y lo sonoro.

El interés de Carolina Fusilier por cuestionar la ruina desde lo estético y lo político, presente en otras etapas de su trabajo, se conjuga con su inclinación por los paisajes poéticos, que aquí explora también desde lo visual y lo sonoro. Esto se puede ver en el video A.C.U. (Asociación de Cables Unidos), sobre la comunicación encriptada de los pájaros a través de cables eléctricos. Como se lee en el texto curatorial, los paisajes de Fusilier “están completamente vigilados, observados a través de hardware, un lente/artefacto que cuantifica, sondea y racionaliza y, sin embargo, por debajo persiste la resistencia en formas de vida apenas conocidas por los humanos, sumergidas en un tipo de mundo completamente diferente”.

La artista lo explica mejor: “Me gusta pensar que hay la intención de entender estas otras perspectivas o experiencias que no son humanas, cómo se ajustan todas estas criaturas a las intervenciones tecnológicas que supuestamente vienen a hacer del mundo algo más fácil, pero no sé para quién”.

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