jueves, 22 de agosto de 2024

El espejismo ‘woke’

Si en años anteriores las palabras que dominaron la discusión pública fueron posverdad o selfie, entre otras, en 2024 el término woke debe estar en el mismo rango de popularidad. El problema sería definir qué significa, pues el abuso lo ha erosionado hasta volverlo un insulto o descalificación que se usa, particularmente, desde la trinchera de la derecha ideológica. Como cualquier descalificación dicha en las redes sociales –la arena pública de nuestros días–, no hay más contexto para todo aquello que se suma a la lista de lo woke, una expresión que, desde la segunda o tercera década del siglo XX, se utilizó en Estados Unidos para reivindicar a minorías raciales ante el abuso de la élite blanca de país.

Lo woke pasó de esa primera reivindicación racial a capturar todas aquellas muestras de inconformidad ante diferentes formas de discriminación, incluyendo, por supuesto, la de género. Con la llegada de Internet y el monopolio de las redes sociales como tribuna, la lucha por visibilizar la desigualdad se expandió, pues ahora muchas personas excluidas del debate público pudieron manifestarse por las injusticias y reclamar lugares en espacios vedados para ellas por su origen. Como es previsible, la reacción a esta dinámica no tardó en llegar y los defensores del statu quo comenzaron a atacar a todo aquel que cuestionara sus privilegios y fuera beneficiado con políticas que desde los gobiernos, e incluso empresas, pretenden emparejar las oportunidades mediante la llamada “discriminación positiva”, es decir, políticas que aumentan la representación de grupos históricamente marginados. La razón que se esgrime –en específico por personajes ligados a ideología liberal o neoliberal– es que el mundo global que se construyó durante la segunda mitad del siglo XX no necesita de estos mecanismos paternalistas, pues el ascenso social está al alcance de todos gracias a la educación, la ciencia y el libre mercado. Segmentar a la población a partir de su credo, identidad sexual, nacionalidad, origen étnico, entre otros, crea un tribalismo nocivo que fomenta el resentimiento hacia los justos ganadores del capitalismo de nuestros tiempos.

Como es del dominio público, la globalización que se aceleró en la década de los ochenta no representó una oportunidad para la población discriminada, pues la estructura económica privilegió la obtención voraz de ganancias y no la justicia social. La exclusión, más bien, se normalizó por medio de la ideología del esfuerzo, es decir, se culpabilizó al ciudadano que no había podido mejorar su condición de vida, pues no se estaba esforzando lo suficiente. En ese sentido, lo woke representó un recurso casi desesperado por visibilizar, aunque fuera superficialmente y dentro del sistema, las historias y vidas de sectores invisibilizados por generaciones. Hasta este punto se vincula con las luchas históricas que han combatido la desigualdad y promovido ideas como al abolicionismo, los derechos humanos, el voto universal, el feminismo, el ecologismo, entre muchas otras. Lo woke, en ese sentido, es o debería ser un elemento propio de la izquierda. Sin embargo, algo se ha torcido en el camino.

El capitalismo ha capturado casi cualquier muestra de inconformidad o rebeldía volviéndola un objeto de consumo. De esta manera, las expresiones que reivindicaron, desde la periferia, a los grupos subrepresentados en la sociedad, fueron convertidas en versiones inofensivas para la sociedad. La música, en especial, fue víctima de este proceso. En otros casos, la representación de grupos marginados –como los afroamericanos– se llevó a cabo sin contar sus propias historias sino reemplazando a la élite. Películas, series y publicidad se embarcaron en la tarea de ser lo suficientemente diversas para, aparentemente, darle su lugar a los olvidados. Sin embargo, la segregación no ha tenido muchos cambios, al igual que el determinismo social que condena a una persona por su origen e identidad. Por poner dos ejemplos: el Reino Unido tuvo un primer ministro descendiente de indios –Rishi Sunak– e Italia tiene a una mujer –Giorgia Meloni– en un puesto similar. Estos políticos representan posiciones que van del conservadurismo tradicional a ideologías que reivindican la xenofobia y el fascismo. A pesar de esto, algunos ven en estos cambios una saludable inclusión de la periferia que pertenecía al Imperio Inglés, en el caso de Sunak, y de las mujeres, en el caso de Meloni.

El problema de criticar el llamado wokismo es no marcar suficiente distancia con la derecha o el pensamiento conservador, que ha convertido a lo woke –y todo lo que se le parezca– en su enemigo favorito. Uno de los libros recientes que analiza muy bien el acercamiento de la reivindicación de los excluidos a posiciones radicales y, por supuesto, conservadoras es Izquierda no es woke (2023; publicado en español por Debate) de la filósofa estadounidense Susan Neiman. El ensayo no cae en la trampa de retomar las diatribas de la derecha contra el “virus identitario” que trastoca la utopía liberal que, claro está, aún no ha llegado. La autora usa como ejemplo a los filósofos de la Ilustración para mostrar el espíritu universal de cualquier lucha por la justicia social. En efecto, hay una crítica al tribalismo, pero no porque esa fragmentación atente contra un mundo que se vende como igualitario, sino porque la división en identidades excluyentes provoca una lucha en la que se replican los juegos de poder que nutren la desigualdad que se intenta combatir.

En Izquierda no es woke Neiman critica de forma certera las purgas hechas por grupos que se pertrechan en su papel de víctimas y que lo instrumentan como una herramienta autoritaria, una suerte de cheque en blanco que les da inmunidad y legitimidad para oprimir a otros. El caso del gobierno de extrema derecha de Israel es el mejor ejemplo de esto, pues usa el Holocausto como un arma que le da autoridad para la limpieza étnica que ha realizado, desde hace muchos años, en Palestina. La llamada victimización debe evolucionar a una propuesta que cambie los cimientos de la sociedad, como afirma Neiman, pues de lo contrario se inmoviliza, corrompe cualquier causa justa y se vuelve una revancha que se vuelca contra aquellos con los que hay más coincidencias que diferencias. En este punto, precisamente, lo woke se vuelve –muchas veces sin darse cuenta o sin asumirlo por completo– una rama de la derecha con toda su peligrosa virulencia.   

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