Desde hace algunos años han cobrado cierta fama ideas que mezclan el autoritarismo con el dogma tecnológico. Hay varias razones para este fenómeno, pero podría destacar dos: la poca crítica que se hace a la tecnología –asumiendo que es neutral en sí misma– y la necesidad, en medio de la crisis, de aferrarse a modelos sociales que garanticen la seguridad de las personas sin importar que repliquen estrategias cada vez más autoritarias. La normalización de este pensamiento ha logrado que posiciones cada vez más extremas, orilladas a la marginalidad por su talante antidemocrático, se infiltren en el debate público como opciones reales y, lo peor, con cierto respaldo popular.
Gil Durán, un colaborador de The New Republic, publicó recientemente el artículo “Where J.D. Vance gets his weird, terrifying techno-authoritarian ideas”. A grandes rasgos describe la ideología de Curtis Yarvin, una especie de gurú de J.D. Vance, candidato a la vicepresidencia de Estados Unidos por el Partido Republicano. La historia de Yarvin, como la de muchos otros ideólogos que promueven el dogma tecnológico, está directamente influenciada por los empresarios de Silicon Valley que buscan realizar una suerte de gobierno autónomo, lejos de cualquier regulación estatal. Yarvin –protegido de millonarios como Peter Thiel, quien a su vez es uno de los mecenas de J.D. Vance– difunde ideas relacionadas con la llamada “Ilustración Oscura”, una corriente dentro de la extrema derecha que aboga, entre otras cosas, por eliminar la democracia y los derechos humanos y sustituirlos por gobiernos totalitarios corporativo-tecnológicos.
Las fantasías de imponer un gobierno empresarial, ajeno a las leyes, pueden rastrearse hasta el siglo XIX y XX, cuando las compañías estadounidenses y europeas se hicieron dueñas de regiones enteras de Latinoamérica, África y Asia para explotar recursos naturales y humanos. Los gobiernos locales eran sólo facilitadores de los intereses corporativos más allá de cualquier marco legal. En Guatemala está el caso de la United Fruit Company. Un siglo atrás el rey Leopoldo II de Bélgica transformó el Congo en una colonia privada para extraer caucho, una industria multimillonaria que dejó millones de muertos en el país africano. La novela clásica de Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas, da cuenta del infierno provocado por las aventuras empresariales de la nobleza europea. Ahora se intentaría regresar a esas fantasías a través de políticos reaccionarios quienes, manipulando a los votantes decepcionados por el statu quo liberal, entregarían sus esperanzas a los oligarcas tecnológicos con un discurso abiertamente antidemocrático bajo el supuesto de que ellos podrán llevarlos a la prosperidad.
La sociedad imaginada por Curtis Yarvin sustituiría al Estado-nación tal como funciona hoy por entidades más pequeñas llamadas patchworks. Estos “miniestados” autónomos, controlados por corporaciones tecnológicas, podrían imponer sus propias reglas, por descabelladas que sean. Este fenómeno recuerda el final del Imperio Romano, un declive que fragmentó a la principal potencia de la antigüedad y dio lugar a una serie de reinos que tenían sus propios modos de organización, vinculados por ideologías comunes como la religión cristiana. En este caso la nueva religión sería una especie de dogma tecnológico que abarcaría no sólo la economía, sino que moldearía a la sociedad en términos de la biopolítica, entendida en términos de Michel Foucault: administrar la vida de los ciudadanos en búsqueda de un control absoluto y un máximo rendimiento. Las máquinas, como ya se hace en nuestros tiempos, vigilarían de formas cada vez más invasivas las capacidades de cada habitante y desecharían las vidas consideradas prescindibles.
El futuro dominado por un distópico autoritarismo tecnológico ha sido reflejado en películas y libros. Una de las obras más interesantes, aunque poco conocida en México, es la novela Génesis del escritor neozelandés Bernard Beckett. El libro, publicado en español en 2009, plantea una sociedad que apenas pudo sobrevivir al colapso ambiental y bélico en la segunda mitad del siglo XXI. Esa sociedad llamada La República de Platón –unas islas aisladas del resto del mundo por una valla marina– es dirigida, justamente, por Platón, un empresario multimillonario gracias a sus inversiones en hidrógeno y biolimpieza. El nombre del personaje –al igual que los otros que aparecen en el libro– no es, como se puede suponer, gratuito. Hace referencia al gobierno de los sabios imaginado por el filósofo griego, sustento, entre otras ideologías, de la tecnocracia. Esa utopía empresarial controla las vidas de sus súbditos a través de un sistema de castas: obreros, soldados, técnicos y filósofos. La élite es educada para que no piense por sí misma y, de esta forma, mantenga el statu quo. Todo en esa fantasía totalitaria transcurre en aparente normalidad, hasta que Adán, un miembro de la clase filósofa –el primer hombre–, se atreve a pensar por sí mismo y ayuda a una mujer ajena a las islas que busca ayuda en una pequeña embarcación. Génesis es una reflexión sobre el miedo, la libertad, la individualidad y de cómo una “paz” diseñada artificialmente, moldeada por un sabio tecnócrata, está condenada a romperse, pues el espíritu humano siempre busca la tensión de la política y las preguntas.
El autoritarismo tecnológico actúa ya en nuestras vidas a través de los algoritmos y de plataformas que sólo responden a los intereses corporativos y a las cuales les delegamos cada vez más responsabilidades. Es curioso, en el caso de Estados Unidos y las elecciones de noviembre de este año, que el vicepresidente de Trump, en su etapa en la Casa Blanca (2017-2021), haya sido un supremacista cristiano como Mike Pence, vital para congraciarse con el influyente sector evangélico del país. En esta segunda campaña por la presidencia eligió para el mismo puesto a un personaje ajeno al perfil religioso tradicional, aunque cercano a un nuevo tipo de fe: la tecnología como un modelo de control que diseñará una sociedad disciplinaria. Es probable que, en el caso de que la dupla republicana llegue al poder, no pueda realizar las fantasías que vende en su campaña. De hecho, muchos experimentos de los llamados “libertarios” han fracasado, al menos los que han intentado llevar a la práctica la desaparición total del Estado para que gobiernen las fuerzas del mercado. Sin embargo, este tipo de ideologías no deben ser menospreciadas por la ciudadanía que aún se preocupa por la tendencia totalitaria a la cual se dirige gran parte del mundo.
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