Tanto Enemigos de la promesa (1938), de Cyril Connolly, como La preparación de la novela (2003), de Roland Barthes, forman parte de esa tradición de libros de consejos para escritores de la que quizá las Cartas a un joven poeta (1929) de Rilke es el caso más popular. Es gracioso que allí Rilke, en la primera misiva, invitara a desconfiar de los consejos –decía que raramente se daban las coincidencias para que alguno funcionara– sólo para descargar a continuación todos los suyos. En una ambigüedad similar, por más que Connolly se esmerara en salvarnos, habrá que ver si sus recomendaciones le resultan benéficas o nocivas a cada cual.
Como reza su título, el libro de Connolly está organizado en torno a ciertos “enemigos” de una carrera literaria, tentaciones que arruinan nuestra dedicación, nuestra buena relación con la literatura: el periodismo (pasarse la vida escribiendo algo que no es la Obra), la política (volverse parcial, adquirir una mentalidad de partido), el escapismo (tener miedo de la propia vocación y de sus exigencias), el éxito temprano (extraviarse) y el amor. Quizás esta última advertencia es la más sorprendente: para el crítico inglés, sin embargo, la vida conyugal nos arrebata la cuota de tiempo y soledad que todo artista necesita, peor aún cuando implica hijos, mayores gastos, mascotas, labores domésticas, visitas familiares, etc., y advierte incluso que la conversación perpetua en la que una pareja se inserta obliga a desperdiciar ideas e impulsos que deberían ser invertidos en la escritura.
Simone de Beauvoir, por el contrario, creía que la conversación era tan fértil como la lectura, no un desperdicio sino una fuente de nuevas ideas. Leer y escribir por la mañana y salir a tomar algo en compañía por la tarde no sería sólo una rutina más placentera sino también una más estimulante. En la misma dirección, una amiga me señaló que lo molesto de Connolly –además de su tono misógino y homófobo– es esa obsesión con que los artistas deban pasarla mal, que deban vivir como mártires.
Todo ello es cierto, pero creo que de Enemigos de la promesa se aprende una lección fundamental: para escribir, para realmente escribir, es necesario organizar la vida alrededor de la escritura, hacerle un espacio y ponerse en guardia –concepción que choca con la idea de la escritura como un flujo indetenible e imperioso, por ejemplo de Maurice Blanchot, donde más bien parece que hay que proteger a la propia vida de ese demonio.
Mientras mi amiga sufría con Connolly yo leía a Barthes, y aunque pareciera el mismo libro las diferencias eran enormes. En el francés –aunque quizá le habría molestado, y fue uno de los reclamos a su obra tardía– se notaba mucho más corazón. Si bien coincide con Enemigos de la promesa en varios puntos, La preparación de la novela alcanza otra dimensión, otra intensidad, porque no sólo considera cuáles son los factores dañinos para la literatura sino también cuál es su sentido, cuál es su valor y por qué hay que seguir insistiendo en ella. Se trata de una verdadera summa, una obra en la que parece que no resta nada por decir, que Barthes vertió allí todo lo que sabía de la escritura literaria, toda la esperanza y toda la desesperación que ponía en ella.
Originalmente un curso para el Collège de France (1978-1980), el legendario crítico lo inaugura con una reflexión sobre la crisis de la mediana edad, que para él no tiene tanto que ver con llegar a una edad específica sino con percibir la propia mortalidad, sentirse cerca de la muerte; un evento que puede ser activado, la mayoría de las veces, por algún hecho traumático como el fallecimiento de un querido –la desaparición de Beatriz. En el caso de Barthes, como los editores nos recuerdan a lo largo del libro, es el de su madre.
Barthes explica a sus estudiantes que se halla en medio de esa crisis y que de un momento a otro su obra, su manera de escribir, ha dejado de bastarle, necesita encontrar otra forma y piensa que lo que busca es una novela, si bien definida en un sentido bastante amplio: la novela, como la entiende, es escribir para que nuestros queridos no hayan vivido en vano, es una carta de amor al mundo, es el intento de vencer a la muerte. De ese modo Proust –que será una referencia constante en su curso– escribió toda la Recherche sólo para hacerle un hábitat a su madre y su abuela, únicos verdaderos personajes de la saga.
Con el deseo de escribir una novela como eje del curso, Barthes revisa de manera exhaustiva cada paso a seguir, cada riesgo, comenzando por el haikú –la literatura reducida a su mínima expresión, a la notación del instante–, para ver si desde allí, como las flores japonesas que se expanden en el agua, puede llegar a Proust, a la proliferación infinita de la escritura y de la frase. Barthes es capaz tanto de aconsejar en cuestiones cotidianas como dietas y rutinas como de aventar a cada momento alguna revelación, algún satori de la crítica que señala lo que la literatura puede llegar a ser, su vitalidad, nuestra necesidad de ella.
Si desde el inicio se declara un poco escéptico respecto de sus verdaderas capacidades para escribir una novela como tal, y hacia el final parece haber admitido la derrota e incluso explicarse con claridad sus razones (“No sé mentir, no sé inventar”), el libro termina siendo, desde luego, una especie de novela, la novela de cómo escribir una novela, otra Recherche después de todo, otro libro total. La realidad se encargaría de escribirle un final en el que el drama está a la altura de los grandes clásicos: hizo bien en sentir la cercanía de la muerte, Barthes, en percibir que tenía que terminar pronto su testamento literario. Apenas unas semanas después de la última sesión del curso fallecería en una sala de hospital tras ser atropellado.
El duelo por su madre, que aparece tan sólo en las notas al pie de los editores, en paréntesis, en menciones vagas que él mismo hace a los estudiantes, quizá sea el verdadero corazón del libro –como en otros de ese período tardío–, y acaso todo lo demás, los pasos para escribir una novela, todo ese análisis y erudición, no haya sido más que la manera de hacerle a la vez una casa y una tumba a su madre, para que su vida no hubiese sido en vano, y en el espacio de ese libro, entre las frases, madre e hijo pudieran seguir aún juntos.
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