jueves, 9 de octubre de 2025

Una intuición singular

La frase larga: la posibilidad de capturar el aprendizaje de los sentidos, de amplificar los instantes hasta crear una temporalidad específica en la página (Proust), o bien de emular el ritmo del pensamiento, de seguir el flujo de la conciencia al margen de la sintaxis al uso (Joyce); la oración subordinada como herramienta para crear un ambiente, para producir el efecto de una realidad autónoma (Faulkner), o para explorar minuciosamente, a través de pliegues y repliegues, la textura de lo real (Saer); la articulación de temáticas y momentos diversos, hasta producir una suerte de mural en el ojo lector (Simon); el ritornelo como producto de una obsesión, una espiral de palabras que vuelven sobre sí con cada vez más fuerza, hasta arrancarnos de la costumbre (Bernhard); la resistencia a la anulación del tiempo y a la atención pulverizada, a través de una frase paciente que, desde la duración, apuesta a una nueva epopeya (Handke); el discurso que, mediante cláusulas, hace del relato una meditación, donde los acontecimientos se suspenden a favor de sus implicaciones reflexivas (Marías), un discurso capaz de organizar en un denso magma la experiencia inmediata, la memoria histórica y literaria, el paisaje, fotos, pinturas (Sebald). 

László Krasznahorkai ha hecho de la frase larga la característica saliente de su estilo –hablamos, sí, de un creyente en la forma–, pero la entiende de un modo distinto al de sus antecesores en la tradición de la prosa moderna: “Mis llamadas frases largas no provienen de ninguna idea o teoría personal, sino del lenguaje hablado. […] Cuando hablamos, hablamos con oraciones fluidas, ininterrumpidas, y este tipo de expresión no requiere de puntos. Sólo Dios requiere el punto –y al final Él lo usará, estoy seguro”. La explicación, rematada con un giro típico del autor –la irrupción de lo divino en el contexto cotidiano–, podría hacer pensar que su escritura busca captar la oralidad, pero lo cierto es que se trata de otra cosa. Aunque abundante en meandros digresivos, la oración de Krasznahorkai persigue el movimiento, es un continuo de acontecimientos capaz de organizar saltos en el tiempo y desplazamientos en la posición del narrador, de habilitar la coexistencia de tonos, de orientar la “mirada” del lector en distintas direcciones, con el fin de que tenga una experiencia de lo narrado. En la producción narrativa que se inició con la novela Tango satánico (1985), la frase krasznahorkiana ha ido variando en extensión –de unas líneas al medio centenar de páginas– y entendimiento del ritmo –del enunciado extenuante al relato cadencioso, fluido–, pero sin perder en el camino el espíritu elegiaco.

László Krasznahorkai ha hecho de la frase larga la característica saliente de su estilo –hablamos, sí, de un creyente en la forma–, pero la entiende de un modo distinto al de sus antecesores en la tradición de la prosa moderna.

En la introducción del “proyecto literario especial” Guerra y guerra (1999), que puede leerse en su página web, Krasznahorkai habla de una imagen que lo asaltó mientras caminaba por Berlín en 1992: “un par de personas corriendo por sus vidas en medio de una devastación intemporal mientras hacen un inventario de todo aquello a lo que tienen que decir adiós”. El proyecto surgió de la epifanía mencionada, que llevó a Krasznahorkai a publicar en revistas literarias húngaras mensajes para aquellos que pudieran comprender “el significado de una visión como la mía”. Esas frases constituyen el primer capítulo. El segundo y el tercero, partes de un relato más amplio cuyo desenlace “tiene lugar en la realidad”, son los volúmenes Ha llegado Isaías (1998) y Guerra y guerra. Del cuarto hablaremos más adelante. Un contexto semejante podría hacer pensar que Krasznahorkai participa del espíritu de las literaturas postautónomas, es decir, que aspira a construir una obra que trascienda el espacio literario. Ocurre, no obstante, lo contrario: uno se adentra en sus libros y encuentra no sólo a uno de los prosistas más originales de esta época, sino también una escritura que, si en algún momento hace que el lector ponga un ojo fuera del libro, es para devolverlo a él con la mirada renovada.

La “visión” de Guerra y guerra explica no sólo la idea que Krasznahorkai tiene del escritor, sino el texto apócrifo que está detrás de la novela. György Korin, archivista de la provincia húngara, descubre un manuscrito que, según considera, tiene un valor inconmensurable. Dado que su vida ha dejado de tener sentido (“Todo se ha ido al garete y todo se ha envilecido”, explica en Ha llegado Isaías), decide que su último acto será salvar para la eternidad ese singular documento. Éste, según nos enteramos por sus locuaces glosas, narra el periplo de cuatro inmortales que, en un extraño viaje de regreso a casa, cruzan lugares y épocas en los que irán desencadenándose catástrofes bélicas, siempre antecedidas por la aparición del mefistotélico Mastemann. No llegaremos a saber cuál es la grandeza del texto, pero poco importa. El nervioso Korin, que oscila entre la lucidez y la locura, ha oído que Internet es la memoria eterna de la humanidad, por lo que decide abandonar Hungría para instalarse en el “centro del mundo”, Nueva York, desde donde publicará el texto en la red. Una vez cumplida su misión, se dará un tiro. La verbosidad de Korin es convertida por Krasznahorkai en principio formal. Guerra y guerra se compone de capítulos divididos en fragmentos, cada uno de los cuales es una frase, que oscila entre las tres líneas y las cinco páginas. Los meandros de la prosa no sólo revelan una deslumbrante riqueza sensorial: modulan la temporalidad del relato.

Uno se adentra en sus libros y encuentra no sólo a uno de los prosistas más originales de esta época, sino también una escritura que, si en algún momento hace que el lector ponga un ojo fuera del libro, es para devolverlo a él con la mirada renovada.

El conjunto dibuja un paisaje melancólico en el que se han desarrollado las historias de Krasznahorkai desde el inicio, aunque con especial intensidad en Melancolía de la resistencia (1989). Tanto Ha llegado Isaías –un breve monólogo– como Guerra y guerra –una narración coral– hablan de pérdidas, esencialmente el bien y lo sublime. El objeto extraviado de Korin parece ser el eros humanista. El protagonista del relato cuenta a una puertorriqueña, la novia del húngaro alcohólico que lo hospeda en Nueva York, que en el manuscrito, caótico y de capítulos inconclusos, todo adquiere sentido hacia el final. Lo mismo ocurre en Guerra y guerra: Korin descubre, en una foto (reproducida en el libro), una escultura de Mario Merz que se le revela como última morada. Así, el cuarto capítulo de este proyecto tiene lugar en la realidad, luego de que el personaje viaja a Suiza. Una placa en las Salas para Arte Nuevo de Schaffhausen reza: “Éste es el lugar en el que György Korin, el personaje de la novela Guerra y guerra de László Krasznahorkai, se disparó en la cabeza; por más que buscó, no pudo encontrar lo que llamó la Salida”.

Si en Tango satánico, Melancolía de la resistencia, Ha llegado Isaías y Guerra y guerra quedaba claro que, para su autor, el escritor es un testigo de la catástrofe universal y, al mismo tiempo, quien elige lo que debe conservarse, en sus últimos posteriores, marcados por estancias prolongadas en China, Mongolia y Japón, la perspectiva se ha modificado y con ella, en alguna medida, el estilo. Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río (2003), su novela “japonesa”, es prueba de ello: el budismo ofrece consuelo a nuestra existencia fugitiva, nos educa en la impermanencia. En Y Seiobo descendió a la Tierra (2008), sin embargo, la poética de Krasznahorkai parece haber encontrado una suerte de summa: coexisten el pesimismo ante el avance de la Historia y la idea de que lo bello nos redime.

En ‘Y Seiobo descendió a la Tierra’ (2008) la poética de Krasznahorkai parece haber encontrado una suerte de ‘summa’: coexisten el pesimismo ante el avance de la Historia y la idea de que lo bello nos redime.

En “La muralla y los libros”, el ensayo inaugural de Otras inquisiciones (1952), Borges escribió célebremente: “La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético”. La frase funciona de manera extrañamente precisa al intentar una descripción de Y Seiobo descendió a la Tierra, una de las “novelas” más originales del siglo. Al libro, una sucesión de relatos de tramas autónomas, lo hilvana una idea que surge al paso en el capítulo “Lejana autorización”, dedicado a la Alhambra: “la propuesta de que elijamos algo superior al mundo de desintegración del caos maligno, un mundo superior que lo contiene todo, una unidad gigantesca, es esto lo que podemos elegir”. Desde esta posición neoplatónica, Krasznahorkai sugiere, a través de la experiencia de la Acrópolis, el teatro nō, la pintura renacentista, la música barroca o La Pedrera de Gaudí, que la belleza, inmanente, siempre turbadora, nunca exenta de peligros, permite acceder a Dios. O a la Nada. Por ello la restauración es una práctica recurrente en el libro: aquello capaz de producir el hecho estético ha de ser conservado. (Hay algo ciertamente benjaminiano en Y Seiobo descendió a la Tierra: “La huella es aparición de una cercanía, por más lejos que ahora pueda estar eso que la ha dejado atrás. El aura es aparición de una lejanía, por más cerca que ahora pueda estar lo que la convoca nuevamente. En la huella nos apoderamos de la cosa, el aura se apodera de nosotros”, Obra de los pasajes, 1927-1940.) 

Las tramas de los diversos capítulos, numerados de acuerdo con la sucesión de Fibonacci (1, 2, 3, 5, 8, 13, 21… hasta llegar a 2584), implican lo que parece ser el ethos krasznahorkiano: la paciencia. Ninguna gran obra, ningún objeto capaz de ofrecer la experiencia estética, nace del apresuramiento y la inmediatez, parece decirnos cuando describe, por ejemplo, el proceso de reconstrucción del Santuario de Ise. Aquí podría ubicarse el núcleo político de la obra del narrador, al margen de su sospechoso pesimismo. En la reivindicación del “gran arte” hay una apuesta de futuro, como ha visto Alain Badiou en sus Cinco tesis sobre Wagner (2010): una nueva grandeza, desvinculada de la idea de totalidad, que Krasznahorkai encuentra en lugares y circunstancias diversos, no sólo en un aria de Bach sino también en la instalación de Mario Merz que aparece en Guerra y guerra. Finalmente, “cuando el hombre crea formas nuevas y revolucionarias basadas en la capacidad de experimentar de una manera intensa la tradición más sublime, crea hasta un nuevo sistema de formas mediante una sensibilidad cultivada, una intuición singular y una concentración genial y eleva así la existencia humana, la eleva toda, la coloca en un plano muy alto”. El novum, entonces: no la abolición de lo viejo sino su uso profanatorio, su transfiguración en otra sintaxis.

Este texto reúne y amplía reseñas publicadas en La Tempestad en 2009 y 2015

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