viernes, 26 de agosto de 2016

Butor: empleos del tiempo

Con motivo del fallecimiento de Michel Butor, uno de los autores centrales de la literatura europea de la segunda mitad del siglo XX, ofrecemos este texto inédito de Nicolás Cabral, fragmento de un ensayo crítico sobre la temporalidad en la narrativa contemporánea que forma parte de un libro en proceso.

 

 

A unos días de su llegada a Bleston, donde hará prácticas en una empresa, en un intento de paseo por los márgenes de la ficticia ciudad británica, Jacques Revel experimenta una especie de parálisis. El tiempo parece agolparse en un instante inmóvil:

 

Era como si no avanzara, como si no hubiese llegado a aquella plazoleta, como si no hubiera dado ya media vuelta, como si me volviera a encontrar no sólo en el mismo lugar, sino en el mismo momento que hubiese de durar indefinidamente, pues nada había que anunciase su abolición, y la fatiga, aquel sentimiento de soledad semejante a una larga serpiente de légamo frío, se enroscaba alrededor de mi pecho, apretando tan fuerte que mis mandíbulas se crispaban y mis ojos iban contorneándose de rojas arrugas, mientras el cielo se encapotaba cada vez más.

 

Esta escena de la primera parte de El empleo del tiempo (1956), en la que Revel narra lo ocurrido siete meses atrás, en un esfuerzo no sólo por construir un mapa cognitivo de Bleston sino por condensar su experiencia de la estancia en el lugar, anuncia el entramado que estructurará el resto de la novela de Michel Butor. La temporalidad, definida por el ritmo de vida de un personaje que trata de encontrar su lugar en una nueva realidad urbana, comenzará a dar tumbos. Revel accede, en última instancia, a lo que Paul Virilio ha llamado el “desierto del tiempo mundial”.

 

En “Los presagios”, la segunda parte, comienzan a superponerse los momentos, el de la escritura y el de lo representado, la rememoración; la empresa del narrador resulta entonces evidente: desembarazarse del acuciante presente –“ocupa tanto espacio en mi espíritu”– mediante el registro de los acontecimientos pasados, ante el progresivo sentimiento de irrealidad que produce la expansión del ahora. Se trata de una proustiana recuperación, que se mostrará ineficaz para el desdichado protagonista de El empleo del tiempo: pronto la narración ocurrirá alternadamente en tres meses distintos, luego en cuatro, finalmente en cinco. En esa progresión, donde Butor captura la gestación de la temporalidad posmoderna –un presente que comprime pasado y futuro, el presente de una sociedad subsumida íntegramente en la lógica productiva–, la prosa utiliza la descripción como estrategia de ralentización de las acciones, pero Revel no consigue ya restituir la duración, con lo que su identidad, como su conciencia, termina por emborronarse.

 

El diario se revela, a partir de la cuarta parte de El empleo del tiempo, como una terapéutica. (Esta liberación por la escritura será también el motivo final de La modificación.) Las frases irán alargándose progresivamente, adoptando un tono cada vez más lírico –e incluso, en algunas páginas, una disposición cercana al verso–, en un intento de atrapar la experiencia en todo detalle. Ante los tapices exhibidos en el Museo de Bleston, Jenkins, uno de sus amigos en la ciudad, hace ver a Revel que las imágenes ahí mostradas “no son instantáneas, sino que casi todas ellas representan una serie de acciones que duran cierto tiempo”. Esta puesta en abismo, como las reflexiones finales sobre la presencia del pasado –“cada acontecimiento hace resonar otros anteriores que son su origen, su explicación, o su homólogo”– ubican a la novela como una penetrante reflexión narrativa sobre las posibilidades y las limitaciones de la escritura para hacer brotar la duración en una época sin asideros temporales: al promediar la novela, Revel quema un plano de Bleston, como si certificara la inviabilidad de ligar el tiempo al espacio.

 

Maestro del contrapunto temporal, Butor radicalizó esta exploración en otra de sus obras mayores, La modificación (1957). Para Léon Delmont, exitoso empleado de una compañía italiana de máquinas de escribir, el trayecto en tren de París a Roma, que entonces ocupa veintiún horas con treinta y cinco minutos, está lejos de ser una experiencia de aceleración. Postrado en su asiento, mientras observa a detalle los objetos y las personas a su alrededor, percibe el viaje como un presente estático donde, sin embargo, sobreviene una marea de recuerdos e imágenes. El tiempo horizontal del viaje se vuelve vertical constantemente: Delmont ejercita la memoria mientras observa el paisaje, reconstruye los antecedentes de aquello que lo tiene camino a la “Ciudad Eterna” –el amorío burgués de un padre de familia–, cavila sobre sus actos, los realizados y los por venir. Como escribió Henri Bergson, “el pasado no vuelve a la conciencia más que en la medida en que puede ayudar a comprender el presente y a prever el futuro: es un esclarecedor de la acción”. El plan del personaje, la vida que imagina junto a su amante –que, apuntó Michel Leiris, habita un tiempo mitológico–, comienza a verse modificado conforme se ensancha el espacio de la conciencia, es decir, cuando los instantes duran:

 

desde ese momento se vio en la necesidad de examinar un poco más atentamente, con un ojo que la sacudida había alertado, la organización de esa vida próxima que esta mañana había creído tan minuciosa, tan completa, tan definitivamente establecida; de pensar en su situación presente, abriendo así la puerta a todos esos recuerdos que tenía tan bien olvidados, guardados, y de los cuales algo en usted (¿puede decirse en usted mismo cuando ni siquiera pensaba en ello?), ese algo en usted que justamente regulaba y decía lo que pensaba, lo imaginaba a salvo…

 

A los distintos momentos invocados –en segunda persona del singular, el modo en que Butor encara a su personaje (no al lector, como podría pensarse: éste es sólo un testigo) y lo obliga a encarar sus acciones–, que van de unas vacaciones anteriores a la Segunda Guerra con Henriette, la esposa, a un viaje de negocios la semana anterior, se suceden anticipaciones, visiones del futuro que transforman las convicciones de personaje: “el hacer camino es creador, y creador de conciencia: un hombre nuevo nace sin cesar: el tiempo sirve para algo”, apuntó Roland Barthes a propósito de La modificación. Se multiplican, así, las perspectivas espaciotemporales, pero el trayecto en tren, que moldea el presente de la narración al constituirse como territorio mental –normado por repeticiones, variaciones y motivos–, impide que se disparen en una dirección cualquiera. La ilusión de una nueva vida con Cécile, la amante –evidentemente más joven–, es la del recomienzo, la promesa de una temporalidad nueva, minada progresivamente por la incapacidad del protagonista de la novela de dar un paso fuera del camino transitado. Delmont, que se descubre atrapado en un presente-pasado que priva de potencia al porvenir, renuncia a acceder a un ritmo distinto al de la producción y la convención.

 

Más de seis décadas después, en un entorno de colapsos nerviosos en el que resuenan las palabras de Hamlet –“El tiempo está fuera de quicio”–, hay una tarea política para la prosa narrativa del presente: la reactivación de la experiencia temporal.

 

 

BIBLIOTECA

El empleo del tiempo, de Michel Butor, fue traducido por José Manuel Caballero Bonald y publicado por Seix Barral (Barcelona, 1958). Aunque existen distintas versiones de La modificación, cito la de Alberto Sond para Fabril, Buenos Aires, 1961. Son importantes dos lecturas críticas de esta novela, ambas de 1958: “El realismo mitológico de Michel Butor”, de Michel Leiris (incluido en Huellas, vertido al castellano por Jorge Ferrero, Fondo de Cultura Económica, México, 1988) y “No hay una escuela Robbe-Grillet”, de Roland Barthes (incluido en Ensayos críticos, traducción de Carlos Pujol, Seix-Barral, Barcelona, 1967).



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