martes, 16 de agosto de 2016

Entre la moda y la muerte (II)

Publicamos la segunda de tres entregas de este texto que analiza las dinámicas de producción de la industria de la moda y sus consecuencias económicas y sociales como parte de un sistema de explotación de recursos humanos y ambientales que alcanza una producción mundial de 80 mil millones de piezas de ropa por año y que se ha convertido en «el emblema de un problema laboral planetario». El texto se desprende de nuestro actual tema de portada Ferocidad de la moda. Consecuencias ecológicas y sociales de una industria en expansión [LT, 113].

 

Un enorme agujero

 

El 24 de abril de 2013 los ocho pisos del edificio Rana Plaza ubicado en Daca, capital de Bangladés, se derrumbaron matando a mil 127 personas e hiriendo a otras dos mil 437. El edificio alojaba cuatro fábricas de ropa que empleaban a más de cinco mil personas, además de un gran número de tiendas y un banco. Un día antes los trabajadores habían alertado del surgimiento de grandes grietas en los muros, situación que había aparecido incluso en los noticieros locales, pero que los supervisores de las fábricas desestimaron, por lo que obligaron a los obreros a presentarse al fatídico día siguiente.

 

Inditex (el gigante español detrás de Zara), C&A, Mango, H&M, Wal-Mart, Benetton y GAP, entre muchas otras marcas, utilizaban las instalaciones del Rana Plaza para subcontratar los servicios de confección de sus productos. Tres años después de la tragedia, «los trabajadores tienen los mismos problemas que tenían para defender sus derechos. Un tercio de los sindicatos que se formaron han acabado desapareciendo a resultas de las presiones, hostigamiento, despidos e incluso palizas confesadas por sus miembros», de acuerdo con el informe Rana Plaza 3 Years On, de Clean Clothes Campaign. En lo que se refiere a compensaciones económicas, Ariadna Trillas apunta que «Inditex contribuyó con 1.63 millones de dólares al fondo global de 30 millones que en verano pasado (¡un año tarde!) se logró cubrir para compensar a las víctimas. Benetton, por su parte, puso 1.1 millones. Y C&A, uno. Mango, El Corte Inglés, GAP, Wallmart, Bonmarché y H&M también han destinado dinero, pero no han hecho pública la cuantía específica». Nuevamente: paliativos para un problema sistémico (tan sólo en Bangladés se cuentan más de siete mil fábricas con condiciones similares a las del Rana Plaza, pero si elevamos la escala a nivel mundial las cifras son escandalosas: directa o indirectamente, una de cada seis personas en el mundo labora para la industria de la moda; la mayoría de estos trabajadores son mujeres que ganan menos de tres dólares al día).

 

El caso de la industria de la moda es el emblema de un problema laboral planetario: la tercerización de la producción y, en general, la precarización y la falta de condiciones mínimas de salubridad, ya no digamos de redes de seguridad social. Cuando las empresas, no sólo de ropa, sino automovilísticas o de gadgets, pregonan sus etiquetas verdes y sus informes de sostenibilidad, suelen ocultar el origen de sus manufacturas, que conforman un «enorme agujero», como lo denominan, en un informe conjunto, el Instituto de Asuntos Públicos Ambientales chino y el Consejo de Defensa de Recursos Naturales estadounidense: «los escaparates podrán ser de alta eficiencia energética, pero las cadenas de suministro que vinculan la fabricación en China para las ventas en el extranjero son sorprendentemente sucias». Esa suciedad es general: ya no se trata de la omisión puntual de tal o cual medida de seguridad o de cuidado ambiental, sino de la pretensión de inadvertencia de las condiciones laborales en las fábricas de los países subdesarrollados.

 

A partir del caso del Rana Plaza, The New York Times investigó el caso de la marca española Mango. El periódico detalla que, «debido a sus planes de expansión global», Mango hizo un «encargo urgente» de prendas a Phantom Tac, compañía propietaria de una de las fábricas que albergaba el edificio. De acuerdo con los testimonios recabados por los reporteros durante varios meses, los trabajadores «ya habían empezado a marcar y cortar las telas e incluso algunos empleados dicen que ya estaban cosiendo algunas de las camisas». Tras la catástrofe, y a partir de los reclamos de indemnización de diversas organizaciones laborales del país asiático, Mango se excusaba en que «todavía no se había formalizado una relación comercial» con Phantom Tac. El lenguaje es sintomático, pero el discurso general es más bien irónico: las relaciones comerciales en realidad nunca aspiraron a formalizarse, no sólo porque no era necesario, sino porque de hacerlo el margen de ganancia para las empresas sería mucho menor. Por lo tanto, más que de una excusa se trata de palabras completamente vacías; la empresa podría no responder o decir lo contrario y el resultado sería exactamente el mismo: una gran intemperie para el obrero.

 

Los elementos para un estallido social, sin embargo, estaban dados: a finales de 2013, por ejemplo, un grupo de trabajadores iracundos ante los rumores de la muerte de un empleado de manos de la policía prendió fuego a un edificio de diez pisos en Gazipur, a 40 kilómetros de la capital. Un fotógrafo de Reuters relató a los medios internacionales que, en el lugar, se encontraba desparramada por montones ropa quemada con nombres de marcas como American Eagle, Outfitters, Wal-Mart Stores, GAP, Marks and Spencer y Zara. No obstante, hasta la fecha las demandas de los obreros textiles de Bangladés no han logrado sobrepasar el momento de la ira y articularse en un movimiento de mayor calado. Y con «obrero de Bangladés» podríamos estarnos refiriendo a cualquier individuo del Sur Global residente en cualquier parte del mundo.

 



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