viernes, 27 de junio de 2025

¿Alguna novedad?

Construimos porque creemos en el futuro: nada muestra más compromiso con el futuro que la arquitectura. Y construimos bien porque creemos en un futuro mejor.

Paul Goldberger, Por qué importa la arquitectura

 

El futuro es algo que se inventa y la arquitectura ayuda a construirlo. Todo lo fabricado que tenemos a nuestro alrededor es producto del sueño de alguna persona. Vivimos en espacios que alguien trazó y los transformamos continuamente para crear lugares propios. De niños lo hacemos al construir casas con sábanas y cojines, y después al colocar una alfombra, sembrar un árbol o diseñar un edificio. Por más estandarizadas que sean las construcciones, inmediatamente son colonizadas por los habitantes, quienes trastocan sus rígidos límites. Por eso no existe en el mundo una calle idéntica a otra, y los departamentos u oficinas iguales dejan de parecerse a las del vecino al poco tiempo. Desde la cuna los bebés acomodan los juguetes de acuerdo a sus preferencias y en cuanto pueden extienden su dominio fuera, hacia los muros, los muebles y, finalmente, la calle. Buscamos cada día la reinvención de lo cotidiano e incluso de lo que ya no nos tocará ver.

Ante el deseo constante de cambio, ¿qué quiere decir innovar en la arquitectura, cuando el deseo de transformar implica movimiento y las construcciones son casi siempre fijas? En un ensayo titulado “¿Hacia dónde nos dirigimos?” (1960) Ludwig Mies van der Rohe dijo que el futuro no llega solo (hay que fabricarlo), pero que no era necesario, ni posible, inventar cada lunes en la mañana una nueva arquitectura. Para sortear el deseo de cambio con la condición perdurable de una construcción, Mies destacaba las lecciones de la arquitectura primitiva. Ahí las respuestas quedan limitadas a lo esencial: cada hachazo y cada golpe de cincel responde a la expresión más básica. Con esto el proceso creativo quedaba reducido a lo que parecían ser no decisiones sino el único camino racional. Sin embargo, pensando así, resulta difícil explicar la compleja innovación que caracteriza la obra de Mies. Por ejemplo, ¿cómo se explicarían el recubrimiento de bronce de las columnas metálicas del edificio Seagram de Nueva York (1954-58), que lo convirtieron en el rascacielos más costoso del mundo, o los perfiles IPE de la fachada, de 157 metros de longitud, cuya función es solo decorativa, y los muros del Pabellón de Barcelona (1929), que se extienden sin una lógica comprensible pero acaban creando un espacio abierto que te abraza? Sus innovaciones rebasan el discurso de simplicidad de su fórmula “menos es más”. Para Mies, hacer que el futuro quedara abierto no dependía de hacer mucho con poco, sino en estirar los límites en lo posible con un sentido que trascendiera el tiempo.

¿Qué quiere decir innovar en la arquitectura, cuando la autoridad para inventar la tienen los arquitectos y no tanto los usuarios que pasarán su vida en esa obra?

¿Qué quiere decir innovar en la arquitectura, cuando la autoridad para inventar la tienen los arquitectos y no tanto los usuarios que pasarán su vida en esa obra? En el edificio Seagram Mies especificó el tipo de persiana que todos debían utilizar forzosamente y limitó su uso a tres posiciones. En la casa Farnsworth (1946-51) la dueña debía esconder el basurero de la cocina en un armario para que no fuera visible desde el exterior, mientras los muros del vestidor no alcanzaban a taparla por completo mientras se desvestía dentro de la pecera de cristal que Mies diseñó. Hablar de invención en la arquitectura sería hablar de la necesidad de múltiples interpretaciones de obras que puedan reinventarse sin perder su esencia. Obras capaces de promover una diversidad de usos y de usuarios a lo largo del tiempo. Hablar de invención en la arquitectura sería sobre todo dejar de hablar de obras aisladas y no entender el territorio como algo para ser intervenido lote por lote a partir de autorías singulares. Innovar en la arquitectura sería planear la vida futura de un mundo compartido y cambiante. Hacer que la imaginación transite del yo al nosotros, desde una idea de tiempo más largo, y desde el reconocimiento de otras formas de ver.

arquitectura

Propuesta de AI City (2020) para la compañía Terminus en Chongqing, China, de Bjarke Ingels Group. Cortesía de Lucian R y BIG

¿Innovar es ver de una nueva manera o cerrar los ojos? La frase de Álvaro Siza, “Quien más ve, más inventa”, habla de una mirada capaz de transitar entre el pasado, el presente y el futuro con el fin de provocar soluciones, no deslumbramientos. Toda innovación empieza con un cambio en la manera de ver, pero no depende en absoluto de los ojos, sino de una mirada que involucre el cuerpo. La distancia que existe entre imaginar y crear está en el uso del cuerpo. La mirada corporal estira el horizonte: permite recoger lo que va apareciendo por debajo de los pies y reinventarlo con pasos subsecuentes. Se trata de pasos inciertos, mínimos, acumulados hasta convertirlos en un salto: pasos que incorporan la duda como núcleo de toda creación. Rebasar lo transitado implica equivocarse y dejar a un lado la preocupación por el resultado final.

Para innovar en arquitectura, ¿cómo se dibuja un futuro? Leonardo da Vinci acuñó el término componimento inculto, composiciones desordenadas, para describir los dibujos veloces que sirven para estimular la imaginación. Este ejercicio para hacer visible lo futuro es equivalente a dibujar con los ojos cerrados, con la mano no adiestrada, trazando al revés o sin plena conciencia. Da Vinci resaltaba la importancia del ensayo despreocupado, de prueba y error, en el proceso –siempre inexperto– de cualquier acto creador. Estos apuntes descuidados para imaginar obras vivas, sin formas, han sido útiles para científicos, artistas, niños e ingenieros, ya que permiten incorporar el error con el fin de llegar a una verdadera experimentación. Se trata de crear una obra sin resultados, como paso imprescindible para avanzar. Introducir el accidente y el juego como puerta de salida, con doble abatimiento, que permite entrar de otra manera. El pensamiento utópico necesita del juego sin resultados, del juego como invención.

La creación del mundo moderno se basó hace un siglo en la idea de barrer lo existente. La ‘tabula rasa’ permitiría empezar de nueva cuenta con ciudades entendidas como lienzos en blanco diseñadas junto al prototipo de hombre ideal.

Al hablar de innovación, ¿es necesario hablar de la memoria? La creación del mundo moderno se basó hace un siglo en la idea de barrer lo existente. La tabula rasa permitiría empezar de nueva cuenta con ciudades entendidas como lienzos en blanco diseñadas junto al prototipo de hombre ideal. En el Manifiesto de la arquitectura futurista (1914) Antonio Sant’Elia rechazó toda continuidad histórica para inventar un nuevo futuro. Así, cada generación inventaría su propia casa y su nueva ciudad. A su vez, en el currículum de la escuela de la Bauhaus no existía la disciplina de Historia, y Le Corbusier planteó en su Plan Voissin la destrucción de París para implantar una nueva retícula con torres simétricas. El mundo debía nacer de nuevo para olvidar guerras y enfermedades, pero muy pronto los mismos pioneros de la arquitectura moderna sintieron la necesidad de incluir lo arcaico. Fascinados por las capas ocultas bajo el suelo hicieron aparecer trazos irregulares para hacer que las cosas hablen. Frente a la eficiencia buscaron lo sensual, contra la planeación modular incorporaron la sorpresa, y en lugar de interesarse por las máquinas prefirieron lo humano. Los nombres que resaltan ya no son tanto los de Le Corbusier, Mies van der Rohe y Ernst May sino los de sus colaboradoras Charlotte Perriand, Lilly Reich y Margarete Shütte-Lihotzky, además de figuras esenciales como Eileen Gray y posteriormente Lina Bo Bardi. Para ellas la utopía tenía un lugar específico, cargado con significados profundos, y el habitante tipo por primera vez tenía un cuerpo propio. Se trataba de cuerpos distintos, necesitados de una arquitectura que ofreciera movimiento, contacto con la naturaleza y mayor libertad. El proceso arquitectónico debía incluir la intuición y el encuentro con lo otro. Cada proyecto debía volverse el único en la vida. Su búsqueda resuena hoy con más intensidad que nunca, cuando sabemos que para crear obras que trasciendan al ser humano necesitamos una arquitectura que deje de destruir al planeta y dividir a la sociedad.

arquitectura

Propuesta de un hábitat en Marte impreso en 3D (2015-17), realizado por Forster + Partners para la NASA. Cortesía de Forster + Partners

Si innovar quiere decir crear obras que resistan el paso del tiempo, ¿cómo hacerlo con la velocidad del mundo digital? Más allá de las prisas, o a pesar de éstas, la pregunta es cómo compaginar las posibilidades de los medios digitales con las necesidades de cuerpos y lugares que requieren respuestas físicas locales. Para encontrar un sentido entre las contradicciones, por ejemplo, entre oxímoron normalizados, ya que la realidad nunca es virtual y la inteligencia no es artificial, la arquitectura debe entenderse como oficio crítico. Si diéramos importancia a lo auténtico podríamos comprender las ventajas de la digitalización de soluciones constructivas y los previsibles riesgos del diseño de vidas a través de algoritmos. Sobre todo, podríamos hacer accesible a más personas lo útil y lo deseable. La arquitectura salva la distancia entre la realidad y los sueños, nos recuerda diariamente los errores prácticos de ideas absurdas. Por eso se dice que la arquitectura es demasiado importante para dejarla en manos de arquitectos: sabemos que el sueño de uno puede resultar una pesadilla para miles. Crear es definitivo, por ello intervenir el mundo, modificar la historia, implica contemplar la suma de deseos individuales en un planeta compartido. Por eso los pequeños experimentos en la arquitectura deben ser ejercicios rigurosos de toda una vida.

Las utopías de hoy se presentan con imágenes nítidas pero ideales borrosos: futuros sin manifiestos y sin posibilidad para que cada quien se invente a sí mismo.

Innovar es ensanchar el mundo y, también, la posibilidad de meterlo en el bolsillo, hacerlo cercano. Entonces ¿cómo lograr esto en el ámbito virtual? La fascinación por el mundo digital se explica en buena medida por los fracasos del mundo real. Por ejemplo, los edificios del mundo, valuados en 280 trillones de dólares, representan el mayor activo mundial (corresponden al triple del Producto Interno Bruto global); sin embargo, la industria de la construcción es una de las más contaminantes (los edificios producen el 40% de las emisiones de carbono y consumen el 40% de la energía del planeta). El pilar financiero más potente del mundo no podrá seguir siendo uno de los más destructivos. Hasta ahora las imágenes del futuro producidas con la tecnología más avanzada son fidedignas en apariencia, pero resultan mucho menos creíbles que los collages inexpertos utilizados hace un siglo para aventurar las imágenes de las megalópolis con autos voladores. Las utopías de hoy se presentan con imágenes nítidas pero ideales borrosos: futuros sin manifiestos y sin posibilidad para que cada quien se invente a sí mismo. Las visiones de la arquitectura hecha por algoritmos se resumen en el proyecto AI City de Bjarke Ingels Group, donde hileras de paneles solares se inclinan automáticamente para alimentar jardines con gotas de vapor y un mayordomo virtual llamado Titán selecciona el desayuno y la vestimenta de acuerdo a la temperatura y define la agenda del día antes de que los habitantes suban a sus vehículos automatizados desde los cuales verán lo que el algoritmo recomienda. Asimismo se difunden infraestructuras de inteligencia artificial que podrán frenar incidentes antes de que ocurran, y hoy ya es una realidad la automatización de procesos constructivos (por ejemplo, las casas impresas en 3D, para también hacerlas en otros planetas). Esto se diseña mientras la mitad de los habitantes de la Tierra vive en barrios marginales sin acceso a agua corriente. Los gigantes tecnológicos anuncian grandes resultados (lucrativos para ellos), pero muestran pocas esperanzas de futuros creíbles deseables para los demás. La arquitectura en manos de algoritmos despierta la duda de si seguirá existiendo la creación como encuentro (encuentro con los otros y con lo otro). Y, sobre todo, hace cuestionar: ¿hasta cuándo el mundo real seguirá soportando tanta simulación?

Publicado originalmente en La Tempestad no. 159, octubre de 2023

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¿Alguna novedad?

Construimos porque creemos en el futuro: nada muestra más compromiso con el futuro que la arquitectura. Y construimos bien porque creemos en un futuro mejor.

Paul Goldberger, Por qué importa la arquitectura

 

El futuro es algo que se inventa y la arquitectura ayuda a construirlo. Todo lo fabricado que tenemos a nuestro alrededor es producto del sueño de alguna persona. Vivimos en espacios que alguien trazó y los transformamos continuamente para crear lugares propios. De niños lo hacemos al construir casas con sábanas y cojines, y después al colocar una alfombra, sembrar un árbol o diseñar un edificio. Por más estandarizadas que sean las construcciones, inmediatamente son colonizadas por los habitantes, quienes trastocan sus rígidos límites. Por eso no existe en el mundo una calle idéntica a otra, y los departamentos u oficinas iguales dejan de parecerse a las del vecino al poco tiempo. Desde la cuna los bebés acomodan los juguetes de acuerdo a sus preferencias y en cuanto pueden extienden su dominio fuera, hacia los muros, los muebles y, finalmente, la calle. Buscamos cada día la reinvención de lo cotidiano e incluso de lo que ya no nos tocará ver.

Ante el deseo constante de cambio, ¿qué quiere decir innovar en la arquitectura, cuando el deseo de transformar implica movimiento y las construcciones son casi siempre fijas? En un ensayo titulado “¿Hacia dónde nos dirigimos?” (1960) Ludwig Mies van der Rohe dijo que el futuro no llega solo (hay que fabricarlo), pero que no era necesario, ni posible, inventar cada lunes en la mañana una nueva arquitectura. Para sortear el deseo de cambio con la condición perdurable de una construcción, Mies destacaba las lecciones de la arquitectura primitiva. Ahí las respuestas quedan limitadas a lo esencial: cada hachazo y cada golpe de cincel responde a la expresión más básica. Con esto el proceso creativo quedaba reducido a lo que parecían ser no decisiones sino el único camino racional. Sin embargo, pensando así, resulta difícil explicar la compleja innovación que caracteriza la obra de Mies. Por ejemplo, ¿cómo se explicarían el recubrimiento de bronce de las columnas metálicas del edificio Seagram de Nueva York (1954-58), que lo convirtieron en el rascacielos más costoso del mundo, o los perfiles IPE de la fachada, de 157 metros de longitud, cuya función es solo decorativa, y los muros del Pabellón de Barcelona (1929), que se extienden sin una lógica comprensible pero acaban creando un espacio abierto que te abraza? Sus innovaciones rebasan el discurso de simplicidad de su fórmula “menos es más”. Para Mies, hacer que el futuro quedara abierto no dependía de hacer mucho con poco, sino en estirar los límites en lo posible con un sentido que trascendiera el tiempo.

¿Qué quiere decir innovar en la arquitectura, cuando la autoridad para inventar la tienen los arquitectos y no tanto los usuarios que pasarán su vida en esa obra?

¿Qué quiere decir innovar en la arquitectura, cuando la autoridad para inventar la tienen los arquitectos y no tanto los usuarios que pasarán su vida en esa obra? En el edificio Seagram Mies especificó el tipo de persiana que todos debían utilizar forzosamente y limitó su uso a tres posiciones. En la casa Farnsworth (1946-51) la dueña debía esconder el basurero de la cocina en un armario para que no fuera visible desde el exterior, mientras los muros del vestidor no alcanzaban a taparla por completo mientras se desvestía dentro de la pecera de cristal que Mies diseñó. Hablar de invención en la arquitectura sería hablar de la necesidad de múltiples interpretaciones de obras que puedan reinventarse sin perder su esencia. Obras capaces de promover una diversidad de usos y de usuarios a lo largo del tiempo. Hablar de invención en la arquitectura sería sobre todo dejar de hablar de obras aisladas y no entender el territorio como algo para ser intervenido lote por lote a partir de autorías singulares. Innovar en la arquitectura sería planear la vida futura de un mundo compartido y cambiante. Hacer que la imaginación transite del yo al nosotros, desde una idea de tiempo más largo, y desde el reconocimiento de otras formas de ver.

arquitectura

Propuesta de AI City (2020) para la compañía Terminus en Chongqing, China, de Bjarke Ingels Group. Cortesía de Lucian R y BIG

¿Innovar es ver de una nueva manera o cerrar los ojos? La frase de Álvaro Siza, “Quien más ve, más inventa”, habla de una mirada capaz de transitar entre el pasado, el presente y el futuro con el fin de provocar soluciones, no deslumbramientos. Toda innovación empieza con un cambio en la manera de ver, pero no depende en absoluto de los ojos, sino de una mirada que involucre el cuerpo. La distancia que existe entre imaginar y crear está en el uso del cuerpo. La mirada corporal estira el horizonte: permite recoger lo que va apareciendo por debajo de los pies y reinventarlo con pasos subsecuentes. Se trata de pasos inciertos, mínimos, acumulados hasta convertirlos en un salto: pasos que incorporan la duda como núcleo de toda creación. Rebasar lo transitado implica equivocarse y dejar a un lado la preocupación por el resultado final.

Para innovar en arquitectura, ¿cómo se dibuja un futuro? Leonardo da Vinci acuñó el término componimento inculto, composiciones desordenadas, para describir los dibujos veloces que sirven para estimular la imaginación. Este ejercicio para hacer visible lo futuro es equivalente a dibujar con los ojos cerrados, con la mano no adiestrada, trazando al revés o sin plena conciencia. Da Vinci resaltaba la importancia del ensayo despreocupado, de prueba y error, en el proceso –siempre inexperto– de cualquier acto creador. Estos apuntes descuidados para imaginar obras vivas, sin formas, han sido útiles para científicos, artistas, niños e ingenieros, ya que permiten incorporar el error con el fin de llegar a una verdadera experimentación. Se trata de crear una obra sin resultados, como paso imprescindible para avanzar. Introducir el accidente y el juego como puerta de salida, con doble abatimiento, que permite entrar de otra manera. El pensamiento utópico necesita del juego sin resultados, del juego como invención.

La creación del mundo moderno se basó hace un siglo en la idea de barrer lo existente. La ‘tabula rasa’ permitiría empezar de nueva cuenta con ciudades entendidas como lienzos en blanco diseñadas junto al prototipo de hombre ideal.

Al hablar de innovación, ¿es necesario hablar de la memoria? La creación del mundo moderno se basó hace un siglo en la idea de barrer lo existente. La tabula rasa permitiría empezar de nueva cuenta con ciudades entendidas como lienzos en blanco diseñadas junto al prototipo de hombre ideal. En el Manifiesto de la arquitectura futurista (1914) Antonio Sant’Elia rechazó toda continuidad histórica para inventar un nuevo futuro. Así, cada generación inventaría su propia casa y su nueva ciudad. A su vez, en el currículum de la escuela de la Bauhaus no existía la disciplina de Historia, y Le Corbusier planteó en su Plan Voissin la destrucción de París para implantar una nueva retícula con torres simétricas. El mundo debía nacer de nuevo para olvidar guerras y enfermedades, pero muy pronto los mismos pioneros de la arquitectura moderna sintieron la necesidad de incluir lo arcaico. Fascinados por las capas ocultas bajo el suelo hicieron aparecer trazos irregulares para hacer que las cosas hablen. Frente a la eficiencia buscaron lo sensual, contra la planeación modular incorporaron la sorpresa, y en lugar de interesarse por las máquinas prefirieron lo humano. Los nombres que resaltan ya no son tanto los de Le Corbusier, Mies van der Rohe y Ernst May sino los de sus colaboradoras Charlotte Perriand, Lilly Reich y Margarete Shütte-Lihotzky, además de figuras esenciales como Eileen Gray y posteriormente Lina Bo Bardi. Para ellas la utopía tenía un lugar específico, cargado con significados profundos, y el habitante tipo por primera vez tenía un cuerpo propio. Se trataba de cuerpos distintos, necesitados de una arquitectura que ofreciera movimiento, contacto con la naturaleza y mayor libertad. El proceso arquitectónico debía incluir la intuición y el encuentro con lo otro. Cada proyecto debía volverse el único en la vida. Su búsqueda resuena hoy con más intensidad que nunca, cuando sabemos que para crear obras que trasciendan al ser humano necesitamos una arquitectura que deje de destruir al planeta y dividir a la sociedad.

arquitectura

Propuesta de un hábitat en Marte impreso en 3D (2015-17), realizado por Forster + Partners para la NASA. Cortesía de Forster + Partners

Si innovar quiere decir crear obras que resistan el paso del tiempo, ¿cómo hacerlo con la velocidad del mundo digital? Más allá de las prisas, o a pesar de éstas, la pregunta es cómo compaginar las posibilidades de los medios digitales con las necesidades de cuerpos y lugares que requieren respuestas físicas locales. Para encontrar un sentido entre las contradicciones, por ejemplo, entre oxímoron normalizados, ya que la realidad nunca es virtual y la inteligencia no es artificial, la arquitectura debe entenderse como oficio crítico. Si diéramos importancia a lo auténtico podríamos comprender las ventajas de la digitalización de soluciones constructivas y los previsibles riesgos del diseño de vidas a través de algoritmos. Sobre todo, podríamos hacer accesible a más personas lo útil y lo deseable. La arquitectura salva la distancia entre la realidad y los sueños, nos recuerda diariamente los errores prácticos de ideas absurdas. Por eso se dice que la arquitectura es demasiado importante para dejarla en manos de arquitectos: sabemos que el sueño de uno puede resultar una pesadilla para miles. Crear es definitivo, por ello intervenir el mundo, modificar la historia, implica contemplar la suma de deseos individuales en un planeta compartido. Por eso los pequeños experimentos en la arquitectura deben ser ejercicios rigurosos de toda una vida.

Las utopías de hoy se presentan con imágenes nítidas pero ideales borrosos: futuros sin manifiestos y sin posibilidad para que cada quien se invente a sí mismo.

Innovar es ensanchar el mundo y, también, la posibilidad de meterlo en el bolsillo, hacerlo cercano. Entonces ¿cómo lograr esto en el ámbito virtual? La fascinación por el mundo digital se explica en buena medida por los fracasos del mundo real. Por ejemplo, los edificios del mundo, valuados en 280 trillones de dólares, representan el mayor activo mundial (corresponden al triple del Producto Interno Bruto global); sin embargo, la industria de la construcción es una de las más contaminantes (los edificios producen el 40% de las emisiones de carbono y consumen el 40% de la energía del planeta). El pilar financiero más potente del mundo no podrá seguir siendo uno de los más destructivos. Hasta ahora las imágenes del futuro producidas con la tecnología más avanzada son fidedignas en apariencia, pero resultan mucho menos creíbles que los collages inexpertos utilizados hace un siglo para aventurar las imágenes de las megalópolis con autos voladores. Las utopías de hoy se presentan con imágenes nítidas pero ideales borrosos: futuros sin manifiestos y sin posibilidad para que cada quien se invente a sí mismo. Las visiones de la arquitectura hecha por algoritmos se resumen en el proyecto AI City de Bjarke Ingels Group, donde hileras de paneles solares se inclinan automáticamente para alimentar jardines con gotas de vapor y un mayordomo virtual llamado Titán selecciona el desayuno y la vestimenta de acuerdo a la temperatura y define la agenda del día antes de que los habitantes suban a sus vehículos automatizados desde los cuales verán lo que el algoritmo recomienda. Asimismo se difunden infraestructuras de inteligencia artificial que podrán frenar incidentes antes de que ocurran, y hoy ya es una realidad la automatización de procesos constructivos (por ejemplo, las casas impresas en 3D, para también hacerlas en otros planetas). Esto se diseña mientras la mitad de los habitantes de la Tierra vive en barrios marginales sin acceso a agua corriente. Los gigantes tecnológicos anuncian grandes resultados (lucrativos para ellos), pero muestran pocas esperanzas de futuros creíbles deseables para los demás. La arquitectura en manos de algoritmos despierta la duda de si seguirá existiendo la creación como encuentro (encuentro con los otros y con lo otro). Y, sobre todo, hace cuestionar: ¿hasta cuándo el mundo real seguirá soportando tanta simulación?

Publicado originalmente en La Tempestad no. 159, octubre de 2023

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viernes, 20 de junio de 2025

El imperativo del optimismo

Algunos de los acontecimientos más felices suceden de forma silenciosa (lo que los hace más afortunados), como el olvido de las TED Talks. Tal vez la desaparición inició en los años de la pandemia, aunque no es un tipo de fenómeno con marcador temporal claro. Lo que puede saberse con más certeza son las razones del alivio que nos dio su gradual olvido. Una de varias: la colección de engaños que se apilaban en su publicidad y en su formato. En un documento de la plataforma, fértil en humor involuntario, se detallan los criterios que deben guiar las charlas. Uno de los centrales es que el o la oradora debe utilizar su presentación para plantear una idea. En ninguna sección del documento se define lo que se entiende por una “idea”, aunque se da a entender en varios puntos que se trata de una propuesta de la que se debe convencer al público.

En A Natural History of Empty Lots (Timber Press, 2024), de Christopher Brown, puede verse lo hondo que ha calado el esquema de venta de “ideas”. El libro, básicamente una charla TED con cientos de páginas de extensión, se presenta como una mezcla aventurada de géneros, análoga al tema que aborda: la historia de los espacios limítrofes entre la ciudad y las zonas de vegetación salvaje. Pero, en contradicción con los atractivos premisa y subtítulo (Field Notes from Urban Edgelands, Back Alleys, and Other Wild Places), además de lo sugerido por una portada de diseño astuto y evocador (todas ellas trampas en las que caí al decidirme a leerlo), el libro emplea hasta el absurdo un recurso sugerido en el documento de TED: la alusión a la historia individual de quien imparte la charla (supuestamente para facilitar la “identificación” por parte del público, un eufemismo de la persuasión ejercida por el vendedor). La “historia de vida” que vende es la forma en que se interesó por esta materia y la llevó a la práctica en su casa, una construcción vanguardista con un jardín salvaje en la azotea y el perímetro. En vez de algo remotamente parecido a la historia natural o a un ejercicio cartográfico nos quedamos con una historia personal de redención y el estudio de caso de un domicilio en Austin.

El protagonismo de las experiencias individuales en la argumentación se ajusta muy bien, tanto en el caso del libro como en el de las charlas TED, al tono y la forma de la vertiente del ensayo autobiográfico que desde hace unos años se extiende como plaga (desafortunadamente, también en nuestras geografías): ese subgénero que quiere hacer pasar cualquier aprendizaje del autor como revelación espiritual, su sufrimiento como un microcosmos de los problemas sociales y sus supuestos esclarecimientos morales como un acontecimiento que, por sí mismo, implica un paso en el camino hacia la salvación colectiva (un subgénero que encuentra sentido en la cosmovisión evangélica norteamericana). Y se vuelve cada vez más frecuente que se utilice el ensayo autobiográfico (aquí lo ensayístico es un decir) para desplegar el yo, con el lejano y pálido telón de fondo de los hechos. Como apuntaba Renata Adler en 1969, en referencia a la deriva de lo que alguna vez se llamó nuevo periodismo hacia una ola de falsos reportajes que servían como excusa para el narcisismo: “los hechos se disolvieron. El autor era todo. Es difícil definir qué es un hecho, pero empezábamos a encontrarnos, en lo que parecían contextos respetables, con una nueva variante de prensa amarillista”. 56 años más tarde, parece que esa forma de sensacionalismo es el molde para los productos literarios más rentables.

Christopher Brown

Abandonándose a la comodidad de estos esquemas lucrativos, Christopher Brown deja pasar la oportunidad de utilizar la narración en primera persona como quienes debían haber sido sus antecedentes, los naturalistas del siglo XIX y primera mitad del XX. (Como un diario de campo, por ejemplo.) Y en vez de intentar un replanteamiento profundo de la vida urbana, nunca va más allá de los alcances de su “idea”: que debemos apreciar y alimentar la presencia de la flora endémica en los entornos urbanos. Algo que, para presentarse como una idea, tiene poco de novedoso: cualquier persona medianamente razonable estaría de acuerdo con ella antes de leer el libro. Si alguien necesita ese proselitismo son los dueños y operadores de las inmobiliarias que tienen actualmente el control de los proyectos urbanísticos en los que transcurre la vida cotidiana de millones de personas, pero es casi seguro que no tienen la disposición de sensibilizarse ante ella ni de darse el tiempo de leer las páginas de Brown.

Otro de los criterios inamovibles de las charlas TED era que el final debía hacerse en un tono “positivo”. Aunque en el documento se intentaba enmascarar este punto con una evocación de la eficiencia, más adelante se indicaba: “busca un punto clave en tu conclusión que transmita positividad en cuanto a ti y las posibilidades de éxito de tu idea”. Bajo casi cualquier consenso tendría que considerarse un contrasentido pretender que pueden imponerse, en personas o grupos, el entusiasmo y la confianza en la eventual resolución favorable de todos los acontecimientos. Pero vivimos en un régimen ideológico que funciona, en gran parte, bajo esa premisa errónea. El optimismo, por descontado, no es en sí mismo un problema (podría alegarse convincentemente que es lo contrario, de hecho), como sí lo es su obligatoriedad. Y puede que en esta versión suya haya un rasgo aún más perjudicial: la confianza que desea inspirar no está basada en una decisión tomada a partir del conocimiento, sino en la ignorancia deliberada. Es una infantilización que se ejecuta bajo consigna.

El optimismo, por descontado, no es en sí mismo un problema (podría alegarse convincentemente que es lo contrario, de hecho), como sí lo es su obligatoriedad. Y puede que en esta versión suya haya un rasgo que sea aún más perjudicial.

En A Natural History of Empty Lots Brown hace un recorrido por argumentos, posturas, evidencias y experiencias personales de muy variada índole, al punto de que llegan a contradecirse entre sí, pero que están unidos por una inquebrantable voluntad de considerar el asunto que aborda desde una perspectiva infantil caricaturizada: una curiosidad histriónica, ignorancia selectiva y (fundada en esto último) una esperanza empecinada. En algún punto habla de que “descubrió” la relación de dominio que entabla la racionalidad industrial con la naturaleza. Lo que podría encontrarse al hojear cualquier libro de historia o teoría social es presentado como una revelación o un resultado clave de su investigación. Buena parte de sus líneas está dedicada a hacer llamados a la acción individual, desde dejar que crezca un pequeño jardín salvaje en la casa o regar plantas endémicas que puedan encontrarse por azar en los camellones, hasta el mero “desarrollo de la conciencia”. Luego, en uno de los pasajes culminantes del libro, decide que podría dejarse el asunto en otras manos: “Que la naturaleza ha comenzado a descifrar cómo romper los complejos sistemas económicos que subyacen a nuestro régimen de propiedad puede que sea la señal más promisoria de los cambios por venir. Ojalá que no sea demasiado tarde”.

La carencia argumental más obvia es su incapacidad o falta de interés en señalar directamente el papel de la economía de mercado en la devastación de los ecosistemas terrestres. Una de las pocas críticas frontales al capitalismo se refiere a las dificultades crediticias que se imponen a quienes compran su primera casa, más que a la voracidad del uso de suelo. Fuera de eso, Brown emplea a conciencia sus reservas inagotables de optimismo pueril en imaginar (mejor dicho, esperar fervientemente, porque no se trata de un ejercicio de imaginación en sentido estricto) que algún día puedan conciliarse los intereses de las inmobiliarias con la conservación de la flora silvestre. En algún punto manifiesta su esperanza en que las “perspectivas divergentes” de las poblaciones americanas originarias (su aprendizaje milenario de la relación con el entorno natural en términos de reciprocidad) y de los agentes inmobiliarios pudieran llegar a encontrarse en sintonía, “de la misma forma que en [su] casa se reconciliaron los desechos industriales con el balance ecológico”.

Lo que podría pasar por un estado de curiosidad y apertura hacia lo nuevo, propio de la mejor versión de una mirada infantil, se mueve rápidamente hacia el lado problemático de ésta cuando habla desde una conciencia prepolítica. En una sección donde habla de activistas que desarrollan proyectos de ambientalismo en la zona de Austin, intenta hacer pasar por un rasgo idílico el hecho de que haya diversidad ideológica entre ellos, algo que ilustra con el ejemplo de un ex agente de la CIA, amigo suyo, que tiene un apiario (algo que quiere hacer pasar como un contraste chusco o entrañable). Varios de los problemas a los que se enfrenta, a la manera de un cruzado, se enuncian desde las manifestaciones más externas, como si fuera incapaz de analizar las causas y los vínculos profundos entre ellos: la urbanización, el protagonismo del automóvil y la infraestructura en la que se sustenta, la gentrificación, la mala selección de especies para los espacios verdes en el interior de la ciudad. En cierto punto discute el encarecimiento de la zona que habita, limítrofe con el campo, a las afueras de una zona industrial. En su examen se asume parte de una avanzada de pioneros contemporáneos (artistas y activistas de clase media, sobre todo) sobre quienes, dice, recae la responsabilidad por el aumento del costo del suelo y de la vivienda.

Christopher Brown toma como referencia a James C. Scott, uno de los antropólogos más influyentes en el establecimiento de la noción que opuso las sociedades agrarias a las urbanas, y a éstas últimas como una forma más desarrollada de las primeras.

La forma más sofisticada en que Brown entiende la relación entre lo específico y lo global, en el asunto de la mancha urbana y su voracidad, es el dualismo naturaleza versus civilización. En un momento de algo que podría pasar por lucidez, dice: “En un mundo gobernado por la razón humana, tenemos una abundancia de utilidades y una pobreza de significado”. La sentencia podría haber sido certera si la hubiera remitido a una crítica hacia la racionalidad capitalista. Pero, para él, la raíz del problema es algo llamado “naturaleza humana”, extensible a todas las sociedades. Este sesgo atraviesa todo el libro y en eso está emparentado con una amplia genealogía de autores que apuestan por una visión suprahistórica, en la que se examina el colapso ambiental, retrospectivamente, como obra colectiva de la actividad de la especie humana (un conjunto homogéneo), y no a partir de hechos, mecanismos y sistemas identificables sólo en la última porción de los cientos de miles de años de la historia de la especie.

Christopher Brown toma como referencia a James C. Scott, uno de los antropólogos más influyentes en el establecimiento de la noción que opuso las sociedades agrarias a las urbanas, y a éstas últimas como una forma más desarrollada de las primeras. Esta idea ha sido adoptada en una variedad de ámbitos tan amplia que pocas veces se considera necesario analizarla: desde artículos académicos hasta conversaciones de banqueta asumen este decurso como natural, un factor inevitable de la vida colectiva. De acuerdo con esto, los pueblos arcaicos estaban integrados por cazadores-recolectores, agrupados en tribus o clanes de pocas decenas de individuos, que luego se aglutinaron para crear sociedades organizadas, más numerosas y con jerarquías más intrincadas. Esta direccionalidad se toma al nivel de una ley de la física. Scott, en su libro Contra el estado. Una historia de las civilizaciones del Próximo Oriente antiguo (2017), habla de la “revolución agrícola”, un término que se ha vuelto tan ubicuo que no parece siquiera parte de un postulado, sino de un hecho, como la rotación de la Tierra o la circulación sanguínea. Esa revolución se toma como el punto de giro a partir del cual los grupos humanos se establecieron en un territorio fijo, se multiplicaron y crearon, eventualmente, las sociedades complejas. También se asume que es el momento en que se estableció la propiedad privada como principio rector de estas sociedades, su estratificación y sus modos de producción que derivaron en otra inevitabilidad, más tardía: la industrialización.

La visión de Scott (dominante, por si hiciera falta reiterarlo) concibe la anarquía como una formación política que es históricamente más simple y primitiva, frente al capitalismo industrial obviamente más desarrollado. Hoy pueden encontrarse, en cualquier mesa de novedades y botaderos de saldos, varios libros escritos sobre esa premisa, que no tuvo su primer ni último representante en Scott. Ésta se repite en autores que, en una primera impresión, parecerían ideológicamente incompatibles con él, como Jared Diamond o Yuval Noah Harari. Y en otros que, más afines en lo político, se hacen de un mayor rigor analítico (aunque no necesariamente respaldado en la evidencia) como Timothy Morton y su Ecología oscura (2016). Fuera de las concepciones pragmáticas y tecnooptimistas de Diamond, para casi todo este grupo de autores la solución, tácita o explícita, del colapso ambiental al que nos encamina la actual civilización industrializada sería el desmantelamiento de la misma y lo que ella conlleva: el desarrollo tecnológico, la economía basada en el dinero, las formaciones políticas jerarquizadas, la alfabetización, el arte, la producción cultural tal como la conocemos. Todo en un mismo paquete. La única alternativa, siguiendo el planteamiento, sería asumir el costo, transitar el colapso y dejar que la pequeña parte de la humanidad sobreviviente (más brillante, mejor adaptada) encuentre una forma nueva de organizarse que implique un estadio superior (más desarrollado) al de la civilización que conocemos, uno que implique una posibilidad de existencia colectiva que sea sustentable.

Esta lectura teleológica de la historia de las distintas sociedades ha sido minuciosa y brillantemente refutada por David Graeber y David Wrengrow en el vasto El amanecer de todo (2021). Con respaldo en evidencia paleoantropológica y en investigaciones que duraron décadas, los autores retratan una historia reciente (en términos geológicos) de la especie que es muy distinta; una en la que, a lo largo de milenios, conviven sociedades nómadas con sedentarias, estratificadas con igualitarias, agrarias con recolectoras, sin jerarquías de complejidad o desarrollo. Incluso una en la que algunas etnias se vuelven, recursivamente, anárquicas y cazadoras, luego de experimentar con formaciones protoestatales y agrarias. Lo que hoy es la forma dominante de estructura socioeconómica, que parece invencible y la culminación de la historia de la especie, ocupa una porción muy pequeña de ésta y surgió de circunstancias específicas que pueden modificarse de un momento a otro. Al contrario de las leyes de la termodinámica, dicen, las sociedades no siguen una línea de tiempo fija, a lo largo de un formato preestablecido.

La única alternativa, siguiendo el planteamiento, sería asumir el costo, transitar el colapso y dejar que la pequeña parte de la humanidad sobreviviente (más brillante, mejor adaptada) encuentre una forma nueva de organizarse que implique un estadio superior (más desarrollado) al de la civilización que conocemos.

Hay una veta teórica que hace parecer el pesimismo, la certeza de la imposibilidad de esta transformación, como la única postura racional. El multicitado (y no siempre bien leído) Realismo capitalista (2009), de Mark Fisher, la órbita en la que se originó –Fredric Jameson, Nick Land (aunque este último vea la inevitabilidad del capitalismo como un hecho feliz)– y autores a los que, acertadamente o no, se relacionan con ella (Eugene Thacker), conciben el sistema-mundo actual como una forma destructiva e inevitable, que terminará por agotarse a sí misma antes de que algo o alguien se le oponga, una posibilidad que a estas alturas consideran nula. Estos autores, en una curiosa coincidencia, escriben desde el corazón de sociedades y Estados cuya existencia sólo ha sido posible a partir del desarrollo del capitalismo industrial y son inconcebibles fuera de él. La dicotomía pesimismo-inteligencia versus optimismo-estupidez tiene, muy probablemente, un sesgo geográfico e histórico.

Al contrario, en varios territorios que están y han estado bajo el dominio de los imperios surgidos del capitalismo hemos visto la emergencia de alternativas (no sólo teóricas o ficcionales) a este sistema-mundo, varias de ellas en territorio mexicano. No está de más nombrar (aunque seguramente esté en la mente de cualquiera que lee) al zapatismo. Están, también, los municipios autónomos de pueblos originarios, como los purépechas y nahuas. Son numerosos los movimientos y activistas que defienden el territorio del despojo y la extracción, luchas que con demasiada frecuencia se llegan a pagar con la vida (lo que les coloca en un ámbito enteramente distinto al de los acondicionamientos inmobiliarios de Christopher Brown). Estas formas de resistencia (las que se llevan a cabo pero también las que sólo se postulan) ejemplifican aquello de lo que hablaban Graeber y Wrengrow: las fracturas y posibilidades de mutación en lo que desde otro punto de vista se considera inamovible.

Puede discutirse si esas formas de organización y las fuerzas en que se fundan pertenecen al ámbito del optimismo, pero para ejercerlas, claramente, hace falta un mínimo de confianza en las posibilidades de mejora, aun si esta confianza está mediada por la rabia ante la opresión histórica y el escepticismo de las herramientas críticas que se utilizan para comprender esta opresión. Y la meta hacia la que orientan su mirada no es una transformación social con la profundidad de una fashion emergency, sino el desmantelamiento del orden económico vigente y la invención de un mundo multipolar (o sin polos en absoluto), sin organismos financieros internacionales que dicten una forma retorcida del bien común en todos los lugares del globo. Tal vez deberíamos recurrir a categorías distintas para referirnos a este optimismo crítico y la fe solipsista en el sí mismo y en una transformación milagrosamente selectiva, a la manera de Christopher Brown y su falsa historia natural de los lotes baldíos. En demasiados momentos el libro trae a la mente aquella frase atribuida a Chico Mendes, retomada y popularizada por colectivas opuestas a la forma clasemediera del ambientalismo y al greenwashing: “ecología sin lucha de clases no es más que jardinería”.

El optimismo crítico no da para buenas charlas TED. Es poco sexy y no es muy eficaz a la hora de hacer que el público abra la cartera. Pero al menos es auténtico. No exige, a la manera de la ficción escapista, la “suspensión del escepticismo” ni inunda la vida interior de sus prosélitos con delirios. Tampoco exige una inversión constante de energía para fingir un entusiasmo contagioso. Sólo requiere dar dos pasos atrás o al costado, mirar con atención, pensar un poco. También requiere un mínimo de lucidez, un recurso cada vez más escaso en el entorno del optimismo obligatorio. No es mucho y, a cambio, entrega un descanso del autoengaño y la farsa, además de relajar los músculos faciales, sin el mandato de la sonrisa permanente.

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El imperativo del optimismo

Algunos de los acontecimientos más felices suceden de forma silenciosa (lo que los hace más afortunados), como el olvido de las TED Talks. Tal vez la desaparición inició en los años de la pandemia, aunque no es un tipo de fenómeno con marcador temporal claro. Lo que puede saberse con más certeza son las razones del alivio que nos dio su gradual olvido. Una de varias: la colección de engaños que se apilaban en su publicidad y en su formato. En un documento de la plataforma, fértil en humor involuntario, se detallan los criterios que deben guiar las charlas. Uno de los centrales es que el o la oradora debe utilizar su presentación para plantear una idea. En ninguna sección del documento se define lo que se entiende por una “idea”, aunque se da a entender en varios puntos que se trata de una propuesta de la que se debe convencer al público.

En A Natural History of Empty Lots (Timber Press, 2024), de Christopher Brown, puede verse lo hondo que ha calado el esquema de venta de “ideas”. El libro, básicamente una charla TED con cientos de páginas de extensión, se presenta como una mezcla aventurada de géneros, análoga al tema que aborda: la historia de los espacios limítrofes entre la ciudad y las zonas de vegetación salvaje. Pero, en contradicción con los atractivos premisa y subtítulo (Field Notes from Urban Edgelands, Back Alleys, and Other Wild Places), además de lo sugerido por una portada de diseño astuto y evocador (todas ellas trampas en las que caí al decidirme a leerlo), el libro emplea hasta el absurdo un recurso sugerido en el documento de TED: la alusión a la historia individual de quien imparte la charla (supuestamente para facilitar la “identificación” por parte del público, un eufemismo de la persuasión ejercida por el vendedor). La “historia de vida” que vende es la forma en que se interesó por esta materia y la llevó a la práctica en su casa, una construcción vanguardista con un jardín salvaje en la azotea y el perímetro. En vez de algo remotamente parecido a la historia natural o a un ejercicio cartográfico nos quedamos con una historia personal de redención y el estudio de caso de un domicilio en Austin.

El protagonismo de las experiencias individuales en la argumentación se ajusta muy bien, tanto en el caso del libro como en el de las charlas TED, al tono y la forma de la vertiente del ensayo autobiográfico que desde hace unos años se extiende como plaga (desafortunadamente, también en nuestras geografías): ese subgénero que quiere hacer pasar cualquier aprendizaje del autor como revelación espiritual, su sufrimiento como un microcosmos de los problemas sociales y sus supuestos esclarecimientos morales como un acontecimiento que, por sí mismo, implica un paso en el camino hacia la salvación colectiva (un subgénero que encuentra sentido en la cosmovisión evangélica norteamericana). Y se vuelve cada vez más frecuente que se utilice el ensayo autobiográfico (aquí lo ensayístico es un decir) para desplegar el yo, con el lejano y pálido telón de fondo de los hechos. Como apuntaba Renata Adler en 1969, en referencia a la deriva de lo que alguna vez se llamó nuevo periodismo hacia una ola de falsos reportajes que servían como excusa para el narcisismo: “los hechos se disolvieron. El autor era todo. Es difícil definir qué es un hecho, pero empezábamos a encontrarnos, en lo que parecían contextos respetables, con una nueva variante de prensa amarillista”. 56 años más tarde, parece que esa forma de sensacionalismo es el molde para los productos literarios más rentables.

Christopher Brown

Abandonándose a la comodidad de estos esquemas lucrativos, Christopher Brown deja pasar la oportunidad de utilizar la narración en primera persona como quienes debían haber sido sus antecedentes, los naturalistas del siglo XIX y primera mitad del XX. (Como un diario de campo, por ejemplo.) Y en vez de intentar un replanteamiento profundo de la vida urbana, nunca va más allá de los alcances de su “idea”: que debemos apreciar y alimentar la presencia de la flora endémica en los entornos urbanos. Algo que, para presentarse como una idea, tiene poco de novedoso: cualquier persona medianamente razonable estaría de acuerdo con ella antes de leer el libro. Si alguien necesita ese proselitismo son los dueños y operadores de las inmobiliarias que tienen actualmente el control de los proyectos urbanísticos en los que transcurre la vida cotidiana de millones de personas, pero es casi seguro que no tienen la disposición de sensibilizarse ante ella ni de darse el tiempo de leer las páginas de Brown.

Otro de los criterios inamovibles de las charlas TED era que el final debía hacerse en un tono “positivo”. Aunque en el documento se intentaba enmascarar este punto con una evocación de la eficiencia, más adelante se indicaba: “busca un punto clave en tu conclusión que transmita positividad en cuanto a ti y las posibilidades de éxito de tu idea”. Bajo casi cualquier consenso tendría que considerarse un contrasentido pretender que pueden imponerse, en personas o grupos, el entusiasmo y la confianza en la eventual resolución favorable de todos los acontecimientos. Pero vivimos en un régimen ideológico que funciona, en gran parte, bajo esa premisa errónea. El optimismo, por descontado, no es en sí mismo un problema (podría alegarse convincentemente que es lo contrario, de hecho), como sí lo es su obligatoriedad. Y puede que en esta versión suya haya un rasgo aún más perjudicial: la confianza que desea inspirar no está basada en una decisión tomada a partir del conocimiento, sino en la ignorancia deliberada. Es una infantilización que se ejecuta bajo consigna.

El optimismo, por descontado, no es en sí mismo un problema (podría alegarse convincentemente que es lo contrario, de hecho), como sí lo es su obligatoriedad. Y puede que en esta versión suya haya un rasgo que sea aún más perjudicial.

En A Natural History of Empty Lots Brown hace un recorrido por argumentos, posturas, evidencias y experiencias personales de muy variada índole, al punto de que llegan a contradecirse entre sí, pero que están unidos por una inquebrantable voluntad de considerar el asunto que aborda desde una perspectiva infantil caricaturizada: una curiosidad histriónica, ignorancia selectiva y (fundada en esto último) una esperanza empecinada. En algún punto habla de que “descubrió” la relación de dominio que entabla la racionalidad industrial con la naturaleza. Lo que podría encontrarse al hojear cualquier libro de historia o teoría social es presentado como una revelación o un resultado clave de su investigación. Buena parte de sus líneas está dedicada a hacer llamados a la acción individual, desde dejar que crezca un pequeño jardín salvaje en la casa o regar plantas endémicas que puedan encontrarse por azar en los camellones, hasta el mero “desarrollo de la conciencia”. Luego, en uno de los pasajes culminantes del libro, decide que podría dejarse el asunto en otras manos: “Que la naturaleza ha comenzado a descifrar cómo romper los complejos sistemas económicos que subyacen a nuestro régimen de propiedad puede que sea la señal más promisoria de los cambios por venir. Ojalá que no sea demasiado tarde”.

La carencia argumental más obvia es su incapacidad o falta de interés en señalar directamente el papel de la economía de mercado en la devastación de los ecosistemas terrestres. Una de las pocas críticas frontales al capitalismo se refiere a las dificultades crediticias que se imponen a quienes compran su primera casa, más que a la voracidad del uso de suelo. Fuera de eso, Brown emplea a conciencia sus reservas inagotables de optimismo pueril en imaginar (mejor dicho, esperar fervientemente, porque no se trata de un ejercicio de imaginación en sentido estricto) que algún día puedan conciliarse los intereses de las inmobiliarias con la conservación de la flora silvestre. En algún punto manifiesta su esperanza en que las “perspectivas divergentes” de las poblaciones americanas originarias (su aprendizaje milenario de la relación con el entorno natural en términos de reciprocidad) y de los agentes inmobiliarios pudieran llegar a encontrarse en sintonía, “de la misma forma que en [su] casa se reconciliaron los desechos industriales con el balance ecológico”.

Lo que podría pasar por un estado de curiosidad y apertura hacia lo nuevo, propio de la mejor versión de una mirada infantil, se mueve rápidamente hacia el lado problemático de ésta cuando habla desde una conciencia prepolítica. En una sección donde habla de activistas que desarrollan proyectos de ambientalismo en la zona de Austin, intenta hacer pasar por un rasgo idílico el hecho de que haya diversidad ideológica entre ellos, algo que ilustra con el ejemplo de un ex agente de la CIA, amigo suyo, que tiene un apiario (algo que quiere hacer pasar como un contraste chusco o entrañable). Varios de los problemas a los que se enfrenta, a la manera de un cruzado, se enuncian desde las manifestaciones más externas, como si fuera incapaz de analizar las causas y los vínculos profundos entre ellos: la urbanización, el protagonismo del automóvil y la infraestructura en la que se sustenta, la gentrificación, la mala selección de especies para los espacios verdes en el interior de la ciudad. En cierto punto discute el encarecimiento de la zona que habita, limítrofe con el campo, a las afueras de una zona industrial. En su examen se asume parte de una avanzada de pioneros contemporáneos (artistas y activistas de clase media, sobre todo) sobre quienes, dice, recae la responsabilidad por el aumento del costo del suelo y de la vivienda.

Christopher Brown toma como referencia a James C. Scott, uno de los antropólogos más influyentes en el establecimiento de la noción que opuso las sociedades agrarias a las urbanas, y a éstas últimas como una forma más desarrollada de las primeras.

La forma más sofisticada en que Brown entiende la relación entre lo específico y lo global, en el asunto de la mancha urbana y su voracidad, es el dualismo naturaleza versus civilización. En un momento de algo que podría pasar por lucidez, dice: “En un mundo gobernado por la razón humana, tenemos una abundancia de utilidades y una pobreza de significado”. La sentencia podría haber sido certera si la hubiera remitido a una crítica hacia la racionalidad capitalista. Pero, para él, la raíz del problema es algo llamado “naturaleza humana”, extensible a todas las sociedades. Este sesgo atraviesa todo el libro y en eso está emparentado con una amplia genealogía de autores que apuestan por una visión suprahistórica, en la que se examina el colapso ambiental, retrospectivamente, como obra colectiva de la actividad de la especie humana (un conjunto homogéneo), y no a partir de hechos, mecanismos y sistemas identificables sólo en la última porción de los cientos de miles de años de la historia de la especie.

Christopher Brown toma como referencia a James C. Scott, uno de los antropólogos más influyentes en el establecimiento de la noción que opuso las sociedades agrarias a las urbanas, y a éstas últimas como una forma más desarrollada de las primeras. Esta idea ha sido adoptada en una variedad de ámbitos tan amplia que pocas veces se considera necesario analizarla: desde artículos académicos hasta conversaciones de banqueta asumen este decurso como natural, un factor inevitable de la vida colectiva. De acuerdo con esto, los pueblos arcaicos estaban integrados por cazadores-recolectores, agrupados en tribus o clanes de pocas decenas de individuos, que luego se aglutinaron para crear sociedades organizadas, más numerosas y con jerarquías más intrincadas. Esta direccionalidad se toma al nivel de una ley de la física. Scott, en su libro Contra el estado. Una historia de las civilizaciones del Próximo Oriente antiguo (2017), habla de la “revolución agrícola”, un término que se ha vuelto tan ubicuo que no parece siquiera parte de un postulado, sino de un hecho, como la rotación de la Tierra o la circulación sanguínea. Esa revolución se toma como el punto de giro a partir del cual los grupos humanos se establecieron en un territorio fijo, se multiplicaron y crearon, eventualmente, las sociedades complejas. También se asume que es el momento en que se estableció la propiedad privada como principio rector de estas sociedades, su estratificación y sus modos de producción que derivaron en otra inevitabilidad, más tardía: la industrialización.

La visión de Scott (dominante, por si hiciera falta reiterarlo) concibe la anarquía como una formación política que es históricamente más simple y primitiva, frente al capitalismo industrial obviamente más desarrollado. Hoy pueden encontrarse, en cualquier mesa de novedades y botaderos de saldos, varios libros escritos sobre esa premisa, que no tuvo su primer ni último representante en Scott. Ésta se repite en autores que, en una primera impresión, parecerían ideológicamente incompatibles con él, como Jared Diamond o Yuval Noah Harari. Y en otros que, más afines en lo político, se hacen de un mayor rigor analítico (aunque no necesariamente respaldado en la evidencia) como Timothy Morton y su Ecología oscura (2016). Fuera de las concepciones pragmáticas y tecnooptimistas de Diamond, para casi todo este grupo de autores la solución, tácita o explícita, del colapso ambiental al que nos encamina la actual civilización industrializada sería el desmantelamiento de la misma y lo que ella conlleva: el desarrollo tecnológico, la economía basada en el dinero, las formaciones políticas jerarquizadas, la alfabetización, el arte, la producción cultural tal como la conocemos. Todo en un mismo paquete. La única alternativa, siguiendo el planteamiento, sería asumir el costo, transitar el colapso y dejar que la pequeña parte de la humanidad sobreviviente (más brillante, mejor adaptada) encuentre una forma nueva de organizarse que implique un estadio superior (más desarrollado) al de la civilización que conocemos, uno que implique una posibilidad de existencia colectiva que sea sustentable.

Esta lectura teleológica de la historia de las distintas sociedades ha sido minuciosa y brillantemente refutada por David Graeber y David Wrengrow en el vasto El amanecer de todo (2021). Con respaldo en evidencia paleoantropológica y en investigaciones que duraron décadas, los autores retratan una historia reciente (en términos geológicos) de la especie que es muy distinta; una en la que, a lo largo de milenios, conviven sociedades nómadas con sedentarias, estratificadas con igualitarias, agrarias con recolectoras, sin jerarquías de complejidad o desarrollo. Incluso una en la que algunas etnias se vuelven, recursivamente, anárquicas y cazadoras, luego de experimentar con formaciones protoestatales y agrarias. Lo que hoy es la forma dominante de estructura socioeconómica, que parece invencible y la culminación de la historia de la especie, ocupa una porción muy pequeña de ésta y surgió de circunstancias específicas que pueden modificarse de un momento a otro. Al contrario de las leyes de la termodinámica, dicen, las sociedades no siguen una línea de tiempo fija, a lo largo de un formato preestablecido.

La única alternativa, siguiendo el planteamiento, sería asumir el costo, transitar el colapso y dejar que la pequeña parte de la humanidad sobreviviente (más brillante, mejor adaptada) encuentre una forma nueva de organizarse que implique un estadio superior (más desarrollado) al de la civilización que conocemos.

Hay una veta teórica que hace parecer el pesimismo, la certeza de la imposibilidad de esta transformación, como la única postura racional. El multicitado (y no siempre bien leído) Realismo capitalista (2009), de Mark Fisher, la órbita en la que se originó –Fredric Jameson, Nick Land (aunque este último vea la inevitabilidad del capitalismo como un hecho feliz)– y autores a los que, acertadamente o no, se relacionan con ella (Eugene Thacker), conciben el sistema-mundo actual como una forma destructiva e inevitable, que terminará por agotarse a sí misma antes de que algo o alguien se le oponga, una posibilidad que a estas alturas consideran nula. Estos autores, en una curiosa coincidencia, escriben desde el corazón de sociedades y Estados cuya existencia sólo ha sido posible a partir del desarrollo del capitalismo industrial y son inconcebibles fuera de él. La dicotomía pesimismo-inteligencia versus optimismo-estupidez tiene, muy probablemente, un sesgo geográfico e histórico.

Al contrario, en varios territorios que están y han estado bajo el dominio de los imperios surgidos del capitalismo hemos visto la emergencia de alternativas (no sólo teóricas o ficcionales) a este sistema-mundo, varias de ellas en territorio mexicano. No está de más nombrar (aunque seguramente esté en la mente de cualquiera que lee) al zapatismo. Están, también, los municipios autónomos de pueblos originarios, como los purépechas y nahuas. Son numerosos los movimientos y activistas que defienden el territorio del despojo y la extracción, luchas que con demasiada frecuencia se llegan a pagar con la vida (lo que les coloca en un ámbito enteramente distinto al de los acondicionamientos inmobiliarios de Christopher Brown). Estas formas de resistencia (las que se llevan a cabo pero también las que sólo se postulan) ejemplifican aquello de lo que hablaban Graeber y Wrengrow: las fracturas y posibilidades de mutación en lo que desde otro punto de vista se considera inamovible.

Puede discutirse si esas formas de organización y las fuerzas en que se fundan pertenecen al ámbito del optimismo, pero para ejercerlas, claramente, hace falta un mínimo de confianza en las posibilidades de mejora, aun si esta confianza está mediada por la rabia ante la opresión histórica y el escepticismo de las herramientas críticas que se utilizan para comprender esta opresión. Y la meta hacia la que orientan su mirada no es una transformación social con la profundidad de una fashion emergency, sino el desmantelamiento del orden económico vigente y la invención de un mundo multipolar (o sin polos en absoluto), sin organismos financieros internacionales que dicten una forma retorcida del bien común en todos los lugares del globo. Tal vez deberíamos recurrir a categorías distintas para referirnos a este optimismo crítico y la fe solipsista en el sí mismo y en una transformación milagrosamente selectiva, a la manera de Christopher Brown y su falsa historia natural de los lotes baldíos. En demasiados momentos el libro trae a la mente aquella frase atribuida a Chico Mendes, retomada y popularizada por colectivas opuestas a la forma clasemediera del ambientalismo y al greenwashing: “ecología sin lucha de clases no es más que jardinería”.

El optimismo crítico no da para buenas charlas TED. Es poco sexy y no es muy eficaz a la hora de hacer que el público abra la cartera. Pero al menos es auténtico. No exige, a la manera de la ficción escapista, la “suspensión del escepticismo” ni inunda la vida interior de sus prosélitos con delirios. Tampoco exige una inversión constante de energía para fingir un entusiasmo contagioso. Sólo requiere dar dos pasos atrás o al costado, mirar con atención, pensar un poco. También requiere un mínimo de lucidez, un recurso cada vez más escaso en el entorno del optimismo obligatorio. No es mucho y, a cambio, entrega un descanso del autoengaño y la farsa, además de relajar los músculos faciales, sin el mandato de la sonrisa permanente.

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jueves, 19 de junio de 2025

Jean Ferry y el regreso del surrealismo

El surrealismo nació como respuesta a un mundo mecanizado que había usado la tecnología para el exterminio y el dominio del débil. La razón fue puesta al servicio de la violencia y la opresión. Los ideales igualitarios de la Ilustración fueron puestos en duda cuando las potencias coloniales se enfrascaron en la primera guerra global del siglo XX, una lucha que, entre otras cosas, olvidó las antiguas convenciones para atacar a la población civil. La segunda década del mismo siglo –los llamados “locos años veinte”– fue campo fértil para el arte, la rebeldía y la imaginación. Si la civilización había despertado los demonios de la guerra, habría que descreer del progreso, al menos como una utopía a la cual llegaría la humanidad casi por inercia. De esta manera se apostó por la sinrazón, la locura, el quiebre de la lógica y la exploración de los sueños.

Sin la fama de sus compañeros surrealistas (André Breton, Louis Aragón, Philippe Soupault, entre otros), Jean Ferry (1906-1974) participó en el movimiento por medio de guiones de películas –en particular de Luis Buñuel y Louis Malle–, exégesis de otros miembros de esa vanguardia como Raymond Roussel y la bohemia de la época. Su obra narrativa –sucinta y escasamente difundida en castellano– se conforma de cuentos que no sólo representan el espíritu surrealista en cuanto a la exploración temática sino también en la experimentación formal. La vieja consigna que afirma que un cuento debe ser inteligible, leerse de una sentada, ofrecer información que capte de inmediato la atención del lector y, por supuesto, ofrezca una resolución que ate todos los cabos, ya se había roto en escritores de épocas anteriores, en particular durante el romanticismo, cuando también se apostaba por la imaginación como vía para contrarrestar el evangelio de la razón. Los cuentos de Ferry son, de alguna manera, una caja de herramientas que se usó por la vanguardia surrealista en la literatura y que se extendió a otras artes.

Hay una primera sensación en los textos reunidos en El maquinista y otros cuentos (1953; Perla Ediciones): el desasosiego y cierto pesimismo un tanto ajeno al espíritu de otros colegas de Ferry que buscaban, casi inercialmente, el humor, lo carnavalesco, la transgresión lúdica o la sexualidad como provocación. En los cuentos del autor podemos encontrar diferentes maneras de quebrar la realidad sustituyéndola por un escenario que recuerda, en muchos ejemplos, el existencialismo, el vacío, o atmósferas que reflejan la desesperación del hombre en un mundo que se muestra ininteligible y ajeno. “Inconvenientes de los recuerdos de infancia”, por ejemplo, parte de un automatismo verbal, una frase –“Lentejas, comida de viejas, si quieres las tomas y si no, las dejas”– que dice un personaje llamado K cuando le sirven un platillo hecho de ese ingrediente. A partir de ahí, K se perderá en una larga serie de justificaciones para su dicho en una suerte de locura que se reinicia constantemente.

Jean Ferry

La repetición o la idea de que las palabras no son suficientes para enfrentar la realidad recuerdan experimentos que vendrían años después como los de Samuel Beckett o Thomas Bernhard. El cuento que da nombre al libro, “El maquinista”, juega con la idea de un tren cuyo destino es incierto y que no puede detenerse en el camino. No hay, como sucede en el “El guardagujas” de Juan José Arreola (publicado en 1952), una ironía sobre el funcionamiento de los trenes, las estaciones y la burocracia propia de este medio de transporte. En Ferry hay un tono espectral representado por los pasajeros sometidos a un viaje absurdo y sin fin. Hay otros cuentos que pudieron haberse adaptado a guiones de cine: en “La casa de Bourgenew” un alpinista, enfrentado a un ascenso imposible, cierra los ojos y, cuando los abre, descubre que está en la cocina de una familia. Los habitantes del lugar asumen como algo normal encontrar a un alpinista en la pared e intentan convencerlo de que “baje”, aunque sus esfuerzos son en vano. La transformación de la realidad para enfrentarnos a escenarios alucinados que, por supuesto, escapan a cualquier explicación racional, semeja la técnica de edición de cortometrajes surrealistas en los que, como en el famoso Un perro andaluz de Buñuel, el montaje carece de lógica y busca crear ensoñaciones que sirven como escape de la realidad o una aproximación a ella a partir de lo desconocido.

La serie de cuentos quizá más interesante del volumen es la que aborda la estampa, el divertimento, el diario de viaje o la viñeta. Es inevitable asociar estas aproximaciones a las ficciones de Jorge Luis Borges, aunque el autor argentino se decantaba por el divertimento filosófico. En el caso de Jean Ferry la descripción de una cartografía imaginaria, como sucede en las narraciones “Rapa Nui”o “Carta a un desconocido”, es un inventario sobre el vacío y la soledad de los viajeros. No hay más referencias que las paranoias que encuentran los marinos en un barco o los exploradores que deambulan en un pueblo habitado y desierto simultáneamente. Es curioso, para finalizar, que la literatura fantástica –la que se escribe ahora o los valiosos rescates que se hacen de autores como Ferry– comience a encontrar lectores en el siglo XXI, una época sometida a una hiperrealidad casi obsesiva. Los ejercicios imaginativos han explorado cualquier cantidad de distopías que, de alguna manera, nos enseñan a leer nuestra época con el riesgo, por supuesto, de normalizar un colapso largamente anunciado. Las ficciones surrealistas de Ferry se apartan un poco de ese camino, pues se empeñan en romper los viejos paradigmas, descreer de la utilidad como profecía y las moralejas cada vez más explícitas en la literatura contemporánea. El arte siempre debe ser un estímulo para el pensamiento y no un simple acompañante de ideas que se han agotado desde hace mucho.

Jean Ferry, El maquinista y otros cuentos, prólogo de Edward Gauvin, introducción de Raphaël Sorin, ilustraciones de Claude Ballaré, traducción del francés de Gabriel Hormaechea, Perla Ediciones, México, 2025

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Jean Ferry y el regreso del surrealismo

El surrealismo nació como respuesta a un mundo mecanizado que había usado la tecnología para el exterminio y el dominio del débil. La razón fue puesta al servicio de la violencia y la opresión. Los ideales igualitarios de la Ilustración fueron puestos en duda cuando las potencias coloniales se enfrascaron en la primera guerra global del siglo XX, una lucha que, entre otras cosas, olvidó las antiguas convenciones para atacar a la población civil. La segunda década del mismo siglo –los llamados “locos años veinte”– fue campo fértil para el arte, la rebeldía y la imaginación. Si la civilización había despertado los demonios de la guerra, habría que descreer del progreso, al menos como una utopía a la cual llegaría la humanidad casi por inercia. De esta manera se apostó por la sinrazón, la locura, el quiebre de la lógica y la exploración de los sueños.

Sin la fama de sus compañeros surrealistas (André Breton, Louis Aragón, Philippe Soupault, entre otros), Jean Ferry (1906-1974) participó en el movimiento por medio de guiones de películas –en particular de Luis Buñuel y Louis Malle–, exégesis de otros miembros de esa vanguardia como Raymond Roussel y la bohemia de la época. Su obra narrativa –sucinta y escasamente difundida en castellano– se conforma de cuentos que no sólo representan el espíritu surrealista en cuanto a la exploración temática sino también en la experimentación formal. La vieja consigna que afirma que un cuento debe ser inteligible, leerse de una sentada, ofrecer información que capte de inmediato la atención del lector y, por supuesto, ofrezca una resolución que ate todos los cabos, ya se había roto en escritores de épocas anteriores, en particular durante el romanticismo, cuando también se apostaba por la imaginación como vía para contrarrestar el evangelio de la razón. Los cuentos de Ferry son, de alguna manera, una caja de herramientas que se usó por la vanguardia surrealista en la literatura y que se extendió a otras artes.

Hay una primera sensación en los textos reunidos en El maquinista y otros cuentos (1953; Perla Ediciones): el desasosiego y cierto pesimismo un tanto ajeno al espíritu de otros colegas de Ferry que buscaban, casi inercialmente, el humor, lo carnavalesco, la transgresión lúdica o la sexualidad como provocación. En los cuentos del autor podemos encontrar diferentes maneras de quebrar la realidad sustituyéndola por un escenario que recuerda, en muchos ejemplos, el existencialismo, el vacío, o atmósferas que reflejan la desesperación del hombre en un mundo que se muestra ininteligible y ajeno. “Inconvenientes de los recuerdos de infancia”, por ejemplo, parte de un automatismo verbal, una frase –“Lentejas, comida de viejas, si quieres las tomas y si no, las dejas”– que dice un personaje llamado K cuando le sirven un platillo hecho de ese ingrediente. A partir de ahí, K se perderá en una larga serie de justificaciones para su dicho en una suerte de locura que se reinicia constantemente.

Jean Ferry

La repetición o la idea de que las palabras no son suficientes para enfrentar la realidad recuerdan experimentos que vendrían años después como los de Samuel Beckett o Thomas Bernhard. El cuento que da nombre al libro, “El maquinista”, juega con la idea de un tren cuyo destino es incierto y que no puede detenerse en el camino. No hay, como sucede en el “El guardagujas” de Juan José Arreola (publicado en 1952), una ironía sobre el funcionamiento de los trenes, las estaciones y la burocracia propia de este medio de transporte. En Ferry hay un tono espectral representado por los pasajeros sometidos a un viaje absurdo y sin fin. Hay otros cuentos que pudieron haberse adaptado a guiones de cine: en “La casa de Bourgenew” un alpinista, enfrentado a un ascenso imposible, cierra los ojos y, cuando los abre, descubre que está en la cocina de una familia. Los habitantes del lugar asumen como algo normal encontrar a un alpinista en la pared e intentan convencerlo de que “baje”, aunque sus esfuerzos son en vano. La transformación de la realidad para enfrentarnos a escenarios alucinados que, por supuesto, escapan a cualquier explicación racional, semeja la técnica de edición de cortometrajes surrealistas en los que, como en el famoso Un perro andaluz de Buñuel, el montaje carece de lógica y busca crear ensoñaciones que sirven como escape de la realidad o una aproximación a ella a partir de lo desconocido.

La serie de cuentos quizá más interesante del volumen es la que aborda la estampa, el divertimento, el diario de viaje o la viñeta. Es inevitable asociar estas aproximaciones a las ficciones de Jorge Luis Borges, aunque el autor argentino se decantaba por el divertimento filosófico. En el caso de Jean Ferry la descripción de una cartografía imaginaria, como sucede en las narraciones “Rapa Nui”o “Carta a un desconocido”, es un inventario sobre el vacío y la soledad de los viajeros. No hay más referencias que las paranoias que encuentran los marinos en un barco o los exploradores que deambulan en un pueblo habitado y desierto simultáneamente. Es curioso, para finalizar, que la literatura fantástica –la que se escribe ahora o los valiosos rescates que se hacen de autores como Ferry– comience a encontrar lectores en el siglo XXI, una época sometida a una hiperrealidad casi obsesiva. Los ejercicios imaginativos han explorado cualquier cantidad de distopías que, de alguna manera, nos enseñan a leer nuestra época con el riesgo, por supuesto, de normalizar un colapso largamente anunciado. Las ficciones surrealistas de Ferry se apartan un poco de ese camino, pues se empeñan en romper los viejos paradigmas, descreer de la utilidad como profecía y las moralejas cada vez más explícitas en la literatura contemporánea. El arte siempre debe ser un estímulo para el pensamiento y no un simple acompañante de ideas que se han agotado desde hace mucho.

Jean Ferry, El maquinista y otros cuentos, prólogo de Edward Gauvin, introducción de Raphaël Sorin, ilustraciones de Claude Ballaré, traducción del francés de Gabriel Hormaechea, Perla Ediciones, México, 2025

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miércoles, 18 de junio de 2025

‘Parthenope’ y el tiempo que fluye

Desde sus primeros largometrajes, Un hombre de más (2001) y Las consecuencias del amor (2004), Paolo Sorrentino ha retratado aspectos miserables en la vida de la gente rica. Quizá la más famosa de sus criaturas fílmicas, y la que mejor ejemplifica el sector social que le interesa capturar, es Jep Gambardella (interpretado por Toni Servillo, su actor fetiche), el escritor pequeño burgués de La gran belleza (2013), al que le resultan ridículas ciertas convenciones de los ámbitos editorial y artístico romanos. Esta mirada incisiva sobre la fama y la fortuna es fundamental en su obra, y Parthenope: los amores de Nápoles (2024) no es la excepción.

En su filme más reciente el cineasta italiano indaga también en la comprensión y la dulzura que suscita la enfermedad y, al mismo tiempo, en lo que avergüenza por monstruoso y termina ocultándose. Parthenope (Celeste Dalla Porta) nace en medio del mar napolitano, de padres ricos cuya vida se verá marcada por una tragedia. Aunque su familia la juzga con severidad, pronto adquiere consciencia de su atractivo escandaloso. Sin importar la belleza que los rodea ni la riqueza de la que provienen, todos aquí optan por la desesperanza.

Cuando uno de los personajes afirma que no se puede ser feliz en el lugar más hermoso del mundo, es posible pensar en Parthenope como una metáfora de Nápoles y en las preguntas que se plantea como problemáticas de la propia ciudad, cuna de Sorrentino. La relevancia de la Iglesia católica en la sociedad, por ejemplo, se manifiesta cuando aparece el obispo Tesorone (Peppe Lanzetta) para develar cómo el clero ha perpetuado el arte de la seducción y el fraude. Queda en evidencia, entonces, que la verdad es indecible.

Parthenope

Celeste Dalla Porta y Gary Oldman en Parthenope: los amores de Nápoles (2024), de Paolo Sorrentino

La esmerada construcción de personajes constituye uno de los aspectos más destacados de la cinta. Se desenvuelven con orgullo, son patéticos, frágiles, contradictorios, enmascarados y seductores. El escritor estadounidense John Cheever (encarnado por Gary Oldman), alcohólico y depresivo, tiene una participación clave, pues funciona como espejo poético que amplifica el sentimiento de la trama medular. El fantasma de Sophia Loren emerge con el nombre de Greta Cool (Luisa Ranieri), y el discurso que pronuncia delante del público napolitano muestra la delicada escritura de Paolo Sorrentino. La escena es brillante, pues el director dibuja una caricatura rota y soberbia sin propinarle una condena moral.

Una lupa sobre la riqueza

Conviene traer a cuento la reflexión de Leila Guerriero sobre la no-narración del mundo de los ricos. La escritora advierte cómo las revistas del jet set se limitan a publicar fotografías bonitas y dejan un hueco narrativo peligroso: no se habla sobre su visión del mundo, sus miserias o sus manías. “Aparecen mostrando lo que tienen para no mostrar lo que son, y devienen una raza que no huele, que no siente, que no sufre: un olimpo de cera: una raza invisible”, escribe en uno de los textos de Zona de obras (2014). “Pero el mundo de las clases altas forma parte de este sitio en que vivimos y mientras no apliquemos allí la mirada que ya demostramos que podemos aplicar a los raros y a los que tienen poco –una mirada de carácter, una mirada que aspira a contar un mundo, una mirada que trata de entender–, seguiremos despejando solo una equis, una parte de la ecuación”.

Si bien hay una sobreproducción de historias en torno a aquellos que tienen de más, lo cierto es que la mayoría proviene de la industria audiovisual masiva: productos repletos de personajes predecibles, huecos: autómatas con destinos idénticos. De ahí la importancia de que Paolo Sorrentino escudriñe este mundo de oropel para encontrar los matices que surgen al mezclar el gran horror con la gran belleza: el tiempo que fluye junto al dolor. Parthenope es una narración coral, donde las experiencias vividas por los personajes forman un solo cuerpo de agua. Es también una historia de amistad, y quizá la amistad sólo puede darse entre las personas que saben verse sin juzgarse.

Parthenope

Celeste Dalla Porta en Parthenope: los amores de Nápoles (2024), de Paolo Sorrentino

Al cierre de la película se escucha un pasaje de la Biblia: “Dios no ama el mar”. Luego, cuando todo parece desvanecerse, la cámara ofrece un paneo hacia el carro alegórico rebosado de luces blancas y azules que transporta a los hinchas, seguidores del Nápoles, cantando con orgullo su himno:

Un día de repente me enamoré de ti

mi corazón latía con fuerza, no me preguntes por qué

el tiempo pasó, pero todavía estoy aquí

y hoy como entonces defiendo la ciudad.

 

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