Construimos porque creemos en el futuro: nada muestra más compromiso con el futuro que la arquitectura. Y construimos bien porque creemos en un futuro mejor.
Paul Goldberger, Por qué importa la arquitectura
El futuro es algo que se inventa y la arquitectura ayuda a construirlo. Todo lo fabricado que tenemos a nuestro alrededor es producto del sueño de alguna persona. Vivimos en espacios que alguien trazó y los transformamos continuamente para crear lugares propios. De niños lo hacemos al construir casas con sábanas y cojines, y después al colocar una alfombra, sembrar un árbol o diseñar un edificio. Por más estandarizadas que sean las construcciones, inmediatamente son colonizadas por los habitantes, quienes trastocan sus rígidos límites. Por eso no existe en el mundo una calle idéntica a otra, y los departamentos u oficinas iguales dejan de parecerse a las del vecino al poco tiempo. Desde la cuna los bebés acomodan los juguetes de acuerdo a sus preferencias y en cuanto pueden extienden su dominio fuera, hacia los muros, los muebles y, finalmente, la calle. Buscamos cada día la reinvención de lo cotidiano e incluso de lo que ya no nos tocará ver.
Ante el deseo constante de cambio, ¿qué quiere decir innovar en la arquitectura, cuando el deseo de transformar implica movimiento y las construcciones son casi siempre fijas? En un ensayo titulado “¿Hacia dónde nos dirigimos?” (1960) Ludwig Mies van der Rohe dijo que el futuro no llega solo (hay que fabricarlo), pero que no era necesario, ni posible, inventar cada lunes en la mañana una nueva arquitectura. Para sortear el deseo de cambio con la condición perdurable de una construcción, Mies destacaba las lecciones de la arquitectura primitiva. Ahí las respuestas quedan limitadas a lo esencial: cada hachazo y cada golpe de cincel responde a la expresión más básica. Con esto el proceso creativo quedaba reducido a lo que parecían ser no decisiones sino el único camino racional. Sin embargo, pensando así, resulta difícil explicar la compleja innovación que caracteriza la obra de Mies. Por ejemplo, ¿cómo se explicarían el recubrimiento de bronce de las columnas metálicas del edificio Seagram de Nueva York (1954-58), que lo convirtieron en el rascacielos más costoso del mundo, o los perfiles IPE de la fachada, de 157 metros de longitud, cuya función es solo decorativa, y los muros del Pabellón de Barcelona (1929), que se extienden sin una lógica comprensible pero acaban creando un espacio abierto que te abraza? Sus innovaciones rebasan el discurso de simplicidad de su fórmula “menos es más”. Para Mies, hacer que el futuro quedara abierto no dependía de hacer mucho con poco, sino en estirar los límites en lo posible con un sentido que trascendiera el tiempo.
¿Qué quiere decir innovar en la arquitectura, cuando la autoridad para inventar la tienen los arquitectos y no tanto los usuarios que pasarán su vida en esa obra?
¿Qué quiere decir innovar en la arquitectura, cuando la autoridad para inventar la tienen los arquitectos y no tanto los usuarios que pasarán su vida en esa obra? En el edificio Seagram Mies especificó el tipo de persiana que todos debían utilizar forzosamente y limitó su uso a tres posiciones. En la casa Farnsworth (1946-51) la dueña debía esconder el basurero de la cocina en un armario para que no fuera visible desde el exterior, mientras los muros del vestidor no alcanzaban a taparla por completo mientras se desvestía dentro de la pecera de cristal que Mies diseñó. Hablar de invención en la arquitectura sería hablar de la necesidad de múltiples interpretaciones de obras que puedan reinventarse sin perder su esencia. Obras capaces de promover una diversidad de usos y de usuarios a lo largo del tiempo. Hablar de invención en la arquitectura sería sobre todo dejar de hablar de obras aisladas y no entender el territorio como algo para ser intervenido lote por lote a partir de autorías singulares. Innovar en la arquitectura sería planear la vida futura de un mundo compartido y cambiante. Hacer que la imaginación transite del yo al nosotros, desde una idea de tiempo más largo, y desde el reconocimiento de otras formas de ver.

Propuesta de AI City (2020) para la compañía Terminus en Chongqing, China, de Bjarke Ingels Group. Cortesía de Lucian R y BIG
¿Innovar es ver de una nueva manera o cerrar los ojos? La frase de Álvaro Siza, “Quien más ve, más inventa”, habla de una mirada capaz de transitar entre el pasado, el presente y el futuro con el fin de provocar soluciones, no deslumbramientos. Toda innovación empieza con un cambio en la manera de ver, pero no depende en absoluto de los ojos, sino de una mirada que involucre el cuerpo. La distancia que existe entre imaginar y crear está en el uso del cuerpo. La mirada corporal estira el horizonte: permite recoger lo que va apareciendo por debajo de los pies y reinventarlo con pasos subsecuentes. Se trata de pasos inciertos, mínimos, acumulados hasta convertirlos en un salto: pasos que incorporan la duda como núcleo de toda creación. Rebasar lo transitado implica equivocarse y dejar a un lado la preocupación por el resultado final.
Para innovar en arquitectura, ¿cómo se dibuja un futuro? Leonardo da Vinci acuñó el término componimento inculto, composiciones desordenadas, para describir los dibujos veloces que sirven para estimular la imaginación. Este ejercicio para hacer visible lo futuro es equivalente a dibujar con los ojos cerrados, con la mano no adiestrada, trazando al revés o sin plena conciencia. Da Vinci resaltaba la importancia del ensayo despreocupado, de prueba y error, en el proceso –siempre inexperto– de cualquier acto creador. Estos apuntes descuidados para imaginar obras vivas, sin formas, han sido útiles para científicos, artistas, niños e ingenieros, ya que permiten incorporar el error con el fin de llegar a una verdadera experimentación. Se trata de crear una obra sin resultados, como paso imprescindible para avanzar. Introducir el accidente y el juego como puerta de salida, con doble abatimiento, que permite entrar de otra manera. El pensamiento utópico necesita del juego sin resultados, del juego como invención.
La creación del mundo moderno se basó hace un siglo en la idea de barrer lo existente. La ‘tabula rasa’ permitiría empezar de nueva cuenta con ciudades entendidas como lienzos en blanco diseñadas junto al prototipo de hombre ideal.
Al hablar de innovación, ¿es necesario hablar de la memoria? La creación del mundo moderno se basó hace un siglo en la idea de barrer lo existente. La tabula rasa permitiría empezar de nueva cuenta con ciudades entendidas como lienzos en blanco diseñadas junto al prototipo de hombre ideal. En el Manifiesto de la arquitectura futurista (1914) Antonio Sant’Elia rechazó toda continuidad histórica para inventar un nuevo futuro. Así, cada generación inventaría su propia casa y su nueva ciudad. A su vez, en el currículum de la escuela de la Bauhaus no existía la disciplina de Historia, y Le Corbusier planteó en su Plan Voissin la destrucción de París para implantar una nueva retícula con torres simétricas. El mundo debía nacer de nuevo para olvidar guerras y enfermedades, pero muy pronto los mismos pioneros de la arquitectura moderna sintieron la necesidad de incluir lo arcaico. Fascinados por las capas ocultas bajo el suelo hicieron aparecer trazos irregulares para hacer que las cosas hablen. Frente a la eficiencia buscaron lo sensual, contra la planeación modular incorporaron la sorpresa, y en lugar de interesarse por las máquinas prefirieron lo humano. Los nombres que resaltan ya no son tanto los de Le Corbusier, Mies van der Rohe y Ernst May sino los de sus colaboradoras Charlotte Perriand, Lilly Reich y Margarete Shütte-Lihotzky, además de figuras esenciales como Eileen Gray y posteriormente Lina Bo Bardi. Para ellas la utopía tenía un lugar específico, cargado con significados profundos, y el habitante tipo por primera vez tenía un cuerpo propio. Se trataba de cuerpos distintos, necesitados de una arquitectura que ofreciera movimiento, contacto con la naturaleza y mayor libertad. El proceso arquitectónico debía incluir la intuición y el encuentro con lo otro. Cada proyecto debía volverse el único en la vida. Su búsqueda resuena hoy con más intensidad que nunca, cuando sabemos que para crear obras que trasciendan al ser humano necesitamos una arquitectura que deje de destruir al planeta y dividir a la sociedad.

Propuesta de un hábitat en Marte impreso en 3D (2015-17), realizado por Forster + Partners para la NASA. Cortesía de Forster + Partners
Si innovar quiere decir crear obras que resistan el paso del tiempo, ¿cómo hacerlo con la velocidad del mundo digital? Más allá de las prisas, o a pesar de éstas, la pregunta es cómo compaginar las posibilidades de los medios digitales con las necesidades de cuerpos y lugares que requieren respuestas físicas locales. Para encontrar un sentido entre las contradicciones, por ejemplo, entre oxímoron normalizados, ya que la realidad nunca es virtual y la inteligencia no es artificial, la arquitectura debe entenderse como oficio crítico. Si diéramos importancia a lo auténtico podríamos comprender las ventajas de la digitalización de soluciones constructivas y los previsibles riesgos del diseño de vidas a través de algoritmos. Sobre todo, podríamos hacer accesible a más personas lo útil y lo deseable. La arquitectura salva la distancia entre la realidad y los sueños, nos recuerda diariamente los errores prácticos de ideas absurdas. Por eso se dice que la arquitectura es demasiado importante para dejarla en manos de arquitectos: sabemos que el sueño de uno puede resultar una pesadilla para miles. Crear es definitivo, por ello intervenir el mundo, modificar la historia, implica contemplar la suma de deseos individuales en un planeta compartido. Por eso los pequeños experimentos en la arquitectura deben ser ejercicios rigurosos de toda una vida.
Las utopías de hoy se presentan con imágenes nítidas pero ideales borrosos: futuros sin manifiestos y sin posibilidad para que cada quien se invente a sí mismo.
Innovar es ensanchar el mundo y, también, la posibilidad de meterlo en el bolsillo, hacerlo cercano. Entonces ¿cómo lograr esto en el ámbito virtual? La fascinación por el mundo digital se explica en buena medida por los fracasos del mundo real. Por ejemplo, los edificios del mundo, valuados en 280 trillones de dólares, representan el mayor activo mundial (corresponden al triple del Producto Interno Bruto global); sin embargo, la industria de la construcción es una de las más contaminantes (los edificios producen el 40% de las emisiones de carbono y consumen el 40% de la energía del planeta). El pilar financiero más potente del mundo no podrá seguir siendo uno de los más destructivos. Hasta ahora las imágenes del futuro producidas con la tecnología más avanzada son fidedignas en apariencia, pero resultan mucho menos creíbles que los collages inexpertos utilizados hace un siglo para aventurar las imágenes de las megalópolis con autos voladores. Las utopías de hoy se presentan con imágenes nítidas pero ideales borrosos: futuros sin manifiestos y sin posibilidad para que cada quien se invente a sí mismo. Las visiones de la arquitectura hecha por algoritmos se resumen en el proyecto AI City de Bjarke Ingels Group, donde hileras de paneles solares se inclinan automáticamente para alimentar jardines con gotas de vapor y un mayordomo virtual llamado Titán selecciona el desayuno y la vestimenta de acuerdo a la temperatura y define la agenda del día antes de que los habitantes suban a sus vehículos automatizados desde los cuales verán lo que el algoritmo recomienda. Asimismo se difunden infraestructuras de inteligencia artificial que podrán frenar incidentes antes de que ocurran, y hoy ya es una realidad la automatización de procesos constructivos (por ejemplo, las casas impresas en 3D, para también hacerlas en otros planetas). Esto se diseña mientras la mitad de los habitantes de la Tierra vive en barrios marginales sin acceso a agua corriente. Los gigantes tecnológicos anuncian grandes resultados (lucrativos para ellos), pero muestran pocas esperanzas de futuros creíbles deseables para los demás. La arquitectura en manos de algoritmos despierta la duda de si seguirá existiendo la creación como encuentro (encuentro con los otros y con lo otro). Y, sobre todo, hace cuestionar: ¿hasta cuándo el mundo real seguirá soportando tanta simulación?
Publicado originalmente en La Tempestad no. 159, octubre de 2023
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