Al final de la Edad Media la curiosidad por el funcionamiento del cuerpo humano se despojó del tabú cristiano que le impedía explorar cadáveres para descifrar los órganos, los huesos y las sustancias que nos conforman. Los anatomistas se dedicaron a investigar cuerpos no reclamados de la fosa común. En casos extremos recurrían a vivisecciones. Cometieron un error fundamental, sin embargo: cartografiaron el cuerpo a partir de cadáveres de vagabundos y muertos no reclamados. Realizar estos experimentos con cuerpos de otras clases sociales era impensable, pues las familias lo entendían como ultraje a su ser querido. De esta manera se creaban mapas con sesgos importantes, pues los cuerpos examinados tenían enfermedades que no se encontraban en las clases altas. A pesar de este importante problema, los primeros anatomistas creían que se acercaban a un modelo real –estándar, por así decirlo– del cuerpo humano.
En La tiranía de las métricas (2018; Fondo de Cultura Económica) el historiador Jerry Z. Muller recorre los conflictos ocasionados por distintos tipos de mediciones. A menudo se piensa en las bondades de tener un registro de todas nuestras actividades, particularmente de aquellas que miden nuestro rendimiento. Vivimos en una sociedad que cultiva el dogma de la productividad y de la expansión sin límites. En décadas recientes se ha echado a andar un sistema global de recolección de datos que mide aspectos íntimos de nuestras vidas y el uso que damos a la tecnología. Sin embargo, la gente no percibe los riesgos de esta práctica, que se ha normalizado. El teléfono celular no es sólo un vigilante omnisciente sino un dispositivo que, por medio de mediciones, nos invita a rendir más.
La tiranía de las métricas aborda la utopía de medir aspectos tangibles de nuestros trabajos y nuestras vidas sin tomar en cuenta lo que no se puede medir. En particular destaca el uso de métricas en la educación. Los exámenes estandarizados, por ejemplo, se han convertido en una meta en sí misma, sin tomar en cuenta los complejos contextos socioeconómicos de los alumnos. Partiendo de experiencias en universidades y escuelas de educación básica en Estados Unidos, Muller describe lo pernicioso que puede resultar dar recompensas económicas por resultados académicos, en particular de exámenes y calificaciones que llegan a las mesas de los políticos y funcionarios encargados de la educación. Las clases se transforman en simulacros para las pruebas que miden el desempeño de los alumnos, y el desarrollo de las habilidades pasa a un segundo plano. Peor aún, en la búsqueda de fondos para las escuelas se manipulan las mediciones para que arrojen resultados positivos. La recompensa económica por el desempeño del maestro, tomando en cuenta índices como la reprobación estudiantil, provoca que se trabaje para la meta –siguiendo la lógica empresarial– sin prestar atención a los procesos y, por supuesto, a aquellas cosas que no se pueden medir y que son importantes en la docencia. Filósofos como Michael Sandel han argumentado que la retribución económica es perniciosa en ámbitos que construyen el bien común.
Jerry Z. Muller ofrece un ejemplo interesante del ámbito médico. En algunos hospitales se usó la estadística y mediciones complementarias para disminuir las infecciones en pacientes sometidos a cateterismo. Las métricas sirvieron para medir la mortalidad generada por el mal uso de este procedimiento y la implementación de mejores prácticas para disminuir los casos de infecciones. La diferencia, en este caso, es que hubo un proceso que se podía medir de manera confiable y, además, involucraba a todo el personal del hospital para que todos planearan en conjunto una mejor solución. Es un proceso democrático que benefició a todos. Sin embargo, en otros casos las métricas, la estadística y la información es parte de un inmenso sistema burocrático que viene de las cúpulas administrativas. El empleado, ya sea maestro o trabajador de cualquier área laboral, tiene que adaptarse para generar una inmensa cantidad de datos sobre su rendimiento. Los resultados, por supuesto, no permiten concluir que aquello que se mide es positivo para la organización. La obsesión por medir todo ha creado una inflación en la burocracia administrativa, mientras los puestos de trabajo son víctimas de recortes.
La obsesión por catalogar y medir se ha integrado a una sociedad volcada a la publicidad, la imagen y la posverdad. Lo vemos en los rankings de universidades que hacen publicaciones no especializadas y que venden espacios como estrategia de mercadotecnia. Encuestas, informes, datos y estadísticas llenan los medios de comunicación y modelan los algoritmos de la redes sociales. En el futbol, por ejemplo, la obsesión por una medición exacta y una supuesta justicia deportiva ha convertido el juego y su azar en un asunto de milímetros en el caso de las posiciones fuera de lugar detectadas por una máquina. En las políticas públicas se toma como dogma el índice del Producto Interno Bruto (PIB) sin comprender o discutir lo que mide (la actividad económica) y si esto representa o no la prosperidad y calidad de vida de los habitantes de un país. Hay casos en la historia en los que las métricas sirvieron para demostrar el éxito de una campaña militar a partir del conteo de cadáveres del enemigo. El famoso body count que se implementó en la Guerra de Vietnam es un ejemplo escabroso. El asesinato indiscriminado de civiles fue fomentado con una lógica empresarial en la cual la productividad debe ser siempre mayor. La lógica de la medición también puede servir para crear una estadística del exterminio.
Jerry Z. Muller, La tiranía de las métricas, traducción del inglés de Marcela Pimentel, Fondo de Cultura Económica, México, 2025
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