Para sustraer la lengua del uso administrativo, mediático o comercial, de la demanda uniformadora de claridad, deben imaginarse formas de producir interrupciones, cortocircuitos, interferencias. Formas de jaquearla.
Nicolás Cabral, Formas de habitar (2023)
Sumergido en imprecisos cuerpos e indeterminadas voces, alguien que escribe observa y escucha. Atestigua, capta imágenes y frases, reflexiona y anota. Transcribe, parece, lo que sucede en un estudio invadido por termitas y por profesionales de esos asuntos que se ocupan de resolver el problema. La plaga está ahí, no se sabe desde cuándo pero ahora se ha revelado. La Peste, epidemia, azote. También abundancia, exceso, profusión –dice el diccionario. A partir del inesperado episodio, la escena se expande más allá de la contingencia. Inicia un viaje mental. Abundante, excesivo, profuso. El texto se siente en tiempo real: está montado en una actitud dispuesta en lo súbito, lo repentino que, paulatinamente, expone el universo psicológico que del imprevisto deriva. Una mente febril recorre ventrículos mientras capta todo lo que hay en el territorio de lo hasta ahora impensado. Hay que abrazar el accidente: “Como gente que cae en una calle falsa, lisura que desciende y desciende, alguien habla”.
En Fiebre (Impronta, 2025), de Gabriel Wolfson, no hay claves de lectura evidentes o sugeridas, ni guías que pacten con el lector para iluminar un intercambio, como se espera de un ejercicio de escritura. Los libros sin pistas obvias me fascinan –a veces me desesperan– porque me obligan a pensar. Pensar sobre el pensamiento que hay detrás de este libro al que le gusta desconcertarnos: “alguien y algún otro, dice alguien […], atención: alguien y ese otro sujeto son el mismo sujeto, pero en fin, de esa forma me resulta más sencillo hablar, hablando no sólo de alguien sino de alguien y algún otro, dice alguien”. Además de la convención comunicativa sencilla, aquí hay otra cosa que ha sido sustraída.
“Alguien”, “algún otro”, “alguien más”. El efecto de los pronombres indefinidos sostenidos, reiterados a lo largo del libro, nos aísla poco a poco de los hechos mismos de la trama: lo que está o sucede frente a ese alguien que percibe y recibe a través de sus sentidos, en el exterior, no existe. Y no es que no exista por haber ya sucedido, por haberse esfumado en el tiempo del relato, lo que pasa es que el texto es todo un interior. No hay realidad sensible. Miro mi piano y pienso: cuando toco con el pedal en sordina todo se lee distinto, desde adentro, muy al fondo, escondido de la luz en reflector que normalmente recibe un personaje que protagoniza o un espacio-tiempo que se detalla para ser fácilmente imaginado por quien lee. Alguien está pegado, un fieltro, entre los martillos y las cuerdas, entre las frases, en el interlineado. En su etimología fieltro y filtro tienen el mismo origen.
Fiebre es un largo párrafo de 53 páginas. Así, sin un punto y aparte, sin pausa, sin respiro, así, como es la vigilia, nuestra parte de la vida despierta: pensar, estar pensando, desde el amanecer hasta el atardecer. El texto fluye incesante, como en asociación libre pero bien calculada, es un dictado, una construcción del dictado. Es un espacio mental que se despliega como una nube, una nube psíquica, que es el único personaje que realmente vemos, así como vemos el cielo, así como leemos el cielo. La masa vaporosa se desplaza, hay sombras, hay luz, lo normal, y a veces nos envuelve, cuando el efecto del texto está crestado. Claro, podríamos decir que todo es espacio psíquico en la obra artística, en la producción cultural, es más, en todo, en lo político, por supuesto, pero pienso que pocas veces su estructura, su composición o su sustancia nos son reveladas. ¿De qué está hecha esta nube psíquica?

Fotografía: cuenta de Instagram de la librería El Traspatio
Fiebre es un relato que no relata en realidad nada más que su forma, me atrevo: el autor, una disolución, escribe/describe el modo, la manera que tiene un alguien de analizar, considerar y cuestionarse todo lo que cruza por su mente a partir de una experiencia dada. El serpenteo, casi performático de indeterminación y forma expuesta, logra una impresión de acercamiento a la nada que hay –¿la nada puede ser/estar?– entre nuestra percepción y nuestra recepción, activa en lo inmediato, de los acontecimientos. El “alguien”, el “algún otro” o el “alguien más” que nos informan los hechos –pasados o presentes– y hacen referencias a libros, manuales técnicos, personajes históricos, situaciones existenciales de una pareja no están observando, viendo en realidad, intuyo, más bien, están analizando y cavilando, estudiando cómo todo eso podría urdirse, tejerse, destejerse y convertirse en texto, ser texto, para adquirir el estatus ya no de “literatura” sino tal vez, sólo y felizmente, de escritura. Digo “escritura” como oportunidad de liberar, recuperar el trabajo creativo con el leguaje escrito y situarlo en el afuera de los intercambios sistemáticos en la experiencia estética tradicional, de sus hábitos, de sus costumbres. Dibujar, cortar, coser, armar patrón sin otra intención que la de dar paso a la obsesión que está todo el tiempo pensando cómo escoger –digo cómo, no sólo escoger– palabras y hacerlas frases indiferentes a la seducción de la compra/venta de palabras y frases encuadernadas entre dos forros. Pensar en cómo escoger palabras y armar frases para que existan, estén por ahí, para que vivan. Que la sintaxis piense. Cosas.
La emoción y la sensación, en este libro, no pasan el filtro hacia la carne, no alcanzan a convertirse en una impresión anímica: tristeza, por ejemplo, o dicha. La fiebre de Fiebre no es un asunto corpóreo, sensitivo, es más bien un crujido intelectual de escritura activado por el chasquido de los insectos y la monotonía amorosa. La emoción y la sensación parecen querer ser algo que decir, que sentir, que pensar, ¿un “en potencia”?, un desear no resuelto porque es siempre un aún: “¿Aún? Según todo indica, nunca ocurrirá […] Aún: espera que ocurra, y pronto”, cito descontextualizando. Si la fiebre aquí no es sudores y temblores de un cuerpo aquejado, entonces es una perturbación intelectual, indiferente, insensible, diría yo, al gozo o al dolor que podrían tocar, según los hechos van sucediendo, las almas y los corazones que aparecen en el relato. Y también de quien lee.
Termitas, libros, una casa, una relación matrimonial: son los “temas pretexto” que sostienen el caudal de reflexiones, referencias y sentencias. Estos temas motivo, para la “plática fácil”, para “divagar” –leemos– pueden interesar o no pero captan la atención, primero, por estar afuera de los temas normalizados del universo estético actual y, segundo, por su ser molde que recibe la forma de la experiencia mental que está siendo redactada. La larga meditación irradia en distintos subtemas engarzados, a veces, de manera inesperada. Eso me hace recordar Monsieur Teste –una exploración de la naturaleza del lenguaje, de la consciencia– de Paul Valéry, y pienso en la forma en que Fiebre va hilvanando lo que el autor francés adoraba: “esos instantes del ocio en los que el pensamiento se ocupa solamente en existir”. Y, al estar sólo siendo en el texto, el pensamiento avanza, con la lectura, hacia nosotros: las termitas me interesan poco pero empiezo a sentir su hechizo. Sucede que su pulular me lanza hacia mi propio espacio mental. Llevada por el texto, de nuevo miro mi piano y pienso en esas termitas que ahora lo están tocando. Veo la pared, alzo mi nada para estar conmigo misma, acompañarme a pensar en vaivén con este texto, viendo mi experiencia en este cúmulo de frases que me hacen meditar, por reflejo de lo que leo, sobre cosas que no sabía de mí misma. En mí estoy crepitando sobre mí, rodeada de murmullos invisibles y alusiones diversas que este libro me sugiere. Pienso en mí, por mí, desde mí. Aquí está el “lenguaje como medio en el que los humanos se aperciben de sí y del mundo”, nos recuerda Nicolás Cabral parafraseando a Walter Benjamin, en el libro citado en el epígrafe.
La cuestión sobre por qué leer textos así, complejos o desconcertantes, en lugar de sólo consentirnos, mimarnos con libros que comunican claramente, no está en qué experiencia es agradable y gozosa o no, pues lo difícil –no voy a poner la cita de siempre, no teman– también lo es para quien encuentra diversión y entretenimiento (como consumidores que somos, ya no personas, en el semiocapitalismo) en un tipo de escritura que quiere vivir fuera de la literalidad, de los significados digeridos, del fast text, del texto prêt-à-porter, etc., y aunque en Fiebre la gramática es “correcta”, es decir, el lenguaje está trabajado en modo “reglamentario” por así decirlo, el texto nos separa del lenguaje de los medios masivos, de lo publicitario y del poder, de esos códigos en los que estamos inmersos y en los que la literatura también se ve implicada a través de la prosa “instrumental”, como la llama Cabral, que lo es muchas veces involuntariamente. Las decisiones formales que tomó ese alguien que redactó logran un ambiente hipnótico, así como el proceso del pensamiento.
El arte se mete con el misterio de la forma, con el imaginario colectivo que nos hemos formado de los modos. ¿Qué forma de formar tiene la forma? La experimentación es una intención de proponer, formar nuevos “recuerdos” –ideas ya concebidas o preconcebidas por la tradición y la historia que tenemos almacenados en la memoria común sobre lo que se supone debería ser lo artístico, sus temas y, además, la forma de tratarlos. Esto puede aplicarse a lo social y lo político, por supuesto. Hay que producir otros imaginarios de lo que es la literatura, hay que intervenir la evocación tradicional que tenemos de ella, es decir, la aprendida, la instruida, para que nuestra mente tenga otros asideros, otra manera de concebirse como consciencia reflexiva y presencia frente a lo real, en un mundo ofrecido sólo como mercancía para adquirir y digerir inmediatamente. Desmantelar la estética del statu quo o, por lo menos, ignorarla para tratar de pensar de otras maneras, fugarse de lo aprendido en la instrucción, en la consigna.
Al final, el desencadenado pensamiento de Fiebre se precipita imprevisto, entre diagonales, literalmente “/”, estrellándose en forma de poema hacia el punto final: “Tú lo dijiste./ En fin./ Y yo inmóvil/ La garganta cerrada/ Paralizado. Pero no se van a ir, existen./ Se mueven./ Pero en su propio no esclerotizado eje, sin rumbo./ ¿Tú no?/ Al final sí, claro. Algo hay que hacer./ ¿Cuánto pasa? / Quizá son dos minutos, uno, ni eso./ Muchísimo./ Siempre has soñado con eso, has imaginado ese terror/ Y un día está ahí, diciéndote…”, etc. Podría transcribir toda esta sección, armada en versos, cuya naturaleza de fragmento encuentra en los añicos que resultan del repentino derrumbe, una forma de salida ideal. Si el texto es una intensa etapa o temporada psicológica –tomo el concepto de Valéry (de nuevo) hablando de Mallarmé– lo natural es que termine exhausto, recogido sobre sí mismo, abrazando, apretando sus materiales.
Cierro el libro. Me vienen a la mente los gestos, las piernas y los brazos que se mueven, los ademanes, descritos regularmente a lo largo del texto: “Alguien alza la cara, cruza la pierna y habla de ese otro, o habla en todo caso para sí mismo”, releo ojeando las páginas. Mientras repaso las descripciones de los cuerpos y las voces que pueblan Fiebre, recuerdo esta descripción, también de Monsieur Teste de Valéry: “Cuando hablaba, no alzaba nunca un brazo o un dedo, había matado la marioneta”. Creo que no necesito explicar por qué mi mente asocia esta idea con la escritura de Gabriel Wolfson.
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