Para los tiempos que corren, en los que la ética trata de volver a sujetar al arte, en los que los valores burgueses de autonomía artística han perdido la hegemonía que alguna vez tuvieron, las ideas de un libro como ¡El arte o la vida! de Tzvetan Todorov –aun si data de 2008– parecen demasiado anticuadas, componen una estética de supremo viejo lesbiano. De cualquier modo es una exposición clara, por momentos reductivista y en otros original, de una cuestión que parece no tener fin, y la postura específica de Todorov se torna, ahora que está a contracorriente, más punzante que hace dos décadas.
El primer ensayo del libro, “El caso Rembrandt”, es un análisis de los dibujos y grabados que el pintor flamenco dedicó a escenas cotidianas y hogareñas. Al principio parece tan sólo un esclarecimiento de los valores que lo volvieron uno de los más grandes pintores de la historia, pero poco a poco surge el problema que realmente interesa a Todorov. Tras mostrarnos estudios conmovedores de niños aprendiendo a caminar o jugando por primera vez con un perro, el pensador francés advierte que Rembrandt no era el mejor padre ni el mejor esposo, por decir lo menos: “Rembrandt dibujó como nadie antes que él los gestos y las emociones de los niños pequeños; nada en su vida demuestra que alguna vez los haya amado”.
Si el pintor pudo hacer todas esas estampas de la vida familiar no fue porque pasara su tiempo dedicado a ella, porque a ella dedicara su energía y su esfuerzo, sino precisamente por lo contrario, porque estuvo dispuesto, en cada ocasión, a sacrificarla por las exigencias de su arte, fue egoísta con sus cercanos y generoso con su pintura, usaba a su familia, a los demás, al mundo entero, tan sólo como materia prima, como un insumo para su obra, con la cual mantenía su único verdadero compromiso.
Lo que coloca a Todorov en una dirección contraria a los vientos que corren es que sugiere que esto en realidad no es un mal negocio. Quizá las cinco o diez personas en la vida de Rembrandt padecieron a un tipo ausente e irresponsable, pero son millones los que han disfrutado de sus cuadros. Oscar Wilde lanzaba la misma provocación en El alma del hombre bajo el socialismo (1891): al concentrarse en el perfeccionamiento de sí mismos y de su arte, al volverse sordos a las exigencias de sus contemporáneos y al sufrimiento que habrían podido tal vez aliviar con una ocupación diferente, los grandes artistas han podido entregar un regalo más valioso: su obra. Cuestión espinosa.
La justificación de esa idea reside en que –como lo explica el segundo ensayo del libro, “Arte o moral”– el arte no es un mero entretenimiento ni un mero placer sino una labor ética en sí misma. Frente a las dos posiciones clásicas –la sumisión del arte a la ética como en Platón, el arte sacro, el arte comprometido; o la autonomía burguesa, el arte por el arte, el decadentismo, etc.– Todorov prefiere una tercera, que toma de la escritora británica Iris Murdoch: “El arte y la moral son una y la misma cosa. Su esencia es la misma. La esencia común a las dos es el amor. El amor es la toma de conciencia extremadamente difícil del hecho de que algo distinto de nosotros es real. El amor, y entonces el arte y la moral, consiste en el descubrimiento de la realidad”.
El arte para Murdoch es una manera de aproximarnos a los otros y al mundo, su mensaje primordial es que los demás existen. Todos podemos decir “los otros”, pero en nuestra cotidianidad, advierte Proust, en nuestro ir y venir por la calle, en el vaivén del trabajo y el consumo, no les damos existencia real, los olvidamos. El arte corrige esto. Es una ética porque es un acto concentrado de atención, en el peso y el significado que esta palabra tiene para Simone Weil: “La atención, en su más alto grado, es lo mismo que un rezo. Supone la fe y el amor. […] La atención es la forma más rara y más pura de la generosidad. Le es otorgado a muy pocas mentes el descubrir que las cosas y los seres existen”.
Al concentrarse en su pintura, en la observación que vertía en ella, aun si ese empeño lo volvía incapaz para la vida familiar, aun si lo alejaba de sus queridos, Rembrandt realizaba –consciente o inconscientemente–, a decir de Todorov, un acto ético que valía mucho más que su existencia personal, y quizás acusarlo de mal padre, de mal esposo o mal amigo sería –como hacer el mismo reclamo a los revolucionarios que optaban por cancelar su vida anterior y sacrificarse por la causa– a la vez completamente cierto y completamente banal.
No habría que hacer tampoco el salto, concede Todorov, de pensar que quienes viven rodeados de arte se vuelven necesariamente buenas personas, puede suceder justamente lo contrario: que en los estetas haya una suplantación, que se conmuevan con obras y sean crueles o indiferentes con sufrimientos reales de seres humanos en el mundo. Para hacer un autoexamen: durante la lectura del ensayo sobre Rembrandt me enternecían las escenas de niños aprendiendo a caminar, pero en la vida real, los fines de semana, quizá prefiero que los hijos de mis amigos se queden en casa. Y sin embargo, después de ver esos dibujos, la siguiente ocasión en que una amiga llevó a su bebé con nosotros, mientras veía a mi novia jugar con él, amenazarlo con morderle el chamorro, ¿no fui más receptivo a todo ello, no me propuso Rembrandt mirar a ese niño de otra manera?
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