viernes, 20 de junio de 2025

El imperativo del optimismo

Algunos de los acontecimientos más felices suceden de forma silenciosa (lo que los hace más afortunados), como el olvido de las TED Talks. Tal vez la desaparición inició en los años de la pandemia, aunque no es un tipo de fenómeno con marcador temporal claro. Lo que puede saberse con más certeza son las razones del alivio que nos dio su gradual olvido. Una de varias: la colección de engaños que se apilaban en su publicidad y en su formato. En un documento de la plataforma, fértil en humor involuntario, se detallan los criterios que deben guiar las charlas. Uno de los centrales es que el o la oradora debe utilizar su presentación para plantear una idea. En ninguna sección del documento se define lo que se entiende por una “idea”, aunque se da a entender en varios puntos que se trata de una propuesta de la que se debe convencer al público.

En A Natural History of Empty Lots (Timber Press, 2024), de Christopher Brown, puede verse lo hondo que ha calado el esquema de venta de “ideas”. El libro, básicamente una charla TED con cientos de páginas de extensión, se presenta como una mezcla aventurada de géneros, análoga al tema que aborda: la historia de los espacios limítrofes entre la ciudad y las zonas de vegetación salvaje. Pero, en contradicción con los atractivos premisa y subtítulo (Field Notes from Urban Edgelands, Back Alleys, and Other Wild Places), además de lo sugerido por una portada de diseño astuto y evocador (todas ellas trampas en las que caí al decidirme a leerlo), el libro emplea hasta el absurdo un recurso sugerido en el documento de TED: la alusión a la historia individual de quien imparte la charla (supuestamente para facilitar la “identificación” por parte del público, un eufemismo de la persuasión ejercida por el vendedor). La “historia de vida” que vende es la forma en que se interesó por esta materia y la llevó a la práctica en su casa, una construcción vanguardista con un jardín salvaje en la azotea y el perímetro. En vez de algo remotamente parecido a la historia natural o a un ejercicio cartográfico nos quedamos con una historia personal de redención y el estudio de caso de un domicilio en Austin.

El protagonismo de las experiencias individuales en la argumentación se ajusta muy bien, tanto en el caso del libro como en el de las charlas TED, al tono y la forma de la vertiente del ensayo autobiográfico que desde hace unos años se extiende como plaga (desafortunadamente, también en nuestras geografías): ese subgénero que quiere hacer pasar cualquier aprendizaje del autor como revelación espiritual, su sufrimiento como un microcosmos de los problemas sociales y sus supuestos esclarecimientos morales como un acontecimiento que, por sí mismo, implica un paso en el camino hacia la salvación colectiva (un subgénero que encuentra sentido en la cosmovisión evangélica norteamericana). Y se vuelve cada vez más frecuente que se utilice el ensayo autobiográfico (aquí lo ensayístico es un decir) para desplegar el yo, con el lejano y pálido telón de fondo de los hechos. Como apuntaba Renata Adler en 1969, en referencia a la deriva de lo que alguna vez se llamó nuevo periodismo hacia una ola de falsos reportajes que servían como excusa para el narcisismo: “los hechos se disolvieron. El autor era todo. Es difícil definir qué es un hecho, pero empezábamos a encontrarnos, en lo que parecían contextos respetables, con una nueva variante de prensa amarillista”. 56 años más tarde, parece que esa forma de sensacionalismo es el molde para los productos literarios más rentables.

Christopher Brown

Abandonándose a la comodidad de estos esquemas lucrativos, Christopher Brown deja pasar la oportunidad de utilizar la narración en primera persona como quienes debían haber sido sus antecedentes, los naturalistas del siglo XIX y primera mitad del XX. (Como un diario de campo, por ejemplo.) Y en vez de intentar un replanteamiento profundo de la vida urbana, nunca va más allá de los alcances de su “idea”: que debemos apreciar y alimentar la presencia de la flora endémica en los entornos urbanos. Algo que, para presentarse como una idea, tiene poco de novedoso: cualquier persona medianamente razonable estaría de acuerdo con ella antes de leer el libro. Si alguien necesita ese proselitismo son los dueños y operadores de las inmobiliarias que tienen actualmente el control de los proyectos urbanísticos en los que transcurre la vida cotidiana de millones de personas, pero es casi seguro que no tienen la disposición de sensibilizarse ante ella ni de darse el tiempo de leer las páginas de Brown.

Otro de los criterios inamovibles de las charlas TED era que el final debía hacerse en un tono “positivo”. Aunque en el documento se intentaba enmascarar este punto con una evocación de la eficiencia, más adelante se indicaba: “busca un punto clave en tu conclusión que transmita positividad en cuanto a ti y las posibilidades de éxito de tu idea”. Bajo casi cualquier consenso tendría que considerarse un contrasentido pretender que pueden imponerse, en personas o grupos, el entusiasmo y la confianza en la eventual resolución favorable de todos los acontecimientos. Pero vivimos en un régimen ideológico que funciona, en gran parte, bajo esa premisa errónea. El optimismo, por descontado, no es en sí mismo un problema (podría alegarse convincentemente que es lo contrario, de hecho), como sí lo es su obligatoriedad. Y puede que en esta versión suya haya un rasgo aún más perjudicial: la confianza que desea inspirar no está basada en una decisión tomada a partir del conocimiento, sino en la ignorancia deliberada. Es una infantilización que se ejecuta bajo consigna.

El optimismo, por descontado, no es en sí mismo un problema (podría alegarse convincentemente que es lo contrario, de hecho), como sí lo es su obligatoriedad. Y puede que en esta versión suya haya un rasgo que sea aún más perjudicial.

En A Natural History of Empty Lots Brown hace un recorrido por argumentos, posturas, evidencias y experiencias personales de muy variada índole, al punto de que llegan a contradecirse entre sí, pero que están unidos por una inquebrantable voluntad de considerar el asunto que aborda desde una perspectiva infantil caricaturizada: una curiosidad histriónica, ignorancia selectiva y (fundada en esto último) una esperanza empecinada. En algún punto habla de que “descubrió” la relación de dominio que entabla la racionalidad industrial con la naturaleza. Lo que podría encontrarse al hojear cualquier libro de historia o teoría social es presentado como una revelación o un resultado clave de su investigación. Buena parte de sus líneas está dedicada a hacer llamados a la acción individual, desde dejar que crezca un pequeño jardín salvaje en la casa o regar plantas endémicas que puedan encontrarse por azar en los camellones, hasta el mero “desarrollo de la conciencia”. Luego, en uno de los pasajes culminantes del libro, decide que podría dejarse el asunto en otras manos: “Que la naturaleza ha comenzado a descifrar cómo romper los complejos sistemas económicos que subyacen a nuestro régimen de propiedad puede que sea la señal más promisoria de los cambios por venir. Ojalá que no sea demasiado tarde”.

La carencia argumental más obvia es su incapacidad o falta de interés en señalar directamente el papel de la economía de mercado en la devastación de los ecosistemas terrestres. Una de las pocas críticas frontales al capitalismo se refiere a las dificultades crediticias que se imponen a quienes compran su primera casa, más que a la voracidad del uso de suelo. Fuera de eso, Brown emplea a conciencia sus reservas inagotables de optimismo pueril en imaginar (mejor dicho, esperar fervientemente, porque no se trata de un ejercicio de imaginación en sentido estricto) que algún día puedan conciliarse los intereses de las inmobiliarias con la conservación de la flora silvestre. En algún punto manifiesta su esperanza en que las “perspectivas divergentes” de las poblaciones americanas originarias (su aprendizaje milenario de la relación con el entorno natural en términos de reciprocidad) y de los agentes inmobiliarios pudieran llegar a encontrarse en sintonía, “de la misma forma que en [su] casa se reconciliaron los desechos industriales con el balance ecológico”.

Lo que podría pasar por un estado de curiosidad y apertura hacia lo nuevo, propio de la mejor versión de una mirada infantil, se mueve rápidamente hacia el lado problemático de ésta cuando habla desde una conciencia prepolítica. En una sección donde habla de activistas que desarrollan proyectos de ambientalismo en la zona de Austin, intenta hacer pasar por un rasgo idílico el hecho de que haya diversidad ideológica entre ellos, algo que ilustra con el ejemplo de un ex agente de la CIA, amigo suyo, que tiene un apiario (algo que quiere hacer pasar como un contraste chusco o entrañable). Varios de los problemas a los que se enfrenta, a la manera de un cruzado, se enuncian desde las manifestaciones más externas, como si fuera incapaz de analizar las causas y los vínculos profundos entre ellos: la urbanización, el protagonismo del automóvil y la infraestructura en la que se sustenta, la gentrificación, la mala selección de especies para los espacios verdes en el interior de la ciudad. En cierto punto discute el encarecimiento de la zona que habita, limítrofe con el campo, a las afueras de una zona industrial. En su examen se asume parte de una avanzada de pioneros contemporáneos (artistas y activistas de clase media, sobre todo) sobre quienes, dice, recae la responsabilidad por el aumento del costo del suelo y de la vivienda.

Christopher Brown toma como referencia a James C. Scott, uno de los antropólogos más influyentes en el establecimiento de la noción que opuso las sociedades agrarias a las urbanas, y a éstas últimas como una forma más desarrollada de las primeras.

La forma más sofisticada en que Brown entiende la relación entre lo específico y lo global, en el asunto de la mancha urbana y su voracidad, es el dualismo naturaleza versus civilización. En un momento de algo que podría pasar por lucidez, dice: “En un mundo gobernado por la razón humana, tenemos una abundancia de utilidades y una pobreza de significado”. La sentencia podría haber sido certera si la hubiera remitido a una crítica hacia la racionalidad capitalista. Pero, para él, la raíz del problema es algo llamado “naturaleza humana”, extensible a todas las sociedades. Este sesgo atraviesa todo el libro y en eso está emparentado con una amplia genealogía de autores que apuestan por una visión suprahistórica, en la que se examina el colapso ambiental, retrospectivamente, como obra colectiva de la actividad de la especie humana (un conjunto homogéneo), y no a partir de hechos, mecanismos y sistemas identificables sólo en la última porción de los cientos de miles de años de la historia de la especie.

Christopher Brown toma como referencia a James C. Scott, uno de los antropólogos más influyentes en el establecimiento de la noción que opuso las sociedades agrarias a las urbanas, y a éstas últimas como una forma más desarrollada de las primeras. Esta idea ha sido adoptada en una variedad de ámbitos tan amplia que pocas veces se considera necesario analizarla: desde artículos académicos hasta conversaciones de banqueta asumen este decurso como natural, un factor inevitable de la vida colectiva. De acuerdo con esto, los pueblos arcaicos estaban integrados por cazadores-recolectores, agrupados en tribus o clanes de pocas decenas de individuos, que luego se aglutinaron para crear sociedades organizadas, más numerosas y con jerarquías más intrincadas. Esta direccionalidad se toma al nivel de una ley de la física. Scott, en su libro Contra el estado. Una historia de las civilizaciones del Próximo Oriente antiguo (2017), habla de la “revolución agrícola”, un término que se ha vuelto tan ubicuo que no parece siquiera parte de un postulado, sino de un hecho, como la rotación de la Tierra o la circulación sanguínea. Esa revolución se toma como el punto de giro a partir del cual los grupos humanos se establecieron en un territorio fijo, se multiplicaron y crearon, eventualmente, las sociedades complejas. También se asume que es el momento en que se estableció la propiedad privada como principio rector de estas sociedades, su estratificación y sus modos de producción que derivaron en otra inevitabilidad, más tardía: la industrialización.

La visión de Scott (dominante, por si hiciera falta reiterarlo) concibe la anarquía como una formación política que es históricamente más simple y primitiva, frente al capitalismo industrial obviamente más desarrollado. Hoy pueden encontrarse, en cualquier mesa de novedades y botaderos de saldos, varios libros escritos sobre esa premisa, que no tuvo su primer ni último representante en Scott. Ésta se repite en autores que, en una primera impresión, parecerían ideológicamente incompatibles con él, como Jared Diamond o Yuval Noah Harari. Y en otros que, más afines en lo político, se hacen de un mayor rigor analítico (aunque no necesariamente respaldado en la evidencia) como Timothy Morton y su Ecología oscura (2016). Fuera de las concepciones pragmáticas y tecnooptimistas de Diamond, para casi todo este grupo de autores la solución, tácita o explícita, del colapso ambiental al que nos encamina la actual civilización industrializada sería el desmantelamiento de la misma y lo que ella conlleva: el desarrollo tecnológico, la economía basada en el dinero, las formaciones políticas jerarquizadas, la alfabetización, el arte, la producción cultural tal como la conocemos. Todo en un mismo paquete. La única alternativa, siguiendo el planteamiento, sería asumir el costo, transitar el colapso y dejar que la pequeña parte de la humanidad sobreviviente (más brillante, mejor adaptada) encuentre una forma nueva de organizarse que implique un estadio superior (más desarrollado) al de la civilización que conocemos, uno que implique una posibilidad de existencia colectiva que sea sustentable.

Esta lectura teleológica de la historia de las distintas sociedades ha sido minuciosa y brillantemente refutada por David Graeber y David Wrengrow en el vasto El amanecer de todo (2021). Con respaldo en evidencia paleoantropológica y en investigaciones que duraron décadas, los autores retratan una historia reciente (en términos geológicos) de la especie que es muy distinta; una en la que, a lo largo de milenios, conviven sociedades nómadas con sedentarias, estratificadas con igualitarias, agrarias con recolectoras, sin jerarquías de complejidad o desarrollo. Incluso una en la que algunas etnias se vuelven, recursivamente, anárquicas y cazadoras, luego de experimentar con formaciones protoestatales y agrarias. Lo que hoy es la forma dominante de estructura socioeconómica, que parece invencible y la culminación de la historia de la especie, ocupa una porción muy pequeña de ésta y surgió de circunstancias específicas que pueden modificarse de un momento a otro. Al contrario de las leyes de la termodinámica, dicen, las sociedades no siguen una línea de tiempo fija, a lo largo de un formato preestablecido.

La única alternativa, siguiendo el planteamiento, sería asumir el costo, transitar el colapso y dejar que la pequeña parte de la humanidad sobreviviente (más brillante, mejor adaptada) encuentre una forma nueva de organizarse que implique un estadio superior (más desarrollado) al de la civilización que conocemos.

Hay una veta teórica que hace parecer el pesimismo, la certeza de la imposibilidad de esta transformación, como la única postura racional. El multicitado (y no siempre bien leído) Realismo capitalista (2009), de Mark Fisher, la órbita en la que se originó –Fredric Jameson, Nick Land (aunque este último vea la inevitabilidad del capitalismo como un hecho feliz)– y autores a los que, acertadamente o no, se relacionan con ella (Eugene Thacker), conciben el sistema-mundo actual como una forma destructiva e inevitable, que terminará por agotarse a sí misma antes de que algo o alguien se le oponga, una posibilidad que a estas alturas consideran nula. Estos autores, en una curiosa coincidencia, escriben desde el corazón de sociedades y Estados cuya existencia sólo ha sido posible a partir del desarrollo del capitalismo industrial y son inconcebibles fuera de él. La dicotomía pesimismo-inteligencia versus optimismo-estupidez tiene, muy probablemente, un sesgo geográfico e histórico.

Al contrario, en varios territorios que están y han estado bajo el dominio de los imperios surgidos del capitalismo hemos visto la emergencia de alternativas (no sólo teóricas o ficcionales) a este sistema-mundo, varias de ellas en territorio mexicano. No está de más nombrar (aunque seguramente esté en la mente de cualquiera que lee) al zapatismo. Están, también, los municipios autónomos de pueblos originarios, como los purépechas y nahuas. Son numerosos los movimientos y activistas que defienden el territorio del despojo y la extracción, luchas que con demasiada frecuencia se llegan a pagar con la vida (lo que les coloca en un ámbito enteramente distinto al de los acondicionamientos inmobiliarios de Christopher Brown). Estas formas de resistencia (las que se llevan a cabo pero también las que sólo se postulan) ejemplifican aquello de lo que hablaban Graeber y Wrengrow: las fracturas y posibilidades de mutación en lo que desde otro punto de vista se considera inamovible.

Puede discutirse si esas formas de organización y las fuerzas en que se fundan pertenecen al ámbito del optimismo, pero para ejercerlas, claramente, hace falta un mínimo de confianza en las posibilidades de mejora, aun si esta confianza está mediada por la rabia ante la opresión histórica y el escepticismo de las herramientas críticas que se utilizan para comprender esta opresión. Y la meta hacia la que orientan su mirada no es una transformación social con la profundidad de una fashion emergency, sino el desmantelamiento del orden económico vigente y la invención de un mundo multipolar (o sin polos en absoluto), sin organismos financieros internacionales que dicten una forma retorcida del bien común en todos los lugares del globo. Tal vez deberíamos recurrir a categorías distintas para referirnos a este optimismo crítico y la fe solipsista en el sí mismo y en una transformación milagrosamente selectiva, a la manera de Christopher Brown y su falsa historia natural de los lotes baldíos. En demasiados momentos el libro trae a la mente aquella frase atribuida a Chico Mendes, retomada y popularizada por colectivas opuestas a la forma clasemediera del ambientalismo y al greenwashing: “ecología sin lucha de clases no es más que jardinería”.

El optimismo crítico no da para buenas charlas TED. Es poco sexy y no es muy eficaz a la hora de hacer que el público abra la cartera. Pero al menos es auténtico. No exige, a la manera de la ficción escapista, la “suspensión del escepticismo” ni inunda la vida interior de sus prosélitos con delirios. Tampoco exige una inversión constante de energía para fingir un entusiasmo contagioso. Sólo requiere dar dos pasos atrás o al costado, mirar con atención, pensar un poco. También requiere un mínimo de lucidez, un recurso cada vez más escaso en el entorno del optimismo obligatorio. No es mucho y, a cambio, entrega un descanso del autoengaño y la farsa, además de relajar los músculos faciales, sin el mandato de la sonrisa permanente.

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