jueves, 31 de julio de 2025

Una cabeza hollada por caballos

En Una historia cultural del grito (2022) Ana Lidia M. Domínguez advierte un proyecto civilizatorio de la voz y el cuerpo en Occidente históricamente bien datado, con ejemplos como el manual de Erasmo de Róterdam De la urbanidad en las maneras de los niños (1530), cuya preceptiva corporal parte de que el niño aprenda a controlar sus gestos –una manera apropiada de mirar, reír, comer, hablar, beber, andar, sin olvidarnos de la reprobación de toda forma de exceso vocal– para volverse “más civilizado” y humano. Habría entonces una “civilidad vocal”, como advierte Jacques Cheyronnaud, que estigmatiza todo aquello que ofende el “buen gusto” y lo expulsa hacia “los fangos de la naturaleza, frecuentemente por vía de su relación con la animalidad: aquí se brama, muge, ruge, aúlla, grita, ladra, chilla, vocifera, masculla y berrea; también se deforma y se contrae; es horrible, salvaje, bárbaro, inhumano”.

Estamos ante una operación de purga –con antecedentes aún más remotos– de la voz humana como voz animal, de aquello distinto a lo históricamente cultivado por las élites en salones privados, con lo que se refrenda la brecha entre el ser humano y (el resto de) la naturaleza en virtud del logocentrismo. A decir verdad podríamos voltearlo y decir que sí hay una brecha enorme, pero donde las plantas, como dice Giorgio Agamben, son “una forma de vida superior a la nuestra: viven un sueño perpetuo, alimentándose de luz”. Este diálogo con el compositor michoacano Samuel Cedillo (Tlalpujahua, 1981) surgió a partir del estreno de Porcupine el 13 de noviembre de 2024 en Ex Teresa Arte Actual de la Ciudad de México. La obra para voz del compositor griego Panaiyotis Kokoras tuvo a Cedillo como intérprete y fue parte de la programación de la Muestra Internacional de Música Electroacústica (MUSLAB).

 

Si bien en Porcupine hay animales concretos, señalados incluso por el compositor, más que un animal lo que se percibe abiertamente es lo animal. No algo identificable sino un animal por venir a través de la ejecución de la obra, que no imita ni produce otra cosa que ella misma, como dirían Deleuze y Guattari. ¿Cómo se experimenta en ti, en tanto intérprete, eso abierto a lo animal?

Porcupine fue escrita especialmente para mi voz y para mi campo expresivo, que acaso es bastante animal. Panaiyotis presenció mi programa vocal Máquina parlante en 2019 en el festival Interciclos, en Querétaro, donde coincidimos como compositores residentes. Esta obra-animal es un mecanismo por el cual el compositor entra en una zona que podríamos ubicar dentro del radar mesoamericano del nahual, digamos; entender esto me abrió un campo de experimentación y expresión que tuvo como resultado lo que ustedes presenciaron y escucharon: un cuerpo humano entrando en su animalidad, desde donde la voz se multiplica en varios e indefinidos animales posibles. Es una pieza que me permite, desde el cuerpo, a través de la voz y hacia el exterior, proyectar una energía física y acústica lejana a los dogmas preciosistas de la voz, que han tirado hacia un aparente no-animal, una suerte de estética de la negación de la voz humana como una voz animal. Esta pieza va en la otra dirección, hacia la afirmación del potencial animal de la voz humana; tomando sus palabras, yo diría lo animalvocal: una fuerza que sale desde las entrañas del cuerpo (literalmente) y se arroja hacia afuera por el conducto de la boca, como un tubo por donde el cuerpo se expresa acústicamente, como aire arrojado hacia el exterior. Nada más animal que esto.

Esos dogmas del preciosismo vocal que mencionas nos recuerdan tanto tu rechazo de los cantantes como el reciente estudio de Ana Lidia M. Domínguez, Una historia cultural del grito. En ese “cuerpo humano entrando en su animalidad”, como mencionas, hay un tránsito que no se da sin mella, una crisis, un ladeo o temblor que, desde luego, no permite decir yo: yo me ladeo, yo estoy en crisis, yo tiemblo. Habría una vulnerabilidad y una decadencia del cuerpo, un escenario somático, pero no leído desde el discurso moralista sino como contradiscurso. Ya en Máquina parlante te arrojas a eso, para dar lugar a la intuición primaria, a la voz que precede la lengua y el balbuceo que la excede, a la infancia del lenguaje que comparten el niño y el animal. ¿Cómo se experimenta todo eso cuando lo que habla es tu vientre, tu sexo, tu glotis, tus rodillas, tu párpado, tus tripas?

Sobre los cantantes, digamos amablemente que el rechazo es mutuo, que nuestros universos musicales no se alcanzan a rozar. Rechazo el arquetipo del bel canto, esto es, un dogma y no necesariamente los individuos que cantan. Como diría un amigo: “contra los individuos, nada; contra los dogmas, todo”. El absurdo de esta dirección vocal llegó con los niños castrados por el rechazo a integrar voces femeninas en el culto católico; aquí ya no estamos hablando sólo de diferencias de orden estético sino de la mutilación de infantes. A propósito de la castración, Abraham Ortiz escribió un bello texto sobre mi obra Estudio de contrapunto II. Esta sociedad del “buen gusto”, la misma que castraba niños, es la que ha ido modelando-modulando una civilidad vocal. De vez en cuando hace bien sacudir un poco los oídos para tumbar esta absurda maraña clasista-burocrática de supuestos de belleza y retornar la voz a “lo salvaje”, “lo bárbaro”, lo inhumano si quieren, pero sólo en el sentido de que ahí encontraremos esa humanidad menos artificial.

“En ‘Máquina parlante’ hay un contracanto, una oposición al canto ‘civilizado’. Si mi obra instrumental tiene la fatalidad de no poder escapar del vínculo con esta historia de la civilidad, creo que en mi obra vocal estoy consiguiendo liberarme, quebrar la inercia histórica”: Samuel Cedillo.

En Máquina parlante hay un contracanto, una oposición al canto “civilizado”. Si mi obra instrumental tiene la fatalidad de no poder escapar del vínculo con esta historia de la civilidad, creo que en mi obra vocal estoy consiguiendo liberarme, quebrar la inercia histórica, justo porque parte de otro lugar, el de los “excesos vocales”, una voz sin límites expresivos, una voz no-castrada. Máquina parlante es la primera de una serie vocal que llamo Máquinas vivas. Ya hay una segunda, Máquina bestia, que opera sobre un texto roto desde el grito en furia, y que se articula en espacios públicos por dos horas. Y una tercera en puerta, Máquina bardo, que toma la respiración como eje de investigación, como palabra intervenida por aire fonado que pretende preparar para la muerte a quien la articula. Todas parten del mismo principio: probar el potencial expresivo de la voz humana, poner en tensión el cuerpo, la voz, la boca y el lenguaje para buscar el origen expresivo de lo vocal humano.

No se puede acceder a este lugar corporal si no hay un arrojo total, sin mella, como dicen; para esto se necesita hacer uso de todo el cuerpo: vientre, sexo, glotis, boca, articulaciones, estómago, extremidades… Ciertamente no hay opción. El temblor, la crisis, lo decadente, lo vulnerable no permiten la ficción, la actuación, la farsa (como lo falso, hasta el borde de lo irrisorio, que ocurre en la ópera clásica, por ejemplo). Si no es una realidad vivida no se llega a ese estado en el que las Máquinas permiten entrar: un estado de gracia. Como método y dispositivo, permiten esta regresión; es quizá el mayor logro formal de mi trabajo, que bordea, y creo no equivocarme, las metodologías de las tradiciones chamánicas.

¿Cabría ir más allá de la bofetada al “buen gusto” musical para impactar concretamente la noción de lo humano? ¿La experimentación sonora, particularmente vocal, abre la posibilidad de una fisura por lo menos momentánea en la condición humana dominante (un quién que puede apropiarse de todo qué), para desembocar en una especie de entre, como ha señalado Mónica Cragnolini: un entre de las oposiciones, donde no hay esto ni aquello, yo cerrado sobre sí mismo, sino tránsito, oscilación, entrecruzamiento de fuerzas, descenso del pedestal para un acomunamiento con el resto de lo viviente?

Ojalá la música tuviera ese alcance. Es un tema complejísimo, en realidad. Para que la música tenga poder de transformación debe haber arrojo en el individuo que la experimenta, la intención de transformarse, de salir del quién, como lo llaman, para volver a hallar la fuente donde el humano hizo y hace nacer la música, siempre por primera vez. La responsabilidad está en el individuo y no en la música, en cómo dirige su escucha. Esta inversión es de orden radical y, por tanto, trascendental, de orden ontológico (lo sensible) y a la vez ético (lo político). Sólo así la música podría “impactar la noción de lo humano”, pero dentro de cada uno y sólo para sí, lo que puede transformar la música misma, como en una espiral. Hay que salir del modelo de sujeto moderno, cerrado a la escucha y ávido de entretenimiento.

El pequeño corpus de obras que tan gentil como rigurosamente nos has compartido en los últimos meses nos ha resultado agresivo, en el sentido de impactante y contundente: Enantiodromia, de Jani Christou; Styx für Zupforchester, de Anestis Logothetis; Before the Universe Was Born, de Horațiu Rădulescu, por mencionar sólo algunas. Vero enjambre de sonidos, a la vez tan disímiles entre sí, con una circulación casi eléctrica, que acalambra y descompone no sólo rostro y cuerpo sino que atañe directamente a la carne y todas sus extensiones todavía por imaginar o por venir. ¿En esa línea, con su disimilitud y su originalidad, entraría una obra tuya como Estudio de fenómeno I para cuarteto de cuerdas, una radicalidad que se siente en los nervios de la dentadura, como en una ida al dentista, por decirlo así?

“En cada generación, en cada sociedad que tiende a estrechar lo creativo, a dogmatizar, aparecen de vez en vez, con un aire infantil, perfiles que tienden a jalar en otra dirección, hacia un espacio del derroche irracional de energía (Bataille). Ahí podemos ubicar a Horațiu Rădulescu, Jani Christou, Anestis Logothetis”: Samuel Cedillo.

En cada generación, en cada sociedad que tiende a estrechar lo creativo, a dogmatizar, aparecen de vez en vez, con un aire infantil, perfiles que tienden a jalar en otra dirección, hacia un espacio del derroche irracional de energía (Bataille). Ahí podemos ubicar a Horațiu Rădulescu, Jani Christou, Anestis Logothetis. A estos tres compositores los fui descubriendo “tarde” en mi intensa campaña de escucha; a medida que los encontraba me iban generando este acalambramiento, esta circulación eléctrica como a ustedes. Me iba arrebatando una profunda conmoción que me ha llenado de felicidad, a la vez que me ha hecho reafirmar y replantear mi trabajo. En ello me he reconocido y he reconocido mi escucha. No es casualidad que pertenezcan de origen a campos que señalan una periferia en los territorios de condensación de la llamada música clásica contemporánea. Se siente con el oído una abierta libertad lejos de las tendencias de la época, una personalísima forma de escuchar, formalizar, escribir y sonorizar un espacio.

Si algo estoy buscando en mi obra, lo que incluye tanto el Estudio que mencionan como mis Máquinas, es precisamente generar la fuerza que encuentro en esos compositores, en esas obras; intento hallar mecanismos formales, técnicos, perceptuales para agarrar al oyente (público, intérprete) y exigirle el mínimo compromiso de escucha, con toda la dignidad que este oficio requiere, para generar un espacio de aprendizaje común donde la escucha esté ligada de modo irrecusable al arrojo auditivo a la vez que al esfuerzo de escuchar continuamente con atención, para que el sonido sea un motivo de conocimiento, como siempre debe serlo. Si se propician estos momentos tendremos alguna garantía de que estamos alejándonos de la lógica de producción de sonido como mecanismo de entretenimiento, de concesión absoluta. Por eso busco incesantemente una fuerza acústica que nos haga asistir a aquellos momentos infantiles, de primer impacto, en los que la energía llega como un derroche que nos hace conocer nuestro universo acústico, que nos fascina y abisma con toda su intensidad y magia primera: nada más trascendental en la experiencia del sonido de un individuo. A esos momentos debemos los mejores compositores, las mejores músicas.

Nos has compartido generosamente las obras inéditas de las hablaste y que suceden a Máquina parlante. Si bien de naturalezas muy distintas, Máquina bestia y Máquina bardo parecen decantarse a un más allá, a un fondo vertiginoso de musitaciones, susurros, glosolalias, ecolalias, gritos, excreciones, secreciones, inhalaciones y exhalaciones de diverso ánimo y velocidad, a la voz abisal donde, en palabras de Artaud, “el gaznate ya no es un órgano sino una monstruosa abstracción parlante”. ¿Qué queda luego de atravesar esos umbrales, donde no hay “buenas formas” y donde es posible captar fuerzas para hacerlas sonar, restallar o resollar en la potencia de lo exangüe? Lo decimos también mientras recordamos cuando terminaste de performar Máquina parlante hace ya unos años, en Bucareli 69, donde no se representaba sino que se presentaba un cuerpo o, mejor dicho, el colapso de un cuerpo.

En mi trabajo hay una búsqueda de los orígenes: una genealogía del sonido, de la música, del instrumento y de la escucha. Para el caso de la voz humana, una genealogía del sistema vocal total. En la serie Máquinas vivas hay otras por venir: Máquina Babel, que intentará reunir la mayor cantidad de lenguas y en la que, para ser encarnada, será necesario pasar entre ellas, indiferentemente, de un ritmo y un tono a otro; Máquina homínido, que rastreará y formalizará los modos de comunicación vocal del resto de los homínidos y primates, para que quien la encarne imite lo más posible esas otras formas y su voz se abra a un espectro mayor de acuerdo a su reino y clase; Máquina eros, que oscilará imitando un conglomerado de gestos vocales de mamíferos tanto en proceso de agonía como de apareamiento; y Máquina cifra, donde intentaré crear una lengua humana en su totalidad: alfabeto, escritura, gramática, sentido, así como todo el campo acústico de esta habla ficticia.

“Para dar una respuesta precisa sobre lo que queda después de haber encarnado una ‘Máquina’, diría que en el momento mismo de hacerla va quedando un golpe vivo experiencial, una sacudida enérgica, vocal, una experiencia sin reserva, desbordada”: Samuel Cedillo.

Para dar una respuesta precisa sobre lo que queda después de haber encarnado una Máquina, diría que en el momento mismo de hacerla va quedando un golpe vivo experiencial, una sacudida enérgica, vocal, una experiencia sin reserva, desbordada. En el momento justo de terminar queda un cuerpo que ha aprendido algo de su voz, del sistema vocal que lleva incrustado, de la fuerza expresiva que puede ejercer, arrojar e introducir en modo eólico. Acaso se conocerá mejor el lenguaje hablado, cómo expresar una emoción mediante un grito, un jadeo. Conocerá mejor dónde está el sentido del lenguaje y cómo se relaciona con el inhalar y exhalar, con los pulmones, con el dorso, con la postura del cuerpo. Es un método que pone en escena la locura, una puesta en escena de algo que ordinariamente ocurre en un “estado de desequilibrio” del cuerpo y del alma; podríamos decir que es algo como un Teatro de la crueldad, si lo quieren. Este escenario de las Máquinas nos permite el análisis y el aprendizaje, esto es, generar conocimiento.

Las Máquinas operan a alta intensidad y por duraciones considerables hasta el desgaste; tensan al individuo, tanto en lo psicológico como en lo corpóreo, para sacudirlo de sí mismo, para que lo que quede en ese cuerpo esté vaciado (al menos por unos segundos, minutos) de aquel sujeto moderno. Quien atraviesa este vaciamiento podrá tal vez conocer algo más de sí. Tendremos alguna garantía de que este ejercicio no se acciona como un juego estético, sino como un acto vital, como el primer golpe de aire al nacer, como el último golpe de aire al morir. Las Máquinas vivas como obra integral quisieran ser un método que prepare al cuerpo para su muerte, mas afirmando la vitalidad. Mis Máquinas me preparan para mi propia muerte. Intento dejarlas como un dispositivo de instrucciones para que alguien más haga lo propio. Si ocurre, habré alcanzado lo más bello –quizá lo único realmente bello– en el arte.

Nos quedamos pensando en Artaud. En la acción pura y su despojo. En su “descripción de un estado físico”: una fatiga de principio del mundo… una sensación de quemadura ácida en los miembros… un sentimiento de increíble fragilidad… una exacerbación dolorosa del cráneo… una cortante presión de los nervios… una cabeza hollada por caballos.

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Una cabeza hollada por caballos

En Una historia cultural del grito (2022) Ana Lidia M. Domínguez advierte un proyecto civilizatorio de la voz y el cuerpo en Occidente históricamente bien datado, con ejemplos como el manual de Erasmo de Róterdam De la urbanidad en las maneras de los niños (1530), cuya preceptiva corporal parte de que el niño aprenda a controlar sus gestos –una manera apropiada de mirar, reír, comer, hablar, beber, andar, sin olvidarnos de la reprobación de toda forma de exceso vocal– para volverse “más civilizado” y humano. Habría entonces una “civilidad vocal”, como advierte Jacques Cheyronnaud, que estigmatiza todo aquello que ofende el “buen gusto” y lo expulsa hacia “los fangos de la naturaleza, frecuentemente por vía de su relación con la animalidad: aquí se brama, muge, ruge, aúlla, grita, ladra, chilla, vocifera, masculla y berrea; también se deforma y se contrae; es horrible, salvaje, bárbaro, inhumano”.

Estamos ante una operación de purga –con antecedentes aún más remotos– de la voz humana como voz animal, de aquello distinto a lo históricamente cultivado por las élites en salones privados, con lo que se refrenda la brecha entre el ser humano y (el resto de) la naturaleza en virtud del logocentrismo. A decir verdad podríamos voltearlo y decir que sí hay una brecha enorme, pero donde las plantas, como dice Giorgio Agamben, son “una forma de vida superior a la nuestra: viven un sueño perpetuo, alimentándose de luz”. Este diálogo con el compositor michoacano Samuel Cedillo (Tlalpujahua, 1981) surgió a partir del estreno de Porcupine el 13 de noviembre de 2024 en Ex Teresa Arte Actual de la Ciudad de México. La obra para voz del compositor griego Panaiyotis Kokoras tuvo a Cedillo como intérprete y fue parte de la programación de la Muestra Internacional de Música Electroacústica (MUSLAB).

 

Si bien en Porcupine hay animales concretos, señalados incluso por el compositor, más que un animal lo que se percibe abiertamente es lo animal. No algo identificable sino un animal por venir a través de la ejecución de la obra, que no imita ni produce otra cosa que ella misma, como dirían Deleuze y Guattari. ¿Cómo se experimenta en ti, en tanto intérprete, eso abierto a lo animal?

Porcupine fue escrita especialmente para mi voz y para mi campo expresivo, que acaso es bastante animal. Panaiyotis presenció mi programa vocal Máquina parlante en 2019 en el festival Interciclos, en Querétaro, donde coincidimos como compositores residentes. Esta obra-animal es un mecanismo por el cual el compositor entra en una zona que podríamos ubicar dentro del radar mesoamericano del nahual, digamos; entender esto me abrió un campo de experimentación y expresión que tuvo como resultado lo que ustedes presenciaron y escucharon: un cuerpo humano entrando en su animalidad, desde donde la voz se multiplica en varios e indefinidos animales posibles. Es una pieza que me permite, desde el cuerpo, a través de la voz y hacia el exterior, proyectar una energía física y acústica lejana a los dogmas preciosistas de la voz, que han tirado hacia un aparente no-animal, una suerte de estética de la negación de la voz humana como una voz animal. Esta pieza va en la otra dirección, hacia la afirmación del potencial animal de la voz humana; tomando sus palabras, yo diría lo animalvocal: una fuerza que sale desde las entrañas del cuerpo (literalmente) y se arroja hacia afuera por el conducto de la boca, como un tubo por donde el cuerpo se expresa acústicamente, como aire arrojado hacia el exterior. Nada más animal que esto.

Esos dogmas del preciosismo vocal que mencionas nos recuerdan tanto tu rechazo de los cantantes como el reciente estudio de Ana Lidia M. Domínguez, Una historia cultural del grito. En ese “cuerpo humano entrando en su animalidad”, como mencionas, hay un tránsito que no se da sin mella, una crisis, un ladeo o temblor que, desde luego, no permite decir yo: yo me ladeo, yo estoy en crisis, yo tiemblo. Habría una vulnerabilidad y una decadencia del cuerpo, un escenario somático, pero no leído desde el discurso moralista sino como contradiscurso. Ya en Máquina parlante te arrojas a eso, para dar lugar a la intuición primaria, a la voz que precede la lengua y el balbuceo que la excede, a la infancia del lenguaje que comparten el niño y el animal. ¿Cómo se experimenta todo eso cuando lo que habla es tu vientre, tu sexo, tu glotis, tus rodillas, tu párpado, tus tripas?

Sobre los cantantes, digamos amablemente que el rechazo es mutuo, que nuestros universos musicales no se alcanzan a rozar. Rechazo el arquetipo del bel canto, esto es, un dogma y no necesariamente los individuos que cantan. Como diría un amigo: “contra los individuos, nada; contra los dogmas, todo”. El absurdo de esta dirección vocal llegó con los niños castrados por el rechazo a integrar voces femeninas en el culto católico; aquí ya no estamos hablando sólo de diferencias de orden estético sino de la mutilación de infantes. A propósito de la castración, Abraham Ortiz escribió un bello texto sobre mi obra Estudio de contrapunto II. Esta sociedad del “buen gusto”, la misma que castraba niños, es la que ha ido modelando-modulando una civilidad vocal. De vez en cuando hace bien sacudir un poco los oídos para tumbar esta absurda maraña clasista-burocrática de supuestos de belleza y retornar la voz a “lo salvaje”, “lo bárbaro”, lo inhumano si quieren, pero sólo en el sentido de que ahí encontraremos esa humanidad menos artificial.

“En ‘Máquina parlante’ hay un contracanto, una oposición al canto ‘civilizado’. Si mi obra instrumental tiene la fatalidad de no poder escapar del vínculo con esta historia de la civilidad, creo que en mi obra vocal estoy consiguiendo liberarme, quebrar la inercia histórica”: Samuel Cedillo.

En Máquina parlante hay un contracanto, una oposición al canto “civilizado”. Si mi obra instrumental tiene la fatalidad de no poder escapar del vínculo con esta historia de la civilidad, creo que en mi obra vocal estoy consiguiendo liberarme, quebrar la inercia histórica, justo porque parte de otro lugar, el de los “excesos vocales”, una voz sin límites expresivos, una voz no-castrada. Máquina parlante es la primera de una serie vocal que llamo Máquinas vivas. Ya hay una segunda, Máquina bestia, que opera sobre un texto roto desde el grito en furia, y que se articula en espacios públicos por dos horas. Y una tercera en puerta, Máquina bardo, que toma la respiración como eje de investigación, como palabra intervenida por aire fonado que pretende preparar para la muerte a quien la articula. Todas parten del mismo principio: probar el potencial expresivo de la voz humana, poner en tensión el cuerpo, la voz, la boca y el lenguaje para buscar el origen expresivo de lo vocal humano.

No se puede acceder a este lugar corporal si no hay un arrojo total, sin mella, como dicen; para esto se necesita hacer uso de todo el cuerpo: vientre, sexo, glotis, boca, articulaciones, estómago, extremidades… Ciertamente no hay opción. El temblor, la crisis, lo decadente, lo vulnerable no permiten la ficción, la actuación, la farsa (como lo falso, hasta el borde de lo irrisorio, que ocurre en la ópera clásica, por ejemplo). Si no es una realidad vivida no se llega a ese estado en el que las Máquinas permiten entrar: un estado de gracia. Como método y dispositivo, permiten esta regresión; es quizá el mayor logro formal de mi trabajo, que bordea, y creo no equivocarme, las metodologías de las tradiciones chamánicas.

¿Cabría ir más allá de la bofetada al “buen gusto” musical para impactar concretamente la noción de lo humano? ¿La experimentación sonora, particularmente vocal, abre la posibilidad de una fisura por lo menos momentánea en la condición humana dominante (un quién que puede apropiarse de todo qué), para desembocar en una especie de entre, como ha señalado Mónica Cragnolini: un entre de las oposiciones, donde no hay esto ni aquello, yo cerrado sobre sí mismo, sino tránsito, oscilación, entrecruzamiento de fuerzas, descenso del pedestal para un acomunamiento con el resto de lo viviente?

Ojalá la música tuviera ese alcance. Es un tema complejísimo, en realidad. Para que la música tenga poder de transformación debe haber arrojo en el individuo que la experimenta, la intención de transformarse, de salir del quién, como lo llaman, para volver a hallar la fuente donde el humano hizo y hace nacer la música, siempre por primera vez. La responsabilidad está en el individuo y no en la música, en cómo dirige su escucha. Esta inversión es de orden radical y, por tanto, trascendental, de orden ontológico (lo sensible) y a la vez ético (lo político). Sólo así la música podría “impactar la noción de lo humano”, pero dentro de cada uno y sólo para sí, lo que puede transformar la música misma, como en una espiral. Hay que salir del modelo de sujeto moderno, cerrado a la escucha y ávido de entretenimiento.

El pequeño corpus de obras que tan gentil como rigurosamente nos has compartido en los últimos meses nos ha resultado agresivo, en el sentido de impactante y contundente: Enantiodromia, de Jani Christou; Styx für Zupforchester, de Anestis Logothetis; Before the Universe Was Born, de Horațiu Rădulescu, por mencionar sólo algunas. Vero enjambre de sonidos, a la vez tan disímiles entre sí, con una circulación casi eléctrica, que acalambra y descompone no sólo rostro y cuerpo sino que atañe directamente a la carne y todas sus extensiones todavía por imaginar o por venir. ¿En esa línea, con su disimilitud y su originalidad, entraría una obra tuya como Estudio de fenómeno I para cuarteto de cuerdas, una radicalidad que se siente en los nervios de la dentadura, como en una ida al dentista, por decirlo así?

“En cada generación, en cada sociedad que tiende a estrechar lo creativo, a dogmatizar, aparecen de vez en vez, con un aire infantil, perfiles que tienden a jalar en otra dirección, hacia un espacio del derroche irracional de energía (Bataille). Ahí podemos ubicar a Horațiu Rădulescu, Jani Christou, Anestis Logothetis”: Samuel Cedillo.

En cada generación, en cada sociedad que tiende a estrechar lo creativo, a dogmatizar, aparecen de vez en vez, con un aire infantil, perfiles que tienden a jalar en otra dirección, hacia un espacio del derroche irracional de energía (Bataille). Ahí podemos ubicar a Horațiu Rădulescu, Jani Christou, Anestis Logothetis. A estos tres compositores los fui descubriendo “tarde” en mi intensa campaña de escucha; a medida que los encontraba me iban generando este acalambramiento, esta circulación eléctrica como a ustedes. Me iba arrebatando una profunda conmoción que me ha llenado de felicidad, a la vez que me ha hecho reafirmar y replantear mi trabajo. En ello me he reconocido y he reconocido mi escucha. No es casualidad que pertenezcan de origen a campos que señalan una periferia en los territorios de condensación de la llamada música clásica contemporánea. Se siente con el oído una abierta libertad lejos de las tendencias de la época, una personalísima forma de escuchar, formalizar, escribir y sonorizar un espacio.

Si algo estoy buscando en mi obra, lo que incluye tanto el Estudio que mencionan como mis Máquinas, es precisamente generar la fuerza que encuentro en esos compositores, en esas obras; intento hallar mecanismos formales, técnicos, perceptuales para agarrar al oyente (público, intérprete) y exigirle el mínimo compromiso de escucha, con toda la dignidad que este oficio requiere, para generar un espacio de aprendizaje común donde la escucha esté ligada de modo irrecusable al arrojo auditivo a la vez que al esfuerzo de escuchar continuamente con atención, para que el sonido sea un motivo de conocimiento, como siempre debe serlo. Si se propician estos momentos tendremos alguna garantía de que estamos alejándonos de la lógica de producción de sonido como mecanismo de entretenimiento, de concesión absoluta. Por eso busco incesantemente una fuerza acústica que nos haga asistir a aquellos momentos infantiles, de primer impacto, en los que la energía llega como un derroche que nos hace conocer nuestro universo acústico, que nos fascina y abisma con toda su intensidad y magia primera: nada más trascendental en la experiencia del sonido de un individuo. A esos momentos debemos los mejores compositores, las mejores músicas.

Nos has compartido generosamente las obras inéditas de las hablaste y que suceden a Máquina parlante. Si bien de naturalezas muy distintas, Máquina bestia y Máquina bardo parecen decantarse a un más allá, a un fondo vertiginoso de musitaciones, susurros, glosolalias, ecolalias, gritos, excreciones, secreciones, inhalaciones y exhalaciones de diverso ánimo y velocidad, a la voz abisal donde, en palabras de Artaud, “el gaznate ya no es un órgano sino una monstruosa abstracción parlante”. ¿Qué queda luego de atravesar esos umbrales, donde no hay “buenas formas” y donde es posible captar fuerzas para hacerlas sonar, restallar o resollar en la potencia de lo exangüe? Lo decimos también mientras recordamos cuando terminaste de performar Máquina parlante hace ya unos años, en Bucareli 69, donde no se representaba sino que se presentaba un cuerpo o, mejor dicho, el colapso de un cuerpo.

En mi trabajo hay una búsqueda de los orígenes: una genealogía del sonido, de la música, del instrumento y de la escucha. Para el caso de la voz humana, una genealogía del sistema vocal total. En la serie Máquinas vivas hay otras por venir: Máquina Babel, que intentará reunir la mayor cantidad de lenguas y en la que, para ser encarnada, será necesario pasar entre ellas, indiferentemente, de un ritmo y un tono a otro; Máquina homínido, que rastreará y formalizará los modos de comunicación vocal del resto de los homínidos y primates, para que quien la encarne imite lo más posible esas otras formas y su voz se abra a un espectro mayor de acuerdo a su reino y clase; Máquina eros, que oscilará imitando un conglomerado de gestos vocales de mamíferos tanto en proceso de agonía como de apareamiento; y Máquina cifra, donde intentaré crear una lengua humana en su totalidad: alfabeto, escritura, gramática, sentido, así como todo el campo acústico de esta habla ficticia.

“Para dar una respuesta precisa sobre lo que queda después de haber encarnado una ‘Máquina’, diría que en el momento mismo de hacerla va quedando un golpe vivo experiencial, una sacudida enérgica, vocal, una experiencia sin reserva, desbordada”: Samuel Cedillo.

Para dar una respuesta precisa sobre lo que queda después de haber encarnado una Máquina, diría que en el momento mismo de hacerla va quedando un golpe vivo experiencial, una sacudida enérgica, vocal, una experiencia sin reserva, desbordada. En el momento justo de terminar queda un cuerpo que ha aprendido algo de su voz, del sistema vocal que lleva incrustado, de la fuerza expresiva que puede ejercer, arrojar e introducir en modo eólico. Acaso se conocerá mejor el lenguaje hablado, cómo expresar una emoción mediante un grito, un jadeo. Conocerá mejor dónde está el sentido del lenguaje y cómo se relaciona con el inhalar y exhalar, con los pulmones, con el dorso, con la postura del cuerpo. Es un método que pone en escena la locura, una puesta en escena de algo que ordinariamente ocurre en un “estado de desequilibrio” del cuerpo y del alma; podríamos decir que es algo como un Teatro de la crueldad, si lo quieren. Este escenario de las Máquinas nos permite el análisis y el aprendizaje, esto es, generar conocimiento.

Las Máquinas operan a alta intensidad y por duraciones considerables hasta el desgaste; tensan al individuo, tanto en lo psicológico como en lo corpóreo, para sacudirlo de sí mismo, para que lo que quede en ese cuerpo esté vaciado (al menos por unos segundos, minutos) de aquel sujeto moderno. Quien atraviesa este vaciamiento podrá tal vez conocer algo más de sí. Tendremos alguna garantía de que este ejercicio no se acciona como un juego estético, sino como un acto vital, como el primer golpe de aire al nacer, como el último golpe de aire al morir. Las Máquinas vivas como obra integral quisieran ser un método que prepare al cuerpo para su muerte, mas afirmando la vitalidad. Mis Máquinas me preparan para mi propia muerte. Intento dejarlas como un dispositivo de instrucciones para que alguien más haga lo propio. Si ocurre, habré alcanzado lo más bello –quizá lo único realmente bello– en el arte.

Nos quedamos pensando en Artaud. En la acción pura y su despojo. En su “descripción de un estado físico”: una fatiga de principio del mundo… una sensación de quemadura ácida en los miembros… un sentimiento de increíble fragilidad… una exacerbación dolorosa del cráneo… una cortante presión de los nervios… una cabeza hollada por caballos.

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miércoles, 30 de julio de 2025

La invención del ahora

Tras Twin Peaks: The Return (2017) el serial televisivo entró en un estado de aletargamiento donde el formato volvió a ser poco más que el folletín del siglo XXI. Hubo algunas excepciones, por supuesto, pero se volvió infrecuente la voluntad de construir la Gran Serie Americana (Los Soprano, The Wire, Mad Men), ambición heredada de la literatura de un país cuya industria editorial hace tiempo que se dedica a las autobiografías de celebridades y a formas más o menos actualizadas de novela rosa, algunas engendradas en programas de escritura creativa de universidades de élite. La ficción estadounidense más propositiva se mudó a las pantallas, pero incluso ahí parecía satisfecha en su rutina de patologías afectivas y crímenes que todos cometemos.

Dos acontecimientos de 2022 reanimaron el interés en la pantalla doméstica, sin embargo. Entre febrero y abril se emitió la primera temporada de Severance (Apple TV+), de Dan Erickson y Ben Stiller, serie que heredó el espíritu de extrañamiento de Twin Peaks para construir un universo corporativo de contornos inciertos. En julio Nathan Fielder estrenó en HBO la apuesta más original de la televisión contemporánea, The Rehearsal, que hace del reality un laboratorio para investigar los límites cada vez más difusos entre ficción y realidad. Procedentes de tradiciones muy distintas, ambas series operan en el marco de la comedia, pero la risa del espectador no siempre proviene del mismo lugar, pues ésta surge unas veces de la hilaridad, otras de la incomodidad; los momentos cumbre, sin embargo, acceden a lo Beckett llamó risa sin alegría: “Es la risa de la risa, el risus purus, la risa que se ríe de la risa, la maravilla, el saludo que se da al más alto chiste, en una palabra, la risa que ríe –silencio, por favor– de cuanto es desdichado” (Watt). Ambas series, además, señalan el carácter artificial, construido, de la llamada realidad.

Todo en Severance, con sus asépticos ambientes retrofuturistas y planos kubrickianos, nace de la invención de un procedimiento médico que escinde la experiencia de sus protagonistas a través de un dispositivo insertado en el cerebro. Los personajes tienen una vida laboral completamente separada de su “propia” vida, pero fuera de Lumon Industries las cosas parecen iluminadas por la misma luz siniestra, que pone en suspenso el carácter supuestamente estable de la realidad. El término severance juega con significados como “separación” o “indemnización por despido”, pero elijo otra posibilidad: la cesura, que aquí no aludiría a la pausa que divide los hemistiquios en un verso sino a la disociación de cuerpo y conciencia. Esta idea se materializa en un mundo que parece diseñado por Kevin Roche y Dieter Rams, cuyo enigma no ha hecho más que ampliarse en la segunda temporada (2025), con una rebelión de empleados de oficina que deja el universo de la separación al borde del colapso, mientras puebla la memoria de secuencias inquietantes y música inolvidable.

Nathan Fielder

Nathan Fielder en la segunda temporada de The Rehearsal (2025). © HBO

Si Severance hace de la realidad un territorio de límites difusos, The Rehearsal sencillamente la considera un código a descifrar (y por lo tanto sujeto a reescritura). Nathan Fielder había dado muestras de su entendimiento de la comedia como experimento con la verdad en Nathan for You (2013-2017), pero el proyecto que nos ocupa lo coloca a la cabeza de una improbable vanguardia televisiva. La primera temporada de la serie operó en el plano de la recreación: construir réplicas exactas de lugares y ensayar en ellos momentos que algunas personas tienen dificultades para visualizar. Con los capítulos, la historia pasó de una suerte de instalación narrativa –a la manera de Residuos (2005), la novela de Tom McCarthy– a una suerte de terapia especular del personaje al que su creador transfiere su nombre y su biografía (probablemente también su estructura psíquica). Una inquietante puesta en imágenes sobre una posible vida en familia: Fielder entiende que la fascinación por el reality no surge de mostrar realidad alguna, sino que opera como teatro en el que bailan desnudas las frágiles normas de convivencia. La segunda temporada (2025) sube la apuesta, con la idea de ayudar a reducir los accidentes de aviación a través de una investigación financiada con los recursos de HBO para la serie. Esa investigación, auténtico experimento conductual donde el espectador ya no puede distinguir entre actores y personas “reales”, es el momento más innovador de la televisión reciente.

Severance y The Rehearsal son importantes porque refuerzan la autonomía del serial respecto al cine. Construyen mundos necesariamente episódicos, que trabajan sobre la experiencia discontinua del espectador contemporáneo. Una rebelión de dobles que, como replicantes, deciden que sus vidas valen tanto como las de los ocupantes originales de esos cuerpos. Un comediante que pilota un Boing 737 sólo para demostrar que, después de todo, es posible aprender cualquier cosa a través del ensayo, incluso quienes están en el espectro autista. La ficción inunda la realidad, como lo ha hecho siempre, para traer a la pantalla ejercicios que nos interpelan porque nos dicen que todo es posible y, paralelamente, que tendremos dificultades para distinguir las señales en un mar de signos. La ficción no como mentira sino como posibilidad. Un par de series brutalmente presentistas, donde lo que está en juego no es ya la reconstrucción del pasado o la dilucidación del futuro, sino la invención del ahora. 

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