Existen libros que se leen y sólo cumplen la labor de una anestesia, ayudan a que el tramo entre aviones se supere sin inconvenientes, a que el fin de semana en el mar y bajo la protección de una sombrilla discurra cómodamente. El destino de esos libros es el olvido y el bostezo. Nos quitan el tiempo. Vaya, la vida literalmente es una constante pérdida de tiempo.
Los hay otros que trastocan todo lo que su leedor conoce. Libros que uno recomienda, cuenta, evoca y lleva en su corazón. Todo cambia cuando un libro encuentra a su lector.
Hay un tercer tipo de libro. Esos que suelen tener forma de pesado grillete, que pesan, que nos encogen y estremecen obligándonos al desvelo. Libros que constantemente le dicen a su indefenso propietario: aquí estoy y te amo. Y es entonces cuando el lector debe tomar el ejemplar con ambas manos y decirle: aquí estoy y te amo. A este tercer género de libros la humanidad le llama unánimemente así: Literatura.
Pasa eso con los libros escritos por Víctor Hugo.
Hugo nació un día de finales de febrero hace más de doscientos años. Todos lo conocemos, hemos escuchado hablar de él, es uno de esos autores cuya majestuosidad jamás está en duda. En las ciudades pululan calles con su nombre. Su popularización más reciente lleva implícito el musical teatral de Los Miserables, digno de ser omitido indiscutiblemente; Hugo no está ahí, tampoco está en el monumento construido alrededor de su obra; Hugo está en los libros, en sus libros, auténticos proyectos de lectura.
No exagero: en Hugo es inútil doblar las esquinas de las páginas en los fragmentos que más nos van gustando o subrayarlos con un plumón fluorescente; es inútil porque en cada párrafo habita un pequeño y hermoso milagro literario: todo el libro quedaría doblado o ridículamente amarillo, porque su mérito está en que los latidos del corazón del autor no están presentes en lo leído. Me explico mejor: uno siente que más que leer las tramas ideadas por un ser humano está asomándose a la calle viendo la vida pasar, que lo ahí narrado ocurrió y que esos son los actos y las pasiones que agitaron a nuestros antepasados y, también, a los seres por venir.
Ahora bien, cuando los franceses invadieron México –¿se acuerdan?– Víctor Hugo se puso de nuestro lado. Escribió una proclama al pueblo mexicano, misiva que fue pegada en los muros de nuestra asaltada nación. Aquí un par de fragmentos: “¡Mexicanos! Tenéis razón y yo estoy con vosotros. Podéis contar con mi apoyo. Y habéis de saber que no es Francia quien os hace la guerra, es el Imperio… Combatid, luchad, sed terribles y si creéis que mi nombre vale para algo, servíos de él… ¡Valientes hombres de México! Resistid a la perfidia y a la traición…”
El enemigo ya no es Napoleón III. ¿Quién es? ¿Ante quién nos alienta a combatir Víctor Hugo? Se me ocurre que los rivales ahora son precisamente los miles de libros inofensivos de los que hablé al iniciar este texto, los libros mediocres que invaden las mesas de novedades en las librerías, productos disfrazados de libros, libros que cumplen la labor de una anestesia. ¡Despabilémonos! Hugo se puso de nuestra parte en contra de su patria y líder; ahora nos corresponde leerlo a él, se la debemos. Descubrir en sus novelas la belleza, el entusiasmo, las emociones más vibrantes, el honor. Lo peor que puede pasar es que lo abandonemos a la mitad. Y ya viene siendo buena hora de dejar de creer que abandonar un libro es una cosa grave. Jorge Luis Borges lo tenía más claro:
“Caramba, Víctor Hugo es un gran escritor. No se puede hablar mal de Víctor Hugo… Yo traté de leer Los Miserables y fracasé. Pero no fracasó Hugo, fracasé yo…”
Fracasemos, pues.
O, valientemente, no fracasemos.
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