miércoles, 14 de septiembre de 2022

JLG: la revolución francesa

Quizá la única marca de trascendencia palpable para el arte son aquellos apellidos que transmutan en adjetivo para describir y explicar al mundo. Cuando algo resulta kafkiano, dantesco o rulfiano, y sólo encontramos en la boca esas palabras para comunicar su dimensión, hemos navegado a la orilla donde la mirada omnívora de un creador absorbió alguna vez al mundo para que pudiéramos decir lo que antes se le escapaba a las palabras. Si intentamos describir la marea inasible, artificial y fragmentaria que hoy confundimos con la realidad sólo tendremos a la mano una palabra suficiente: godardiana. De ese tamaño –el de Picasso, Coltrane o Rabelais– era la mirada –mirada que es mundo, mundo que es lenguaje e idea– de Jean-Luc Godard (1930-2022). Su muerte voluntaria, lúcida y libre ocurrió en el año 126 del cine y en el mismo 12 de septiembre en que se cumplían 63 años desde el último día de rodaje de Sin aliento, en 1959.

A la distancia es fácil pensar en aquel final de verano en París en que Godard, Truffaut, Chabrol y Rissient despacharon la ópera prima del primero, en apenas 23 días y con 400 mil francos, como un radical cambio de página en la historia de un medio que durante seis décadas había evolucionado con base en dos ideales: el perfeccionamiento de la técnica y la ampliación de los estímulos sensoriales. El primero de esos supuestos había llevado al esplendor industrial del cine de estudios, sin costuras ni desajustes, comparable en su artesanía a la pintura clásica; el segundo había partido del cine silente para inyectar actualizaciones técnicas como el sonido sincrónico, el color o la pantalla alargada, que mientras ensanchaban los lenguajes estéticos del cine alentaban una parálisis creativa que había convertido al cine industrial en una momia maquillada de la novela del XIX.

Casi toda la cuadrilla inicial de Cahiers du Cinéma había sido adolescente durante la ocupación nazi y se había hecho adulta entre la posguerra y el envejecimiento de De Gaulle. Nacidos entre 1930 y 1936, los cuatro críticos implicados en Sin aliento se habían empeñado en elegir a sus padres creativos: André Bazin, Henri Langlois, Jean-Pierre Melville, Henri-Georges Clouzot y Alexandre Astruc. En un ensayo de este último, “La cámara pluma: nacimiento de una vanguardia” (1948), leído por Godard a los 18 años, parecen saltar hoy brotes de ideas expandidas por el director durante toda su vida: la imagen como texto, la memoria audiovisual como artificio consciente, la capacidad subversiva de la cámara o la posibilidad de fabricar gramáticas más cercanas al ensayo o al verso libre que a la narración.

Jean-Luc Godard

Fotograma de Sin aliento (1960), de Jean-Luc Godard

Para Jean-Luc Godard, más que para nadie, el cinéma de papa contra el que se rebelaron tenía algo de Edipo, parricidio y ecos del desprecio inicial hacia la pintura impresionista, del escándalo causado por La consagración de la primavera en su estreno y del mingitorio firmado por Duchamp. Las piedras no sólo iban dirigidas contra el cine de elegancia académica y rancia de Pathé o Gaumont, sino contra la propia languidez cultural de la Francia de la posguerra, tan decidida a esconder la ocupación y el colaboracionismo nazi debajo de la alfombra –una que fuera, bien sûr, estilo Luis XVI. Filmar Sin aliento sin guion ni escaletas, prohibiendo el uso de claquetas para iniciar las tomas, sin sonido directo, rodando en continuidad y sin repetir casi ninguna toma habrá sido una pesadilla para el equipo de continuidad y montaje, pero también terminó siendo uno de los manifiestos más transformadores en la historia del cine.

Si la historia técnica del cine fuera un texto, hasta antes de 1959 éste habría evolucionado con dos ritmos gramaticales: punto y seguido (digamos Griffith) o punto y aparte (Chaplin o Sjöstrom), con alguna vuelta de página como El cantante de jazz (1927) o Eisenstein. Orson Welles suponía el único caso de alguien que había memorizado lo ya escrito para arrancar la página entera y empezar a escribir en hoja blanca. Godard sería el segundo. Ambos con la invaluable ingenuidad que da una ópera prima, el único rodaje en el que un cineasta cree que puede inventar el mundo. La diferencia con Welles y Godard es que ellos podían; la diferencia de Godard es que no dejó de arrancar hojas durante las seis décadas siguientes y no se detuvo hasta entender que su obra mayor sería quemar el cuaderno entero.

Entre su primer cortometraje, Una mujer coqueta (1955), y su último largo, la revulsiva, exasperante e iluminada El libro de imágenes (2018), hay 63 años exactos de distancia, los mismos que separan al nacimiento del cine (1896) de Sin aliento y que separan a ésta de la muerte voluntaria del director, como apuntamos. Es difícil decir si en semejante cábala de fechas hay un azar cósmico, una broma incomprendida, una crítica performática al cine muerto o un manifiesto ideológico. Es imposible decirlo porque la vida entera de Godard, incluyendo cada una de sus películas, puede ser descrita –e incluso denostada– con esas mismas palabras.

Jean-Luc Godard

Fotograma de El libro de imágenes (2018), de Jean-Luc Godard

Al pensar en las rutas de su trabajo, que más que una evolución o desenvolvimiento semejan un archipiélago de fragmentos unidos por la pasión de contradecirse, es inevitable pensar en las citas o los recursos tipográficos absorbidos por su cine no como acompañamiento ilustrativo –como serían los intertítulos del cine mudo– sino como crítica formal al propio medio que las absorbe: una matrushka de caballos de Troya subsecuentes, uno dentro de otro: la historia del cine que contiene a la técnica fílmica que contiene a la historia del pensamiento que contiene a la historia de las imágenes que contiene al texto escrito. Y una vez que llegamos a la palabra (por ejemplo el letrero Fin de cinéma al final de Week-end, 1967, o los títulos que separan a los segmentos en Vivir su vida, 1962, como si fueran una novela por entregas) el texto en pantalla emprende el camino de vuelta para hacer estallar cada escalón: el texto cuestiona a la imagen, la imagen pone en jaque al sonido, el sonido cachetea a la técnica, la técnica le hace muecas al pensamiento tradicional y éste termina por desmoronar la historia misma del cine.

Hay, por ejemplo, una cita de Cahiers du Cinéma que Godard atribuye a su mentor André Bazin y que utilizó en tres momentos separados por treinta años: la superproducción El desprecio (1967), el proyecto multimedia Historia(s) del cine (1988) y el largometraje For Ever Mozart (1996): “El cine sustituye ante nuestra mirada al mundo por uno que corresponde a nuestros deseos”. La cita es falsa, como ha mostrado Jonathan Rosenbaum, pues es paráfrasis de otra escrita por Michel Mourlet, pero eso no la hace menos verdadera ni le impide a Godard usarla como soporte intelectual, dentro y fuera de la pantalla: pensamos en la frase cuando Nana (la prostituta interpretada por Anna Karina, prestada de la novela de Zola) llora al ver La pasión de Juana de Arco y se reconoce en esa mártir juzgada por un tribunal de hombres.

Pero pensamos en la misma postura cuando el propio Godard, en el Festival de Cannes clausurado por el Mayo francés, reclama en los micrófonos: “Yo les hablo de solidaridad con obreros y estudiantes, ustedes me hablan de travellings y planos generales”. Para un cineasta que parece empeñado en destazar la forma fílmica evidenciando su artificio una y otra vez, no deja de ser inquietante su urgencia por señalar algo aparentemente opuesto: que cine y realidad constituyen lenguajes paralelos, pero no opuestos, que son capaces de articular las mismas ideas y permearse mutuamente. El cine ocurre, a la vez, dentro y fuera de la sala porque la vida ocurre, también, dentro y fuera de la pantalla.

Jean-Luc Godard

Fotograma de Un filme socialista (2010), de Jean-Luc Godard

En ese limbo que va de la imagen/artificio y la vida/historia está una clave fundamental para entender a Jean-Luc Godard: el diálogo entre la técnica consciente de sí misma –pues una cámara en Godard siempre sabe que es una cámara, sin pretender hacerse pasar por la mirada neutra– y la impredecible pero constante relación entre las imágenes y su hábitat sociopolítico, que permite descifrar su período maoísta, sus películas en el interior del grupo Dziga Vértov y sus trabajos militantes de cualquier período desde La china (1968) hasta Un filme socialista (2010) y el caudal de variantes y rompimientos que hay en medio.

Es cierto también que la carrera inicial de Godard como publicista está tejida con el resto de su vida creativa. A finales de los cincuenta trabajaba para la oficina de 20th Century Fox en París diseñando campañas publicitarias para lanzamientos del estudio, en donde entró en sustitución de Claude Chabrol. Pronto debió encontrar coincidencias sorprendentes entre las técnicas de venta y las ideas de sus admirados Eisenstein, Kuleshov o Vértov. Entre muchas otras consecuencias, se convirtió en el ideólogo de las campañas publicitarias de sus películas y para muestra bastan los estupendos tráileres que diseño él mismo para Una mujer es una mujer (1961), Pierrot el loco (1965), Made in USA (1966) o su colaboración irrepetible con The Rolling Stones en el mismo 1968 en que también trabajó con Věra Chytilová, el maoísta senegalés Omar Blondin Diop, el pintor pop Gérard Fromanger y con Chris Marker sin que ninguna de las colaboraciones se sienta hoy como una contradicción frente a las demás. Todos terminan siendo, ante todo, películas de Jean-Luc Godard.

Si pudiéramos ordenar su poliédrica Comedia Humana en cuatro grandes bloques, el primero de ellos iría de los años cincuenta a Week-end, una bisagra que separa su etapa de admiración por el cine americano de su siguiente mutación: la acción política directa, que va de La china a su única pausa creativa, entre 1971 y 1975. De ahí en adelante hay una bifurcación extraordinaria de dos creadores en la misma mente: el de los proyectos transmediales como Historia(s) del cine, las videocartas, los anuncios para televisión o las instalaciones museísticas, cada vez más radicales en forma y fondo y, al mismo tiempo, el director de largometrajes como Pasión (1982), Nombre: Carmen (León de Oro en Venecia, 1983) y, por supuesto, Yo te saludo María (1984), con la condena adjunta de Juan Pablo II, que acusó a Godard –cito un telegrama al cardenal Ugo Poretti– de “herir profundamente el respeto por lo sagrado”. Finalmente, los cinco largometrajes completados por Godard durante el siglo XXI son la crónica, fascinante pero exasperante, alienada y profundamente radical, de la disolución de lo fílmico frente a otras pantallas: video, Internet, animación digital, 3D, videollamadas, celulares.

En una conversación de 1993 con el crítico de Positif Michel Ciment, varios años antes de la explosión informática y la multiplicación acelerada de pantallas, Godard describió el futuro con agudeza porque ya había estado ahí: “El cine ha desaparecido. En televisión no se proyecta, se transmite. […] Y algún día los nietos de Anne-Marie [Melville, su colabora más cercana en numerosos proyectos], cuando tengan 35 años, repararán en las historias del amigo de su abuela. Teniendo en cuenta lo que será el cine en su época, no entenderán nada y dirán: ¡Ah! ¿Así que es esto lo que la abuela llamaba cine? Y tendrán entonces conciencia de que un día existió un pueblo de salas oscuras”. Hoy, en la primera mañana del futuro sin Godard, es posible pensar que esos nietos ya han cumplido 35, que quizá somos nosotros y que para Jean-Luc ha acabado la última función. Fin de cinéma.

La entrada JLG: la revolución francesa se publicó primero en La Tempestad.



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