La Tierra tiene unos cuatro mil quinientos millones de años de existencia. La industrialización y la expansión de la población humana en los últimos dos siglos han alterado su superficie y acelerado sus procesos naturales de tal manera que estamos al borde de un colapso. No obstante, si adoptamos la perspectiva del deep time, el tiempo insondable de millones de años, nos daremos cuenta de que después de cientos o miles de generaciones los seres humanos desapareceremos o evolucionaremos de maneras impredecibles, pero nuestro mundo podrá resurgir con otras criaturas adaptadas al entorno.
Para los estudiosos de la vida y la cultura pretéritas en ese porvenir lejano, ¿qué rastros materiales dejaremos de nuestra civilización, que cuenta apenas con una memoria escrita de catorce mil años? ¿Qué podrán conocer o heredar los futuros habitantes del planeta sobre la especie tecnificada que constituyó hace poco más de un siglo la edad que hoy llamamos Antropoceno?
David Farrier se hace estas preguntas en Huellas. En busca del mundo que dejaremos atrás (2020), en el que reúne evidencia científica para explicar el paulatino deterioro de nuestros materiales y organismos, y se vale del mito, el arte y la literatura para especular sobre el sentido del impacto que hemos producido en el mundo físico. La huella que Robinson Crusoe encuentra en la arena de la isla que habita en solitario le produce asombro y terror ante la presencia de Otro desconocido, en tanto las huellas humanas o los restos arqueológicos y paleontológicos que hoy descubrimos nos permiten recrear el paso de nuestros antepasados. Quizá nuestros sucesores en un futuro remoto sientan este tipo de curiosidad ante nuestro legado.
El tiempo inmenso
Farrier enseña literatura inglesa en la Universidad de Edimburgo, en su natal Escocia, y desde su salón de clases de verano puede acercarse con sus alumnos a la playa, así como divisar una central nuclear y un campo de caliza aprovechada por una planta cementera. En ese paisaje, que conjunta naturaleza, industrialización de minerales y producción de energía, recuerda la primera referencia a la escala inmensa del tiempo hecha por James Hutton en 1788, así como la exploración de esta idea de los poetas románticos y, un siglo más tarde, del escritor John Stewart Collis, que mirando el horizonte del océano desde Dorset experimentó en 1944 una epifanía del paso de las edades y escribió que “tal vez, durante en ese único segundo, viera la realidad de cientos de millones de años”.
El autor hace una crónica de su investigación en el entorno y en viajes en los que visita laboratorios y depósitos o evidencias materiales. Nos hace acompañarlo en rutinas cotidianas, cuando recorre con su familia un nuevo puente o toma la bicicleta para explorar el antiguo, al que sustituye el primero. Sus preguntas sobre los procesos de deterioro y extinción lo llevan a considerar el futuro remoto de los rascacielos de una interminable Shanghái y la a simple vista imperceptible muerte del Mar Báltico; a conversar con científicos en Australia y Finlandia y a regresar al mundo literario para recorrer la Carretera Panamericana con Jack Kerouac y los instantes de exaltación que perviven en un ensayo de Virginia Woolf: un eclipse de veinticuatro segundos y el encuentro de frente con un pez en un acuario.
Farrier presenta en ocho capítulos las evidencias que más datos podrían aportar en torno al mundo actual. Su primera mirada se dirige a las carreteras, que han transformado la superficie del planeta. Las cifras duras sobre la cantidad de material extraído y los kilómetros tendidos en la superficie terrestre sorprenden aún más cuando explica que en el tiempo distante permanecerán apenas tramos de las carreteras más bajas, como las que se encuentran en los túneles.
Carreteras insaciables
El autor reflexiona sobre el sentido de libertad y la ensoñación que genera el “trance de conducir”, como lo llamó el poeta Seamus Heaney, pero también convoca la metáfora del Rey de la Carretera, un gigante imaginado por el novelista nigeriano Ben Okri que se traga todas las carreteras y, después de provocar una hambruna y recibir ofrendas, se diluye en éstas. La carretera es insaciable, pero hace posible desplazar todo tipo de productos, por lo que no solo dejará su impronta en la estratificación geológica futura, sino en los vertederos donde se acumulan nuestros objetos traídos de lugares lejanos, principalmente las ciudades.
En cada destino al que lo lleva su investigación Farrier aborda expresiones culturales inmediatas. En Nueva Orleans visita una galería de arte que presenta un video sobre los efectos del destructivo huracán Katrina. El cambio climático inundará primero las ciudades de las costas, pero serán las que queden sumergidas las que durante más tiempo preservarán los rastros de su apariencia actual. El estrato geológico del Antropoceno tendrá una mezcla homogénea de concreto, hierro, vidrio y otros materiales industriales utilizados en la construcción, y serán los objetos más pequeños los que conservarán durante más tiempo sus formas. Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, es un punto de referencia obligado para hablar de las interconexiones y afinidades, pues todas las ciudades son finalmente Venecia, un mismo paradigma en el que cada vez habitará un porcentaje mayor de la población mundial.
El plástico es un material milagroso que puede adquirir cualquier forma y está en todo el entorno. Como razonó Roland Barthes en 1956, solamente tiene presente, pues una vez utilizado no retiene nuestra atención. Transparente y desechable, una botella de plástico vive miles de años; Farrier narra su viaje épico desde colinas de desechos urbanos y por corrientes marítimas hacia playas que se inundan y grandes islas flotantes de basura, hasta que por fin se degrada para reiniciar su ciclo como petróleo líquido dentro de tal vez 150 millones de años.
Memoria glaciar
Los hielos perennes del Ártico y la Antártida, que se ablandan constante y peligrosamente, son una biblioteca de Babel. Tal como la que imaginó Borges, los glaciares guardan una memoria infinita de la historia de la Tierra. Los “testigos” verticales de hielo extraídos con barrenos y estudiados en laboratorios congelados contienen en sus capas evidencias de partículas de cada cambio en la atmósfera, desde un hielo azul de 2.7 millones de años hasta capas con carbono de las fundiciones medievales o con la bacteria de ántrax de 75 años de edad hallada en Siberia, todavía con potencial infeccioso.
El deshielo significa la destrucción del mayor banco de información con el que contamos, y es también una Caja de Pandora, pues podría desatar efectos insospechados. No, el hielo antártico no puede competir con la multiplicidad, precisión y hasta nimiedad de los bancos de datos de Internet, pero estos últimos abarcan solamente las décadas más recientes.
La Gran Barrera de Coral de Australia es el mayor organismo vivo del planeta y está muriendo no obstante los esfuerzos por detener el daño. El agua del océano se calienta y aumenta de nivel y hoy es quizá un treinta por ciento más ácida debido al desecho de dióxido de carbono, lo que ahoga y produce la muerte de innumerables especies que conviven de manera simbiótica en este maravilloso ecosistema. Se está perdiendo la historia milenaria que cuenta el mayor organismo del planeta. Como la Medusa del mito clásico, se está convirtiendo en piedra ante nuestra mirada, es otro rastro de extinción que dejará la edad de uso masivo de combustibles fósiles. En Australia el autor visita además las minas a cielo abierto de uranio y trae a cuento la prohibición de una población nativa de profanar ciertas zonas protegidas por un determinado dios. Al ser intervenidos por acciones como la extracción de minerales, estos lugares se convierten en un sickness countries, países de enfermedad.
Momentos futuros
Como siguiendo la cadena de valor del uranio hacia otras zonas de riesgo y enfermedad, los capítulos siguientes describen lugares en los que los ensayos nucleares han dejado su huella y los residuos radioactivos con alto potencial dañino siguen acumulándose y resguardándose. En 1954 se detonó una bomba nuclear de prueba en la isla Bikini del Pacífico; las consecuencias no se observaron de inmediato, pero años después los isleños tuvieron que ser evacuados, o más bien desplazados, y la isla quedó clausurada para la vida humana por los próximos veinte mil años.
En el mundo existen unas 450 centrales nucleares y todas producen desechos radiactivos. Farrier visita dos cementerios de residuos nucleares. Aislados por gruesas placas de concreto, se colocan bajo tierra contenedores a prueba de filtraciones por miles de años. En los Estados Unidos se buscó una estrategia de comunicación para alertar a los posibles habitantes del lugar dentro de cientos de miles de años, en tanto en Finlandia se optó por excavar la roca firme de una isla y, una vez que se llenen los depósitos, dentro de algunas décadas, no dejar huella superficial.
La presencia de estos desechos en la proximidad de nuestra vida cotidiana hace pensar al autor de Huellas en la expresión “el momento bajo el momento” con la que el escritor Russell Hoban se refiere a la coexistencia de realidades subyacentes en nuestro presente que apenas podemos vislumbrar en un parpadeo. Entre asombro y asombro, David Farrier comenta también la moderada pero creciente chatarra que enviamos al espacio exterior para un viaje infinito.
ADN e información
La pérdida de la biodiversidad es otra marca que dejará la humanidad al futuro remoto. El aumento del nitrógeno y el fósforo en el agua ha producido la muerte de varias zonas marinas. Han desaparecido especies mayores de vertebrados y han prosperado grandes poblaciones de distintos tipos de medusas, como en el pasado remoto.
La progresiva desaparición de hábitats y la selección de unas cuantas plantas y animales para cultivar o criar como alimentos han producido la extinción de múltiples especies visibles e invisibles, pues también la microbiota desaparece con las especies mayores, o bien como efecto de los antibióticos. No obstante, hay esperanza en la capacidad de adaptación de los organismos. Los microbios tienen una historia de miles de millones de años y una gran capacidad de invención.
Otro motivo de optimismo son las técnicas actuales para la modificación del ADN, que tiene un gran potencial para almacenar información. Se ha intentado incluso recuperar en elefantes actuales algunas características de los mamuts. Al respecto Farrier cita el cuento “La máquina preservadora” (1953), de Philip K. Dick, en el que un científico inventa una máquina para preservar en animales vivos las partituras de grandes obras musicales. Cada espécimen guarda una gran obra, pero en un giro de los acontecimientos la música se transforma.
Huellas en el tiempo
Huellas despierta diversas reflexiones sobre las marcas de nuestra especie en el planeta. A su vasta documentación el autor añade, a la manera de un reportaje especializado, sus percepciones y conversaciones de campo en la búsqueda de respuestas. Su recorrido nos vuelve testigos que no pueden eludir su responsabilidad en efectos difícilmente reversibles.
Aun cuando sigue los pasos de una investigación académica, David Farrier comunica su asombro ante la acción humana que ha devastado la naturaleza y un mundo de especialidades científicas emergentes y colaboración multidisciplinaria. La conciencia de una extinción segura pero impredecible nos hace mirar con extrañeza los afanes humanos: de extraer, producir y edificar; de consumir y desechar; de imaginar y construir sentidos.
La obra termina con una orientación ética sobre las decisiones que podrían alterar el curso de algunos deterioros, pero su trayecto laberíntico nos deja con la necesidad íntima de reinventarnos, y de inventar mundos poéticos para interpretar la entropía de nuestra civilización y nuestra finitud. En el tiempo profundo somos una huella en la arena.
David Farrier, Huellas. En busca del mundo que dejaremos atrás, trad. del inglés de Pedro Pacheco González, Crítica, México, 2021. 288 pp.
La entrada Las huellas futuras de nuestra especie se publicó primero en La Tempestad.
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