viernes, 31 de mayo de 2024

París 2024: Centro Acuático

Los Juegos Olímpicos de este verano dejarán como saldo un único añadido a la infraestructura deportiva de París. Se trata del Centro Acuático ubicado en el distrito de Saint-Denis de la capital francesa, diseñado por los estudios VenhoevenCS y Ateliers 2/3/4. El edificio albergará las competencias de salto de trampolín y nado sincronizado, así como las eliminatorias de waterpolo.

“Al reunir a la gente en torno al deporte y el ocio, el nuevo Centro Acuático crea un barrio que tiende puentes entre culturas y distritos, al tiempo que aprovecha las instalaciones y los espacios públicos circundantes”, declaran los despachos de arquitectos. El enfoque de París 2024 ha sido la actualización de la infraestructura antes que la construcción de nuevos proyectos. Este edificio se conecta con el Stade de France, sede de la inauguración de las Olimpiadas, a través de un puente que une sus espacios públicos.

París

Interior del nuevo Centro Acuático de París, diseñado por VenhoevenCS y Ateliers 2/3/4. Fotografía: Salem Mostefaoui

La nueva ley francesa de sostenibilidad determina que los edificios públicos nuevos deben construirse con al menos un 50% de madera u otros materiales naturales. VenhoevenCS y Ateliers 2/3/4 duplicó el porcentaje en esta estructura monumental. El perfil sustentable de la construcción se acentúa en el área verde circundante, un aporte significativo a esta zona de París.

La madera protagoniza el aspecto del edificio, lo mismo en el interior de la cubierta ondulante que en los parteluces que dan a la fachada un carácter distintivo. Un edificio a la vez sobrio y expresivo en el que los despachos holandés y francés han apostado por la eficiencia y la funcionalidad antes que por la iconicidad. “Nuestro objetivo fue crear más con menos: menos volumen, menos materiales, menos energía, más conexión, más inspiración para hacer ejercicio, más naturaleza, más flexibilidad, más belleza”, explica Cécilia Gross, arquitecta líder del proyecto.

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Libro de serpientes

Existe una variante del meme de los dos lobos (que utiliza la fórmula “Dentro de ti viven dos lobos…”, seguida de actitudes o posiciones contrapuestas) en el que aparecen una fotografía de Joan Didion y otra de Eve Babitz. El texto dice “Dentro de ti hay dos personas, una acérrima crítica del hedonismo y una chica hedonista”. Ambas autoras, fallecidas a finales de 2021 con pocos días de diferencia, funcionan como caras opuestas de un mismo fenómeno: la contracultura de los años sesenta y su integración en la vida cotidiana de las décadas que siguieron.

Babitz fue una participante entusiasta de los cambios culturales de su época: amiga de Jim Morrison y Francis Ford Coppola, ahijada de Stravinski, ilustradora de álbumes de bandas de rock. Es la mujer que juega desnuda al ajedrez con Marcel Duchamp, en la famosa foto de Julian Wasser. Algunos textos autobiográficos donde habla sobre estos y otros eventos de su vida (la afición a las clases de baile, la admiración por Linda Ronstadt, la afición por la comida mexicana, etc.) pueden encontrarse en El otro Hollywood (1974) y en I Used to Be Charming (2019).

Por su parte, Didion, autora más conocida en lengua española que Babitz, fue siempre un testigo escéptico de los grandes cambios de su época. Su rechazo de diversos movimientos contraculturales es palpable en “Slouching Towards Bethlehem” o “The White Album”, ensayos-crónicas centrales de los libros a los que dan nombre. Un pasaje de este último texto, donde la autora narra los eventos de una fallida sesión de grabación de los Doors, contrasta con la visión de Babitz sobre la banda. Quizás estos contrastes contribuyeron a que la amistad entre ambas se debilitara. Lili Anolik ha dedicado diversos trabajos a esta amistad/rivalidad, y a finales de este año Scribner publicará Didion & Babitz, volumen en el que narra a detalle la relación entre ellas.

El juego

Existe una edición estadounidense de Según venga el juego (1970; Literatura Random House) que utiliza la fotografía de Babitz y Duchamp en la portada. Una decisión cuestionable, ya que alude más a la relación Babitz-Didion que al contenido del libro. Nada en la novela sugiere algo parecido a un juego de ajedrez, que depende principalmente de las habilidades de cada jugador. Es una narración sobre juegos de azar o, sería mejor decir, la vida como juego de azar, una enorme partida de póker en la que los personajes desarrollan estrategias para jugar mejor la mano que les ha dado la vida.

Maria, la protagonista, recuerda dos lecciones importantes de su padre, un hombre que perdió una mina y ganó un pueblo en medio de la nada: 1) la vida misma es una partida de mierda y 2) debajo de casi cada piedra encontrarás una serpiente (Quintana Roo Dunne, la hija adoptiva de Joan Didion y John Dunne, llamaba a Según venga el juego “el libro de serpientes de mamá”, en referencia a la portada de la primera edición). Aunque la propia Maria no se dedica a ningún juego en específico, constantemente se encuentra haciendo apuestas contra sí misma, intentando jugar sus cartas contra personajes más despiadados que ella. Personajes poderosos que parecen tener mucha mayor agencia sobre el destino de Maria que ella misma.

Veinte años después Paul Auster escribiría una continuación espiritual de esta novela, La música del azar. La vida como una mano de mierda con la que nos vemos obligados a jugar. Didion parece unirse a Eugene Thacker: decir que éste es el mejor de los mundos posibles no es, como parece a primera vista, una proposición optimista, sino más bien una pesimista: el universo no tiene nada mejor que ofrecernos.

El cine y la nada

Las estrellas no brillan sobre nosotros,

sólo estamos en el camino que recorre su luz.

David Berman

Según venga el juego es, también, una novela sobre Hollywood, las falsedades del glamour, la vida miserable de las estrellas y los diversos intereses y egos que hacen o destruyen películas y carreras. Es una novela formalmente arisca, inescrutable. Comienza con tres monólogos cortos: uno de la protagonista, Maria; otro de Carter, su pareja; y uno de Helene, la viuda de BZ, cuya vida fue afectada severamente por un suceso que no se revela hasta la última página y en el que está implicada Maria, en quien ahora sólo puede pensar con odio y resentimiento.

Después de estos monólogos aparece una sucesión de capítulos tan cortos como gélidos, un verdadero triunfo minimalista que nos muestra escenas de la vida de Maria y contrapone diversos momentos: las drogas, el aborto clandestino, los primeros pasos en el cine, los juegos de poder contra Carter y contra prácticamente todos los hombres con los que se relaciona sexoafectivamente, las decepciones con la vida de actriz, los primeros choques con su agente. La novela traza sutilmente el camino que sigue el deterioro mental de su protagonista.

Maria comparte algunos rasgos biográficos con Joan Didion (una estancia en Nueva York al comenzar la vida adulta y una posterior mudanza a California, una hija con problemas de salud mental), y la propia autora alguna vez declaró: “no quería ser escritora, quería ser actriz. En aquel entonces no me daba cuenta de que era la misma pulsión. Se trata de hacer creer. Es una representación. La única diferencia está en que un escritor lo puede hacer a solas”. Podríamos pensar en esta novela como la vida virtual de Didion, una reflexión sobre las posibles ramificaciones del camino no tomado donde explora, no sin cierta crueldad, aspectos que le repugnaban de la cultura liberal californiana de los sesenta y de la vida en Hollywood. En la declaración de Didion se halla el problema principal de la vida de Maria: es una persona que busca la soledad y cierto olvido, pero la carrera que eligió demanda un público, trabajar colectivamente.

En Según venga el juego es posible, al igual que en los artículos más famosos de Joan Didion, entrever cierto moralismo desencantado, a pesar de que la autora procura mantener un tono neutro y libre de juicios directos. Tiene una mejor estrategia: es una maestra del uso de detalles sórdidos. Uno de los momentos más deprimentes de “Slouching Towards Bethlehem”, una escena repleta de hippies drogados y sucios, resalta la presencia de una niña de cinco años, que también parece estar bajo los efectos del LSD (esta escena encuentra un eco discreto en Según venga el juego, cuando se nos habla del “cerebro invadido por un químico aberrante” de Kate, la hija de Maria, institucionalizada desde una corta edad).

Pavor a los setenta

En La banda que escribía torcido. Una historia del nuevo periodismo (2005; Libros del K.O.) Marc Weingarten comienza el capítulo dedicado a Didion contraponiéndola a Tom Wolfe: “no todos los escritores que informaban acerca del movimiento juvenil estaban fascinados por los cambios que ocurrían en California y hubo en especial una escritora que siempre mantendría un distanciamiento escéptico, por no decir un pavor existencial… Didion lo vio con claridad en San Francisco, con la revolución contracultural en pleno auge. Allí donde otros preferían ver una nueva comunidad de jóvenes alzándose como margaritas que brotaban de las grietas de la acera, Didion vio un pueblo de niños perdidos”. La escritora anticipó la revisión severa de los sesentas que emprenderían novelistas como T.C. Boyle en Drop City, novela satírica sobre los problemas de la vida comunal, o Thomas Pynchon en Vineland y Vicio propio.

Según venga el juego es una novela repleta de momentos sórdidos; en ella se muestra un profundo asco por la existencia. Ninguno de los personajes parece ser feliz o siquiera estar buscando algún tipo de felicidad sino más bien perjudicar a otros y, de paso, perjudicarse a sí mismos. Maria y Carter intentan restablecer su relación múltiples veces pero todo termina siempre en violencia. Cuando Maria se embaraza de otro hombre, Carter amenaza con usar todo su poder para quitarle la custodia de Kate si decide tener al bebé, a pesar de que nunca vemos que realmente se preocupe por su hija. Maria se entrega a affaires con hombres que la ven como un objeto. Incluso ella misma llega a percibirse como objeto. Otros personajes piensan que, como actriz, es decir, como trabajadora del cine, ella es también un producto de consumo o un producto sexual (una de sus escenas más famosas como actriz consiste en su personaje siendo abusada sexualmente por una pandilla de motociclistas).

Los escándalos que rodean la vida de Maria no desencajarían con pasajes de un volumen de Hollywood Babylon. El cruel golpe de gracia de Joan Didion consiste en negarle cualquier posibilidad de redención a su personaje. Maria es maltratada, abusada, engañada, estafada, humillada, y eso no evita que ella, entregada al azar y las malas estrategias, tome la peor decisión, la más cómoda y egoísta, cuando le corresponde sólo a ella actuar: no logra evitar, por ensimismamiento y desidia, el suicidio de su mejor amigo. Finalmente comprendemos el rencor de Helene, cuyo esposo, BZ, fallece por una sobredosis de calmantes tomado de la mano de Maria en la cama de un cuarto de motel.

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Libro de serpientes

Existe una variante del meme de los dos lobos (que utiliza la fórmula “Dentro de ti viven dos lobos…”, seguida de actitudes o posiciones contrapuestas) en el que aparecen una fotografía de Joan Didion y otra de Eve Babitz. El texto dice “Dentro de ti hay dos personas, una acérrima crítica del hedonismo y una chica hedonista”. Ambas autoras, fallecidas a finales de 2021 con pocos días de diferencia, funcionan como caras opuestas de un mismo fenómeno: la contracultura de los años sesenta y su integración en la vida cotidiana de las décadas que siguieron.

Babitz fue una participante entusiasta de los cambios culturales de su época: amiga de Jim Morrison y Francis Ford Coppola, ahijada de Stravinski, ilustradora de álbumes de bandas de rock. Es la mujer que juega desnuda al ajedrez con Marcel Duchamp, en la famosa foto de Julian Wasser. Algunos textos autobiográficos donde habla sobre estos y otros eventos de su vida (la afición a las clases de baile, la admiración por Linda Ronstadt, la afición por la comida mexicana, etc.) pueden encontrarse en El otro Hollywood (1974) y en I Used to Be Charming (2019).

Por su parte, Didion, autora más conocida en lengua española que Babitz, fue siempre un testigo escéptico de los grandes cambios de su época. Su rechazo de diversos movimientos contraculturales es palpable en “Slouching Towards Bethlehem” o “The White Album”, ensayos-crónicas centrales de los libros a los que dan nombre. Un pasaje de este último texto, donde la autora narra los eventos de una fallida sesión de grabación de los Doors, contrasta con la visión de Babitz sobre la banda. Quizás estos contrastes contribuyeron a que la amistad entre ambas se debilitara. Lili Anolik ha dedicado diversos trabajos a esta amistad/rivalidad, y a finales de este año Scribner publicará Didion & Babitz, volumen en el que narra a detalle la relación entre ellas.

El juego

Existe una edición estadounidense de Según venga el juego (1970; Literatura Random House) que utiliza la fotografía de Babitz y Duchamp en la portada. Una decisión cuestionable, ya que alude más a la relación Babitz-Didion que al contenido del libro. Nada en la novela sugiere algo parecido a un juego de ajedrez, que depende principalmente de las habilidades de cada jugador. Es una narración sobre juegos de azar o, sería mejor decir, la vida como juego de azar, una enorme partida de póker en la que los personajes desarrollan estrategias para jugar mejor la mano que les ha dado la vida.

Maria, la protagonista, recuerda dos lecciones importantes de su padre, un hombre que perdió una mina y ganó un pueblo en medio de la nada: 1) la vida misma es una partida de mierda y 2) debajo de casi cada piedra encontrarás una serpiente (Quintana Roo Dunne, la hija adoptiva de Joan Didion y John Dunne, llamaba a Según venga el juego “el libro de serpientes de mamá”, en referencia a la portada de la primera edición). Aunque la propia Maria no se dedica a ningún juego en específico, constantemente se encuentra haciendo apuestas contra sí misma, intentando jugar sus cartas contra personajes más despiadados que ella. Personajes poderosos que parecen tener mucha mayor agencia sobre el destino de Maria que ella misma.

Veinte años después Paul Auster escribiría una continuación espiritual de esta novela, La música del azar. La vida como una mano de mierda con la que nos vemos obligados a jugar. Didion parece unirse a Eugene Thacker: decir que éste es el mejor de los mundos posibles no es, como parece a primera vista, una proposición optimista, sino más bien una pesimista: el universo no tiene nada mejor que ofrecernos.

El cine y la nada

Las estrellas no brillan sobre nosotros,

sólo estamos en el camino que recorre su luz.

David Berman

Según venga el juego es, también, una novela sobre Hollywood, las falsedades del glamour, la vida miserable de las estrellas y los diversos intereses y egos que hacen o destruyen películas y carreras. Es una novela formalmente arisca, inescrutable. Comienza con tres monólogos cortos: uno de la protagonista, Maria; otro de Carter, su pareja; y uno de Helene, la viuda de BZ, cuya vida fue afectada severamente por un suceso que no se revela hasta la última página y en el que está implicada Maria, en quien ahora sólo puede pensar con odio y resentimiento.

Después de estos monólogos aparece una sucesión de capítulos tan cortos como gélidos, un verdadero triunfo minimalista que nos muestra escenas de la vida de Maria y contrapone diversos momentos: las drogas, el aborto clandestino, los primeros pasos en el cine, los juegos de poder contra Carter y contra prácticamente todos los hombres con los que se relaciona sexoafectivamente, las decepciones con la vida de actriz, los primeros choques con su agente. La novela traza sutilmente el camino que sigue el deterioro mental de su protagonista.

Maria comparte algunos rasgos biográficos con Joan Didion (una estancia en Nueva York al comenzar la vida adulta y una posterior mudanza a California, una hija con problemas de salud mental), y la propia autora alguna vez declaró: “no quería ser escritora, quería ser actriz. En aquel entonces no me daba cuenta de que era la misma pulsión. Se trata de hacer creer. Es una representación. La única diferencia está en que un escritor lo puede hacer a solas”. Podríamos pensar en esta novela como la vida virtual de Didion, una reflexión sobre las posibles ramificaciones del camino no tomado donde explora, no sin cierta crueldad, aspectos que le repugnaban de la cultura liberal californiana de los sesenta y de la vida en Hollywood. En la declaración de Didion se halla el problema principal de la vida de Maria: es una persona que busca la soledad y cierto olvido, pero la carrera que eligió demanda un público, trabajar colectivamente.

En Según venga el juego es posible, al igual que en los artículos más famosos de Joan Didion, entrever cierto moralismo desencantado, a pesar de que la autora procura mantener un tono neutro y libre de juicios directos. Tiene una mejor estrategia: es una maestra del uso de detalles sórdidos. Uno de los momentos más deprimentes de “Slouching Towards Bethlehem”, una escena repleta de hippies drogados y sucios, resalta la presencia de una niña de cinco años, que también parece estar bajo los efectos del LSD (esta escena encuentra un eco discreto en Según venga el juego, cuando se nos habla del “cerebro invadido por un químico aberrante” de Kate, la hija de Maria, institucionalizada desde una corta edad).

Pavor a los setenta

En La banda que escribía torcido. Una historia del nuevo periodismo (2005; Libros del K.O.) Marc Weingarten comienza el capítulo dedicado a Didion contraponiéndola a Tom Wolfe: “no todos los escritores que informaban acerca del movimiento juvenil estaban fascinados por los cambios que ocurrían en California y hubo en especial una escritora que siempre mantendría un distanciamiento escéptico, por no decir un pavor existencial… Didion lo vio con claridad en San Francisco, con la revolución contracultural en pleno auge. Allí donde otros preferían ver una nueva comunidad de jóvenes alzándose como margaritas que brotaban de las grietas de la acera, Didion vio un pueblo de niños perdidos”. La escritora anticipó la revisión severa de los sesentas que emprenderían novelistas como T.C. Boyle en Drop City, novela satírica sobre los problemas de la vida comunal, o Thomas Pynchon en Vineland y Vicio propio.

Según venga el juego es una novela repleta de momentos sórdidos; en ella se muestra un profundo asco por la existencia. Ninguno de los personajes parece ser feliz o siquiera estar buscando algún tipo de felicidad sino más bien perjudicar a otros y, de paso, perjudicarse a sí mismos. Maria y Carter intentan restablecer su relación múltiples veces pero todo termina siempre en violencia. Cuando Maria se embaraza de otro hombre, Carter amenaza con usar todo su poder para quitarle la custodia de Kate si decide tener al bebé, a pesar de que nunca vemos que realmente se preocupe por su hija. Maria se entrega a affaires con hombres que la ven como un objeto. Incluso ella misma llega a percibirse como objeto. Otros personajes piensan que, como actriz, es decir, como trabajadora del cine, ella es también un producto de consumo o un producto sexual (una de sus escenas más famosas como actriz consiste en su personaje siendo abusada sexualmente por una pandilla de motociclistas).

Los escándalos que rodean la vida de Maria no desencajarían con pasajes de un volumen de Hollywood Babylon. El cruel golpe de gracia de Joan Didion consiste en negarle cualquier posibilidad de redención a su personaje. Maria es maltratada, abusada, engañada, estafada, humillada, y eso no evita que ella, entregada al azar y las malas estrategias, tome la peor decisión, la más cómoda y egoísta, cuando le corresponde sólo a ella actuar: no logra evitar, por ensimismamiento y desidia, el suicidio de su mejor amigo. Finalmente comprendemos el rencor de Helene, cuyo esposo, BZ, fallece por una sobredosis de calmantes tomado de la mano de Maria en la cama de un cuarto de motel.

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jueves, 30 de mayo de 2024

Un auto para la selva

En paralelo a su proceso intensivo de gentrificación, derivado de haberse convertido en un socorrido destino turístico, Tulum ha desarrollado también una singular infraestructura cultural de la mano del despacho Roth Architecture, la rama de diseño de Azulik, hotel de lujo sustentable que ampara una serie de proyectos en la costa de Quintana Roo. La característica saliente de las iniciativas de esta marca es una idea de lo orgánico que se fundamenta en la intersección de arte, naturaleza y linaje cultural (especialmente maya). Se respira cierto espiritualismo new age, pero los efectos formales son dignos de atención.

Tras los proyectos del hotel Azulik (Tulum) y las galerías de arte Sfer Ik (Uh May y Tulum), y con la perspectiva de diversos desarrollos residenciales en un futuro próximo, Roth Architecture salta de los espacios habitables al transporte con la creación del auto eléctrico EK (estrella, en maya). Si en la arquitectura las formas orgánicas nacen de las características de los materiales naturales, así como de una idea de la integración con el entorno, en este diseño provienen del modelaje computacional. Una estética híbrida entre lo tecnológico y lo artesanal.

Roth Architecture

El auto eléctrico EK. Cortesía de Roth Architecture y Azulik Mobility

Ideado para recorrer los caminos de tierra zigzagueantes de los desarrollos en curso de Azulik, así como algunas distancias cortas en Tulum, el vehículo tiene capacidad para un conductor y dos acompañantes. Silencioso y de vocación ecológica, con dimensiones de 4 x 2 x 2 metros y tres ruedas, alcanza una velocidad de 36 kilómetros por hora. Mientras la carcasa está construida con fibra de vidrio y su cubierta es de acrílico transparente, el volante y ciertas aplicaciones son fabricados con madera de zapote.

El EK participa de una idea integral de diseño donde el transporte participa de los principios estéticos que rigen la arquitectura. “Todo en la naturaleza está en movimiento, a veces imperceptible a nuestros ojos y nuestros sentidos. La belleza de esas delicadas oscilaciones, desde el viento moviendo la hoja de un árbol al organizado camino de una colonia de hormigas o las últimas gotas de lluvia después de una tormenta, todo ello inspira el diseño de este automóvil”, explica Eduardo Roth, director de la firma.

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Un auto para la selva

En paralelo a su proceso intensivo de gentrificación, derivado de haberse convertido en un socorrido destino turístico, Tulum ha desarrollado también una singular infraestructura cultural de la mano del despacho Roth Architecture, la rama de diseño de Azulik, hotel de lujo sustentable que ampara una serie de proyectos en la costa de Quintana Roo. La característica saliente de las iniciativas de esta marca es una idea de lo orgánico que se fundamenta en la intersección de arte, naturaleza y linaje cultural (especialmente maya). Se respira cierto espiritualismo new age, pero los efectos formales son dignos de atención.

Tras los proyectos del hotel Azulik (Tulum) y las galerías de arte Sfer Ik (Uh May y Tulum), y con la perspectiva de diversos desarrollos residenciales en un futuro próximo, Roth Architecture salta de los espacios habitables al transporte con la creación del auto eléctrico EK (estrella, en maya). Si en la arquitectura las formas orgánicas nacen de las características de los materiales naturales, así como de una idea de la integración con el entorno, en este diseño provienen del modelaje computacional. Una estética híbrida entre lo tecnológico y lo artesanal.

Roth Architecture

El auto eléctrico EK. Cortesía de Roth Architecture y Azulik Mobility

Ideado para recorrer los caminos de tierra zigzagueantes de los desarrollos en curso de Azulik, así como algunas distancias cortas en Tulum, el vehículo tiene capacidad para un conductor y dos acompañantes. Silencioso y de vocación ecológica, con dimensiones de 4 x 2 x 2 metros y tres ruedas, alcanza una velocidad de 36 kilómetros por hora. Mientras la carcasa está construida con fibra de vidrio y su cubierta es de acrílico transparente, el volante y ciertas aplicaciones son fabricados con madera de zapote.

El EK participa de una idea integral de diseño donde el transporte participa de los principios estéticos que rigen la arquitectura. “Todo en la naturaleza está en movimiento, a veces imperceptible a nuestros ojos y nuestros sentidos. La belleza de esas delicadas oscilaciones, desde el viento moviendo la hoja de un árbol al organizado camino de una colonia de hormigas o las últimas gotas de lluvia después de una tormenta, todo ello inspira el diseño de este automóvil”, explica Eduardo Roth, director de la firma.

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La seducción del abismo

El año pasado se cumplieron tres décadas de la publicación de la primera novela de Mauricio Molina, Tiempo lunar. Este año el autor habría cumplido 65. Para muchos, entre los que me incluyo, Molina era un escritor antes que un tácito maestro de vida. Sus cuentos, muchos aún sin editar, forman una obra compleja. Escribió además dos novelas, Tiempo lunar y Planetario (2017), libros con conexiones intrigantes que enmarcan el universo de sus relatos. Las novelas hablan de ritos prohibidos para el conocimiento de un mundo oculto, de revelaciones místicas y caminos nunca transitados.  

Tiempo lunar cuenta la historia de Andrés, un investigador privado que busca pistas sobre un hombre desaparecido. El hombre estacionó su coche en el parque El Caracol, cerca de la avenida Miguel Ángel de Quevedo, se bajó y nunca volvió a aparecer. El detective comienza a encontrar pistas inquietantes. Algo parece surgir de las sombras cuando recorre los pasos del desaparecido. Emergen de la oscuridad personajes turbios y una mujer que enciende sus peores instintos. Al final Andrés se enfrenta a lo prohibido en el camino de un descubrimiento antiguo para ver cómo el lago nunca desapareció de la Ciudad de México, ombligo místico de la Luna.

Tiempo lunar es un hito de la ciencia ficción mexicana, y Mauricio Molina sigue atrayendo lectores, comentadores y dialogadores para escuchar cuentos sobre catástrofes antiguas que regresan en un ciclo maldito. Para celebrar el aniversario de la novela me senté a hablar con Martín, hijo del escritor. En la conversación pude adentrarme en el origen de la novela y las coincidencias que esconde con la vida de Molina.

I

La primera versión de Tiempo lunar se llamó Zona vedada. Ahí estaba, decididamente, la influencia de Tarkovski y su lectura de los Strugatski en Stalker (1979). Como en la película soviética, la Ciudad de México de Mauricio Molina está fuertemente custodiada por militares que no permiten la entrada a ciertas zonas llenas de trampas incomprensibles, puertas a otras realidades. Estas zonas vedadas atraen a personajes curiosos, merodeadores nocturnos, parias y borrachos extraviados.

Las zonas existen porque algo dejó de suceder. Son lugares que perdieron su significado, dejaron de ser utilizados por los habitantes de la ciudad. En el desuso, de pronto, algo brotó. Se resignificaron cósmicamente. Cambiaron y se convirtieron en lugares liminares.

Las zonas existen porque algo dejó de suceder. Son lugares que perdieron su significado, dejaron de ser utilizados por los habitantes de la ciudad. En el desuso, de pronto, algo brotó. Se resignificaron cósmicamente. Cambiaron y se convirtieron en lugares liminares. Algo parecido a lo que ocurre en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Philip K. Dick, 1968) con los edificios abandonados al polvo entrópico que todo lo resignifica. J. Sebastian y los mutantes entienden muy bien que sólo la presencia humana puede impedir que el polvo y la basura, en su andar caótico, consuman absolutamente todo, volviéndolo inhabitable. El chilango, en su merodear, también puede entender la violencia del abandono en medio de esta urbe tan viva.

Hay un miedo decididamente nuestro en la idea de las zonas vedadas de la ciudad. La vivencia de este ente urbano monstruoso supone tener terruños. Conocer ciertas zonas, olvidar otras, saber que hay algunas que están completamente prohibidas. Entiendes por dónde moverte, por dónde podrías asomarte y por dónde ni por error quieres pasar. Pero hay algo más. Esa sensación de que algo se esconde bajo las calles, entre los muros.

En Tiempo lunar resuena la Ciudad de México de los cacomixtles que salen por la noche a contar la historia de otros paisajes, de los ríos y lagos que atravesaban el Valle de México, de los árboles ralos y los sonidos de otra vida desapegada del concreto. La vivencia de la ciudad es también la vivencia de otros tiempos que atraviesan la ciudad. Un vasto pasado que se esconde en todos los rincones, que se oculta de nuestra mirada automática, que asume que la ciudad siempre fue así y nunca de otro modo.

II

Durante un tiempo, antes de escribir la novela, Mauricio Molina trabajaba en un banco. Su vida era un poco como la de Bernardo Soares / Fernando Pessoa: un escritor atrapado en un traje de oficina. Por esas épocas entró a un proyecto llamado Guía de forasteros. Era un experimento lúdico sobre el período novohispano, una investigación sobre la vida cotidiana en la Colonia. Se interesaba en todo tipo de noticias: el viaje de Humboldt o un meteorito que cayó en Colima, por ejemplo. Todo tomado de periódicos o de imprentas novohispanas. El futuro escritor estuvo yendo con frecuencia al Archivo General de la Nación, en Lecumberri. El Palacio Negro le aparecía en sueños.

Una anécdota supone que Molina fue concebido dentro de los muros de la cárcel. Ahí, en Lecumberri, estaba encerrado su padre, acusado de agitación política. Era un normalista, estalinista e internacionalista que viajó a la URSS y vivía en pie de lucha. Se llamaba Mariano Molina y su mito es poderoso. Su hijo casi no pudo conocerlo: cuando éste tenía cinco años, murió en un accidente de coche. La abuela se enamoró de su pequeño nieto porque era una calca de su hijo. Era una cinéfila que tenía un particular gusto por los monstruos y la ciencia ficción. Decía que era la novia de Béla Lugosi.

Molina era una reencarnación concebida en una prisión a la que regresaría como archivista. Su historia parece encadenar una serie de repeticiones y regresos. En él, como en todos los chilangos, convergen las eras. Por eso, tal vez, le interesaba la intersección de tiempos históricos en los misterios de la ciudad. Caminar sobre las losas novohispanas que sirvieron para levantar catedrales sobre los grandes templos de piedra. Las ruinas que ahí siguen, quién sabe cómo, una advertencia del pasado, junto a los proyectos de Mario Pani y otra iglesia, en la convergencia de las tres culturas, tal vez más.

En una casa de Azcapotzalco el niño Mauricio desenterraba flechas de obsidiana y figuritas de cerámica. Hay un xoloitzcuintle que conserva su hijo Martín. El 18 de septiembre de 1985 la abuela fue a dormir a su casa. Se salvó de morir en el departamento familiar, en el edificio Nuevo León de Tlatelolco, que se derrumbó con el temblor de la mañana siguiente. Todos los recuerdos de infancia de Molina quedaron ahí, enterrados junto a los vecinos con los que jugaba.

El pasado que regresa vive intensamente en la escritura de Tiempo lunar. Hay algo que pervive en los olores y las sensaciones de la ciudad rota de su autor. Huele a podrido, a algas, a humedad en las orillas de un lago. Agua estancada que sube y se traga la ciudad en ciertos momentos, a través de zonas vedadas. El lago, el ombligo de la Luna, es el tiempo enterrado que regresa, la vida olvidada que resguardan los cacomixtles.

III

Tiempo lunar, como muchas de las ficciones de Mauricio Molina, puede leerse en la clave del Eterno Retorno. Un viaje iniciático por el que pasa un personaje nefasto repitiendo los pasos rituales de otros muertos. Pasos rituales que se repetirán eternamente y que volverán a ocurrir, mutados, en la novela Planetario. Los ciclos obsesionan a esta ciudad. La única certeza de los que habitamos aquí es que volverá a temblar, que volverán las inundaciones y los políticos cínicos.

El trauma del sismo vive en en ‘Tiempo lunar’. Vive en el recuerdo de Tlatelolco y la idea de una ciudad en ruinas. Una frase regresa para hablar de la pequeñez de nuestros designios: “sirenas patrullando los escombros”. La estupidez de las autoridades en el 85, su completa falta de acción, se vuelve más indignante por su presencia pasmada.

El trauma del sismo vive en en Tiempo lunar. Vive en el recuerdo de Tlatelolco y la idea de una ciudad en ruinas. Una frase regresa para hablar de la pequeñez de nuestros designios: “sirenas patrullando los escombros”. La estupidez de las autoridades en el 85, su completa falta de acción, se vuelve más indignante por su presencia pasmada. Patrullar escombros es un gesto absolutamente ridículo, como el resto de los gestos humanos. Los ritos de Tiempo lunar son incomprensibles porque nos ponen en la justa escala de nuestra comprensión del mundo.

¿Qué aprende Andrés al final de la historia? ¿Cuál es la moraleja? No la hay. El viaje fue lo importante. El sentido vivencial del rito, de haberlo completado por el hecho de completarlo. La escala de los eventos es inmensa y no podemos entender exactamente qué sucedió. Sólo sabemos que el camino fue recorrido. ¿No decían los argonautas que navegar era más necesario que vivir?

IV

En las montañas de la locura (1936) es una muestra perfecta del poder evocativo de la escritura de H.P. Lovecraft. Mauricio Molina compartía con él la fascinación por la arqueología, por tratar de encontrar, en la descripción de ruinas antiguas, muertas desde hace eones, lecturas del pasado. En ambos hay peligro en conocer la historia. Y con los dos siempre te quedas corto: el pasado es tan inmenso, tan profundo, tan enorme, que resulta inabarcable. Un gesto literario: escribir lo indescriptible.

El narrador de Lovecraft dice que si describiera en forma realista lo que ve perdería el sentido. Entonces da impresiones. Sólo dice lo que siente. Lovecraft da la vuelta a lo literario porque, al no decir nada, dice más. Todo queda en la imaginación del lector. Leerlo es un acto profundamente creativo porque todo es sugestión. Es algo que busca replicar Tiempo lunar. Andrés ve el lago fantasmagórico que regresa a tragarse la Ciudad de México y sólo puede describirlo por esbozos. Es más que nada una sensación, donde puedes imaginar las orillas llenas de coches como cocodrilos saliendo del agua, la forma en que se reflejan unas estrellas que no son las de aquí y el olor a podrido levantándose como neblina.

El lago que regresa es tan intrigante porque Molina lo representa como algo natural, que no quiere hacer daño. Viene sin saber. No es bueno ni malo, simplemente aflora y arrastra a personas y realidades. Es una fuerza que no es consciente, ni maligna, ni opresiva; es más bien inevitable. El tiempo es esa brutalidad que no respeta nada y que no puede someterse a ninguna moral. Somos changos jugando a ser dioses sobre una bola de polvo que no se inmuta por nuestra presencia, cósmicamente insignificante.

V

Al no explicar lo que ocurre, Tiempo lunar mantiene el misterio como una tensión entre lo racional y lo mágico. Nunca sabremos qué está sucediendo verdaderamente, todo depende tanto de la física como de la mística. Mauricio Molina, me cuenta Martín, leía a matemáticos y físicos para tener conversaciones con el escritor José Gordon: “Hay como una especie de sospecha del positivismo que encuentra su confirmación en la física moderna. La física moderna, a decir verdad, ya explica que cualquier conocimiento positivo que tengamos es tan parcial y tan primitivo que en realidad no podemos descartar por completo el pensamiento mágico”.

Al no explicar lo que ocurre, ‘Tiempo lunar’ mantiene el misterio como una tensión entre lo racional y lo mágico. Nunca sabremos qué está sucediendo verdaderamente, todo depende tanto de la física como de la mística. Mauricio Molina, me cuenta Martín, leía a matemáticos y físicos.

A Molina también le causaba fascinación la filosofía hermética. Los herméticos eran protocientíficos. No estaban tratando de encontrar algo material; es decir, los alquimistas no buscaban el oro, buscaban la iluminación, el conocimiento puro. Los métodos para encontrarla no estaban claramente definidos. Pero había un cierto orden, y el proceso de descifrar ese orden tenía algo mágico. Se leía en las catedrales de Fulcanelli y en las de Claude Frollo, en los libros indescifrables. Para entrever un orden había un laberinto de mapas, juegos de pistas, una arqueología, un recorrido.

Frente al orden incomprensible del cosmos, al hombre le quedan los ritos. A través de ellos se desbloquea un conocimiento inalcanzable. Por eso el asunto iniciático es tan importante en Tiempo lunar. Por eso la detectivesca es una forma ritual de encadenar, con pistas, los mecanismos rituales de un misterio.

VI

Hay un tropo que se repite un par de veces en la novela. Es una idea que empieza con el detective empinando una botella de whisky. Más allá del alcoholismo, hay una entrega a la vida. Andrés entra al lago, finalmente. Siente que se está ahogando, pero en vez de luchar por buscar aire admite su derrota y aspira el agua; admite, de alguna forma, el entrenamiento que le había dado la botella, se entrega a la desesperación. Andrés entiende que está perdiendo el piso, que se está ahogando y, en vez de luchar por encontrar un sentido, un abajo, un arriba, deja entrar el agua, aspira, se rinde. Sólo ese salto de fe lo salva.

Andrés pasa por los lugares en donde otros acabaron ahogados, a orillas del misterioso lago. Sobrevive porque dejó de luchar con la lógica del que quiere sobrevivir, admitió la incoherencia y la locura; se abandonó, de alguna forma, al acto suicida sin esperanza para, con esta entrega absoluta, adentrarse en el orden imprevisto del mundo. No es un tipo exitoso, que tiene una vida ordenada. Es alguien que de alguna forma se salió del orden, se convirtió en un paria, incluso en su profesión.

Estos misterios necesitan abandono, alguien que admita la posibilidad de otras lógicas. Por eso es recurrente, en Tiempo lunar, la mención de “milagros sin sentido”. Es decir, milagros que no aportan ninguna iluminación. No hay un conocimiento detrás: es simplemente la vivencia de una experiencia. No se perfora ningún velo más allá del propio abandono. Se da la vida para entender, y entender no sirve de nada.

VII

Martín me señala algo interesante: en la raíz de Andrés está andro, el hombre mismo; en la de Milena está la Milena de Kafka, pero también el apellido Molina. El escritor regresó una y otra vez al tema de la ambivalencia sexual. Un devenir femenino que se puede ver, también, en el cuento “Mamá” (un hombre se convierte en araña y devora sus propios genitales) o en “Medusa” (un hombre seducido por una anciana y una mujer joven se transforma en una anciana para seducir hombres con una mujer joven).

La escena final de ‘Tiempo lunar’ es problemática. Está escrita con deseo. Hay placer en la descripción de un acto terriblemente violento. Estaba programada para crear un shock contra cualquier institución moral. Aquí se habla de los problemas cósmicos en donde no inciden nuestras costumbres.

Sea como sea, la escena final de Tiempo lunar es problemática. Está escrita con deseo. Hay placer en la descripción de un acto terriblemente violento. Estaba programada para crear un shock contra cualquier institución moral. Aquí se habla de los problemas cósmicos en donde no inciden nuestras costumbres. En ese sentido, el acto prohibido se convierte en una forma de soltar la lógica del mundo. Rescato, en su contexto, consciente de sus peligros y sin justificarlo, el gesto simbólico. Mauricio Molina se adentra en los rincones más oscuros de la psique.

Martín apunta a la función catártica de la ficción: “He estado pensando en Lacan y la función de la pintura. Él dice que en la mirada, en la pulsión escópica, hay una devoración. El ojo, en realidad, quiere devorar al mundo. El cuadro permite calmar esa pulsión. En el cine, por ejemplo, hay imágenes que producen ese efecto. En este continuo movimiento de querer ver más una imagen se detiene y te detiene de algún modo. Lacan dice que hay un efecto civilizatorio en eso”.

Si bien Tiempo lunar ya no puede considerarse bajo la misma luz, su misterio está en que nunca entenderemos las motivaciones de ese controvertido acto final, lo que logra o no Andrés y cómo el Eterno Retorno demuestra algo sobre la vivencia misma de la ciudad, de sus habitantes, de este mundo. Tal vez las zonas vedadas existen para reconfortarnos, para sentir que habitamos lugares permitidos, que en esta tierra somos bienvenidos.

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La seducción del abismo

El año pasado se cumplieron tres décadas de la publicación de la primera novela de Mauricio Molina, Tiempo lunar. Este año el autor habría cumplido 65. Para muchos, entre los que me incluyo, Molina era un escritor antes que un tácito maestro de vida. Sus cuentos, muchos aún sin editar, forman una obra compleja. Escribió además dos novelas, Tiempo lunar y Planetario (2017), libros con conexiones intrigantes que enmarcan el universo de sus relatos. Las novelas hablan de ritos prohibidos para el conocimiento de un mundo oculto, de revelaciones místicas y caminos nunca transitados.  

Tiempo lunar cuenta la historia de Andrés, un investigador privado que busca pistas sobre un hombre desaparecido. El hombre estacionó su coche en el parque El Caracol, cerca de la avenida Miguel Ángel de Quevedo, se bajó y nunca volvió a aparecer. El detective comienza a encontrar pistas inquietantes. Algo parece surgir de las sombras cuando recorre los pasos del desaparecido. Emergen de la oscuridad personajes turbios y una mujer que enciende sus peores instintos. Al final Andrés se enfrenta a lo prohibido en el camino de un descubrimiento antiguo para ver cómo el lago nunca desapareció de la Ciudad de México, ombligo místico de la Luna.

Tiempo lunar es un hito de la ciencia ficción mexicana, y Mauricio Molina sigue atrayendo lectores, comentadores y dialogadores para escuchar cuentos sobre catástrofes antiguas que regresan en un ciclo maldito. Para celebrar el aniversario de la novela me senté a hablar con Martín, hijo del escritor. En la conversación pude adentrarme en el origen de la novela y las coincidencias que esconde con la vida de Molina.

I

La primera versión de Tiempo lunar se llamó Zona vedada. Ahí estaba, decididamente, la influencia de Tarkovski y su lectura de los Strugatski en Stalker (1979). Como en la película soviética, la Ciudad de México de Mauricio Molina está fuertemente custodiada por militares que no permiten la entrada a ciertas zonas llenas de trampas incomprensibles, puertas a otras realidades. Estas zonas vedadas atraen a personajes curiosos, merodeadores nocturnos, parias y borrachos extraviados.

Las zonas existen porque algo dejó de suceder. Son lugares que perdieron su significado, dejaron de ser utilizados por los habitantes de la ciudad. En el desuso, de pronto, algo brotó. Se resignificaron cósmicamente. Cambiaron y se convirtieron en lugares liminares.

Las zonas existen porque algo dejó de suceder. Son lugares que perdieron su significado, dejaron de ser utilizados por los habitantes de la ciudad. En el desuso, de pronto, algo brotó. Se resignificaron cósmicamente. Cambiaron y se convirtieron en lugares liminares. Algo parecido a lo que ocurre en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Philip K. Dick, 1968) con los edificios abandonados al polvo entrópico que todo lo resignifica. J. Sebastian y los mutantes entienden muy bien que sólo la presencia humana puede impedir que el polvo y la basura, en su andar caótico, consuman absolutamente todo, volviéndolo inhabitable. El chilango, en su merodear, también puede entender la violencia del abandono en medio de esta urbe tan viva.

Hay un miedo decididamente nuestro en la idea de las zonas vedadas de la ciudad. La vivencia de este ente urbano monstruoso supone tener terruños. Conocer ciertas zonas, olvidar otras, saber que hay algunas que están completamente prohibidas. Entiendes por dónde moverte, por dónde podrías asomarte y por dónde ni por error quieres pasar. Pero hay algo más. Esa sensación de que algo se esconde bajo las calles, entre los muros.

En Tiempo lunar resuena la Ciudad de México de los cacomixtles que salen por la noche a contar la historia de otros paisajes, de los ríos y lagos que atravesaban el Valle de México, de los árboles ralos y los sonidos de otra vida desapegada del concreto. La vivencia de la ciudad es también la vivencia de otros tiempos que atraviesan la ciudad. Un vasto pasado que se esconde en todos los rincones, que se oculta de nuestra mirada automática, que asume que la ciudad siempre fue así y nunca de otro modo.

II

Durante un tiempo, antes de escribir la novela, Mauricio Molina trabajaba en un banco. Su vida era un poco como la de Bernardo Soares / Fernando Pessoa: un escritor atrapado en un traje de oficina. Por esas épocas entró a un proyecto llamado Guía de forasteros. Era un experimento lúdico sobre el período novohispano, una investigación sobre la vida cotidiana en la Colonia. Se interesaba en todo tipo de noticias: el viaje de Humboldt o un meteorito que cayó en Colima, por ejemplo. Todo tomado de periódicos o de imprentas novohispanas. El futuro escritor estuvo yendo con frecuencia al Archivo General de la Nación, en Lecumberri. El Palacio Negro le aparecía en sueños.

Una anécdota supone que Molina fue concebido dentro de los muros de la cárcel. Ahí, en Lecumberri, estaba encerrado su padre, acusado de agitación política. Era un normalista, estalinista e internacionalista que viajó a la URSS y vivía en pie de lucha. Se llamaba Mariano Molina y su mito es poderoso. Su hijo casi no pudo conocerlo: cuando éste tenía cinco años, murió en un accidente de coche. La abuela se enamoró de su pequeño nieto porque era una calca de su hijo. Era una cinéfila que tenía un particular gusto por los monstruos y la ciencia ficción. Decía que era la novia de Béla Lugosi.

Molina era una reencarnación concebida en una prisión a la que regresaría como archivista. Su historia parece encadenar una serie de repeticiones y regresos. En él, como en todos los chilangos, convergen las eras. Por eso, tal vez, le interesaba la intersección de tiempos históricos en los misterios de la ciudad. Caminar sobre las losas novohispanas que sirvieron para levantar catedrales sobre los grandes templos de piedra. Las ruinas que ahí siguen, quién sabe cómo, una advertencia del pasado, junto a los proyectos de Mario Pani y otra iglesia, en la convergencia de las tres culturas, tal vez más.

En una casa de Azcapotzalco el niño Mauricio desenterraba flechas de obsidiana y figuritas de cerámica. Hay un xoloitzcuintle que conserva su hijo Martín. El 18 de septiembre de 1985 la abuela fue a dormir a su casa. Se salvó de morir en el departamento familiar, en el edificio Nuevo León de Tlatelolco, que se derrumbó con el temblor de la mañana siguiente. Todos los recuerdos de infancia de Molina quedaron ahí, enterrados junto a los vecinos con los que jugaba.

El pasado que regresa vive intensamente en la escritura de Tiempo lunar. Hay algo que pervive en los olores y las sensaciones de la ciudad rota de su autor. Huele a podrido, a algas, a humedad en las orillas de un lago. Agua estancada que sube y se traga la ciudad en ciertos momentos, a través de zonas vedadas. El lago, el ombligo de la Luna, es el tiempo enterrado que regresa, la vida olvidada que resguardan los cacomixtles.

III

Tiempo lunar, como muchas de las ficciones de Mauricio Molina, puede leerse en la clave del Eterno Retorno. Un viaje iniciático por el que pasa un personaje nefasto repitiendo los pasos rituales de otros muertos. Pasos rituales que se repetirán eternamente y que volverán a ocurrir, mutados, en la novela Planetario. Los ciclos obsesionan a esta ciudad. La única certeza de los que habitamos aquí es que volverá a temblar, que volverán las inundaciones y los políticos cínicos.

El trauma del sismo vive en en ‘Tiempo lunar’. Vive en el recuerdo de Tlatelolco y la idea de una ciudad en ruinas. Una frase regresa para hablar de la pequeñez de nuestros designios: “sirenas patrullando los escombros”. La estupidez de las autoridades en el 85, su completa falta de acción, se vuelve más indignante por su presencia pasmada.

El trauma del sismo vive en en Tiempo lunar. Vive en el recuerdo de Tlatelolco y la idea de una ciudad en ruinas. Una frase regresa para hablar de la pequeñez de nuestros designios: “sirenas patrullando los escombros”. La estupidez de las autoridades en el 85, su completa falta de acción, se vuelve más indignante por su presencia pasmada. Patrullar escombros es un gesto absolutamente ridículo, como el resto de los gestos humanos. Los ritos de Tiempo lunar son incomprensibles porque nos ponen en la justa escala de nuestra comprensión del mundo.

¿Qué aprende Andrés al final de la historia? ¿Cuál es la moraleja? No la hay. El viaje fue lo importante. El sentido vivencial del rito, de haberlo completado por el hecho de completarlo. La escala de los eventos es inmensa y no podemos entender exactamente qué sucedió. Sólo sabemos que el camino fue recorrido. ¿No decían los argonautas que navegar era más necesario que vivir?

IV

En las montañas de la locura (1936) es una muestra perfecta del poder evocativo de la escritura de H.P. Lovecraft. Mauricio Molina compartía con él la fascinación por la arqueología, por tratar de encontrar, en la descripción de ruinas antiguas, muertas desde hace eones, lecturas del pasado. En ambos hay peligro en conocer la historia. Y con los dos siempre te quedas corto: el pasado es tan inmenso, tan profundo, tan enorme, que resulta inabarcable. Un gesto literario: escribir lo indescriptible.

El narrador de Lovecraft dice que si describiera en forma realista lo que ve perdería el sentido. Entonces da impresiones. Sólo dice lo que siente. Lovecraft da la vuelta a lo literario porque, al no decir nada, dice más. Todo queda en la imaginación del lector. Leerlo es un acto profundamente creativo porque todo es sugestión. Es algo que busca replicar Tiempo lunar. Andrés ve el lago fantasmagórico que regresa a tragarse la Ciudad de México y sólo puede describirlo por esbozos. Es más que nada una sensación, donde puedes imaginar las orillas llenas de coches como cocodrilos saliendo del agua, la forma en que se reflejan unas estrellas que no son las de aquí y el olor a podrido levantándose como neblina.

El lago que regresa es tan intrigante porque Molina lo representa como algo natural, que no quiere hacer daño. Viene sin saber. No es bueno ni malo, simplemente aflora y arrastra a personas y realidades. Es una fuerza que no es consciente, ni maligna, ni opresiva; es más bien inevitable. El tiempo es esa brutalidad que no respeta nada y que no puede someterse a ninguna moral. Somos changos jugando a ser dioses sobre una bola de polvo que no se inmuta por nuestra presencia, cósmicamente insignificante.

V

Al no explicar lo que ocurre, Tiempo lunar mantiene el misterio como una tensión entre lo racional y lo mágico. Nunca sabremos qué está sucediendo verdaderamente, todo depende tanto de la física como de la mística. Mauricio Molina, me cuenta Martín, leía a matemáticos y físicos para tener conversaciones con el escritor José Gordon: “Hay como una especie de sospecha del positivismo que encuentra su confirmación en la física moderna. La física moderna, a decir verdad, ya explica que cualquier conocimiento positivo que tengamos es tan parcial y tan primitivo que en realidad no podemos descartar por completo el pensamiento mágico”.

Al no explicar lo que ocurre, ‘Tiempo lunar’ mantiene el misterio como una tensión entre lo racional y lo mágico. Nunca sabremos qué está sucediendo verdaderamente, todo depende tanto de la física como de la mística. Mauricio Molina, me cuenta Martín, leía a matemáticos y físicos.

A Molina también le causaba fascinación la filosofía hermética. Los herméticos eran protocientíficos. No estaban tratando de encontrar algo material; es decir, los alquimistas no buscaban el oro, buscaban la iluminación, el conocimiento puro. Los métodos para encontrarla no estaban claramente definidos. Pero había un cierto orden, y el proceso de descifrar ese orden tenía algo mágico. Se leía en las catedrales de Fulcanelli y en las de Claude Frollo, en los libros indescifrables. Para entrever un orden había un laberinto de mapas, juegos de pistas, una arqueología, un recorrido.

Frente al orden incomprensible del cosmos, al hombre le quedan los ritos. A través de ellos se desbloquea un conocimiento inalcanzable. Por eso el asunto iniciático es tan importante en Tiempo lunar. Por eso la detectivesca es una forma ritual de encadenar, con pistas, los mecanismos rituales de un misterio.

VI

Hay un tropo que se repite un par de veces en la novela. Es una idea que empieza con el detective empinando una botella de whisky. Más allá del alcoholismo, hay una entrega a la vida. Andrés entra al lago, finalmente. Siente que se está ahogando, pero en vez de luchar por buscar aire admite su derrota y aspira el agua; admite, de alguna forma, el entrenamiento que le había dado la botella, se entrega a la desesperación. Andrés entiende que está perdiendo el piso, que se está ahogando y, en vez de luchar por encontrar un sentido, un abajo, un arriba, deja entrar el agua, aspira, se rinde. Sólo ese salto de fe lo salva.

Andrés pasa por los lugares en donde otros acabaron ahogados, a orillas del misterioso lago. Sobrevive porque dejó de luchar con la lógica del que quiere sobrevivir, admitió la incoherencia y la locura; se abandonó, de alguna forma, al acto suicida sin esperanza para, con esta entrega absoluta, adentrarse en el orden imprevisto del mundo. No es un tipo exitoso, que tiene una vida ordenada. Es alguien que de alguna forma se salió del orden, se convirtió en un paria, incluso en su profesión.

Estos misterios necesitan abandono, alguien que admita la posibilidad de otras lógicas. Por eso es recurrente, en Tiempo lunar, la mención de “milagros sin sentido”. Es decir, milagros que no aportan ninguna iluminación. No hay un conocimiento detrás: es simplemente la vivencia de una experiencia. No se perfora ningún velo más allá del propio abandono. Se da la vida para entender, y entender no sirve de nada.

VII

Martín me señala algo interesante: en la raíz de Andrés está andro, el hombre mismo; en la de Milena está la Milena de Kafka, pero también el apellido Molina. El escritor regresó una y otra vez al tema de la ambivalencia sexual. Un devenir femenino que se puede ver, también, en el cuento “Mamá” (un hombre se convierte en araña y devora sus propios genitales) o en “Medusa” (un hombre seducido por una anciana y una mujer joven se transforma en una anciana para seducir hombres con una mujer joven).

La escena final de ‘Tiempo lunar’ es problemática. Está escrita con deseo. Hay placer en la descripción de un acto terriblemente violento. Estaba programada para crear un shock contra cualquier institución moral. Aquí se habla de los problemas cósmicos en donde no inciden nuestras costumbres.

Sea como sea, la escena final de Tiempo lunar es problemática. Está escrita con deseo. Hay placer en la descripción de un acto terriblemente violento. Estaba programada para crear un shock contra cualquier institución moral. Aquí se habla de los problemas cósmicos en donde no inciden nuestras costumbres. En ese sentido, el acto prohibido se convierte en una forma de soltar la lógica del mundo. Rescato, en su contexto, consciente de sus peligros y sin justificarlo, el gesto simbólico. Mauricio Molina se adentra en los rincones más oscuros de la psique.

Martín apunta a la función catártica de la ficción: “He estado pensando en Lacan y la función de la pintura. Él dice que en la mirada, en la pulsión escópica, hay una devoración. El ojo, en realidad, quiere devorar al mundo. El cuadro permite calmar esa pulsión. En el cine, por ejemplo, hay imágenes que producen ese efecto. En este continuo movimiento de querer ver más una imagen se detiene y te detiene de algún modo. Lacan dice que hay un efecto civilizatorio en eso”.

Si bien Tiempo lunar ya no puede considerarse bajo la misma luz, su misterio está en que nunca entenderemos las motivaciones de ese controvertido acto final, lo que logra o no Andrés y cómo el Eterno Retorno demuestra algo sobre la vivencia misma de la ciudad, de sus habitantes, de este mundo. Tal vez las zonas vedadas existen para reconfortarnos, para sentir que habitamos lugares permitidos, que en esta tierra somos bienvenidos.

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martes, 28 de mayo de 2024

Dos novedades editoriales

Durante el mes de junio llegarán a librerías mexicanas dos novedades editoriales: La invención de un lector (el título más reciente de la colección Editor de Gris Tormenta), de Cecilia Fanti, y una reedición de Lecturas clásicas para niños (en Antítesis, la colección de Alias), la conocida antología que fue parte del programa vasconcelista y que este año cumple un siglo de haberse publicado.

Un amigo bromista, que solía tener una librería en Querétaro hasta que el IMPI empezó a cagarle el palo, alguna vez sugirió que en la colección Editor –que, como sabemos, se ocupa de las alegrías y miserias que se dan en el interior del mundo de los libros– debería incluirse un título sobre el retractilado. No se le ha cumplido pero al menos Fanti dedica algunas líneas al tema: 

En principio un ejemplar envuelto en plástico permite acceder solo a la tapa y a la contratapa. Para poder apreciarlo, hay que encontrar el ángulo exacto para que el brillo de las luces no funda la imagen a blanco, velándola o volviéndola ilegible. Un libro retractilado es, en definitiva, inaccesible, se cierra a la experiencia posible de un lector. No puede abrirse para leer una página al azar –primer encuentro entre un lector y un libro–; no se puede hojear ni tampoco oler. En definitiva, no puede manipularse como todos manipulamos un libro y sobre todo no puede elegirse. Algunas casas editoriales argumentan que es la mejor manera de preservar los libros en sus almacenes y que el papel, al no entrar en contacto con el aire, no amarillee con el paso del tiempo. […] Durante la pandemia, el retractilado se impuso como una forma de mantener lejos al coronavirus: bastaba con echarle un poco de alcohol al setenta por ciento y limpiarlo con una franela antes de despacharlo. En la actualidad, las librerías llenamos cestos con ese plástico que no encontrará ningún otro uso fuera de abultar nuestros bolsillos, ensuciar el piso en pequeños pedacitos, o indigestar a nuestras mascotas.

librería

Cecilia Fanti ha estado al frente de la librería Céspedes, en Buenos Aires, desde agosto de 2017, el mismo año en que publicó La chica del milagro. Como cuenta en esta breve memoria, antes vivió el educativo vía crucis de trabajar en el mundo editorial –en el área de márketing, para colmo. Es la nota más o menos triste y obligada de las memorias de libreros, pero acá da la oportunidad de colocar la reflexión semidepresiva no en las dificultades de llevar una librería (que no niega ni oculta) sino en el árido mundo profesional (o más profesionalizado). Por ello el resto del recuento tiene algo de alegre, los números negros de una vitalidad redescubierta. La experiencia librera, en el caso de Fanti, aparece así como un remanso, un oasis, incluso una casa de campo. Creo que por ello disfruté la atención que dedica al retractilado o a las fajas publicitarias (que pueblan “un mar de halagos”). Aún se detecta en ello la característica neurosis del librero cascarrabias, pero dirigida al mundo al que la autora dio la espalda (el editorial-profesional). Aunque, igual, hay algo atemperado en cómo lo cuenta: “Algunas fajas dialogan con otras formas de cultura popular. En una edición reciente de 1984, de George Orwell, la faja, de un fucsia furioso, con letras blancas y mayúsculas, indicaba: ‘El libro en el que se basa Gran Hermano’”.

El libro abre con un tono contrastante, un prólogo escrito bajo el hechizo de Héctor Yánover (quien, en su propia memoria de librero, hace pensar en que el oficio está más alejado del trabajo intelectual y más cercano al del pirata o el tahúr), y que fue escrito por Luigi Amara, quien creo que también trabaja en una librería.

Bibliotecas paternas

En una ciudad, en su consultorio, a un psicoanalista se le ocurre señalar: “pero fue tu padre quien te introdujo en el mundo de los libros, ¿no es así?”. Es así. Al paciente, un día de su infancia, digamos por ejemplo, se le entregó un cómic de Astérix. “Son muy divertidos”, imaginemos que dijo el padre, “se pelean con pescados y al final siempre arman unas comilonas”. Más tarde, libros sobre mitología griega y romana, y eventualmente la historia de la antigua Roma contada amenamente por Indro Montanelli. En la biblioteca paterna, varios volúmenes sobre derecho romano, expectantes. Pero también, recuerda el paciente, fue el mismo padre quien decepcionado le dijo que el libro que estaba leyendo, durante una vacación (Cujo, de Stephen King, a sus doce años), era basura.

En su autobiografía intelectual, George Steiner recuerda los severos ejercicios de traducción a los que lo sometía su padre cuando era niño, la estrecha pero fructífera puerta de entrada a su gran pasión. Lo cierto es que los educadores no siempre pueden prever qué senda seguirá el lector a quien le han expandido el mundo. Astérix bien pudo haber llevado a alguien a interesarse por el derecho romano (y, ejem, la abogacía), pero también por libracos, los cómics, la pornografía y otros productos de los márgenes. Roberto Calasso en Cómo ordenar una biblioteca (2020):

Al editor holandés Koen van Gulik le sucedió que, teniendo ya su propia biblioteca, heredó otra, que provenía de alguien muy cercano a él: su padre. La idea más obvia y a la vez más práctica era la de reunir ambas bibliotecas. De este modo, el mismo clásico estaría representado por distintas ediciones y se eliminarían algunas lagunas. Sin embargo, Koen se percató enseguida de que esa solución no funcionaba. Los libros provenientes de una biblioteca seguían imantados por los libros de la misma biblioteca. Se resistían a reunirse con los otros. La cercanía forzada podía provocar estridencias, dejar ver incompatibilidades de gusto. Era como si las dos bibliotecas reunidas se volvieran algo parecido a una biblioteca pública o una librería. Perdían su carácter de involuntaria confesión.

librería

Pienso en estas historias de bibliotecas paternas mientras contemplo la reedición de Lecturas clásicas para niños. Reconozco en ella un gesto paterno. Yo mismo no sé si regalársela a mi sobrina… o si debo subirla a su lugar en mi librero (el libro cuesta 750 pesos). De nuevo Calasso: “ordenar una biblioteca puede remover las aguas más profundas”. Cuando éramos niños mi padre nos leía a mis hermanas y a mí, antes de dormir, fábulas de Esopo, pasajes de la Biblia y supongo que algunos cuentos de los hermanos Grimm (y a veces se inventaba historias tenebrosas que todavía recuerdo). Conocí esta antología tarde en mi vida, hasta que empecé a trabajar de librero. Ya me he encontrado, en un par de ocasiones, con la edición de los setenta (dos volúmenes de gran formato, con la Medusa en la portada). Cuando se presentó el pasado 22 de mayo en el MUNAL, James Oles –en conversación con Mireida Velázquez y Davida Fernández-Barkan– habló en extenso sobre la materialidad de las distintas ediciones que ha tenido, y subrayó el acierto del equipo de Alias por recuperar, para su portada, un diseño distinto al de la Medusa (que puede tener connotaciones extrañas), el de un fértil árbol de la ciencia, como apareció en su primera edición.

Esta versión consta de ocho cuadernillos fáciles de manejar, reproduce los diseños e ilustraciones de Roberto Montenegro y Gabriel Fernández Ledesma, e incluye una informativa introducción a cargo de Nicolás Medina Mora que no deja de ser crítica con Vasconcelos, quien tenía lo suyito. 

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El largo y sinuoso camino a ‘Let It Be’ (parte 2)

La idea de volverse otros, miembros de la agrupación de alguien más, fue un concepto fundamental en la existencia de John, Paul, George y Ringo, que en 1967 cosecharon los frutos de la decisión tomada en su último concierto en 1966: no volver a tocar en vivo ni emprender gira alguna.

Corazones solitarios o furros mágicos y misteriosos, The Beatles alcanzaron la cima de su creatividad y transformaron, para siempre, la cara del rock y del pop con el Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band, su octavo álbum y primera obra de arte conceptual que, a través de la música, le cambió la cara y la percepción al mundo. La influencia del disco, ya lo mencioné en la entrega anterior, tuvo un impacto inmediato en la música, así como en el entorno más inmediato del grupo, pero ¿qué impacto tuvo en ellos mismos? ¿Cómo operó en su propia historia? ¿Hacia dónde y, más importante, cómo se dirigirían ahora en su andanza temporal?

Hagamos, antes de entrar en materia y responder las preguntas anteriores, una digresión. Volvamos un instante a 1967, si bien a otro de sus ámbitos y otro de sus escenarios: Francia y el situacionismo, con la batuta en la mano diestra o siniestra de Guy Debord, pensador y activista visionario que, antes de que siquiera ocurriera, declaró que cualquier revuelta ante el estado de cosas imperante estaba acabada antes de empezar.

Visto desde esta óptica, el verano del amor, con epicentro en California, más en particular en San Francisco, fue un evento más del capitalismo difuso al que The Beatles se sumó por proximidad metafísica, más que como protagonistas. La algarabía y, acaso, la esperanza de dicho fenómeno, que abogaba ulteriormente por la libertad plena, fue abatida no sólo una, sino dos veces en Estados Unidos: la primera, con el asesinato de Martin Luther King Jr. el 4 de abril en Memphis, Tennessee; luego, con el homicidio de Bobby Kennedy el 6 de junio en Los Ángeles, California. Entre sendos magnicidios, y de vuelta en Francia, tuvieron lugar las protestas estudiantiles de mayo y junio, la semilla de 1968 que más que florecer acabó siendo pisoteada a un océano de distancia, en México y en octubre de ese mismo año.

La paz y el amor con sus eslóganes, símbolos y logotipos fueron manchados de sangre no sólo con los asesinatos referidos y la violencia fruto de la rebelión estudiantil, abatida a tiros por el ejército en México, con la continuación de la ya muy prolongada Guerra de Vietnam, que alcanzaba su decimotercer año, ya con la muy determinada participación de Estados Unidos en el conflicto, bajo el mando de Lyndon B. Johnson, cuya primera escalada tuvo lugar durante la presidencia de John F. Kennedy, otro asesinado, pero el 22 de mayo de 1963 en Dallas, Texas.

En suma, y de nuevo de la mano de Debord, tanto el espectáculo concentrado de los países del Este como el espectáculo difuso del mundo occidental le otorgaron el rol protagónico a la punta de lanza última del capitalismo (asunto que es vigente al día de hoy): la guerra, por más que la juventud y las manifestaciones culturales de la época llamaran a hacer lo imposible, es decir, el amor.

Igualmente previsores y vanguardistas, y aquí se acaba la larga digresión para resolver las preguntas planteadas al inicio de este texto, el 7 de julio de 1967 The Beatles lanzaron “All You Need Is Love” como un sencillo a la vez desprendido de la temática del Sgt. Pepper, pero también una suerte de umbral al futuro inmediato, es decir, a la vuelta a sí mismos de John, Paul, George y Ringo, sin más uniformes que sus propias personas.

Lanzado el 22 de noviembre de 1968, como para cerrar un año históricamente turbulento, tanto a nivel personal como mundial, el álbum homónimo y doble de The Beatles es, a la vez, una tábula rasa (el intento por acceder a un grado cero musical… de nuevo), como un nutrido ejercicio de consolidación musical y artística, un noveno disco que es, al mismo tiempo, una peculiar ópera prima.

El llamado The White Album de The Beatles es el resultado de tres procesos a lo largo de 1968: el retiro de alrededor de cuatro meses de John, Paul, George y Ringo al curso de meditación trascendental del Maharishi Mahesh Yogi en Rishikesh, India, en donde concibieron cuatro decenas de canciones; una serie de encerronas en mayo en Kinfaus, la casa de Harrison en Escher, Surrey, Inglaterra, en donde grabaron 26 canciones (14 de Lennon); y, finalmente, las sesiones de grabación en los estudios de Abbey Road, con algunas escalas en el estudio Trident, entre el 30 de mayo y el 14 de octubre.

En sólo 16 de las 30 canciones que, al final, conformaron la versión última de The Beatles, los cuatro miembros del grupo están juntos, lo cual hace de la obra una especie de cuaderno de apuntes aparentemente caótico y pleno de divertimentos y asomos a las personalidades individuales de John, Paul, George y Ringo. Mientras que George alcanzó quizás el más alto de sus vuelos musicales, Ringo por fin grabó una canción cien por ciento propia, ya del todo desprendido del personaje de Billy Shears.

Minimalista en su diseño totalmente blanco (¿el nirvana, acaso?), con un suaje que dice The Beatles en la portada, y retratos en blanco y negro de cada uno de los cuatro, separados, individuales, en su interior, The White Album es una vuelta a la semilla, siempre desde el presente, así como con una clara proyección al futuro ya casi inmediato de la banda: su inevitable desintegración (durante la fase última del proceso creativo, Ringo fue el primero en dejar al grupo… por dos semanas). En suma, pues, un canto de cisne a cuatro voces.

Más que buscar el éxito, y sin olvidar que entre mayo de 1967 y febrero de 1968 el Sgt. Pepper estuvo 148 semanas en las listas de popularidad, 27 de ellas en el primer sitio, The Beatles es una obra artística de plenitud renovada, entre la búsqueda interior de cada uno de los miembros del grupo, la gracia bajo presión y la resolución de conflictos, así como una demostración del alcance temporal, hacia delante y hacia atrás, en pos de un presente permanente, de una banda que, es cada vez más claro, nunca pretendió mantenerse unida para siempre, pero sí durar para siempre, como veremos en 1969.

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Dos novedades editoriales

Durante el mes de junio llegarán a librerías mexicanas dos novedades editoriales: La invención de un lector (el título más reciente de la colección Editor de Gris Tormenta), de Cecilia Fanti, y una reedición de Lecturas clásicas para niños (en Antítesis, la colección de Alias), la conocida antología que fue parte del programa vasconcelista y que este año cumple un siglo de haberse publicado.

Un amigo bromista, que solía tener una librería en Querétaro hasta que el IMPI empezó a cagarle el palo, alguna vez sugirió que en la colección Editor –que, como sabemos, se ocupa de las alegrías y miserias que se dan en el interior del mundo de los libros– debería incluirse un título sobre el retractilado. No se le ha cumplido pero al menos Fanti dedica algunas líneas al tema: 

En principio un ejemplar envuelto en plástico permite acceder solo a la tapa y a la contratapa. Para poder apreciarlo, hay que encontrar el ángulo exacto para que el brillo de las luces no funda la imagen a blanco, velándola o volviéndola ilegible. Un libro retractilado es, en definitiva, inaccesible, se cierra a la experiencia posible de un lector. No puede abrirse para leer una página al azar –primer encuentro entre un lector y un libro–; no se puede hojear ni tampoco oler. En definitiva, no puede manipularse como todos manipulamos un libro y sobre todo no puede elegirse. Algunas casas editoriales argumentan que es la mejor manera de preservar los libros en sus almacenes y que el papel, al no entrar en contacto con el aire, no amarillee con el paso del tiempo. […] Durante la pandemia, el retractilado se impuso como una forma de mantener lejos al coronavirus: bastaba con echarle un poco de alcohol al setenta por ciento y limpiarlo con una franela antes de despacharlo. En la actualidad, las librerías llenamos cestos con ese plástico que no encontrará ningún otro uso fuera de abultar nuestros bolsillos, ensuciar el piso en pequeños pedacitos, o indigestar a nuestras mascotas.

librería

Cecilia Fanti ha estado al frente de la librería Céspedes, en Buenos Aires, desde agosto de 2017, el mismo año en que publicó La chica del milagro. Como cuenta en esta breve memoria, antes vivió el educativo vía crucis de trabajar en el mundo editorial –en el área de márketing, para colmo. Es la nota más o menos triste y obligada de las memorias de libreros, pero acá da la oportunidad de colocar la reflexión semidepresiva no en las dificultades de llevar una librería (que no niega ni oculta) sino en el árido mundo profesional (o más profesionalizado). Por ello el resto del recuento tiene algo de alegre, los números negros de una vitalidad redescubierta. La experiencia librera, en el caso de Fanti, aparece así como un remanso, un oasis, incluso una casa de campo. Creo que por ello disfruté la atención que dedica al retractilado o a las fajas publicitarias (que pueblan “un mar de halagos”). Aún se detecta en ello la característica neurosis del librero cascarrabias, pero dirigida al mundo al que la autora dio la espalda (el editorial-profesional). Aunque, igual, hay algo atemperado en cómo lo cuenta: “Algunas fajas dialogan con otras formas de cultura popular. En una edición reciente de 1984, de George Orwell, la faja, de un fucsia furioso, con letras blancas y mayúsculas, indicaba: ‘El libro en el que se basa Gran Hermano’”.

El libro abre con un tono contrastante, un prólogo escrito bajo el hechizo de Héctor Yánover (quien, en su propia memoria de librero, hace pensar en que el oficio está más alejado del trabajo intelectual y más cercano al del pirata o el tahúr), y que fue escrito por Luigi Amara, quien creo que también trabaja en una librería.

Bibliotecas paternas

En una ciudad, en su consultorio, a un psicoanalista se le ocurre señalar: “pero fue tu padre quien te introdujo en el mundo de los libros, ¿no es así?”. Es así. Al paciente, un día de su infancia, digamos por ejemplo, se le entregó un cómic de Astérix. “Son muy divertidos”, imaginemos que dijo el padre, “se pelean con pescados y al final siempre arman unas comilonas”. Más tarde, libros sobre mitología griega y romana, y eventualmente la historia de la antigua Roma contada amenamente por Indro Montanelli. En la biblioteca paterna, varios volúmenes sobre derecho romano, expectantes. Pero también, recuerda el paciente, fue el mismo padre quien decepcionado le dijo que el libro que estaba leyendo, durante una vacación (Cujo, de Stephen King, a sus doce años), era basura.

En su autobiografía intelectual, George Steiner recuerda los severos ejercicios de traducción a los que lo sometía su padre cuando era niño, la estrecha pero fructífera puerta de entrada a su gran pasión. Lo cierto es que los educadores no siempre pueden prever qué senda seguirá el lector a quien le han expandido el mundo. Astérix bien pudo haber llevado a alguien a interesarse por el derecho romano (y, ejem, la abogacía), pero también por libracos, los cómics, la pornografía y otros productos de los márgenes. Roberto Calasso en Cómo ordenar una biblioteca (2020):

Al editor holandés Koen van Gulik le sucedió que, teniendo ya su propia biblioteca, heredó otra, que provenía de alguien muy cercano a él: su padre. La idea más obvia y a la vez más práctica era la de reunir ambas bibliotecas. De este modo, el mismo clásico estaría representado por distintas ediciones y se eliminarían algunas lagunas. Sin embargo, Koen se percató enseguida de que esa solución no funcionaba. Los libros provenientes de una biblioteca seguían imantados por los libros de la misma biblioteca. Se resistían a reunirse con los otros. La cercanía forzada podía provocar estridencias, dejar ver incompatibilidades de gusto. Era como si las dos bibliotecas reunidas se volvieran algo parecido a una biblioteca pública o una librería. Perdían su carácter de involuntaria confesión.

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Pienso en estas historias de bibliotecas paternas mientras contemplo la reedición de Lecturas clásicas para niños. Reconozco en ella un gesto paterno. Yo mismo no sé si regalársela a mi sobrina… o si debo subirla a su lugar en mi librero (el libro cuesta 750 pesos). De nuevo Calasso: “ordenar una biblioteca puede remover las aguas más profundas”. Cuando éramos niños mi padre nos leía a mis hermanas y a mí, antes de dormir, fábulas de Esopo, pasajes de la Biblia y supongo que algunos cuentos de los hermanos Grimm (y a veces se inventaba historias tenebrosas que todavía recuerdo). Conocí esta antología tarde en mi vida, hasta que empecé a trabajar de librero. Ya me he encontrado, en un par de ocasiones, con la edición de los setenta (dos volúmenes de gran formato, con la Medusa en la portada). Cuando se presentó el pasado 22 de mayo en el MUNAL, James Oles –en conversación con Mireida Velázquez y Davida Fernández-Barkan– habló en extenso sobre la materialidad de las distintas ediciones que ha tenido, y subrayó el acierto del equipo de Alias por recuperar, para su portada, un diseño distinto al de la Medusa (que puede tener connotaciones extrañas), el de un fértil árbol de la ciencia, como apareció en su primera edición.

Esta versión consta de ocho cuadernillos fáciles de manejar, reproduce los diseños e ilustraciones de Roberto Montenegro y Gabriel Fernández Ledesma, e incluye una informativa introducción a cargo de Nicolás Medina Mora que no deja de ser crítica con Vasconcelos, quien tenía lo suyito. 

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