Primera parte, aquí.
En Looted and Hidden: Palestinian Archives in Israel (2017), un mediometraje documental ensamblado por Rona Sela, académica de Tel Aviv, el espectador asiste a la investigación detectivesca de un crimen cuyas pruebas materiales se desvanecieron en el verano de 1982. El ejército israelí invadió en esas fechas el sur de Líbano, arrasando con los campos de refugiados palestinos de Sabra y Shatila con la coartada de que buscaba a líderes de la OLP, presuntamente escondidos entre niños, mujeres y ancianos. Kassem Hawal había encontrado en Shatila a Ibrahim Hassan Sirhan, el primer palestino en dirigir y producir cine, medio siglo atrás. Tres años después terminaba la Guerra del Líbano con cerca de 20 mil muertes árabes incluyendo, quizás, al propio cineasta y a otros documentalistas que habían formado parte de la Unidad de Cine Palestino sin que volviera a haber noticia de ellos.
Durante los ataques el ejército israelí había desmantelado instituciones fundadas por la OLP de Yasser Arafat en la región, entre ellas la Palestine Cinema Institution, nuevo nombre adoptado por la UCP en 1976, tras la muerte de Hani Jawhariyyeh. Con el confrontativo logo de un rifle de asalto con latas de cine sustituyendo al cargador de municiones, la PCI había logrado reunir, gracias a la cineasta jordana Khadijeh Habashneh, un archivo de entre noventa y cien películas cortas o largas sobre Palestina, filmadas en su mayoría por realizadores originarios de los territorios ocupados.
Cuando comenzó la incursión militar en la frontera libanesa Habashneh terminaba la postproducción de Mujeres en Palestina (1982), una entre varias películas producidas por la UCI perdidas para siempre, sin copias sobrevivientes. Desde el 6 de junio de ese año los miembros de la PCI fueron arrestados o partieron al exilio. Algunos regresaron a Beirut cuando terminaron los ataques y otros, como la cineasta, tardaron más de veinte años en volver. En cualquier caso, cuando volvieron a la bodega equipada para resguardar las latas de cinta, todas habían desaparecido. La búsqueda para averiguar qué había sido de ellas, la única memoria audiovisual de la identidad palestina posterior a la Nakba de 1948, tomaría casi cuarenta años.
En 2004 otra directora palestina radicada en Jordania, Azza El-Hassan, dirigió Kings and Extras: Digging for a Palestinian Image, un documental que rastrea las pistas sobre lo que pudo haber pasado con el archivo fílmico de Palestina: algunas indicaban que habría sido incinerado; otras, que alguien había logrado enterrar todas las latas en algún punto, quizás un cementario; finalmente, que el ejército israelí lo había sustraído para esconderlas en una bóveda militar. Faltaban trece años para que Rona Sera probara que la última versión era correcta.
Solo entonces la memoria del cine palestino comenzó a emerger. Para un pueblo despojado de territorialidad estable, de instituciones comunitarias, con una identidad cuyos testimonios materiales –arquitectura, textos, lugares sagrados, grabaciones musicales, etc.– habían sido arrasados sistemáticamente, ocupados o sustraídos, la imagen fílmica y fotográfica se convertía en la única posibilidad de recuperar, cuando menos, un eco fragmentario de su historia reciente y la memoria popular.
Hasta donde sabemos la práctica totalidad del cine palestino filmado hasta 1982 –tanto el sustraído por Israel en 1982 como aquel, escaso, cuyas copias habían logrado enviarse a otros países, sobre todo Francia– era documental y testimonial. Es poco probable –pero posible– que alguna película de ficción, intermitente, olvidada, independiente o clandestina, haya sido producida por palestinos entre 1935 y ese año; si eso ocurrió, sus vestigios fueron enterrados por el tiempo.
El cine de argumento tendría que esperar hasta el estreno en países árabes del melodrama Regreso a Haifa (1982), dirigido por Kassem Hawal y coproducido por Siria y Líbano a partir de la novela del palestino Ghassan Kanafani. Para el grueso de la población árabe de aquellos años, marcado por la guerra libanesa, Regreso a Haifa fue el primer encuentro con la posibilidad de reelaborar el pasado palestino y sus experiencias colectivas –exilio, ocupación, desarraigo, familias escindidas por la migración– a través de la ficción. La película de Hawal utiliza material de archivo para simular flashbacks en blanco y negro que conectan, por primera vez en una pantalla, el nosotros de 1948 con el de 1967 y 1982.
El argumento es sencillo y directo: un matrimonio de edad mediana regresa a la Haifa israelí veinte años después de haberse exiliado durante la Nakba de 1948. Regresan porque dejaron a un hijo de cinco años que creció con una familia judía y se volvió soldado. Al mismo tiempo, a finales de los cuarenta, un matrimonio judío alemán visita la Haifa recién ocupada por colonos israelíes. En uno de sus giros más frontales y provocadores, el montaje sugiere, por un momento, que lo que encuentran les recuerda a la Alemania de la década anterior. Aunque abusa de recursos melodramáticos y está cargada de diálogos altamente retóricos, Regreso a Haifa inauguró el cine contemporáneo de ficción en Palestina, abriendo la posibilidad de que cineastas de la región escenificaran el pasado y presente de ese pueblo más allá de la pérdida o la ausencia de materiales de archivo documental.
El segundo escalón en la nueva filmografía palestina fue Boda en Galilea (1987), del nazareno Michel Khleifi. Fue la primera ficción en tener distribución regular en salas occidentales. Proyectada en el Festival de Cannes, donde ganó el premio de la crítica, y en San Sebastián, donde obtuvo la Concha de Oro, incluso fue transmitida por la BBC, un techo de cristal impensado hasta entonces. Quizás en su tono, que camina entre el drama social y la comedia familiar, esté la clave: en un barrio palestino de la Galilea ocupada un hombre pide permiso al gobierno local israelí para que la boda de su hijo pueda seguir celebrándose después de medianoche, a pesar del toque de queda. La autoridad local acepta con la condición de que el gobernador y otros funcionarios sean invitados, lo cual provoca tensión y enredos entre los novios y sus familias, quienes se niegan a asistir si se admiten judíos en la celebración.
Retorno a Haifa marcó el nacimiento de un cine que interpela a la propia audiencia palestina de forma directa; sus imágenes e historias parecen enunciar un nosotros comunitario que se preocupa poco por complacer las expectativas de audiencias occidentales. Boda en Galilea y el cine posterior de Michel Khlefi, por otra vía, buscan comunicar la mirada palestina al mundo exterior, bebiendo de tradiciones familiares al cine europeo, como el neorrealismo, el melodrama social o la comedia de situaciones. La nueva ola de cine palestino en el presente siglo brota directamente de esa bifurcación en dos ramas sólidas que parten del mismo tronco: la experiencia de la UCP y el cine realizado y perdido entre la Nakba del 48 y la guerra del 82.
La segunda rama, mucho más conocida en Occidente, posibilitó por primera vez la difusión de cineastas palestinos de filmografía continua con exposición habitual en el circuito de festivales. El primero de todos, Elia Suleiman, es como Khlefi un palestino nacido en Israel y su cine, a partir de Crónica de una desaparición (1996) y, sobre todo, Intervención divina (2002) ha rasgado otro tabú del cine de la región al adoptar un tono de comedia ácida que por momentos parece emanar de Buster Keaton o Jacques Tati. Detrás de él desfilan filmografías como las de Hany Abu-Assad (Paraíso ahora, 2003; Omar, 2013), Rashid Masharawi (El cumpleaños de Laila, 2008), los hermanos Tarzan y Arab Nasser (Degradé: 13 mujeres desesperadas, 2015) o la directora Annemarie Jacir (Invitación de boda, 2017), entre otros.
La expansión internacional del cine palestino ha sido progresiva: desde 2003 la Academia estadounidense admite películas de la región como elegibles en la terna de habla no inglesa, con Intervención divina como la primera admitida y Paraíso ahora como la primera efectivamente nominada, además de Omar y el documental Cinco cámaras rotas (Emad Burnat y Guy Davidi, 2011). La reciente escalada de violencia del gobierno israelí, sin duda, marcará el fin e inicio de otra etapa para el cine en Palestina con marcas tan o más profundas que las de 1948, 1967 o 1982. Los cineastas nacidos, radicados o exiliados de los territorios ocupados siempre han vivido sujetos a los vaivenes y turbulencias más allá de las pantallas, sin excepción. Hasta entonces la historia del cine palestino seguirá pendiente de escribirse y su futuro, imposible de prever.
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