El cine de Hollywood tiene una obsesión particular con el colapso del imperio estadounidense. Después de la Guerra Fría, cuando la Unión Soviética ya no representaba una amenaza, el enemigo favorito fue monopolizado por terroristas internacionales, dictadores de Medio Oriente e, incluso, extraterrestres. La rebelión trumpista en el Capitolio el 6 de enero del 2021 parece marcar una nueva temática para los cineastas: la escisión de Estados Unidos por un peligro incubado dentro de sus fronteras durante largo tiempo e invisible para una sociedad demasiado ensimismada en las promesas de la democracia liberal. Justo el año pasado Dejar el mundo atrás, filme dirigido por Sam Esmail y protagonizado por Julia Roberts y Ethan Hawke, aventuraba el fantasma de la confrontación interna a través de sabotajes y mensajes ambiguos en Nueva York, que lo mismo apuntan a un enemigo externo que a un ataque doméstico.
Guerra civil, la nueva película de Alex Garland, intenta explotar, desde una aparente distopía, la división cada vez más palpable en la sociedad estadounidense. Sin embargo, al margen de algunos rasgos que intentan darle la vuelta al cine de desastres, parecería que sólo tiene el atrevimiento de desacralizar, tímidamente, la institución presidencial. Si en Air Force One –una elegía al papel de Estados Unidos como líder del mundo global– el presidente, interpretado por Harrison Ford, se convierte en un héroe de acción, ahora es un político que tiene que ensayar varias veces el inicio de un discurso cuyo objetivo es convencer a las escasas fuerzas militares y políticas que lo respaldan de que la victoria está próxima. La caracterización del presidente (interpretado por el actor Nick Offerman) evita aludir directamente a Trump, pero el hecho –mencionado en apenas unos segundos al inicio del filme– de un tercer período presidencial indica que la democracia liberal made in USA ha sucumbido al embate de un personaje dispuesto a saltarse las reglas y, por supuesto, dinamitar al país.
La apuesta de Alex Garland para retratar la erosión de Estados Unidos tiene el mérito de evitar el lugar común: la familia indefensa que funciona como un gancho para la empatía mientras sobrevive a explosiones y hordas que toman las ciudades en el colapso civilizatorio. En su lugar presenta a un grupo de cuatro periodistas (tres experimentados y una novata) que viajan a la asediada capital del imperio para lograr una última entrevista con el presidente antes de su derrota final. La intención, muy forzada, de despojar a la historia de cualquier contexto político convierte a los periodistas en adictos a la adrenalina que van como borregos al matadero en un descenso a los infiernos del apocalipsis estadounidense, una mezcla de paramilitares locos, soldados que no saben quién es el enemigo y gente que decide aislarse del conflicto con la esperanza de que la tormenta pase y un nuevo statu quo aparezca para integrarlos. Los periodistas que, en la vida real, tienen posiciones políticas o, al menos, una visión un poco más profunda que la del ciudadano común sobre los acontecimientos que relatan, son aquí personajes unidimensionales que, ante la falta de ideas, sólo pueden transmitir algo a través de la insensibilidad y el sufrimiento. Cuando el guion da un respiro a la violencia sólo encontramos los sobados diálogos sobre la maldad de la guerra, evasivos sobre cualquier responsabilidad concreta, como si el enfrentamiento fuera un desastre natural.
Uno de los problemas más evidentes de Guerra civil es la indefinición del punto de vista. En donde algunos críticos ponderan la versatilidad de los registros que se usan hay una suerte de collage que erosiona cualquier lectura y, también, la coherencia del relato. Las secuencias más problemáticas de la película son aquellas en las cuales Alex Garland presenta la violencia más descarnada acompañada con canciones de hip hop, rock y pop convencionales, trasladando la estética del videoclip a una suerte de ironía que nunca funciona y que, peor aún, banaliza una pretendida toma de conciencia. El realismo que intenta vender el filme –apoyado en las fotografías que logran los protagonistas en medio de la refriega y las balas– contrasta con la inverosimilitud del marco general de la historia. Sin ningún contexto y, claro está, sin un recurso poderoso como el simbolismo o la alegoría, el viaje de los cuatro periodistas parece sacado de un videojuego en el cual, después de los retos iniciales, se apuesta todo por el todo en la etapa final. El botín por obtener la mejor fotografía –más allá de los asomos de solidaridad que aparecen salpicados en las poco menos de dos horas del filme– termina por deshumanizar a los personajes, pues se convierten en meros instrumentos al servicio de la pirotecnia visual y sentimental que aparece en pantalla.
“Una vez que empiezas a hacer esas preguntas no puedes parar. Entonces no preguntamos. Grabamos para que otras personas pregunten”, dice Jessie –la periodista interpretada por Kirsten Dunst– ante el conflicto ético que aparece en la mente de la novata –interpretada por Cailee Spaeny. La frase es el auto de fe de una película que juega a ser política sin asomar la cabeza a la política, escudándose en un presente irreflexivo que nos conduce, a todo vapor, a un final en el que todos son culpables, incluso el espectador que saldrá de la sala con la sensación de haber participado en un caótico ejercicio de expiación colectiva, particularmente si vive en Estados Unidos. Cuando no hay preguntas tenemos el peor de los mundos posibles: exhibicionismo e idealización de la violencia en un discurso que promete involucrarnos en un futuro sin ningún tipo de brújula, al que sólo le queda escandalizar. Esta última apuesta es, por desgracia, uno de los divertimentos del cine de nuestros años, en especial el que presenta las pesadillas por venir de la sociedad global.
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