Me queda claro que lo mejor de Lucia Berlin (1936-2004) lo leímos en el luminoso Manual para mujeres de la limpieza (2015), una recopilación de sus relatos publicada en la que sería su casa editorial en español, Alfaguara, a cargo de Stephen Emerson y prologada ni más ni menos que por Lydia Davis. Allí supimos, al menos en buena parte de Latinoamérica, que había una gran escritora con una voz llena de humor, de una sensibilidad lúcida y compleja, que podía recrear una trágica escena sobre el cáncer, el aborto o las drogas a través de una mirada tierna y sencilla en apariencia, y que tomaba cierta distancia de los cánones cuentísticos norteamericanos (Cheever, Carver, Hemingway, etcétera).
Hay además una cosa que me hace sentir cercano a Lucia Berlin, y es su relación con México, donde pasó varias temporadas y que constantemente surge en su literatura. El éxito de Manual para mujeres de la limpieza fue tal que hasta los personajes de Almodóvar comenzaron a leerla. Más o menos pronto, quizá por el furor que causó un hallazgo literario de este nivel, aparecieron otras antologías: los relatos de Una noche en el paraíso (2018), los apuntes autobiográficos de Bienvenida a casa (2018) y el más reciente, Una nueva vida (2023), mezcla de los géneros mencionados editada por el segundo de los hijos de Berlin, Jeff.
En este último libro podemos encontrar a una Lucia Berlin de 20 años: su primer relato, “Manzanas”, escrito en 1957, basado en la relación de amistad con el padre de su casera, muestra ya atisbos de la narradora en la que se convertiría; es más que nada una aproximación al mundo que construye más adelante. Tal licencia por parte de su familia me genera ciertas dudas: ¿habría querido ella que publicaran su primer cuento? Pero si esto puede ser polémico (al menos lo es para mí), que hayan agregado sus ejercicios de escritura, esbozos de relatos que después evolucionarían o encontrarían una forma más concreta, me parece un exceso.
Acaso lo que cautiva de estos relatos iniciáticos es reconocer que su vida y su escritura estuvieron ligadas desde el principio, como en “Nuestro faro” o “Vida de Elsa”, que surgen de la época en que trabajó en el programa de Mount Zion transcribiendo testimonios de personas de la tercera edad que le servían como material literario. Y lo que me desconcierta (para bien) es hallar una Berlin atípica en textos breves, de una o dos páginas; es el caso de “La belleza está en el interior” o “El aperitivo”, una respuesta crítica a la exposición La cena (1974-79), de Judy Chicago, considerada la primera gran obra de arte feminista, una instalación que consta de una mesa triangular en la que descansan platos con pinturas que corresponden a 39 invitadas, mujeres importantes en la historia, la ciencia y la historia; cada pintura en el plato representa una colorida vagina. En su relato Berlin deja ver –con una ironía arrolladora– su postura sobre el arte conceptual: “Sabe Dios lo que esperaba encontrar. ¿Canapés? Ni siquiera había sillas. Al principio pensé que todas las mujeres llegaban tarde o estaban empolvándose la nariz, pero me puse a escuchar y pronto averigüé una obra de arte. Un audaz ‘alegato’ feminista”. Aun con algunos textos rescatables, me temo que la antología se separa de la autora del Manual y hace preguntarse al lector qué tanto aportan al universo que ya estaba constituido.
La segunda sección del libro, “Artículos y ensayos”, es mucho más propositiva en el sentido de que apreciamos su poética de escritura con textos como “Diseñar la literatura: el autor como tipógrafo”, en el que Lucia Berlin deja registro de su experiencia como aprendiz de imprenta. En 1987 la editorial Poltroon Press haría una edición tipográfica artesanal del libro Safe and Sound y el editor la invitaría a formar el libro. Así fue cómo aprendió a usar la linotipia y compuso su propia obra página por página: “El minucioso proceso de la composición tipográfica ha afectado mi forma de escribir. Cada línea de matrices cae con una contundencia decisiva, y queda ahí. En plomo. En piedra. Cada adjetivo de más, cada frase torpe, cada repetición resplandece ante tus ojos en la caja de fundición. El sarcasmo y la redundancia se vuelven insoportables cuando literalmente pesan, queman”. Y más adelante: “Cuando un relato o un libro se publica, siempre deja un poso amargo, un recuerdo de que la verdadera alegría de escribir está en el proceso, en el acto en sí, especialmente en esas raras ocasiones en que la historia fluye de manera espontánea mientras el bolígrafo garrapatea sobre el papel”.
En “Bloqueada” regresa a la escritura de un relato sobre una corrida de toros, para cuestionarse “por qué había escrito tal o cual cosa, cómo pude echar mano de tal o cual vivencia y tejer algo alrededor”. Berlin disfrutaba del ritual que sucedía en las plazas, las multitudes, la catarsis. “En mi relato no podía poner a una turista corriente, sin más. Tenía que ser viuda y tenía que estar de luto. La muerte tenía que estar presente, no sólo en el ruedo, como nos ocurría a Mónica y a mí […] La historia no habla de las corridas de toros sino de cuánto nos importaba Molly y cuánto la queríamos Mónica y yo. Habla de la valiente y hermosa muerte de mi hermana”.
Sus diarios de París, Yelapa (Jalisco), Colorado, Cancún y Boulder / Berkeley cierran la compilación. Es emocionante reconocer los matices de la autora en un contexto que evita la corrección política o una intención dramática. Es, simplemente, una mirada a su visita a estos lugares. Claro que quien miraba no era cualquier persona y por eso también hay momentos de belleza y desconcierto. Destaco sobre todo aquellos en los que habla sobre sus pensamientos suicidas, los privilegios de los que goza (“Es divino tener una playa privada”), de la pérdida del deseo sexual o de la falta que le hace una compañía.
El fragmento que compartiré a continuación pertenece a esta última categoría y me parece un claro ejemplo del matiz que surge cuando Lucia Berlin es más Lucia Berlin que nunca, una escritora que va contracorriente de la coyuntura, de su tiempo y del nuestro: “Debo de haber oído a seis o siete mujeres de cierta edad insistiendo en que es genial vivir solas y no depender de nadie. Como lo he hecho tanto tiempo, probablemente nunca dejaré de estar sola, pero envidio a Ann, Claribel, Jane (Hollo), Joanne y Jenny. Ojalá hubiera un hombre que pudiera con mi historia. Conmigo es fácil llevarse bien”.
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