Leila Guerriero llevaba dos meses escribiendo un artículo sobre Silvia Labayru cuando se dio cuenta de que iba a quedarle corto. No corto en términos de espacio editorial, sino para la historia. Las historias –las buenas– son siempre irreductibles. O mejor: pueden reducirse, a menos que quien las cuenta tenga el anhelo de devorarlo todo. Como Guerriero.
No creo que en Latinoamérica exista, hoy, una periodista con semejante cantidad de herramientas para sumergirse en realidades que, en principio, no le competen. “Soy una enorme bacteria perturbadora en la vida de un montón de gente que había dejado esta historia atrás”, se dice en algún punto de su último libro, La llamada (Anagrama, 2024). No por eso retrocede. Pocas veces, acaso nunca, retrocede. Preguntó a Labayru si podía convertir todo el asunto en un libro, ella estuvo de acuerdo. Una obsesión puede ser una pérdida de tiempo para quien mira y quien se deja mirar si las condiciones no queda claras desde el principio.
Leila Guerriero (Junín, 1967) tiene entre sus cualidades una que debería ser común a los periodistas: la rectificación. Gracias a ello, este libro existe. “A veces te das cuenta rápido, pero puede pasar que sigues y de pronto te dices: Pero esto es inmenso, esto es complejísimo y, sobre todo, con esto soy capaz de sostener mi concentración, le quiero dedicar tiempo”. Pero decir tiempo es decir poco. “No es sólo prender la grabadora. Hay que preguntar, hay que viajar, hay que insistir, hay que pasar hambre, hay que pasar frío. Hay que poner el cuerpo”. Se requiere mucha paciencia para encarar un proyecto de esas dimensiones y hacerlo posible.
Retratar: ver vivir
No hay texto de Guerriero que no permita dilucidar el ajetreo detrás de él: encerrarse días en un archivo, volar, sentarse horas frente a la computadora, ir por un café junto a un entrevistado, volver a casa, leer, no leer, correr, esperar en el lobby de un hotel, salir por pan, volver a escribir, quedarse en el cuarto de un hotel donde el viento revienta las ventanas en un pueblo donde pasan cosas raras, maldormir. En fin, el cuerpo. La llamada fue reporteado y escrito durante la pandemia de covid-19. “Los primeros meses fueron muy difíciles. Cuando estás haciendo el perfil de una persona no quieres sólo hablar con ella o entrevistarla, quieres verla vivir. Durante mucho tiempo no pudimos hacer nada excepto estar sentadas en su departamento, con un montón de problemas, porque las dos teníamos que estar con mascarilla, separadas por dos metros, con las ventanas abiertas, en pleno invierno”. Igual buscó.
“Los primeros meses fueron muy difíciles. Cuando estás haciendo el perfil de una persona no quieres sólo hablar con ella o entrevistarla, quieres verla vivir. Durante mucho tiempo no pudimos hacer nada excepto estar sentadas en su departamento.”
Leila Guerriero ha dicho que un “perfil es una carrera de resistencia”. En el mismo texto escribió que para hacer este trabajo uno tiene que “preguntar como quien no sabe, esperar como quien tiene tiempo y estar allí como quien no está”. Paciencia en el fin del mundo. Una audacia sin la cual ningún texto de la escritora, mucho menos éste, hubiese sido posible. Este libro sería otra cosa sin haber ido a la ESMA, sin haberse encontrado con Silvia, sin conocer a su amiga, a Hugo, a los personajes que habitaban esta historia; sin haber volado a Madrid cuando Labayru voló a Madrid. El empuje de Guerriero la llevó a hacer cosas que otros considerarían irresponsables, como visitar a un hombre de 92 años en plena pandemia. ¿Insensatez? Si gustan, pero había que escribirlo.
“En el trabajo del periodismo me parece raro que alguien se retraiga. Es fundamental no hacerlo. El ejemplo es bueno, era importante ir a ver a esa persona de 92 años, sin importar mucho las circunstancias. Ella se resistió mucho tiempo a que yo fuera. La entiendo. No es agradable que una persona que no pertenece a tu familia vea a un señor con un deterioro físico y mental, digamos. Afortunadamente todo resultó en una situación muy dulce”. A pesar de la resistencia Silvia Labayru no se inmutó, parecía haberse dado cuenta de que la periodista argentina tenía una obstinación que rayaba en lo heroico, y cuando la mirada del otro sobre tu propia historia es así de grande puedes confiarle lo que te ha pasado. Hay que ser valiente para contar nuestra historia, pero se requiere a alguien incansable para contar la historia de otros.
Bajar el volumen
“Me da mucha vergüenza cuando algo comienza con el yo y con la verdad de ese yo. Cuando el yo entra, por ejemplo, en mis perfiles, se trata de uno que está al servicio de que el otro refleje algo de sí mismo”. En este, como en muchos otros de sus textos, Guerriero aparece, pero sólo cuando le lanzan alguna pregunta o hay un cambio inesperado en el punto de vista del perfil. La nombran y, de pronto, la hacen presente. Leila es a veces, también, Leilita.
Igual, como todos, se cansa. Escribir libros casi nunca es, para nadie, lo único que debe hacerse si se quiere escribir libros. “Trabajo muchísimo en otras cosas. Escribiendo artículos, columnas, dando clases. Hay días en los que de sólo pensar que tengo que estar cinco horas atenta, aunque el tema me interesa muchísimo, me pesa. Ya después, cuando estoy ahí, se me pasa. No bostezo en la cara del entrevistado”. Aunque la vida pospandémica trajo algunas oportunidades –talleres, encuentros, entrevistas–, también nos volvió más perezosos. Me cuenta el caso de un periodista que vivía a veinte cuadras de su casa, en Buenos Aires, que en lugar de citarla en un bar o en un café le dijo: “Lo hacemos por Zoom”. Si tu trabajo consiste en conocer a la gente, para escribir sobre ellos se necesita otra cosa.
“A veces me encuentro pensando demasiado sobre mí misma y digo: A quién le va importar esto, esto tiene que llevar a un lugar más universal, hablar de una experiencia humana más grande. Algo que exceda mi cuerpo.”
El tono particular de las columnas de Leila Guerriero, compiladas en Teoría de la gravedad (2019), se debe precisamente a esa distinción. No es que Leila no tenga cuidado al tratar con su propia vida, al contrario: en su estudio puede encontrarse una especie de organización que siempre permite rastrear lo que se está buscando, sus grabaciones, sus notas, las distintas versiones de un texto antes de llegar a la final, constituyen una muestra de ello. Pero el estilo tiene que ser distinto. “Tienes que ser más efectista. En una columna el volumen de lo que dices a veces está muy alto. Tienes que ecualizarlo. Incluso cuando no todas hablen de experiencias personales, como ocurre cuando escribo sobre la política argentina o latinoamericana, tienes que bajarle el volumen al yo, por lo menos para que se entienda que no llevas contigo ninguna verdad divina. A veces me encuentro pensando demasiado sobre mí misma y digo: A quién le va importar esto, esto tiene que llevar a un lugar más universal, hablar de una experiencia humana más grande. Algo que exceda mi cuerpo”.
Cerrar el círculo
Roberto Merino escribió que un “un mal libro sería aquel en el que el yo se queda todo el tiempo y no nos deja tranquilos jamás”. Guerriero ha trabajado durante años en formas de hacerse a un lado. Por eso no tiene malos libros. Y sin embargo sus textos poseen la extraña cualidad de ser inalienables. Escribe como quien nunca deja de preguntar. No se detiene cuando cree que algo está finalizado, “la gente tiene secretos”. Pero sabe cuando una historia le pide cerrar el círculo. “Vas y preguntas y repreguntas pero igualmente terminas en el mismo callejón. La realidad misma a veces te dice: No busques más por acá. Porque algo no te quiere decir, o no hay nada. Eso sí, debes procurar que nada quede como una zona oscura o iluminada con una sola voz. Tu labor es que nada crucial se quede fuera”.
Leila Guerriero ha dicho que escribe como si boxeara, porque la literatura es un poco eso: está llena de movimientos, de fintas, de golpes, de escabullimientos. Es un sistema de manipulación. Reconocerlo es un principio fundamental en todo el arte. No todos pueden accionar dicho sistema con sabiduría –se interpone a veces la moral, a veces la doxa, a veces el deseo, últimamente las tendencias–, pero quienes lo consiguen pueden mirar de frente a lo que sea que estén buscando al escribir. Guerriero, una vez más, lo dice mejor. Lo llama su diablo, dice que no es nada sin él.
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