Durante el mes de junio llegarán a librerías mexicanas dos novedades editoriales: La invención de un lector (el título más reciente de la colección Editor de Gris Tormenta), de Cecilia Fanti, y una reedición de Lecturas clásicas para niños (en Antítesis, la colección de Alias), la conocida antología que fue parte del programa vasconcelista y que este año cumple un siglo de haberse publicado.
Un amigo bromista, que solía tener una librería en Querétaro hasta que el IMPI empezó a cagarle el palo, alguna vez sugirió que en la colección Editor –que, como sabemos, se ocupa de las alegrías y miserias que se dan en el interior del mundo de los libros– debería incluirse un título sobre el retractilado. No se le ha cumplido pero al menos Fanti dedica algunas líneas al tema:
En principio un ejemplar envuelto en plástico permite acceder solo a la tapa y a la contratapa. Para poder apreciarlo, hay que encontrar el ángulo exacto para que el brillo de las luces no funda la imagen a blanco, velándola o volviéndola ilegible. Un libro retractilado es, en definitiva, inaccesible, se cierra a la experiencia posible de un lector. No puede abrirse para leer una página al azar –primer encuentro entre un lector y un libro–; no se puede hojear ni tampoco oler. En definitiva, no puede manipularse como todos manipulamos un libro y sobre todo no puede elegirse. Algunas casas editoriales argumentan que es la mejor manera de preservar los libros en sus almacenes y que el papel, al no entrar en contacto con el aire, no amarillee con el paso del tiempo. […] Durante la pandemia, el retractilado se impuso como una forma de mantener lejos al coronavirus: bastaba con echarle un poco de alcohol al setenta por ciento y limpiarlo con una franela antes de despacharlo. En la actualidad, las librerías llenamos cestos con ese plástico que no encontrará ningún otro uso fuera de abultar nuestros bolsillos, ensuciar el piso en pequeños pedacitos, o indigestar a nuestras mascotas.
Cecilia Fanti ha estado al frente de la librería Céspedes, en Buenos Aires, desde agosto de 2017, el mismo año en que publicó La chica del milagro. Como cuenta en esta breve memoria, antes vivió el educativo vía crucis de trabajar en el mundo editorial –en el área de márketing, para colmo. Es la nota más o menos triste y obligada de las memorias de libreros, pero acá da la oportunidad de colocar la reflexión semidepresiva no en las dificultades de llevar una librería (que no niega ni oculta) sino en el árido mundo profesional (o más profesionalizado). Por ello el resto del recuento tiene algo de alegre, los números negros de una vitalidad redescubierta. La experiencia librera, en el caso de Fanti, aparece así como un remanso, un oasis, incluso una casa de campo. Creo que por ello disfruté la atención que dedica al retractilado o a las fajas publicitarias (que pueblan “un mar de halagos”). Aún se detecta en ello la característica neurosis del librero cascarrabias, pero dirigida al mundo al que la autora dio la espalda (el editorial-profesional). Aunque, igual, hay algo atemperado en cómo lo cuenta: “Algunas fajas dialogan con otras formas de cultura popular. En una edición reciente de 1984, de George Orwell, la faja, de un fucsia furioso, con letras blancas y mayúsculas, indicaba: ‘El libro en el que se basa Gran Hermano’”.
El libro abre con un tono contrastante, un prólogo escrito bajo el hechizo de Héctor Yánover (quien, en su propia memoria de librero, hace pensar en que el oficio está más alejado del trabajo intelectual y más cercano al del pirata o el tahúr), y que fue escrito por Luigi Amara, quien creo que también trabaja en una librería.
Bibliotecas paternas
En una ciudad, en su consultorio, a un psicoanalista se le ocurre señalar: “pero fue tu padre quien te introdujo en el mundo de los libros, ¿no es así?”. Es así. Al paciente, un día de su infancia, digamos por ejemplo, se le entregó un cómic de Astérix. “Son muy divertidos”, imaginemos que dijo el padre, “se pelean con pescados y al final siempre arman unas comilonas”. Más tarde, libros sobre mitología griega y romana, y eventualmente la historia de la antigua Roma contada amenamente por Indro Montanelli. En la biblioteca paterna, varios volúmenes sobre derecho romano, expectantes. Pero también, recuerda el paciente, fue el mismo padre quien decepcionado le dijo que el libro que estaba leyendo, durante una vacación (Cujo, de Stephen King, a sus doce años), era basura.
En su autobiografía intelectual, George Steiner recuerda los severos ejercicios de traducción a los que lo sometía su padre cuando era niño, la estrecha pero fructífera puerta de entrada a su gran pasión. Lo cierto es que los educadores no siempre pueden prever qué senda seguirá el lector a quien le han expandido el mundo. Astérix bien pudo haber llevado a alguien a interesarse por el derecho romano (y, ejem, la abogacía), pero también por libracos, los cómics, la pornografía y otros productos de los márgenes. Roberto Calasso en Cómo ordenar una biblioteca (2020):
Al editor holandés Koen van Gulik le sucedió que, teniendo ya su propia biblioteca, heredó otra, que provenía de alguien muy cercano a él: su padre. La idea más obvia y a la vez más práctica era la de reunir ambas bibliotecas. De este modo, el mismo clásico estaría representado por distintas ediciones y se eliminarían algunas lagunas. Sin embargo, Koen se percató enseguida de que esa solución no funcionaba. Los libros provenientes de una biblioteca seguían imantados por los libros de la misma biblioteca. Se resistían a reunirse con los otros. La cercanía forzada podía provocar estridencias, dejar ver incompatibilidades de gusto. Era como si las dos bibliotecas reunidas se volvieran algo parecido a una biblioteca pública o una librería. Perdían su carácter de involuntaria confesión.
Pienso en estas historias de bibliotecas paternas mientras contemplo la reedición de Lecturas clásicas para niños. Reconozco en ella un gesto paterno. Yo mismo no sé si regalársela a mi sobrina… o si debo subirla a su lugar en mi librero (el libro cuesta 750 pesos). De nuevo Calasso: “ordenar una biblioteca puede remover las aguas más profundas”. Cuando éramos niños mi padre nos leía a mis hermanas y a mí, antes de dormir, fábulas de Esopo, pasajes de la Biblia y supongo que algunos cuentos de los hermanos Grimm (y a veces se inventaba historias tenebrosas que todavía recuerdo). Conocí esta antología tarde en mi vida, hasta que empecé a trabajar de librero. Ya me he encontrado, en un par de ocasiones, con la edición de los setenta (dos volúmenes de gran formato, con la Medusa en la portada). Cuando se presentó el pasado 22 de mayo en el MUNAL, James Oles –en conversación con Mireida Velázquez y Davida Fernández-Barkan– habló en extenso sobre la materialidad de las distintas ediciones que ha tenido, y subrayó el acierto del equipo de Alias por recuperar, para su portada, un diseño distinto al de la Medusa (que puede tener connotaciones extrañas), el de un fértil árbol de la ciencia, como apareció en su primera edición.
Esta versión consta de ocho cuadernillos fáciles de manejar, reproduce los diseños e ilustraciones de Roberto Montenegro y Gabriel Fernández Ledesma, e incluye una informativa introducción a cargo de Nicolás Medina Mora que no deja de ser crítica con Vasconcelos, quien tenía lo suyito.
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