En su Cuaderno 7, antes de abril de 1931 (recogido en Memorias de un cinéfilo: escritos sobre cine (1931-1977), compilado originalmente en 2014), anotó Henri Langlois:
La proyección termina. La víctima se ofrece por sí misma en holocausto. Es de mañana, y con los ojos aún colmados por el sortilegio, la gente abandona sus butacas. ¿Por qué habrían de saber que Nosferatu ya ha vuelto a la vida? Los vendedores de diarios gritan las noticias. Las playas están llenas de ingleses; la Sociedad de las Naciones, de delegados; los bancos, de empleados; los diarios, de avisos, y la pantalla sigue emitiendo presagios que nadie capta. La ciencia avanza demasiado, la profilaxis es demasiado perfecta. Lenin y Chaplin son parte de los nuevos tiempos. Y el joven que da vuelta al mundo se deja invadir, como todo el mundo, por el goce de ser libre, de ser hombre y de estar vivo.
Nunca he visto Nosferatu: una sinfonía del horror (Friedrich Wilhelm Murnau, 1922) en sala de cine, aunque cada tanto vuelve a proyectarse en pantalla grande. En cambio, en la comodidad de mi casa, pude verla recientemente. La recordaba como un sueño: algunas imágenes, fragmentos. La trama, como se sabe, es la misma que la de Drácula (1897), la novela del irlandés Bram Stoker, con algunas variaciones. Pero esta adaptación es fiel en una estrategia: los intertítulos cambian de tipografía de acuerdo a lo que representan, y tiene algunos momentos de observación semejante a la atención de un documental sobre naturaleza. De la misma manera, a pesar de su tema sobrenatural, Drácula hacía uso de la prosa del periodismo, del diario personal, del telegrama y otros estilos para dar la apariencia de tratarse de un relato documentado. Pero, como saben quienes se han sumergido tanto en la novela de Stoker como en la película de Murnau, ese andamiaje se esfuma rápidamente. Creo que el tono de Langlois citado arriba (que recuerda las sátiras apocalípticas de Karl Kraus) es apropiado para el sentimiento que emana del filme y la novela.
“El cine mudo hechizaba”, anota Langlois en otra entrada de sus cuadernos; “ahoga nuestro espíritu crítico, hace aparecer lo desconocido, un universo demoniaco hecho de autosugestión y del pánico que provoca la brujería y el conjuro, a la acción de fuerzas malignas inaccesibles a los sentidos, típicas de la mentalidad prelógica. Resucita en nosotros la creencia en el poder efectivo del deseo”.
Dos imágenes: un hombre coloca cruces blancas sobre las puertas de las residencias de una calle; una fila de hombres cargando ataúdes desciende por otra. Un eco siniestro alcanza nuestros días.
En Nosferatu vemos que una nave de velas negras atraviesa el océano en silencio. Lleva un cargo letal, maligno. El eco de esa imagen vuelve décadas más tarde, cuando una mole atraviesa el espacio sideral y aterriza en un planeta. Unos trabajadores espaciales bajan a explorar, pero a uno de ellos se le ha unido algo. “¿Qué tipo de cosa? Necesito una definición clara”, exige Ripley desde el interior de la nave. Con urgencia, le contestan: “Un organismo, abre la escotilla”. “Espera un minuto, si lo dejamos entrar la nave puede infectarse, conoces bien los protocolos de cuarentena…”. La desobedecen. También se cree que una enfermedad infecciosa es lo que ha llegado a Wisborg, Alemania, en Nosferatu (Londres, en Drácula) cuando comienzan a acumularse las muertes. Dos imágenes: un hombre coloca cruces blancas sobre las puertas de las residencias de una calle; una fila de hombres cargando ataúdes desciende por otra. Un eco siniestro alcanza nuestros días.
Un mes antes de que se estrenara Nosferatu en Alemania, en París se publicó, de manera íntegra, el Ulises de James Joyce. Al final del tercer episodio de la telemaquiada, el conocido como “Proteo”, encontramos una imagen ominosa. De acuerdo a la versión de Salas Subirat: “Volvió la cara por encima del hombro, retro regardant. Moviendo en el aire sus tres altos mástiles, las velas recogidas sobre las crucetas, arribaba, aguas arriba, moviéndose silenciosamente, un navío silencioso”. Son las once de la mañana del 16 de junio y Stephen Dedalus –a quien conocíamos como el protagonista de Retrato del artista adolescente– deambula por una playa sucia, una cloaca abierta. Es un momento importante que presagia la llegada del auténtico protagonista de Ulises: el prudente Leopold Bloom, cuyos triunfos siempre son en la cruz (como cuando se enfrenta al sentimiento antisemita que detecta en el doceavo episodio, “Cíclope”). Su aparición en la novela y la llegada a Europa del conde Orlock son paralelas. Como al vampiro, lo presagia un navío silencioso, y de inmediato, en el siguiente episodio, lo conocemos comiendo. “El señor Leopold Bloom comía con fruición órganos internos de bestias y aves. Le gustaba la espesa sopa de menudos, las ricas mollejas que saben a nuez, un corazón relleno asado, lonjas de hígado fritas con raspaduras de pan, ovas de bacalao bien doradas. Sobre todo le gustaban los riñones de carnero a la parrilla, que dejaban en su paladar un rastro de sabor a orina ligeramente perfumada”.
“La sangre es la vida”, escribió famosamente Stoker. En el monólogo de la playa, Dedalus también asocia la sangre (menstrual) tanto con la vida (“Mareas, dentro de ella, miriadinsulada, sangre no mía, oinopa pontón, un mar vino oscuro”) como con ciclos repetitivos (“Ella marcha agobiada, schleppea, remolca, arrastra, trascina su carga. Una marea hacia el oeste selenearrastrada, en su estela”). Por supuesto, las rimas que pueden encontrarse en dos clásicos son azarosas, incluso caprichosas. Es una época extraña para reconocer que, en las artes, existen los clásicos. Pero su existencia no es una mera elucubración ontológica: se confirma con un par de certezas. La primera, obvia, es que los vientos del tiempo arrasan, inclementes, y dejan pocas construcciones en pie. La segunda –obtenida por cierta experiencia– es que un centenario es, en realidad, muy poco tiempo para lo que puede hacer un ser humano, como se aprecia en tanto tiempo malgastado. La pertinencia de obras como Ulises o Nosferatu es tal que existen casas de estudio dedicadas a ellas; y su estela, en la que navegan otras obras, hace un poco redundante llamar la atención sobre ello. Por no hablar de la ocasión coyuntural que dispara la industria turística y otro tipo de festividades (acá puede consultarse el programa del Bloomsday de este año; y acá, las proyecciones que a partir del 5 de junio se darán de Nosferatu, en Irlanda e Inglaterra, para mantenernos en las mismas coordenadas).
Tengo una predilección especial por Ulises (como en su época había quienes la tenían por El gabinete del doctor Caligari de Robert Wiene, de 1920, por encima del filme de Murnau), pues sigue sosteniéndose tanto como una agresión contra cierto tipo de lector, como un ejemplo de una obra de arte capaz de generar relaciones masoquistas (placenteras pero arduas) con otros. El lector escandalizado y quejumbroso no ha desaparecido: con su centenario, además de las celebraciones, llegaron los predecibles textos en contra del Ulises; Kiko Amat acá, Alberto Olmos allá y más allá. Olmos al menos tuvo el tino de recordar que no hay que acercarse a la traducción de José María Valverde (al respecto también escribió, hace tiempo, Juan José Saer).
Históricamente el vampiro es un apestado, un paria. Es la misma situación en la que se encuentra Bloom a lo largo de la novela, aunque se mueve con agilidad en las acogedoras sombras de la vida interior.
El vampiro de la novela de Stoker, popularizado masivamente gracias al cine, más allá de su literalidad monstruosa (el redivivo chupasangre), ha sido interpretado y reinterpretado insaciablemente –pero, entre las múltiples lecturas, hay una que embona con el sentimiento antipatriótico y antiimperialista de la novela de Joyce (una de las pocas obras modernistas de izquierda). El vampiro del irlandés, inspirado en un regente particularmente violento del siglo XV, tiene un origen político (un libelo alemán del mismo siglo; más al respecto en Vampiros y hombres lobo, de Erberto Petoia). Históricamente el vampiro es un apestado, un paria. Es la misma situación en la que se encuentra Bloom a lo largo de la novela, aunque se mueve con agilidad en las acogedoras sombras de la vida interior, donde siempre emerge triunfante. Se trata de una de las zonas especialmente herméticas de la obra de Joyce, la que trata la historia política de Irlanda, con alusiones tanto a héroes como a villanos. Quienes no somos académicos de Joyce, sin embargo, podemos detectar al menos un sentimiento compartido en otros pueblos (no me extraña que sea en España, con su particular nacionalismo cultural, donde aún siga siendo interesante negar la importancia de esta novela).
En su Ulises. Claves de lectura, el argentino Carlos Gamerro –a propósito de la estructura del episodio doce– llama la atención a este fenómeno: “Es un capítulo narrado por dos cíclopes, que no logran combinar sus visiones parciales en síntesis alguna. ¿Por qué esta estructura de vaivén y alternancias? Es tentador relacionarla con el eterno vaivén entre orgullo exultante y avergonzado autoodio tan característico de la visión que los países vapuleados, como Irlanda o el nuestro, tienen de sí mismos: en un momento somos el mejor país del mundo, y al siguiente la peor porquería”.
Merece mayor atención el costado espectral de Ulises. En su biografía sobre Joyce, Richard Ellmann ha dado suficientes pistas para subrayar la importancia que le daba a distintas fantasmagorías y supersticiones (su temor a las tormentas eléctricas; la muerte de su madre, que tuvo secuelas importantes tanto en Retrato de un artista… como en Ulises; James y una de sus hermanas creyeron ver el fantasma de la madre poco tiempo después de su muerte). En el primer episodio de la novela, Dedalus, dirigiéndose con odio a Dios, que le ha arrebatado a su madre: “¡Gul! ¡Devorador de cadáveres!” (en la traducción de Marcelo Zabaloy; en la de Salas Subirat: “¡Vampiro! ¡Mascador de cadáveres!”). La muerte y el fantasma del desdichado Paddy Dignam se anuncia desde un campanario temprano en el día; en el episodio “Hades”, se visita un cementerio infestado de ratas; la visita a la Biblioteca Nacional le recuerda a Dedalus el descenso a una necrópolis. Y, por supuesto, el duelo constante por su hijo hace que Bloom mantenga una comunicación con el duelo de Shakespeare (abonando con la díada Hamnet-Hamlet al robusto aparato de referencias de la novela).
Discutiendo Hamlet y la naturaleza del duelo: “–¿Qué es un fantasma? –dijo Stephen con vibrante energía–. Alguien que se ha desvanecido en lo impalpable, por muerte, por ausencia, por cambio de hábitos”. Esta definición, que bordea lo psicoanalítico, ilumina la profundidad de la “mentalidad prelógica”, para volver a Langlois. La baraja de estilos cambiantes de la que disponía Joyce, su discutido uso del monólogo interior, el “cinematográfico” episodio X (“Rocas errantes”): es tentador seguir esta senda (ya bastante explorada) para vincular un clásico del cine con esta obra referencial del modernismo. Pero más evidente es un tema común entre Nosferatu y Ulises: en ambas se permite que lo sobrenatural conviva con lo cotidiano. Se trata, en ese sentido, de obras de lo real.
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