Cuando Oswald de Andrade escribió, en el Manifiesto antropófago (1928), “Tupi, or not tupi: that is the question”, dejó en el aire una problemática que, de uno u otro modo, atravesaría la literatura posterior, especialmente la latinoamericana. Se trataba, en un momento en el que las vanguardias eran fuerzas vivas, de preguntarse por la posibilidad de otra modernidad. Ese impulso, que naufragó en los proyectos políticos que intentaron darle forma social, ha producido, sin embargo, momentos de esplendor artístico. Llamémosle, con Bolívar Echeverría, ethos barroco, “una estrategia para hacer ‘vivible’ algo que básicamente no lo es: la actualización capitalista de las posibilidades abiertas por la modernidad”. Antes que un programa revolucionario, consiste en una forma radical de resistencia: “su utopía no está en el ‘más allá’ de una transformación económica y social, en un futuro posible, sino en el ‘más allá’ imaginario de un hic et nunc insoportable transfigurado por su teatralización”, añade Echeverría en La modernidad de lo barroco (1998).
Las escrituras nacidas de ese ethos disensual, catalogadas como neobarrocas principalmente en el campo de la poesía, cristalizan el lenguaje otro de una utopía de lo múltiple que (aún) no ha podido alcanzarse; incluso el Baudrillard más desencantado encontró ahí un territorio para la supervivencia de la dimensión simbólica de las palabras, amenazada por la codificación binaria del entorno cibernético: “debemos decir que la resistencia más fuerte hacia esa virtualización destructiva procede del mismo lenguaje, de la singularidad, de la irreductibilidad, de la vernacularidad de todos los lenguajes, que, en realidad, están muy vivos y resultan ser el mejor elemento disuasorio contra la exterminación global del significado”. Tupi, or not tupi: de eso se trata (todavía).
Se cumple un siglo de la Semana de Arte Moderno de São Paulo, es decir, de la irrupción del modernismo brasileño, la vanguardia latinoamericana de mayor fuerza expansiva, al menos en el país y la lengua de los que surgió, pero no exclusivamente. No es casual que en el mismo año se fundara el Partido Comunista Brasileño: en 1922 se concentró una energía cultural y políticamente transformadora, que haríamos bien en revisar desde los países hispanohablantes, donde nos llenamos la boca hablando de “lo latinoamericano” pero solemos ignorar la fuerza artística de la región de habla portuguesa. No es el caso del sello Alias, que –como hizo en 2020 anticipando el centenario del movimiento estridentista– se suma a la celebración con un notable paquete: Resaca tropical, la publicación de tres textos fundantes que no contaban con ediciones mexicanas. Ni Paulicea desvariada (poesía, 1922), de Mário de Andrade (1893-1945), ni Pau Brasil (poesía, 1925) o el Manifiesto antropófago (1928), de Oswald de Andrade (1890-1954), estaban inéditos en castellano, pero las nuevas versiones de Rafael Toriz, así como su prólogo, nos invitan a leer esos textos en toda su vigencia y complejidad. Las ilustraciones de la genial Tarsila do Amaral completan la apuesta, que atestigua el surgimiento de una escritura y un trazo brasileños.
Si Mário, autor de una cumbre como Macunaíma (1928), es el eslabón entre tradición y modernidad, Oswald es la materialización radical de la ruptura con el pasado colonial y la retórica del portugués peninsular, a la que opone una literatura que invoca lo originario (donde ya había comunismo y surrealismo, nos dice) para proyectarlo hacia el exterior en tanto propuesta de modernidad alternativa. En el manifiesto también llamado Pau Brasil (1924) Oswald de Andrade afirma que “Wagner sucumbe ante las escuelas de samba de Botafogo”, y en sus aforismos antropofágicos, como explica Haroldo de Campos en el prólogo de la Obra escogida que Biblioteca Ayacucho publicó en 1981, plantea que “la experiencia europea importada sería deglutida y transformada, y puesta desde luego al servicio de una cultura brasileña de invención (productiva), así como los primeros salvajes devoraban al colonizador portugués”. En México, pongámoslo aquí discretamente, habrían venido bien más comilonas críticas como las de los estridentistas: perdonarle la vida a uno que otro guajolote para que los españoles ocuparan su puesto en el mole.
Mencioné antes la fuerza expansiva del modernismo brasileño, de la Semana del 22, y lo hice pensando en un hecho diferencial con otros países latinoamericanos: si algo mantuvo viva la utopía antropofágica, ese vanguardismo cadencioso, fue el tropicalismo. Cuando Gilberto Gil viajó a Pernambuco en 1967 tuvo una visión: mezclar a la Banda de Pífanos de Caruaru con The Beatles. Un año después, en una conversación con Augusto de Campos, Caetano Veloso habló del tropicalismo como una neoantropofagia. Y ni hablar, en el campo de la antropología, del trabajo de Eduardo Viveiros de Castro, quien plantea el perspectivismo como una actualización de las ideas oswaldianas. La obra visual de Hélio Oiticica o el cine de Glauber Rocha siguieron esos rumbos. ¿Y Mário? La influencia de su trabajo etnomusicológico llegó, a través de la obra de Heitor Villa-Lobos, al trabajo de Tom Jobim, sin olvidar que su poesía persiste en los escenarios gracias a Maria Bethânia.
Como el estridentismo, el modernismo brasileño nos interpela un siglo después: “Contra el burocratismo, la práctica culta de la vida. Ingenieros en vez de jurisconsultos, perdidos como chinos en la genealogía de las ideas. / La lengua sin arcaísmos, sin erudición. Natural y neológica. La contribución millonaria de todos los errores. Como hablamos. Como somos” (Manifiesto de la poesía Pau Brasil).
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