Sí, es de noche y otro mundo se alza. Duro, cínico,
analfabeta, amnésico, girando sin razón […] Extendido,
aplanado, como si la perspectiva y el punto de fuga hubieran
sido abolidos […] Y lo extraño es que los muertos vivientes
de este mundo surgieron del mundo anterior…
Philippe Sollers citado por Jean-Luc Godard en Historia(s) del cine
Si ha de haber un futuro habitable y compartido en nuestro planeta, será un futuro desconectado, separado de los sistemas y operaciones destructores del mundo del capitalismo 24/7. En lo que quede del mundo, la red, tal y como la vivimos hoy, se habrá convertido en una parte fracturada y periférica de las ruinas de las que posiblemente surgirán nuevas comunidades y proyectos interhumanos. Si tenemos suerte, la breve era digital habrá sido superada por una cultura material híbrida basada en maneras de vivir y subsistir cooperativamente, tanto antiguas como nuevas. Ahora, en medio de la intensificación del colapso social y medioambiental, existe una conciencia creciente de que la vida cotidiana ensombrecida en todos los niveles por el complejo Internet ha cruzado un umbral de irreparabilidad y toxicidad. Cada vez más personas lo saben o lo intuyen, pues experimentan silenciosamente sus consecuencias dañinas. Las herramientas y los servicios digitales usados por personas en todas partes están subordinados al poder de corporaciones transnacionales, agencias de inteligencia, cárteles criminales y una élite multimillonaria sociópata. Para la mayor parte de la población de la Tierra a la que se le ha impuesto, el complejo Internet es el motor implacable de la adicción, la soledad, las falsas esperanzas, la crueldad, la psicosis, el endeudamiento, la vida desperdiciada, la corrosión de la memoria y la desintegración social. Sus pregonados beneficios se vuelven irrelevantes o secundarios ante sus impactos nocivos y sociocidas.
Los comportamientos adversos a la posibilidad de un mundo habitable y justo son incitados en casi todas las características de las operaciones en línea.
El complejo Internet se ha vuelto inseparable del inmenso e incalculable alcance del capitalismo 24/7 y su frenesí de acumulación, extracción, circulación, producción, transporte y construcción a escala global. Los comportamientos adversos a la posibilidad de un mundo habitable y justo son incitados en casi todas las características de las operaciones en línea. Alimentadas por apetitos fabricados artificialmente, la velocidad y la ubicuidad de las redes digitales maximizan la prioridad incontestable de conseguir, tener, codiciar, resentir, envidiar; todo lo cual impulsa el deterioro del mundo, un mundo que opera sin pausa, sin posibilidad de renovación o recuperación, asfixiado por su calor y sus deshechos. El sueño tecnomodernista del planeta como obra colosal de innovación, invención y progreso material sigue atrayendo a defensores y apologistas. Buena parte de los numerosos proyectos e industrias de energía “renovable” están diseñados para perpetuar lo mismo de siempre, para mantener patrones devastadores de consumo, competencia y aumento de la desigualdad. Las estrategias impulsadas por el mercado, como el Green New Deal, son absurdamente inútiles porque no hacen nada para desactivar la expansión de la actividad económica sin sentido, los usos innecesarios de energía eléctrica o la industria global de extracción de recursos incitada por el capitalismo 24/7.
Scorched Earth pertenece a una tradición de panfletismo social que aspira a dar voz a la experiencia en común, a lo que es conocido o parcialmente conocido en común pero es negado por un bombardeo abrumador de mensajes que insisten en la inalterabilidad de nuestras vidas administradas. Muchas personas tienen en su día a día una visceral comprensión de la miserabilidad de sus vidas y esperanzas, pero pueden tener solamente una conciencia vacilante de hasta qué punto comparten estas percepciones con los demás. Mi objetivo no es presentar un análisis teórico matizado sino, en un momento de emergencia, afirmar la verdad de los conocimientos y experiencias compartidos e insistir en que formas de rechazo radical, en lugar de adaptación y resignación, no sólo son posibles sino necesarias. El complejo Internet funciona como un anuncio interminable de su carácter indispensable y de la insignificancia de cualquier vida que no se asimile a sus protocolos. Sus omnipresencia e inserción en casi todas las esferas de actividad personal e institucional hacen que cualquier idea de su impermanencia o de su marginación postcapitalista parezca impensable. Pero esta impresión marca un fracaso colectivo de la imaginación, en su aceptación pasiva de las adormecedoras rutinas en línea como sinónimo de vida. Es impensable sólo en la medida en que nuestros deseos y vínculos con otras personas y especies han sido lastimados e incapacitados.
El filósofo Alain Badiou señaló que en este punto de aparente imposibilidad surgen las condiciones para la insurgencia: “La política emancipadora consiste siempre en hacer que parezca posible precisamente aquello que, desde dentro de la situación, se declara imposible”. Las voces que con mayor estridencia declaran esta imposibilidad son las de aquellos que se benefician de la perpetuación de las cosas como son, que prosperan con el funcionamiento ininterrumpido de un mundo capitalista. Son quienes tienen un interés profesional, financiero o narcisista en el ascenso y la expansión del complejo Internet. ¿Cómo, preguntarán incrédulos, podríamos prescindir de algo de lo que dependen todos los aspectos de la vida financiera y económica? Traducida, esta pregunta es en realidad: ¿Cómo podríamos prescindir de uno de los elementos centrales de la cultura y la economía tecnoconsumistas que ha puesto la vida en la Tierra al borde del colapso? Tener un mundo no dominado por Internet, dirán, significaría cambiarlo todo. Sí, precisamente.
La idea de que Internet podría funcionar independientemente de las operaciones catastróficas del capitalismo global es una de las fantasías delirantes de este momento.
Cualquier sendero posible hacia un planeta superviviente será mucho más desgarrador de lo que la mayoría reconoce o admite abiertamente. Un estrato crucial de la lucha por una sociedad equitativa en los próximos años es la creación de acuerdos sociales y personales que abandonen el dominio del mercado y del dinero sobre nuestra vida juntos. Esto significa rechazar el aislamiento digital, reclamar el tiempo como tiempo vivido, redescubrir las necesidades colectivas y resistir los crecientes niveles de barbarie, incluyendo la crueldad y el odio que emanan de Internet. Igualmente importante es la tarea de reconectar humildemente con lo que queda de un mundo lleno de otras especies y formas de vida. Hay innumerables formas en que esto podría ocurrir y, aunque no lo proclamen, grupos y comunidades en todas partes del planeta están avanzando en algunos de estos esfuerzos restauradores.
Sin embargo, muchos de los que entienden la urgencia de transitar hacia alguna forma de ecosocialismo o postcapitalismo sin crecimiento asumen despreocupadamente que Internet y sus aplicaciones y servicios actuales persistirán de alguna manera y funcionarán como siempre en el futuro, junto con los esfuerzos por un planeta habitable y acuerdos sociales más igualitarios. Existe una concepción anacrónica y errónea de que Internet podría simplemente “cambiar de manos”, como si fuera una empresa de telecomunicaciones de mediados del siglo XX, como Western Union o las emisoras de radio y televisión, a las que se les daría un uso diferente en una situación política y económica transformada. Pero la idea de que Internet podría funcionar independientemente de las operaciones catastróficas del capitalismo global es una de las fantasías delirantes de este momento. Están estructuralmente entrelazados, y la disolución del capitalismo, cuando ocurra, será el fin de un mundo impulsado por el mercado y moldeado por las tecnologías en red del presente. Por supuesto que habrá medios de comunicación en un mundo postcapitalista, como los ha habido en todas las sociedades, pero se parecerán poco a las redes financiadas y militarizadas en las que estamos involucrados hoy. Los numerosos dispositivos y servicios digitales que utilizamos ahora son posibles gracias a la exacerbación interminable de la desigualdad económica y a la desfiguración acelerada de la biósfera terrestre por la extracción de recursos y el consumo innecesario de energía.
El capitalismo siempre ha sido la conjunción de un sistema abstracto de valor y las externalizaciones físicas y humanas de ese sistema, pero con las redes digitales contemporáneas la integración de ambos es más completa. Los teléfonos interconectados, laptops, cables, supercomputadoras, módems, granjas de servidores y torres de telefonía celular son concreciones de los procesos cuantificables del capitalismo financiarizado. La distinción entre el capital fijo y el circulante se vuelve borrosa de forma permanente. Pero muchos siguen apegados a la imagen falaz de Internet como un ensamblaje tecnológico independiente, como un conjunto de herramientas, y el predominio de los dispositivos portátiles amplifica esta ilusión. A principios de los setenta el crítico social Iván Illich desarrolló una definición amplia de herramienta que incluía “artefactos diseñados racionalmente, instituciones productivas y funciones de ingeniería”. Las herramientas, escribió, son intrínsecamente sociales, y las evaluó con relación a una oposición fundamental: “Un individuo se relaciona en acción con su sociedad ya sea mediante el uso de herramientas que domina activamente o que actúan sobre él pasivamente”. Illich insistió en que las personas obtienen felicidad y satisfacción mediante el uso de las herramientas que “menos controlan los demás”, y advirtió que “el crecimiento de las herramientas más allá de cierto punto aumenta la reglamentación, la dependencia, la explotación y la impotencia”. A finales de los noventa, unos años antes de su muerte, observó la desaparición de la técnica como herramienta para alcanzar un fin, un instrumento a través del cual un individuo podía dar significado al mundo. En su lugar, observó la difusión de tecnologías cuyas reglas y operaciones integran a las personas. Acciones que antes eran autónomas, al menos en parte, ahora se convertían en comportamientos “adaptables al sistema”. En esta realidad históricamente inédita, los objetivos o fines que perseguimos dejan de ser los que realmente elegimos.
A pesar de su novedad histórica, el complejo Internet es la magnificación y consolidación de acuerdos que han sido operativos o parcialmente realizados durante muchos años. Difícilmente monolítico, es un mosaico de elementos de diferentes épocas hechos para una variedad de usos, algunos de los cuales se remontan a los esquemas para financiar flujos de electricidad en la década de 1880 ideados por Edison y Westinghouse y luego usurpados por J.P. Morgan. Actualmente atestiguamos el acto final del loco e incendiario proyecto de un mundo totalmente cableado, de la temeraria creencia de que la disponibilidad de energía eléctrica 24/7 para un planeta de ocho mil millones de personas era alcanzable sin las desastrosas consecuencias que ahora se tienen en todas partes.
El complejo Internet se convirtió rápidamente en una parte integral de la austeridad neoliberal en su continua erosión de la sociedad civil y su sustitución por simulaciones monetizadas y en línea de las relaciones sociales.
La casi instantaneidad de la conectividad de Internet hace que se cumpla la previsión de Marx en la década de 1850 de un mercado global (Weltmarkt). Vio la inevitabilidad de una unificación capitalista del mundo en la que las restricciones a la velocidad de circulación e intercambio disminuirían progresivamente a través de “la aniquilación del espacio por el tiempo”. Marx también entendió que el desarrollo de un mercado mundial conduciría necesariamente a “la disolución de la comunidad” y de cualquier relación social independiente de la “tendencia universalizadora del capital”. Por lo tanto, aunque sea más generalizado ahora, el aislamiento asociado a los medios digitales da continuidad a la fragmentación social producida por las fuerzas institucionales y económicas a lo largo del siglo XX. La materialidad de los medios puede cambiar, pero las experiencias sociales de separación, desempoderamiento y perturbación de la comunidad no sólo persisten sino que se intensifican. El complejo Internet se convirtió rápidamente en una parte integral de la austeridad neoliberal en su continua erosión de la sociedad civil y su sustitución por simulaciones monetizadas y en línea de las relaciones sociales. Fomenta la creencia de que ya no dependemos los unos de los otros, de que somos administradores autónomos de nuestras vidas, de que podemos gestionar a nuestros amigos del mismo modo que gestionamos nuestras cuentas en línea. También aumenta lo que la teórica social Elena Pulcini llama la “apatía narcisista” de los individuos vaciados del deseo de comunidad, que viven en conformidad pasiva con el orden social existente.
Desde finales de los noventa hemos escuchado repetidamente que las tecnologías digitales dominantes “llegaron para quedarse”. La narrativa maestra de que la civilización mundial ha entrado en “la era digital” promueve la ilusión de una época histórica cuyas determinaciones materiales están más allá de cualquier posible intervención o alteración. Uno de sus resultados ha sido la aparente naturalización de Internet, que muchos asumen ahora como algo instalado en el planeta de forma inmutable. Las numerosas mistificaciones de las tecnologías de la información ocultan su inseparabilidad de las estratagemas de un sistema global en crisis terminal. Se habla poco de cómo la financiarización de Internet depende intrínsecamente de una economía mundial que, como un castillo de naipes, se tambalea y se ve amenazada por los impactos plurales del calentamiento planetario y el colapso de las infraestructuras.
Las funciones clave de Internet incluyen la desactivación de la memoria y la absorción de las temporalidades vividas, no acabando con la historia sino volviéndola irreal e incomprensible.
Las afirmaciones iniciales de la permanencia e inevitabilidad de Internet coincidieron con varias celebraciones del “fin de la historia”, en las que el capitalismo global de libre mercado se declaraba triunfante, sin rivales, dominante a perpetuidad. Aunque, en términos geopolíticos, esta ficción explotó rápidamente a principios de la década del 2000, Internet pareció validar el espejismo de la posthistoria. Parecía introducir una realidad uniforme por defecto, definida por el consumo, desvinculada del mundo físico y de sus crecientes conflictos sociales y desastres medioambientales. La llegada de las redes sociales, con sus aparentes oportunidades de expresión personal, sugirió brevemente el cumplimiento degradado del horizonte de autonomía y reconocimiento para todos de Hegel. Pero ahora, como componente constitutivo del capitalismo del siglo XXI, las funciones clave de Internet incluyen la desactivación de la memoria y la absorción de las temporalidades vividas, no acabando con la historia sino volviéndola irreal e incomprensible. La parálisis de la memoria se produce de forma individual y colectiva: lo vemos en la transitoriedad de cualquier artefacto “analógico” que se digitaliza: más que la conservación, su destino es el olvido y la pérdida, sin que nadie lo note. Del mismo modo, nuestra naturaleza desechable se refleja en dispositivos que se definen a sí mismos y rápidamente se convierten en piezas inútiles de basura digital. Los propios acuerdos que supuestamente “llegaron para quedarse” dependen de la fugacidad, la desaparición y el olvido de cualquier cosa duradera o perdurable con la que puedan establecerse compromisos compartidos. A finales de los ochenta, Guy Debord vio la omnipresencia de estas temporalidades: “Cuando la significación social se atribuye sólo a lo inmediato, y a lo que será inmediato inmediatamente después, sustituyendo siempre a otra inmediatez idéntica, puede verse que los usos de los medios de comunicación garantizan una eternidad de ruidosa insignificancia”.
La transformación de Internet, que pasó de ser una red utilizada durante varias décadas principalmente por instituciones militares y de investigación a servicios en línea de acceso universal a mediados de los años noventa, no se produjo simplemente por los avances de la ingeniería de sistemas. Más bien, el cambio se produjo como parte esencial de la reorganización masiva de los flujos de capital y de la transformación de los individuos en “empresarios de su capital humano”. La introducción generalizada de formas de trabajo informales, flexibles y descentralizadas fue señalada por muchos, pero a principios de los ochenta un número menor de comentaristas fue capaz de captar lo que estaba en juego a un nivel más profundo. Por ejemplo, el economista francés Jean-Paul de Gaudemar identificó una reconfiguración fundamental del capitalismo que implicaba mucho más que la reorganización del trabajo y la dispersión global de la producción. “En efecto, vivimos una época en la que se ha hecho evidente que el capital debe reconquistar a partir de ahora la totalidad del espacio social del que el sistema anterior había tendido a separarlo. Ahora debe reincorporar este cuerpo social para dominarlo más que nunca”. En 1980 era imposible prever las formas concretas en que se produciría esta reconquista, o la implacabilidad con la que continúa, décadas después, subsumiendo cada vez más capas de la experiencia vivida. Innumerables esferas de lo social, con sus autonomías distintivas y texturas locales, han desaparecido o se han estandarizado en simulaciones en línea. El complejo Internet es ahora el aparato global completo para la disolución de la sociedad.
Fragmento de Scorched Earth: Beyond the Digital Age to a Post-Capitalist World. Publicado con autorización de Jonathan Crary y Verso Books. Traducción del inglés de Nicolás Cabral
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