jueves, 19 de septiembre de 2024

Ana Hernández: memoria material

Hay conversaciones que encuentran grietas para salir a la luz, que sin importar diferencias horarias y circunstancias están destinadas a suceder. Para hacer una visita al estudio de Ana Hernández (Santo Domingo Tehuantepec, Oaxaca, 1991), a distancia, fue necesario ubicarnos en su geografía física y emocional: es una artista visual originaria del Istmo de Tehuantepec, a seis horas de la ciudad de Oaxaca. Su trabajo aborda temas como la memoria, el linaje, la migración, la comunidad y la naturaleza.

Para Hernández no hay presente si no hay un pasado u origen definido; en su trabajo el recuento del pasado y la atención al presente están intrínsecamente conectados, coexisten todo el tiempo. Su apuesta es desdibujar las fronteras imaginarias que se han impuesto en la sociedad contemporánea para sanar la colectividad. “Somos tan universales”, comenta, “y hay fronteras que pesan. Una de ellas es la mía, la de saber mi origen y preguntarme qué pasa con eso, qué implicaciones tiene”. La artista produce a partir de vivencias de la infancia, con un cuestionamiento como guía: ¿qué ha cambiado y por qué ha cambiado lo que conocía y lo que sucede en el presente? Más que establecer una verdad, le interesa despertar reflexiones. “Siempre estoy preguntándome cosas y creo que ése es mi trabajo: preguntarme qué está pasando y por qué está pasando”.

“Siempre estoy preguntándome cosas y creo que ése es mi trabajo: preguntarme qué está pasando y por qué está pasando”: Ana Hernández.

Su madre emigró hace años a Estados Unidos, para trabajar y que ella pudiera dedicarse a los estudios. A partir de esta vivencia, y la impronta de salir de su pueblo cuando era adolescente, se empezó a dibujar una línea muy delgada entre su cultura, su raíz, y la manera en que creció. “Cuando llegué a la ciudad era una adolescente que quería descubrir el mundo, pero con el tiempo me di cuenta de que tenía que cuestionarme qué estaba pasando, por qué se sentían como mundos diferentes, por qué mi mamá tenía que estar allá y yo acá”. Desde el inicio de la conversación hubo saltos al pasado, hacia un tiempo en el que aparecieron, como semillas, las preguntas que hasta hoy guían su investigación artística y personal. “No podría hablar de algo que no sé, de lo que no viví, de donde no soy. Ésa es la clave. En todos lados tengo ese pensamiento”.

Ana Hernández

Ana Hernández trabajando en su estudio en Oaxaca. Fotografía: Luvia Lazo

Vestirse con trajes de tehuana, recogerse el cabello de cierta manera o usar detalles en color oro es para Ana Hernández una postura política. Además de una profunda sensibilidad hacia los cambios del mundo y los contrastes sociales, en ella destacan la franqueza y la empatía genuinas. Siempre habla en colectivo, hace mención de su familia, de la gente de su pueblo, de lxs niñxs que la buscan para llevarle flores. Es una artista que se mantiene en diálogo con las tradiciones. “Vengo de una familia que se dedica a los oficios, como el textil y la cocina, que me interesan mucho. Muchas veces me pregunto por qué los jóvenes ya no quieren ir al campo, por qué las mujeres ya no quieren bordar, es una forma de saber qué está sucediendo”.

Una de las posturas que defiende Ana Hernández es la de pensarse desde la universalidad: “No quiero que me categoricen. Yo no sabía que era indígena hasta que me nombraron indígena; esto de usar mi indumentaria es una posición política, quiero llevarlo más allá”.

Hernández cuenta que quería estudiar diseño de modas sin tener mucha noción de lo que eso implicaba, debido a que no llegaba mucha información a su comunidad, y que la primera vez que salió de ahí fue directamente a la Ciudad de México con 17 años. “A mí me interesaba cuestionar mis raíces y en la moda no me sentía cómoda”. Por circunstancias de la vida regresó a la ciudad de Oaxaca y supo que había una escuela de arte; así, ingresó al Instituto de Artes Gráficas (IAGO) y a los espacios formados por el maestro Francisco Toledo. “Ahí me empapé de toda esa información y creo que fue un buen lugar para desarrollar las preguntas que me hacía. Yo no era la única, no me sentía sola en este mundo queriendo hacer esas preguntas”.

Una de las posturas que defiende Ana Hernández es la de pensarse desde la universalidad: “No quiero que me categoricen. Yo no sabía que era indígena hasta que me nombraron indígena; esto de usar mi indumentaria es una posición política, quiero llevarlo más allá”. Consciente de que en el mundo del arte hay muchas divisiones, su energía creativa se orienta a un espacio en el que los temas sobre los que habla pueden traspasar las fronteras imaginarias que dividen a la sociedad: “Creo que hablo de temas universales. En cualquier parte, ya sea Estados Unidos o Japón, partimos de un origen, de una raíz”.

Ana Hernández

Ana Hernández retratada por Luvia Lazo

Respecto a las expectativas del medio artístico, a lo que éste espera del arte indígena, Hernández enfrenta las categorías ajenas como algo que acota la experiencia sensible y no reconoce la potencia, las posibilidades de su obra: “Tienes que saber cómo te están nombrando y que tú no estás decidiéndolo, sino que te van orillando”. Hay voces que no se encaminan a la universalidad sino a la división, a remarcar las diferencias: “Pareciera que por ser indígena estoy condicionada, así que mejor no lo soy para lograr que mi voz sea universal”.

Dos motores empujan la práctica de Ana Hernández: hablar desde el corazón y no dejar de trabajar. “En vez de pensar que las cosas no son posibles una sigue trabajando, y cuando esas cosas suceden te hacen saber que algo estás haciendo bien. Soy consciente de que lo que hago va a abrir una línea para las nuevas generaciones de mi pueblo, porque cuando me ven, ven que esto es posible”. La voz de la artista tiene una dirección clara: sanar las heridas producidas por la exclusión y el anonimato en algunxs artistas de comunidades originarias. Continuar el diálogo transgeneracional –con adultos mayores, contemporáneos o jóvenes– abona a la conciencia de que viene más gente detrás de nosotrxs.

En la producción de Hernández existe un proceso de selección y recuperación de materiales cercanos al Istmo. Piensa además en el efecto que tendrán las piezas en los espacios donde serán expuestas.

En la producción de Hernández existe un proceso de selección y recuperación de materiales cercanos al Istmo. Piensa además en el efecto que tendrán las piezas en los espacios donde serán expuestas. En el caso de Redasilú (Vendrá la memoria), la instalación que presentó en la edición 15 de la Bienal FEMSA, comenta: “Yo ya lo sabía, pero hasta que la vi montada me dije ‘Todo viene de la tierra’, fue muy difícil reunir esa jícaras. Todas las pláticas que se desarrollaban mientras las conseguía eran iguales: que ya no crecen, que ya no hay lluvia”. Los materiales –los bules, la cuerda, la cera– tienen significados.

Ana Hernández

Fotografía: Luvia Lazo

A partir del trabajo con jícaras apareció una reflexión sobre la modernidad y el capitalismo. Las mujeres que solían cargarlas en el convite ahora portan bandejas de plástico y regalan cosas de este material. “La jícara se ha transformado en una voz que hace preguntas. Cuando uso oro, que también es muy representativo de mi trabajo, éste encarna un valor que pasa de generación en generación. La cuerda, el hilo, es algo que une, enmendador. Retomo los materiales porque han estado cerca de mí; ahora mi interés es ocuparlos de otro modo”.

“Muchos artistas trabajan con otras personas, pero éstas sólo producen las piezas; antes de ser artista eres humano, debes tener comunicación con las personas productoras. Eso hace que crean en su trabajo, que valoren su oficio”.

Las piezas de Ana Hernández suelen estar acompañadas por textos que guían sus inquietudes, para que el público sepa de dónde parte su producción, sus procesos de trabajo. “Me gusta trabajar con la gente de mi pueblo porque es un intercambio de conocimiento”: ellxs son lxs primerxs testigos de su labor. Las manos de lxs artesanxs participan del trabajo de resignificación de los materiales en su obra: “Muchos artistas trabajan con otras personas, pero éstas sólo producen las piezas; antes de ser artista eres humano, debes tener comunicación con las personas productoras. Eso hace que crean en su trabajo, que valoren su oficio”.

La conversación con Hernández creó una atmósfera de conexión con aquello que en realidad importa y trasciende: la naturaleza, los oficios, la comunidad. El complejo mundo del arte contemporáneo se especializa en crear etiquetas y seguir tendencias, pero el impulso de esta artista zapoteca, preocupada por hacerse preguntas y repensar las clasificaciones de lo social, podría dar pie a cultivar una sensibilidad distinta, para seguir construyendo desde ese lugar.

Ana Hernández

Ana Hernández retratada en su estudio por Luvia Lazo

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Ana Hernández: memoria material

Hay conversaciones que encuentran grietas para salir a la luz, que sin importar diferencias horarias y circunstancias están destinadas a suceder. Para hacer una visita al estudio de Ana Hernández (Santo Domingo Tehuantepec, Oaxaca, 1991), a distancia, fue necesario ubicarnos en su geografía física y emocional: es una artista visual originaria del Istmo de Tehuantepec, a seis horas de la ciudad de Oaxaca. Su trabajo aborda temas como la memoria, el linaje, la migración, la comunidad y la naturaleza.

Para Hernández no hay presente si no hay un pasado u origen definido; en su trabajo el recuento del pasado y la atención al presente están intrínsecamente conectados, coexisten todo el tiempo. Su apuesta es desdibujar las fronteras imaginarias que se han impuesto en la sociedad contemporánea para sanar la colectividad. “Somos tan universales”, comenta, “y hay fronteras que pesan. Una de ellas es la mía, la de saber mi origen y preguntarme qué pasa con eso, qué implicaciones tiene”. La artista produce a partir de vivencias de la infancia, con un cuestionamiento como guía: ¿qué ha cambiado y por qué ha cambiado lo que conocía y lo que sucede en el presente? Más que establecer una verdad, le interesa despertar reflexiones. “Siempre estoy preguntándome cosas y creo que ése es mi trabajo: preguntarme qué está pasando y por qué está pasando”.

“Siempre estoy preguntándome cosas y creo que ése es mi trabajo: preguntarme qué está pasando y por qué está pasando”: Ana Hernández.

Su madre emigró hace años a Estados Unidos, para trabajar y que ella pudiera dedicarse a los estudios. A partir de esta vivencia, y la impronta de salir de su pueblo cuando era adolescente, se empezó a dibujar una línea muy delgada entre su cultura, su raíz, y la manera en que creció. “Cuando llegué a la ciudad era una adolescente que quería descubrir el mundo, pero con el tiempo me di cuenta de que tenía que cuestionarme qué estaba pasando, por qué se sentían como mundos diferentes, por qué mi mamá tenía que estar allá y yo acá”. Desde el inicio de la conversación hubo saltos al pasado, hacia un tiempo en el que aparecieron, como semillas, las preguntas que hasta hoy guían su investigación artística y personal. “No podría hablar de algo que no sé, de lo que no viví, de donde no soy. Ésa es la clave. En todos lados tengo ese pensamiento”.

Ana Hernández

Ana Hernández trabajando en su estudio en Oaxaca. Fotografía: Luvia Lazo

Vestirse con trajes de tehuana, recogerse el cabello de cierta manera o usar detalles en color oro es para Ana Hernández una postura política. Además de una profunda sensibilidad hacia los cambios del mundo y los contrastes sociales, en ella destacan la franqueza y la empatía genuinas. Siempre habla en colectivo, hace mención de su familia, de la gente de su pueblo, de lxs niñxs que la buscan para llevarle flores. Es una artista que se mantiene en diálogo con las tradiciones. “Vengo de una familia que se dedica a los oficios, como el textil y la cocina, que me interesan mucho. Muchas veces me pregunto por qué los jóvenes ya no quieren ir al campo, por qué las mujeres ya no quieren bordar, es una forma de saber qué está sucediendo”.

Una de las posturas que defiende Ana Hernández es la de pensarse desde la universalidad: “No quiero que me categoricen. Yo no sabía que era indígena hasta que me nombraron indígena; esto de usar mi indumentaria es una posición política, quiero llevarlo más allá”.

Hernández cuenta que quería estudiar diseño de modas sin tener mucha noción de lo que eso implicaba, debido a que no llegaba mucha información a su comunidad, y que la primera vez que salió de ahí fue directamente a la Ciudad de México con 17 años. “A mí me interesaba cuestionar mis raíces y en la moda no me sentía cómoda”. Por circunstancias de la vida regresó a la ciudad de Oaxaca y supo que había una escuela de arte; así, ingresó al Instituto de Artes Gráficas (IAGO) y a los espacios formados por el maestro Francisco Toledo. “Ahí me empapé de toda esa información y creo que fue un buen lugar para desarrollar las preguntas que me hacía. Yo no era la única, no me sentía sola en este mundo queriendo hacer esas preguntas”.

Una de las posturas que defiende Ana Hernández es la de pensarse desde la universalidad: “No quiero que me categoricen. Yo no sabía que era indígena hasta que me nombraron indígena; esto de usar mi indumentaria es una posición política, quiero llevarlo más allá”. Consciente de que en el mundo del arte hay muchas divisiones, su energía creativa se orienta a un espacio en el que los temas sobre los que habla pueden traspasar las fronteras imaginarias que dividen a la sociedad: “Creo que hablo de temas universales. En cualquier parte, ya sea Estados Unidos o Japón, partimos de un origen, de una raíz”.

Ana Hernández

Ana Hernández retratada por Luvia Lazo

Respecto a las expectativas del medio artístico, a lo que éste espera del arte indígena, Hernández enfrenta las categorías ajenas como algo que acota la experiencia sensible y no reconoce la potencia, las posibilidades de su obra: “Tienes que saber cómo te están nombrando y que tú no estás decidiéndolo, sino que te van orillando”. Hay voces que no se encaminan a la universalidad sino a la división, a remarcar las diferencias: “Pareciera que por ser indígena estoy condicionada, así que mejor no lo soy para lograr que mi voz sea universal”.

Dos motores empujan la práctica de Ana Hernández: hablar desde el corazón y no dejar de trabajar. “En vez de pensar que las cosas no son posibles una sigue trabajando, y cuando esas cosas suceden te hacen saber que algo estás haciendo bien. Soy consciente de que lo que hago va a abrir una línea para las nuevas generaciones de mi pueblo, porque cuando me ven, ven que esto es posible”. La voz de la artista tiene una dirección clara: sanar las heridas producidas por la exclusión y el anonimato en algunxs artistas de comunidades originarias. Continuar el diálogo transgeneracional –con adultos mayores, contemporáneos o jóvenes– abona a la conciencia de que viene más gente detrás de nosotrxs.

En la producción de Hernández existe un proceso de selección y recuperación de materiales cercanos al Istmo. Piensa además en el efecto que tendrán las piezas en los espacios donde serán expuestas.

En la producción de Hernández existe un proceso de selección y recuperación de materiales cercanos al Istmo. Piensa además en el efecto que tendrán las piezas en los espacios donde serán expuestas. En el caso de Redasilú (Vendrá la memoria), la instalación que presentó en la edición 15 de la Bienal FEMSA, comenta: “Yo ya lo sabía, pero hasta que la vi montada me dije ‘Todo viene de la tierra’, fue muy difícil reunir esa jícaras. Todas las pláticas que se desarrollaban mientras las conseguía eran iguales: que ya no crecen, que ya no hay lluvia”. Los materiales –los bules, la cuerda, la cera– tienen significados.

Ana Hernández

Fotografía: Luvia Lazo

A partir del trabajo con jícaras apareció una reflexión sobre la modernidad y el capitalismo. Las mujeres que solían cargarlas en el convite ahora portan bandejas de plástico y regalan cosas de este material. “La jícara se ha transformado en una voz que hace preguntas. Cuando uso oro, que también es muy representativo de mi trabajo, éste encarna un valor que pasa de generación en generación. La cuerda, el hilo, es algo que une, enmendador. Retomo los materiales porque han estado cerca de mí; ahora mi interés es ocuparlos de otro modo”.

“Muchos artistas trabajan con otras personas, pero éstas sólo producen las piezas; antes de ser artista eres humano, debes tener comunicación con las personas productoras. Eso hace que crean en su trabajo, que valoren su oficio”.

Las piezas de Ana Hernández suelen estar acompañadas por textos que guían sus inquietudes, para que el público sepa de dónde parte su producción, sus procesos de trabajo. “Me gusta trabajar con la gente de mi pueblo porque es un intercambio de conocimiento”: ellxs son lxs primerxs testigos de su labor. Las manos de lxs artesanxs participan del trabajo de resignificación de los materiales en su obra: “Muchos artistas trabajan con otras personas, pero éstas sólo producen las piezas; antes de ser artista eres humano, debes tener comunicación con las personas productoras. Eso hace que crean en su trabajo, que valoren su oficio”.

La conversación con Hernández creó una atmósfera de conexión con aquello que en realidad importa y trasciende: la naturaleza, los oficios, la comunidad. El complejo mundo del arte contemporáneo se especializa en crear etiquetas y seguir tendencias, pero el impulso de esta artista zapoteca, preocupada por hacerse preguntas y repensar las clasificaciones de lo social, podría dar pie a cultivar una sensibilidad distinta, para seguir construyendo desde ese lugar.

Ana Hernández

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La batalla por las estatuas

Desde hace algunos años, en varios países del mundo, ha aumentado el cuestionamiento de cierto tipo de monumentos en la vía pública. Quizá lo que ha llamado más la atención es el derribo de estatuas erigidas en honor a esclavistas en Estados Unidos y Reino Unido. El 7 de junio de 2020 una multitud en Bristol echó al río la estatua de Edward Colston, traficante de esclavos que, como suele suceder, había dedicado parte de su fortuna a la filantropía. Algunos criticaron la desaparición del monumento caricaturizando a los manifestantes como una turba enardecida que pretende borrar la historia; para otros fue un acto de justicia que intentó contar la otra cara de muchos héroes inmortalizados en bronce. Fue también, por supuesto, un acto político en el espacio público diseñado y monopolizado por la élite.

El historiador del arte Peio H. Riaño publicó en 2021 el ensayo Decapitados. Una historia contra los monumentos a racistas, esclavistas e invasores (Ediciones B). El texto aborda, desde diversos ángulos y ejemplos, las batallas alrededor de los monumentos y estatuas en la vía pública. Estos conflictos, aparentemente recientes, ocurren desde hace mucho tiempo. Los romanos, como indica Riaño, disponían de la damnatio memoriae (locución latina que significa “condena de la memoria”). El objetivo era destruir monumentos, estatuas e inscripciones de los gobernantes caídos en desgracia. Un recurso político contra personajes que habían perdido no sólo el poder sino su legado. La idea de fondo es asumir la historia o parte de ella como una serie de eventos que podían interpretarse de formas diferentes. Algunas veces la damnatio memoriae era la purga de un grupo de poderosos contra otro grupo de poderosos, pero en otras ocasiones se daba por petición y aclamación populares.

Peio H. Riaño examina la destrucción de monumentos en el siglo XX y todos sus dilemas: problematiza la idea de que lo que está grabado en piedra es eterno e inamovible y cuestiona la supuesta objetividad de los monumentos impermeables a la crítica por su condición artística. En realidad mucho de lo que vemos en nuestras calles –edificios incluidos– forma parte de una propaganda que nos afirma, todo el tiempo, los valores y la ideología de la élite que está atrás del monopolio del espacio público. El diseño de las ciudades es también un reflejo de los poderosos y su concepción del mundo. El tiempo, sin embargo, hace que miremos con otros ojos a los héroes del pasado, y los perdedores de la historia pueden criticar y ajustar cuentas con la supuesta inmortalidad de estos personajes. De esta manera ocurren diversos actos de inconoclasia que, por supuesto, son mirados con horror por los defensores del statu quo, beneficiarios de las leyendas y mitos difundidos en piedra y bronce.

Los conservadores afirman que no se puede borrar la historia derribando una estatua. El argumento parte de un supuesto falso. La gente no quiere borrar la historia, las víctimas de racistas, esclavistas e invasores conocen en carne propia y a través de su genealogía los hechos que los han sometido. Cuando los tiempos cambian las reivindicaciones exigen la destrucción de ciertas estatuas o su reubicación en museos, para que dialoguen con las nuevas generaciones en un contexto crítico. Riaño pone como ejemplo las estatuas del Franco. Pese al fin de la dictadura la sociedad española conservó homenajes al hombre que dominó España por décadas. Tuvo que pasar mucho tiempo para que fueran retirados no sin reticencias y amenazas de la derecha de ese país. Sin embargo, hay ejemplos que muestran que el derribo de estatuas también puede ser instigado desde el poder, como un ejercicio propagandístico: el derribo de la estatua del dictador Saddam Hussein, durante la invasión occidental a Irak en 2003, fue una puesta en escena de los medios estadounidenses para mostrar al mundo la revancha de la gente contra el líder de su país. Así justificaban la llamada “liberación” en nombre de la democracia liberal.   

En Decapitados, como apunte final, Peio H. Riaño enseña que los monumentos y estatuas son objetos cuyos significados se transforman y están sujetos a los vaivenes políticos. El poder simbólico al servicio de las élites configura la visión oficial de la historia. Sin embargo, el tiempo y la validez que ganan otras voces convierten antiguas hazañas en exterminios o despojos hechos en nombre de la fe o la civilización. La iconografía del poder se desacraliza mediante intervenciones o modificaciones, además de derribos. Tenemos a Mao convertido en imagen pop gracias a Andy Warhol, o la vandalización continua del monumento al general chileno Manuel Baquedano, que en el siglo XIX contribuyó a arrasar a los mapuches. Las protestas populares contra el gobierno de Sebastián Piñera en 2019 encontraron, en la estatua, una representación de la clase política que ha precarizado con sus planes económicos a Chile. Piñera, por su parte, tomó la defensa de la estatua como un asunto capital, pues los manifestantes formaban parte de una invasión para desestabilizar su gobierno. La memoria, en este caso, trascendió la lucha por la justicia del pueblo mapuche para volverse símbolo de todas las injusticias sufridas por las clases populares.

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La batalla por las estatuas

Desde hace algunos años, en varios países del mundo, ha aumentado el cuestionamiento de cierto tipo de monumentos en la vía pública. Quizá lo que ha llamado más la atención es el derribo de estatuas erigidas en honor a esclavistas en Estados Unidos y Reino Unido. El 7 de junio de 2020 una multitud en Bristol echó al río la estatua de Edward Colston, traficante de esclavos que, como suele suceder, había dedicado parte de su fortuna a la filantropía. Algunos criticaron la desaparición del monumento caricaturizando a los manifestantes como una turba enardecida que pretende borrar la historia; para otros fue un acto de justicia que intentó contar la otra cara de muchos héroes inmortalizados en bronce. Fue también, por supuesto, un acto político en el espacio público diseñado y monopolizado por la élite.

El historiador del arte Peio H. Riaño publicó en 2021 el ensayo Decapitados. Una historia contra los monumentos a racistas, esclavistas e invasores (Ediciones B). El texto aborda, desde diversos ángulos y ejemplos, las batallas alrededor de los monumentos y estatuas en la vía pública. Estos conflictos, aparentemente recientes, ocurren desde hace mucho tiempo. Los romanos, como indica Riaño, disponían de la damnatio memoriae (locución latina que significa “condena de la memoria”). El objetivo era destruir monumentos, estatuas e inscripciones de los gobernantes caídos en desgracia. Un recurso político contra personajes que habían perdido no sólo el poder sino su legado. La idea de fondo es asumir la historia o parte de ella como una serie de eventos que podían interpretarse de formas diferentes. Algunas veces la damnatio memoriae era la purga de un grupo de poderosos contra otro grupo de poderosos, pero en otras ocasiones se daba por petición y aclamación populares.

Peio H. Riaño examina la destrucción de monumentos en el siglo XX y todos sus dilemas: problematiza la idea de que lo que está grabado en piedra es eterno e inamovible y cuestiona la supuesta objetividad de los monumentos impermeables a la crítica por su condición artística. En realidad mucho de lo que vemos en nuestras calles –edificios incluidos– forma parte de una propaganda que nos afirma, todo el tiempo, los valores y la ideología de la élite que está atrás del monopolio del espacio público. El diseño de las ciudades es también un reflejo de los poderosos y su concepción del mundo. El tiempo, sin embargo, hace que miremos con otros ojos a los héroes del pasado, y los perdedores de la historia pueden criticar y ajustar cuentas con la supuesta inmortalidad de estos personajes. De esta manera ocurren diversos actos de inconoclasia que, por supuesto, son mirados con horror por los defensores del statu quo, beneficiarios de las leyendas y mitos difundidos en piedra y bronce.

Los conservadores afirman que no se puede borrar la historia derribando una estatua. El argumento parte de un supuesto falso. La gente no quiere borrar la historia, las víctimas de racistas, esclavistas e invasores conocen en carne propia y a través de su genealogía los hechos que los han sometido. Cuando los tiempos cambian las reivindicaciones exigen la destrucción de ciertas estatuas o su reubicación en museos, para que dialoguen con las nuevas generaciones en un contexto crítico. Riaño pone como ejemplo las estatuas del Franco. Pese al fin de la dictadura la sociedad española conservó homenajes al hombre que dominó España por décadas. Tuvo que pasar mucho tiempo para que fueran retirados no sin reticencias y amenazas de la derecha de ese país. Sin embargo, hay ejemplos que muestran que el derribo de estatuas también puede ser instigado desde el poder, como un ejercicio propagandístico: el derribo de la estatua del dictador Saddam Hussein, durante la invasión occidental a Irak en 2003, fue una puesta en escena de los medios estadounidenses para mostrar al mundo la revancha de la gente contra el líder de su país. Así justificaban la llamada “liberación” en nombre de la democracia liberal.   

En Decapitados, como apunte final, Peio H. Riaño enseña que los monumentos y estatuas son objetos cuyos significados se transforman y están sujetos a los vaivenes políticos. El poder simbólico al servicio de las élites configura la visión oficial de la historia. Sin embargo, el tiempo y la validez que ganan otras voces convierten antiguas hazañas en exterminios o despojos hechos en nombre de la fe o la civilización. La iconografía del poder se desacraliza mediante intervenciones o modificaciones, además de derribos. Tenemos a Mao convertido en imagen pop gracias a Andy Warhol, o la vandalización continua del monumento al general chileno Manuel Baquedano, que en el siglo XIX contribuyó a arrasar a los mapuches. Las protestas populares contra el gobierno de Sebastián Piñera en 2019 encontraron, en la estatua, una representación de la clase política que ha precarizado con sus planes económicos a Chile. Piñera, por su parte, tomó la defensa de la estatua como un asunto capital, pues los manifestantes formaban parte de una invasión para desestabilizar su gobierno. La memoria, en este caso, trascendió la lucha por la justicia del pueblo mapuche para volverse símbolo de todas las injusticias sufridas por las clases populares.

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martes, 17 de septiembre de 2024

La inversión del rey

Entre agosto y octubre de 2016, habitantes de distintas regiones de los Estados Unidos vivieron bajo el extraño influjo de un ciclo noticioso viralizado que, a su vez, alimentaba una especie de coulrofobia extendida. Todo inició el primero de agosto, cuando en Green Bay, Wisconsin, distintas personas reportaron a la policía (y después a los medios) que habían visto, de noche, a un payaso pasear por el vecindario. Llevaba globos negros, un traje con rayas y puntos blancos, y en lugar de maquillaje una máscara. Eventualmente se descubrió que era parte de la filmación de una película (Gags the Clown, estrenada en 2018). “Pero entonces, el 20 de agosto, una llamada anónima en Greenville, Carolina del Sur, reportó haber visto payasos en el bosque, y al día siguiente alguien más dijo que había visto payasos en el bosque usando láseres verdes. Cuando todo comenzó a calmarse, el 29 de agosto, volvió a pasar: dos niños reportaron haber visto payasos en Greenville. Y con eso la histeria de los payasos inició”, escribió Erik Schilling en un texto que acompaña un mapa interactivo en el que se muestran los lugares en los que se dieron avistamientos. Puede consultarse en Atlas Obscura (“La guía definitiva para las maravillas escondidas del mundo”).

¿Qué tan pertinente es señalar que los últimos avistamientos de dichos payasos siniestros, en mancuerna con el ciclo noticioso, se dieron pocos días antes de que se eligiera a Donald Trump como presidente de EEUU? Una cuestión vecina: ¿debe tomarse en serio al payaso?, ¿puede considerarse algo simultáneamente ridículo y peligroso? Estas preguntas parecen surgir y estancarse en el territorio del ocio, pero la presencia mediática del payaso y otras figuras circenses debe atenderse como un fenómeno cultural con singulares marcas contemporáneas. Algunas de ellas son típicas, como la intensidad que añaden los medios de comunicación, pero otras macabras.

¿Qué tan pertinente es señalar que los últimos avistamientos de dichos payasos siniestros, en mancuerna con el ciclo noticioso, se dieron pocos días antes de que se eligiera a Donald Trump como presidente de EEUU?

El pánico ante los payasos (con su eco al pánico satánico de los ochenta) resultó en arrestos, en vecinos haciendo justicia por sus propias manos y, al menos, en un asesinato. Esta oleada de casos de “mal comportamiento” (uno de los hombres disfrazados se defendió ante la policía aduciendo que sólo lo hacía para divertirse, en vísperas de Halloween, pues “no es ilegal asustar a la gente”) tiene además el triste eco de la masacre de Aurora de 2012, perpetrada por James Eagan Holmes (que se identificó como el Guasón, un guiño al personaje creado por Bill Finger, Bob Kane y Jerry Robinson, probablemente a partir de la interpretación del malogrado Heath Ledger en la cinta de Christopher Nolan, Batman: El caballero de la noche, de 2008). Encima los asesinatos de Holmes evocan la figura del asesino en serie John Wayne Gacy, quien en los ochenta mató a más de treinta jóvenes. Entonces, los medios lo bautizaron como el Payaso Asesino.

payasos

Heath Ledger como el Guasón en Batman: El caballero de la noche (Christopher Nolan, 2008). © Warner Bros. Pictures

“No tolero la risa. En escena me pagan para provocar risa; pero esos otros pagan para reírse de mí. ¡Y yo siempre hago pagar a quienes se ríen de mí!”, amenaza con una lógica retorcida Jacques Courbé, el protagonista de “Espolones” (1923), relato de Tod Robbins en el que se basó Fenómenos (1932) de Tod Browning (el mismo director de Drácula, de 1931). Courbé “era un romántico. Sólo medía veintiocho pulgadas desde las suelas de sus diminutos pies hasta la corona de su cabeza; pero hubo momentos, mientras galopaba hacia escena sobre su galante caballo de guerra [un perro], San Eustaquio, cuando se sentía un intrépido caballero de antaño, a punto de entrar a la batalla por su dama”. Courbé, un enano, no es exactamente un payaso. Pero comparte con ellos el ser una figura circense, dual y delirante. El excelente relato de Robbins, un referente de la literatura negra y de crimen, lo presenta primero como una víctima (parece ser un pobre minusválido que intenta enamorar a una dama que, a su vez, buscará aprovecharse de él) pero después lo revela como un villano. La figura de Courbé tiene un doble propósito, hace avanzar la trama pero también hace que el cuento encaje en la perenne moraleja del relato de crimen: no hay moralidades unidimensionales.

Simbólicamente, el bufón –la inversión del rey– lo mismo puede ser la víctima sacrificial de ciertos ritos o su oráculo (como se volvió a ver en 2019 Midsommar: el terror no espera la noche de Ari Aster). Juan Eduardo Cirlot, en su Diccionario de símbolos (1958), apunta que los “seres deformes y anormales, como los enanos, se hallan en estrecha relación con los bufones, cuando no llegan a identificarse con ellos […] cuando una ciudad sufría de peste, elegían a una persona deforme o repugnante para que pagase con su persona los males de la colectividad. Llevaban a ese desgraciado ser a un lugar apartado y le daban de comer. Después le pegaban siete veces en los órganos genitales con las ramas de los árboles y luego lo quemaban en la hoguera, arrojando sus restos al mar. Se advierte aquí el papel de víctima al que aludíamos antes y cómo, por el terrible camino del sacrificio, el inferior era sublimado y elevado hasta lo superior”.

Como recuerda cierta parábola kierkegaardiana, en la que a veces se habla de un payaso y otras veces de un malabarista, este personaje arquetípico, como hacen ciertos cómicos, dice en tono duro cosas agradables y en tono jocoso las terribles.

Marius Schneider, en El origen musical de los animales (1946), recuerda que el payaso participa también de esta naturaleza flexible: no es un personaje cómico sino dual, una versión terrenal de Géminis, obligada a representar sentimientos que no experimenta necesariamente (como subraya la ópera Pagliacci). Como recuerda cierta parábola kierkegaardiana, en la que a veces se habla de un payaso y otras veces de un malabarista, este personaje arquetípico, como hacen ciertos cómicos, dice en tono duro cosas agradables y en tono jocoso las terribles. Allí estriba la dificultad de tomarlo en serio, pero también la necesidad de prestarle la atención debida. Es una lección que debe tomarse en cuenta en nuestra época, cuando por un lado la comedia parece exigir sutileza y sofisticación si no quiere permanecer en el nivel de la comedia más consumible; y por otro, cuando temas políticos y urgentes se empaquetan en formas de entretenimiento (acompañados a menudo por los comentarios graciosos pero arrogantes de cómicos liberales como Stephen Colbert o John Oliver).

payasos

Bill Skarsgård como Pennywise en It: capítulo dos (Andrés Muschietti, 2019). © New Line Cinema

En septiembre de 2019, para la revista Interview, Carina Imbornone hizo una serie de entrevistas breves a payasos profesionales. La idea era rastrear el impacto negativo que han tenido en su profesión –relegada principalmente a las fiestas infantiles– figuras como Pennywise, el personaje de la soporífera novela Eso (1986), de Stephen King, que ha sido adaptada tanto a miniserie (en 1990, dirigida por Tommy Lee Wallace) como a películas (2017 y su secuela de 2019, ambas dirigidas por Andy Muschietti). Uno de esos payasos, que en el texto sólo es identificado por el nombre de su personaje, Joolie Balooie, dijo algo interesante: “Hace años que dejé de usar maquillaje de payaso. Actúo de la misma manera, tenga o no maquillaje puesto, pero ocurre un fenómeno extraño cuando lo uso. La gente percibe al payaso de maquillaje completo como una criatura mítica, no del todo humana. En la fiesta de un niño, la familia me ofreció un plato de comida cuando terminó mi función. El niño se me acercó y me preguntó: ‘¿por qué estás comiendo esto?’, y le dije algo como ‘porque tengo hambre’ o ‘las funciones implican mucho trabajo’. Pero el niño estaba estupefacto, así que le expliqué: ‘también como cuando tengo hambre’. Los niños no comprenden del todo que un payaso es una persona, y el tropo del payaso siniestro se alimenta de eso”.

Boris Johnson, Sebastián Piñera, Jair Bolsonaro, Javier Milei, Donald Trump… ¿pueden ser tan estúpidos como parecen? ¿O sólo son hombres peligrosos disfrazados de payasos? Creo que todos sabemos cómo responder a esa pregunta.

Es cierto, a menudo olvidamos que el payaso (o el clown, como ahora se usa) es sólo una persona que ha desarrollado habilidades con el objetivo de entretener a la gente. Eso puede volverlos siniestros, en el sentido de que parecen ser transparentes en su torpeza pero han desarrollado habilidades físicas exigentes. Pero también siniestros como puede serlo un político carismático: parece que es una persona que realmente cree lo que está diciendo, que sabe cómo dirigirse a un público o cómo comportarse ante los medios de comunicación (cuando en realidad sólo está actuando). Thomas Wayne (Brett Cullen), uno de los villanos de Guasón (Todd Phillips, 2019), ¿no se ve demasiado cómodo ante la cámara? ¿Qué esconde? ¿Y qué hay del otro villano, Murray Franklin (Robert De Niro), esa versión hípersofisticada y avejentada del Rupert Pupkin de El rey de la comedia (Scorsese, 1983)? También es un soberano de los públicos y la televisión: posee las capacidades que lentamente vemos desarrollar a Arthur Fleck (Joaquin Phoenix) a lo largo de la cinta, como si se tratara de una nueva piel.

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Lady Gaga y Joaquin Phoenix en Guasón 2: Folie à Deux (Todd Phillips, 2024). © Warner Bros. Pictures

No es casual que el monstruo disfrazado del payaso Pennywise de Eso tenga la capacidad de cambiar de forma (puede adquirir múltiples disfraces). Esa cualidad fluctuante intensifica la desconfianza que un payaso inspira. Si el payaso normal sencillamente explota el contraste entre su supuesta torpeza y su auténtica habilidad, las personas que se disfrazan de payasos, sin serlo, ¿qué explotan? ¿Y por qué nos fascinan? En 2019 pudieron verse en pantalla grande varias películas sobre payasos infelices y peligrosos (Chicuarotes, de Gael García Bernal, y las mencionadas It: capítulo dos y Guasón), y en octubre de este año se estrenará Guasón 2: Folie à Deux (también de Phillips), pero uno tiene la sensación de que más allá de la ficción las pantallas están pobladas de payasos infelices y peligrosos. Boris Johnson, Sebastián Piñera, Jair Bolsonaro, Javier Milei, Donald Trump… ¿pueden ser tan estúpidos como parecen? ¿O sólo son hombres peligrosos disfrazados de payasos? Creo que todos sabemos cómo responder a esa pregunta, pero responderla también implicaría para todos nosotros una responsabilidad que no queremos y que nos convertiría en otro tipo de ciudadano. Ojalá fuera de otra forma, tendríamos un mundo distinto. Pero, como cantó José José, uno no es lo que quiere, sino lo que puede ser.

La versión original de este texto se publicó en la edición impresa de La Tempestad, no. 151, noviembre de 2019

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La inversión del rey

Entre agosto y octubre de 2016, habitantes de distintas regiones de los Estados Unidos vivieron bajo el extraño influjo de un ciclo noticioso viralizado que, a su vez, alimentaba una especie de coulrofobia extendida. Todo inició el primero de agosto, cuando en Green Bay, Wisconsin, distintas personas reportaron a la policía (y después a los medios) que habían visto, de noche, a un payaso pasear por el vecindario. Llevaba globos negros, un traje con rayas y puntos blancos, y en lugar de maquillaje una máscara. Eventualmente se descubrió que era parte de la filmación de una película (Gags the Clown, estrenada en 2018). “Pero entonces, el 20 de agosto, una llamada anónima en Greenville, Carolina del Sur, reportó haber visto payasos en el bosque, y al día siguiente alguien más dijo que había visto payasos en el bosque usando láseres verdes. Cuando todo comenzó a calmarse, el 29 de agosto, volvió a pasar: dos niños reportaron haber visto payasos en Greenville. Y con eso la histeria de los payasos inició”, escribió Erik Schilling en un texto que acompaña un mapa interactivo en el que se muestran los lugares en los que se dieron avistamientos. Puede consultarse en Atlas Obscura (“La guía definitiva para las maravillas escondidas del mundo”).

¿Qué tan pertinente es señalar que los últimos avistamientos de dichos payasos siniestros, en mancuerna con el ciclo noticioso, se dieron pocos días antes de que se eligiera a Donald Trump como presidente de EEUU? Una cuestión vecina: ¿debe tomarse en serio al payaso?, ¿puede considerarse algo simultáneamente ridículo y peligroso? Estas preguntas parecen surgir y estancarse en el territorio del ocio, pero la presencia mediática del payaso y otras figuras circenses debe atenderse como un fenómeno cultural con singulares marcas contemporáneas. Algunas de ellas son típicas, como la intensidad que añaden los medios de comunicación, pero otras macabras.

¿Qué tan pertinente es señalar que los últimos avistamientos de dichos payasos siniestros, en mancuerna con el ciclo noticioso, se dieron pocos días antes de que se eligiera a Donald Trump como presidente de EEUU?

El pánico ante los payasos (con su eco al pánico satánico de los ochenta) resultó en arrestos, en vecinos haciendo justicia por sus propias manos y, al menos, en un asesinato. Esta oleada de casos de “mal comportamiento” (uno de los hombres disfrazados se defendió ante la policía aduciendo que sólo lo hacía para divertirse, en vísperas de Halloween, pues “no es ilegal asustar a la gente”) tiene además el triste eco de la masacre de Aurora de 2012, perpetrada por James Eagan Holmes (que se identificó como el Guasón, un guiño al personaje creado por Bill Finger, Bob Kane y Jerry Robinson, probablemente a partir de la interpretación del malogrado Heath Ledger en la cinta de Christopher Nolan, Batman: El caballero de la noche, de 2008). Encima los asesinatos de Holmes evocan la figura del asesino en serie John Wayne Gacy, quien en los ochenta mató a más de treinta jóvenes. Entonces, los medios lo bautizaron como el Payaso Asesino.

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Heath Ledger como el Guasón en Batman: El caballero de la noche (Christopher Nolan, 2008). © Warner Bros. Pictures

“No tolero la risa. En escena me pagan para provocar risa; pero esos otros pagan para reírse de mí. ¡Y yo siempre hago pagar a quienes se ríen de mí!”, amenaza con una lógica retorcida Jacques Courbé, el protagonista de “Espolones” (1923), relato de Tod Robbins en el que se basó Fenómenos (1932) de Tod Browning (el mismo director de Drácula, de 1931). Courbé “era un romántico. Sólo medía veintiocho pulgadas desde las suelas de sus diminutos pies hasta la corona de su cabeza; pero hubo momentos, mientras galopaba hacia escena sobre su galante caballo de guerra [un perro], San Eustaquio, cuando se sentía un intrépido caballero de antaño, a punto de entrar a la batalla por su dama”. Courbé, un enano, no es exactamente un payaso. Pero comparte con ellos el ser una figura circense, dual y delirante. El excelente relato de Robbins, un referente de la literatura negra y de crimen, lo presenta primero como una víctima (parece ser un pobre minusválido que intenta enamorar a una dama que, a su vez, buscará aprovecharse de él) pero después lo revela como un villano. La figura de Courbé tiene un doble propósito, hace avanzar la trama pero también hace que el cuento encaje en la perenne moraleja del relato de crimen: no hay moralidades unidimensionales.

Simbólicamente, el bufón –la inversión del rey– lo mismo puede ser la víctima sacrificial de ciertos ritos o su oráculo (como se volvió a ver en 2019 Midsommar: el terror no espera la noche de Ari Aster). Juan Eduardo Cirlot, en su Diccionario de símbolos (1958), apunta que los “seres deformes y anormales, como los enanos, se hallan en estrecha relación con los bufones, cuando no llegan a identificarse con ellos […] cuando una ciudad sufría de peste, elegían a una persona deforme o repugnante para que pagase con su persona los males de la colectividad. Llevaban a ese desgraciado ser a un lugar apartado y le daban de comer. Después le pegaban siete veces en los órganos genitales con las ramas de los árboles y luego lo quemaban en la hoguera, arrojando sus restos al mar. Se advierte aquí el papel de víctima al que aludíamos antes y cómo, por el terrible camino del sacrificio, el inferior era sublimado y elevado hasta lo superior”.

Como recuerda cierta parábola kierkegaardiana, en la que a veces se habla de un payaso y otras veces de un malabarista, este personaje arquetípico, como hacen ciertos cómicos, dice en tono duro cosas agradables y en tono jocoso las terribles.

Marius Schneider, en El origen musical de los animales (1946), recuerda que el payaso participa también de esta naturaleza flexible: no es un personaje cómico sino dual, una versión terrenal de Géminis, obligada a representar sentimientos que no experimenta necesariamente (como subraya la ópera Pagliacci). Como recuerda cierta parábola kierkegaardiana, en la que a veces se habla de un payaso y otras veces de un malabarista, este personaje arquetípico, como hacen ciertos cómicos, dice en tono duro cosas agradables y en tono jocoso las terribles. Allí estriba la dificultad de tomarlo en serio, pero también la necesidad de prestarle la atención debida. Es una lección que debe tomarse en cuenta en nuestra época, cuando por un lado la comedia parece exigir sutileza y sofisticación si no quiere permanecer en el nivel de la comedia más consumible; y por otro, cuando temas políticos y urgentes se empaquetan en formas de entretenimiento (acompañados a menudo por los comentarios graciosos pero arrogantes de cómicos liberales como Stephen Colbert o John Oliver).

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Bill Skarsgård como Pennywise en It: capítulo dos (Andrés Muschietti, 2019). © New Line Cinema

En septiembre de 2019, para la revista Interview, Carina Imbornone hizo una serie de entrevistas breves a payasos profesionales. La idea era rastrear el impacto negativo que han tenido en su profesión –relegada principalmente a las fiestas infantiles– figuras como Pennywise, el personaje de la soporífera novela Eso (1986), de Stephen King, que ha sido adaptada tanto a miniserie (en 1990, dirigida por Tommy Lee Wallace) como a películas (2017 y su secuela de 2019, ambas dirigidas por Andy Muschietti). Uno de esos payasos, que en el texto sólo es identificado por el nombre de su personaje, Joolie Balooie, dijo algo interesante: “Hace años que dejé de usar maquillaje de payaso. Actúo de la misma manera, tenga o no maquillaje puesto, pero ocurre un fenómeno extraño cuando lo uso. La gente percibe al payaso de maquillaje completo como una criatura mítica, no del todo humana. En la fiesta de un niño, la familia me ofreció un plato de comida cuando terminó mi función. El niño se me acercó y me preguntó: ‘¿por qué estás comiendo esto?’, y le dije algo como ‘porque tengo hambre’ o ‘las funciones implican mucho trabajo’. Pero el niño estaba estupefacto, así que le expliqué: ‘también como cuando tengo hambre’. Los niños no comprenden del todo que un payaso es una persona, y el tropo del payaso siniestro se alimenta de eso”.

Boris Johnson, Sebastián Piñera, Jair Bolsonaro, Javier Milei, Donald Trump… ¿pueden ser tan estúpidos como parecen? ¿O sólo son hombres peligrosos disfrazados de payasos? Creo que todos sabemos cómo responder a esa pregunta.

Es cierto, a menudo olvidamos que el payaso (o el clown, como ahora se usa) es sólo una persona que ha desarrollado habilidades con el objetivo de entretener a la gente. Eso puede volverlos siniestros, en el sentido de que parecen ser transparentes en su torpeza pero han desarrollado habilidades físicas exigentes. Pero también siniestros como puede serlo un político carismático: parece que es una persona que realmente cree lo que está diciendo, que sabe cómo dirigirse a un público o cómo comportarse ante los medios de comunicación (cuando en realidad sólo está actuando). Thomas Wayne (Brett Cullen), uno de los villanos de Guasón (Todd Phillips, 2019), ¿no se ve demasiado cómodo ante la cámara? ¿Qué esconde? ¿Y qué hay del otro villano, Murray Franklin (Robert De Niro), esa versión hípersofisticada y avejentada del Rupert Pupkin de El rey de la comedia (Scorsese, 1983)? También es un soberano de los públicos y la televisión: posee las capacidades que lentamente vemos desarrollar a Arthur Fleck (Joaquin Phoenix) a lo largo de la cinta, como si se tratara de una nueva piel.

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Lady Gaga y Joaquin Phoenix en Guasón 2: Folie à Deux (Todd Phillips, 2024). © Warner Bros. Pictures

No es casual que el monstruo disfrazado del payaso Pennywise de Eso tenga la capacidad de cambiar de forma (puede adquirir múltiples disfraces). Esa cualidad fluctuante intensifica la desconfianza que un payaso inspira. Si el payaso normal sencillamente explota el contraste entre su supuesta torpeza y su auténtica habilidad, las personas que se disfrazan de payasos, sin serlo, ¿qué explotan? ¿Y por qué nos fascinan? En 2019 pudieron verse en pantalla grande varias películas sobre payasos infelices y peligrosos (Chicuarotes, de Gael García Bernal, y las mencionadas It: capítulo dos y Guasón), y en octubre de este año se estrenará Guasón 2: Folie à Deux (también de Phillips), pero uno tiene la sensación de que más allá de la ficción las pantallas están pobladas de payasos infelices y peligrosos. Boris Johnson, Sebastián Piñera, Jair Bolsonaro, Javier Milei, Donald Trump… ¿pueden ser tan estúpidos como parecen? ¿O sólo son hombres peligrosos disfrazados de payasos? Creo que todos sabemos cómo responder a esa pregunta, pero responderla también implicaría para todos nosotros una responsabilidad que no queremos y que nos convertiría en otro tipo de ciudadano. Ojalá fuera de otra forma, tendríamos un mundo distinto. Pero, como cantó José José, uno no es lo que quiere, sino lo que puede ser.

La versión original de este texto se publicó en la edición impresa de La Tempestad, no. 151, noviembre de 2019

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viernes, 13 de septiembre de 2024

Una ballena imposible

Alguien, con una sabiduría limitada, dijo alguna vez: se aprende a ser buen hijo cuando se es padre. La falla de esta aseveración no recae en la experiencia en sí, sino en las variantes que genera la ausencia de uno de los elementos de esta ecuación. ¿Y si nunca se es padre o madre? ¿Entonces nunca se es un buen hijo? ¿Los no-padres tienen que desarrollar una existencia basada en el no ser, el nunca ser, el jamás ser un buen hijo? Si invertimos el axioma la fórmula se descompone. Nadie dice: se aprende a ser buena madre cuando llega una hija. 

Es más fácil ser no-hija, ser no-madre, parece decirnos Notas desde el interior de la ballena (Lumen, 2024), de Ave Barrera. Más sencillo es pensar que este mundo es para los seres que viven atrapados en una categoría borrosa, la del no ser, donde también existe la derrota. Ser no-madre y ser no-hija: figuras de dos países cuyos linderos se trastocan y en cierto momento de la vida se confunden. 

La protagonista, una mujer sin nombre o, mejor dicho, con la posibilidad de otro nombre que no le fue dado, Azul, vuelve a través de la memoria a la casa del aire tibio, a la casa de la sopa perfecta –la infancia–, para intentar ser hija, quizá, por primera vez. En el presente, el cerebro de su madre se encuentra sometido por los tentáculos de un tumor. Ante la necesidad de comprensión, se hace preguntas que aparecen como maldiciones ocultas en sarcófagos (“Le preguntaría por qué lo permitió”), tentada a repasar los días primeros, desde su nacimiento, hasta ese instante en el que la muerte dormita apenas a unos pasos de ambas, atenta al tiempo del cuerpo enfermo, sin acelerar ni aletargar más la pérdida, sólo viendo, la muerte curiosa, ingenua, haciendo lo suyo, como muerte que es: renovando la memoria de los que se quedan.

Al mismo tiempo, la voz narrativa se detiene a pensar en los rincones que ilumina la escritura:

Entiendo que no se trata sólo de la muerte de mi madre, sino de su vida, de nuestra vida juntas. No es solo el duelo, sino otra herida más honda, una fractura que empezó a abrirse desde los inicios del tiempo. Lo que ahora amenaza con devorarme no es su recuerdo o el dolor de su partida. Es la imposibilidad de restaurar los vacíos de nuestras mutuas ausencias.

Para la protagonista, una futura escritora, significa un retorno incómodo en el que la culpa atraviesa su saliva y cada palabra sale con el peso de una condena: ¿mi madre se muere por algo que hice o que no hice, o por algo que no soy y nunca seré? ¿Éste es mi castigo por ser una no hija? ¿Acaso Jonás no fue castigado al ser tragado por la ballena y redimido al pedir misericordia? ¿No es la ballena el lugar de la culpa y el perdón? La joven escritora se abraza del lenguaje y entonces la ballena se vuelve real:

Escribo desde el interior de la ballena. Me negué a las palabras por miedo, igual que Jonás, y ahora intento balbucear mi súplica desde dentro no a un dios, sino al vacío; romper con un canto el dolor que me atraviesa, el silencio acuático de un cuerpo dentro de otro cuerpo, dentro del mar. Para hablar de esto tendría que comenzar por decir que es imposible hablar de esto.

Ave Barrera

Suspendida en la pesadilla que es atestiguar los últimos momentos de su madre, la voz se cuestiona cada tanto cómo ser hija en este escenario. La salida, para ella, es reconstruir el lenguaje. Palabras de otras épocas retornan para ser cuestionadas (“Es curioso que la palabra mijita, siendo una contracción de mi hijita, no connota cariño como el posesivo y el diminutivo podrían sugerir”). Y de la mano de epígrafes de autoras como Cristina Rivera Garza, María Negroni, Brenda Ríos, Terry Tempest Williams, María Malusardi o Rebecca Solnit, Ave Barrera crea un telar de escrituras que se vuelven la base para nombrar palabras que otros olvidaron. Nombrar la palabra ausencia, por ejemplo. Nombrar el mundo como si fuera nuevo:

En esas libretas la escritura es una respiración. Mucho tiempo creí que la escritura me pondría a salvo, que me alejaría del destino de mi madre y del dolor de su pérdida, que me ayudaría a cubrir el vacío que me llevaría en sentido contrario. Ahora me doy cuenta de que mientras escribo esto su mano envuelve mi mano como pétalos de una misma flor.

“El único camino es hacia abajo. Sé que la única manera de salir se encuentra del otro lado de la escritura”. Y sólo en ese otro lado el recuerdo de la madre deja de ser sombra y comienza a ser paisaje. 

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Una ballena imposible

Alguien, con una sabiduría limitada, dijo alguna vez: se aprende a ser buen hijo cuando se es padre. La falla de esta aseveración no recae en la experiencia en sí, sino en las variantes que genera la ausencia de uno de los elementos de esta ecuación. ¿Y si nunca se es padre o madre? ¿Entonces nunca se es un buen hijo? ¿Los no-padres tienen que desarrollar una existencia basada en el no ser, el nunca ser, el jamás ser un buen hijo? Si invertimos el axioma la fórmula se descompone. Nadie dice: se aprende a ser buena madre cuando llega una hija. 

Es más fácil ser no-hija, ser no-madre, parece decirnos Notas desde el interior de la ballena (Lumen, 2024), de Ave Barrera. Más sencillo es pensar que este mundo es para los seres que viven atrapados en una categoría borrosa, la del no ser, donde también existe la derrota. Ser no-madre y ser no-hija: figuras de dos países cuyos linderos se trastocan y en cierto momento de la vida se confunden. 

La protagonista, una mujer sin nombre o, mejor dicho, con la posibilidad de otro nombre que no le fue dado, Azul, vuelve a través de la memoria a la casa del aire tibio, a la casa de la sopa perfecta –la infancia–, para intentar ser hija, quizá, por primera vez. En el presente, el cerebro de su madre se encuentra sometido por los tentáculos de un tumor. Ante la necesidad de comprensión, se hace preguntas que aparecen como maldiciones ocultas en sarcófagos (“Le preguntaría por qué lo permitió”), tentada a repasar los días primeros, desde su nacimiento, hasta ese instante en el que la muerte dormita apenas a unos pasos de ambas, atenta al tiempo del cuerpo enfermo, sin acelerar ni aletargar más la pérdida, sólo viendo, la muerte curiosa, ingenua, haciendo lo suyo, como muerte que es: renovando la memoria de los que se quedan.

Al mismo tiempo, la voz narrativa se detiene a pensar en los rincones que ilumina la escritura:

Entiendo que no se trata sólo de la muerte de mi madre, sino de su vida, de nuestra vida juntas. No es solo el duelo, sino otra herida más honda, una fractura que empezó a abrirse desde los inicios del tiempo. Lo que ahora amenaza con devorarme no es su recuerdo o el dolor de su partida. Es la imposibilidad de restaurar los vacíos de nuestras mutuas ausencias.

Para la protagonista, una futura escritora, significa un retorno incómodo en el que la culpa atraviesa su saliva y cada palabra sale con el peso de una condena: ¿mi madre se muere por algo que hice o que no hice, o por algo que no soy y nunca seré? ¿Éste es mi castigo por ser una no hija? ¿Acaso Jonás no fue castigado al ser tragado por la ballena y redimido al pedir misericordia? ¿No es la ballena el lugar de la culpa y el perdón? La joven escritora se abraza del lenguaje y entonces la ballena se vuelve real:

Escribo desde el interior de la ballena. Me negué a las palabras por miedo, igual que Jonás, y ahora intento balbucear mi súplica desde dentro no a un dios, sino al vacío; romper con un canto el dolor que me atraviesa, el silencio acuático de un cuerpo dentro de otro cuerpo, dentro del mar. Para hablar de esto tendría que comenzar por decir que es imposible hablar de esto.

Ave Barrera

Suspendida en la pesadilla que es atestiguar los últimos momentos de su madre, la voz se cuestiona cada tanto cómo ser hija en este escenario. La salida, para ella, es reconstruir el lenguaje. Palabras de otras épocas retornan para ser cuestionadas (“Es curioso que la palabra mijita, siendo una contracción de mi hijita, no connota cariño como el posesivo y el diminutivo podrían sugerir”). Y de la mano de epígrafes de autoras como Cristina Rivera Garza, María Negroni, Brenda Ríos, Terry Tempest Williams, María Malusardi o Rebecca Solnit, Ave Barrera crea un telar de escrituras que se vuelven la base para nombrar palabras que otros olvidaron. Nombrar la palabra ausencia, por ejemplo. Nombrar el mundo como si fuera nuevo:

En esas libretas la escritura es una respiración. Mucho tiempo creí que la escritura me pondría a salvo, que me alejaría del destino de mi madre y del dolor de su pérdida, que me ayudaría a cubrir el vacío que me llevaría en sentido contrario. Ahora me doy cuenta de que mientras escribo esto su mano envuelve mi mano como pétalos de una misma flor.

“El único camino es hacia abajo. Sé que la única manera de salir se encuentra del otro lado de la escritura”. Y sólo en ese otro lado el recuerdo de la madre deja de ser sombra y comienza a ser paisaje. 

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miércoles, 11 de septiembre de 2024

Francis Kéré: museo en Las Vegas

Aunque lo parece, no es un error que en un mismo párrafo se mencione la ciudad estadounidense de Las Vegas y al arquitecto burkinés-alemán Diébédo Francis Kéré. Una trayectoria que comenzó con un propositivo enfoque para la construcción de infraestructura escolar y hospitalaria en diversas regiones de África tendrá como próximo destino el Museo de Arte de la llamada Ciudad del Pecado. Lo cierto es que el recipiente del Pritzker 2022 fue definido por el jurado como un “pionero de la arquitectura sostenible para la tierra y sus habitantes en tierras de extrema escasez. Es arquitecto y servidor a partes iguales, mejorando la vida y las experiencias de innumerables ciudadanos en una región del mundo a veces olvidada”.

Afincada en Berlín, la firma Kéré Architecture centra su atención en proyectos de vocación social, con innovadores sistemas constructivos y soluciones formales, pero su reconocimiento internacional lo ha llevado recibir comisiones con escalas que van del Pabellón Serpentine (Londres, 2017) a la Asamblea Nacional de Benín (Porto Novo, en construcción). Este año, además de recibir el Crystal Award del World Economic Forum, se ha anunciado que construirá una nueva guardería vertical en la Universidad Técnica de Múnich (TUM), utilizando la madera como principal material de construcción.

El Museo de Arte de Las Vegas (LVMA) será la primera edificación de su tipo en la célebre urbe de Nevada, tras la fallida experiencia del Guggenheim Hermitage (2001-2008) diseñado por OMA. El proyecto de Francis Kéré transformará un terreno de más de seis mil metros cuadrados en un centro cultural. Nacido de la colaboración entre el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles (LACMA) y Elaine Wynn, Presidenta del Patronato del LVMA, pretende convertirse en una institución que consolide las dinámicas artísticas de la ciudad.

“Nuestro diseño combina la belleza del desierto con los principios de construcción locales y la pasión y el espíritu de colaboración del Museo de Arte de Las Vegas para crear un espacio donde los sueños cobran vida”, declaró Diébédo Francis Kéré. A juzgar por lo que arroja el primer render dado a conocer, aportará la estética distintiva de su autor, de hondas raíces africanas, si bien plantea un diálogo con la Catedral del Ángel de la Guarda, de estética moderna. Se prevé su apertura en 2028 en la avenida Smith del centro de Las Vegas.

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Francis Kéré: museo en Las Vegas

Aunque lo parece, no es un error que en un mismo párrafo se mencione la ciudad estadounidense de Las Vegas y al arquitecto burkinés-alemán Diébédo Francis Kéré. Una trayectoria que comenzó con un propositivo enfoque para la construcción de infraestructura escolar y hospitalaria en diversas regiones de África tendrá como próximo destino el Museo de Arte de la llamada Ciudad del Pecado. Lo cierto es que el recipiente del Pritzker 2022 fue definido por el jurado como un “pionero de la arquitectura sostenible para la tierra y sus habitantes en tierras de extrema escasez. Es arquitecto y servidor a partes iguales, mejorando la vida y las experiencias de innumerables ciudadanos en una región del mundo a veces olvidada”.

Afincada en Berlín, la firma Kéré Architecture centra su atención en proyectos de vocación social, con innovadores sistemas constructivos y soluciones formales, pero su reconocimiento internacional lo ha llevado recibir comisiones con escalas que van del Pabellón Serpentine (Londres, 2017) a la Asamblea Nacional de Benín (Porto Novo, en construcción). Este año, además de recibir el Crystal Award del World Economic Forum, se ha anunciado que construirá una nueva guardería vertical en la Universidad Técnica de Múnich (TUM), utilizando la madera como principal material de construcción.

El Museo de Arte de Las Vegas (LVMA) será la primera edificación de su tipo en la célebre urbe de Nevada, tras la fallida experiencia del Guggenheim Hermitage (2001-2008) diseñado por OMA. El proyecto de Francis Kéré transformará un terreno de más de seis mil metros cuadrados en un centro cultural. Nacido de la colaboración entre el Museo de Arte del Condado de Los Ángeles (LACMA) y Elaine Wynn, Presidenta del Patronato del LVMA, pretende convertirse en una institución que consolide las dinámicas artísticas de la ciudad.

“Nuestro diseño combina la belleza del desierto con los principios de construcción locales y la pasión y el espíritu de colaboración del Museo de Arte de Las Vegas para crear un espacio donde los sueños cobran vida”, declaró Diébédo Francis Kéré. A juzgar por lo que arroja el primer render dado a conocer, aportará la estética distintiva de su autor, de hondas raíces africanas, si bien plantea un diálogo con la Catedral del Ángel de la Guarda, de estética moderna. Se prevé su apertura en 2028 en la avenida Smith del centro de Las Vegas.

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martes, 10 de septiembre de 2024

Formas sin peso

György Ligeti declaró en 1993: “Estoy en una prisión: un muro es la vanguardia, el otro muro es el pasado. Quiero escapar”. Palabras de un ánimo opuesto a las de John Cage en el documental From Zero (1995), en donde el risueño compositor afirmaba que “hemos dejado el río y nos encontramos en el delta, o quizás incluso en el océano”. Son dos músicos observando la misma situación, pero el primero bajo el modo del encierro y el otro como la libertad absoluta. ¿Un caso más de optimismo e inocencia norteamericana contra cinismo y madurez europeas? Donde Cage está viendo el inicio de algo, la extensión de tierra infinita (“Go West, young man”), Ligeti, que vive en el espacio lleno, atiborrado, presiente el final.

Para redondear lo que dice Cage, se podría pensar la historia del arte occidental, por lo menos a partir de la Edad Media, como un cauce estrecho en el que cada artista (o cada taller o grupo) podía utilizar tan sólo las formas vigentes en la época, empujándolas si acaso hacia una lenta transformación, introduciendo a veces quiebres que, de todas maneras, terminaban siendo socialmente vinculantes. Hacia el siglo XIX la rigidez del repertorio pareció agrietarse, la sociedad burguesa concedía gradualmente mayor autonomía al arte y lo dejaba seguir su propia lógica, cada vez más libre para ir y venir entre las formas.

Es cierto que ahora, para el artista individual, lo que hay es la disponibilidad de un repertorio enorme, pero esto tiene un precio. Si bien en ningún momento de la historia han coexistido tantas formas como en el nuestro, Bolívar Echeverría advierte que a todas ellas las corroe una falta de fundamento, algo las drena de vitalidad. En el pequeño ensayo “La revolución formal y el creativismo cultural moderno” Echeverría insiste en que el desarraigo o heimatlosigkeit, una de las condiciones más reconocibles de la experiencia humana contemporánea, la ausencia de “una fuente última de sentido o coherencia en las significaciones que se producen y consumen”. Se debe al imperio de las relaciones mercantiles, que al traducir las cosas al valor de cambio las cortan de raíz, les hacen perder el suelo.

Las formas y las cosas solían estar firmemente enlazadas a una comunidad particular, de ella venían y a ella se dirigían, trazaban un arco completo, un hogar. Para el mercado, en cambio, cualquier objeto, cualquier forma es válida, siempre y cuando pueda venderse y comprarse: la “oferta de bienes” se agiganta, pero lo que los ataba a un horizonte específico, a un tejido comunitario, se debilita. El valor de cambio actúa corrosivamente sobre los objetos y los vínculos, los vuelve abstractos, móviles, equivalentes. Si bien distintas comunidades y tradiciones sobreviven o nacen, resisten o están a la ofensiva, el mercado es por mucho el espacio más potente para otorgar sentido y arraigo, es decir, ninguno en absoluto. Su único mensaje, su única idea, es la que detectó Alain Badiou: “Si te alcanza, consume. Si no te alcanza, cierra el hocico y desaparece”.

Bolívar Echeverría sostenía en “La modernidad americana” que el consumismo desenfrenado introducido por Estados Unidos al mundo, el paradigma de la cantidad y del tamaño, es un intento de compensar la pérdida del valor de uso de los objetos, es decir, nuestra relación sencilla e íntima con ellos. La necesidad que cumplían, el placer que saciaban, la red de vínculos que mantenían se evapora, y queda la facilidad con que pueden ser obtenidos y consumidos. El sujeto se atraganta, desesperado por encontrar un reflejo de satisfacción, vive en una “precariedad del disfrute en medio de la sobreproducción”.

Por las mismas razones, a la debilidad del lazo entre forma y comunidad, una vez que la segunda ha dejado de sancionar a la primera, la producción artística responde con una explosión donde todo se permite pero nada realmente importa –salvo que venda. Aunque el artista del pasado tuviera menos formas para elegir, cada una de ellas era una palanca que movía un peso enorme, su obra encendía una red de significados, conectaba con una cultura que lo sustentaba (y limitaba). El artista contemporáneo puede optar por cualquier configuración, es libre, puede escribir un poema épico rimado si así lo desea, pero tras un tiempo se dará cuenta que está trabajando con cables cortados. Flotamos en un océano, es verdad, y justamente un océano no es un lugar para habitar.

“Ahora no hay ningún tabú; todo está permitido”, continuaba Ligeti, “pero no podemos simplemente volver a la tonalidad, no es ese el camino. Debemos encontrar una manera de ni dar un paso atrás ni continuar con la vanguardia”. Seguramente, para el goce de la creación, es mucho más tentadora la ligereza de Cage, pero la parálisis de Ligeti, la gravedad que se percibe allí, parece expresar una relación comprometida con las formas, en que para poder elegirlas se debe hallar primero su necesidad y su vigencia (sociales, históricas). Digamos que, ante la dispersión que impone el mercado, Cage se siente a sus anchas y Ligeti se desespera por encontrar otra vez un amarre. Hay una estrategia para participar en este juego, sin embargo, que pone de frente el vacío y la contingencia pero solo para tratar de atravesarlas, que somete las formas obsoletas a una tortura para despertar el drama que dormita en ellas”. Una estrategia versada en catástrofes y callejones sin salida. El tema al que Bolívar Echeverría dedicó la mayoría de sus esfuerzos: el barroco, el mestizaje.

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