jueves, 26 de septiembre de 2024

Los 31 minutos más famosos

Esta historia se remonta a 2003 y va de títeres, música, noticieros y humor. Empieza en la televisión chilena y, dos décadas más tarde, aterriza en un par de conocidos museos latinoamericanos, no sin antes sumar cuatro discos y muchos conciertos masivos. El veloz arraigo de la serie infantil 31 minutos en la cultura popular del continente supone algunas interrogantes que se empeña en despejar el cuidadoso y detallado recorrido por su mitología propuesto por la exposición Museo 31

Planteada como una retrospectiva para festejar el 20 aniversario del programa, a principios de este año la muestra ocupó el Centro Cultural La Moneda, en Santiago de Chile, donde en dos meses y medio rompió todos los récords al sumar 135 mil visitantes. Poco tiempo después el Museo Franz Mayer de la Ciudad de México decidió incorporarla a su plan anual, pues este país es el segundo con más seguidores de la serie. El vínculo de 31 minutos con el país se remonta a 2006, cuando Canal Once adquirió todos los capítulos realizados hasta entonces.

El vínculo de ‘31 minutos’ con México se remonta a 2006, cuando Canal Once adquirió todos los capítulos realizados hasta entonces.

La exhibición arranca con el proceso creativo de los personajes principales del famoso noticiario: el conductor Tulio Triviño y el reportero Juan Carlos Bodoque, un chimpancé de calcetín de lana rayado y un conejo rojo. Tulio proviene de una familia de millonarios y es el títere mejor pagado del canal, pese a que todos saben que es corto de entendimiento. Se le conoce por vanidoso y por tener los ojos un poco chuecos; Juan Carlos está a cargo de la “Nota verde” y, como buen comunicador a la vieja usanza, tiene fama de mujeriego, malhumorado y apostador.  

31 minutos

Vista de la exposición Museo 31, Museo Franz Mayer, Ciudad de México, 2024

Sus creadores son tres periodistas de la Universidad de Chile: Juan Manuel Egaña, Pedro Peirano y Álvaro Díaz. Con su productora Aplaplac trabajaron en este proyecto para el canal público de Televisión Nacional (TVN) bajo la premisa de que cualquier cosa puede convertirse en títere –si le añades un buen par de ojitos. El universo que plantean tiene su epicentro en el noticiario de Titirilquén (con duración de media hora más un minuto, claro), que produce piezas tan relevantes como “Peligroso Zombie suelto en la ciudad (es fácil confundirlo con un yoguslavo)” o “Le saqué las rueditas a mi bicicleta”.

Al elenco se fueron sumando, gracias a diseños de sorprendente precisión, decenas de personajes de materiales extravagantes y coloridos, como una raqueta amarilla, un trapeador negro, una cubeta azul o un gorrito de estambre.

Al elenco se fueron sumando, gracias a diseños de sorprendente precisión, decenas de personajes de materiales extravagantes y coloridos, como una raqueta amarilla, un trapeador negro, una cubeta azul o un gorrito de estambre. Así, llegaron al canal Juanín Juan Harry, productor; Patana Tufillo, una estudiante en prácticas profesionales; Policarpio, reportero de espectáculos y el famoso superhéroe Calcetín con Rombos Man acompañados por decenas de títeres más que hacen apariciones esporádicas en los 72 capítulos que componen la serie. 

Después de contar los orígenes del programa y recrear los talleres, la exposición pasea por el set de Tulio Triviño, exhibe fragmentos de algunos de los capítulos más icónicos y se detienen en elementos gráficos y audiovisuales del detrás de cámaras. Aquí se pueden admirar objetos, maquetas, obras realizadas por fanáticos inspirados y microdocumentales que revelan curiosidades y anécdotas.

31 minutos

Vista de la exposición Museo 31, Museo Franz Mayer, Ciudad de México, 2024

Con cuatro exitosos discos y varias presentaciones en el Lollapalooza chileno, Viña del Mar y el Vive Latino, resulta evidente que una parte muy importante del éxito del programa es la música, casi toda original de Pablo Ilabaca, del grupo chileno de funk rock Chancho en Piedra, en solitario o en combinación con los creadores del programa. Así que uno de los apartados más visitados de la muestra es el pasillo con estaciones donde los visitantes pueden escuchar las canciones más famosas del noticiero, algunas en versiones de destacados músicos latinoamericanos como Paulinho Paranhos Combo, Julieta Venegas con Mon Laferte o Rubén Albarrán. 

La exposición culmina en el segundo nivel del Museo Franz Mayer con la Galería hermosa y desconocida: las obras de arte que, como buen millonario, Tulio Triviño ha ido coleccionado durante estos 20 años de carrera. Su gusto no tiene discusión, si mencionamos que La última cena es solo un entremés. El 29 de septiembre es el último día para atestiguarlo.

31 minutos

Una pieza de la colección de Tulio Triviño en la exposición Museo 31, Museo Franz Mayer, Ciudad de México, 2024

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Los 31 minutos más famosos

Esta historia se remonta a 2003 y va de títeres, música, noticieros y humor. Empieza en la televisión chilena y, dos décadas más tarde, aterriza en un par de conocidos museos latinoamericanos, no sin antes sumar cuatro discos y muchos conciertos masivos. El veloz arraigo de la serie infantil 31 minutos en la cultura popular del continente supone algunas interrogantes que se empeña en despejar el cuidadoso y detallado recorrido por su mitología propuesto por la exposición Museo 31

Planteada como una retrospectiva para festejar el 20 aniversario del programa, a principios de este año la muestra ocupó el Centro Cultural La Moneda, en Santiago de Chile, donde en dos meses y medio rompió todos los récords al sumar 135 mil visitantes. Poco tiempo después el Museo Franz Mayer de la Ciudad de México decidió incorporarla a su plan anual, pues este país es el segundo con más seguidores de la serie. El vínculo de 31 minutos con el país se remonta a 2006, cuando Canal Once adquirió todos los capítulos realizados hasta entonces.

El vínculo de ‘31 minutos’ con México se remonta a 2006, cuando Canal Once adquirió todos los capítulos realizados hasta entonces.

La exhibición arranca con el proceso creativo de los personajes principales del famoso noticiario: el conductor Tulio Triviño y el reportero Juan Carlos Bodoque, un chimpancé de calcetín de lana rayado y un conejo rojo. Tulio proviene de una familia de millonarios y es el títere mejor pagado del canal, pese a que todos saben que es corto de entendimiento. Se le conoce por vanidoso y por tener los ojos un poco chuecos; Juan Carlos está a cargo de la “Nota verde” y, como buen comunicador a la vieja usanza, tiene fama de mujeriego, malhumorado y apostador.  

31 minutos

Vista de la exposición Museo 31, Museo Franz Mayer, Ciudad de México, 2024

Sus creadores son tres periodistas de la Universidad de Chile: Juan Manuel Egaña, Pedro Peirano y Álvaro Díaz. Con su productora Aplaplac trabajaron en este proyecto para el canal público de Televisión Nacional (TVN) bajo la premisa de que cualquier cosa puede convertirse en títere –si le añades un buen par de ojitos. El universo que plantean tiene su epicentro en el noticiario de Titirilquén (con duración de media hora más un minuto, claro), que produce piezas tan relevantes como “Peligroso Zombie suelto en la ciudad (es fácil confundirlo con un yoguslavo)” o “Le saqué las rueditas a mi bicicleta”.

Al elenco se fueron sumando, gracias a diseños de sorprendente precisión, decenas de personajes de materiales extravagantes y coloridos, como una raqueta amarilla, un trapeador negro, una cubeta azul o un gorrito de estambre.

Al elenco se fueron sumando, gracias a diseños de sorprendente precisión, decenas de personajes de materiales extravagantes y coloridos, como una raqueta amarilla, un trapeador negro, una cubeta azul o un gorrito de estambre. Así, llegaron al canal Juanín Juan Harry, productor; Patana Tufillo, una estudiante en prácticas profesionales; Policarpio, reportero de espectáculos y el famoso superhéroe Calcetín con Rombos Man acompañados por decenas de títeres más que hacen apariciones esporádicas en los 72 capítulos que componen la serie. 

Después de contar los orígenes del programa y recrear los talleres, la exposición pasea por el set de Tulio Triviño, exhibe fragmentos de algunos de los capítulos más icónicos y se detienen en elementos gráficos y audiovisuales del detrás de cámaras. Aquí se pueden admirar objetos, maquetas, obras realizadas por fanáticos inspirados y microdocumentales que revelan curiosidades y anécdotas.

31 minutos

Vista de la exposición Museo 31, Museo Franz Mayer, Ciudad de México, 2024

Con cuatro exitosos discos y varias presentaciones en el Lollapalooza chileno, Viña del Mar y el Vive Latino, resulta evidente que una parte muy importante del éxito del programa es la música, casi toda original de Pablo Ilabaca, del grupo chileno de funk rock Chancho en Piedra, en solitario o en combinación con los creadores del programa. Así que uno de los apartados más visitados de la muestra es el pasillo con estaciones donde los visitantes pueden escuchar las canciones más famosas del noticiero, algunas en versiones de destacados músicos latinoamericanos como Paulinho Paranhos Combo, Julieta Venegas con Mon Laferte o Rubén Albarrán. 

La exposición culmina en el segundo nivel del Museo Franz Mayer con la Galería hermosa y desconocida: las obras de arte que, como buen millonario, Tulio Triviño ha ido coleccionado durante estos 20 años de carrera. Su gusto no tiene discusión, si mencionamos que La última cena es solo un entremés. El 29 de septiembre es el último día para atestiguarlo.

31 minutos

Una pieza de la colección de Tulio Triviño en la exposición Museo 31, Museo Franz Mayer, Ciudad de México, 2024

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Odin Teatret, seis décadas

Como en ningún otro campo artístico, las dimensiones física y simbólica del cuerpo se hallan en el centro de las prácticas escénicas. Esto tiene implicaciones distintas según hablemos de danza o de teatro, y dentro de este último las formas de pensarlo han dado lugar a poéticas muy diversas. “¿Qué sucedería si la realidad del cuerpo, ya de por sí desemantizada en dolor y deseo (para Lacan fronteras infranqueables del discurso), fuera elegida autorreferencialmente como tema del teatro?”, se pregunta Hans-Thies Lehmann en su referencial Teatro posdramático (1999).

El teórico alemán responde que, precisamente, eso ocurre en el llamado teatro posdramático, aquel que desde los años sesenta del siglo pasado afirma la autonomía de lo escénico respecto al texto dramático. Así, identificó una nueva tarea para los creadores teatrales europeos: reaprender el cuerpo, algo que en culturas no-occidentales era natural. En esa búsqueda sitúa a Eugenio Barba (Brindisi, 1936), para quien “el cuerpo funciona como si estuviera colonizado y, consecuentemente, precisa de un entrenamiento que lo libere para generar una expresión espontánea”.

Como describen Eugenio Barba e Iben Nagel Rasmussen, el actor, por medio de una dialéctica física, “produce una imagen que hace visibles las tensiones emotivas, conceptuales y psicológicas”.

Debe decirse, sin embargo, que la práctica de Barba, fundador del Odin Teatret, se diferencia de otros “posdramáticos”, tendientes a incorporar las lecciones del performance, en que desciende de las ideas de Antonin Artaud y Jerzy Grotowski, donde actuar, escribe la dramaturga rusa Keti Chukhrov, “no es tanto una profesión como un entrenamiento psicofísico específico que prepara para realizar actos”. Como describen Eugenio Barba e Iben Nagel Rasmussen, el actor, por medio de una dialéctica física, “produce una imagen que hace visibles las tensiones emotivas, conceptuales y psicológicas”.

Odin Teatret

Eugenio Barba. Cortesía de Odin Teatret Archives

Diferencia, oficio, revuelta

Fundado en Noruega en 1964 y con sede en Dinamarca desde 1966, el Odin Teatret celebrará en la Ciudad de México 60 años de trayectoria ininterrumpida. Con el título Diferencia, oficio, revuelta, la Universidad Iberoamericana cobijará entre el 2 y el 11 de octubre un programa que incluye talleres, conferencias, clases magistrales, mesas de discusión, proyecciones y puestas en escena, a partir de una propuesta de Talabot Teatro. El evento no sólo contará con la presencia de miembros fundadores de la compañía –Julia Varley, Else Marie Laukvik o el mencionado Eugenio Barba–, sino que incluirá el estreno mundial de Las nubes de Hamlet, la pieza más reciente de la agrupación, los días 10 y 11.

Que una universidad cobije el encuentro resulta natural, pues el trabajo del Odin Teatret siempre ha contado con dimensiones pedagógica y de investigación: su espacio en Holstebro alberga la Escuela Internacional de Antropología Teatral (ISTA), fundada en 1979 con un perfil itinerante y multicultural, y el Centro para los Estudios de Teatro Laboratorio (CTLS), surgido en 2002 con el fin de documentar las actividades de la compañía y estudiar prácticas afines. Ese conocimiento, que incluye conceptos como antropología teatral, teatro de grupo o Tercer Teatro, será trasladado al público de la Ibero a través de conferencias y conversatorios.

El evento no sólo contará con la presencia de miembros fundadores de la compañía –Julia Varley, Else Marie Laukvik o el mencionado Eugenio Barba–, sino que incluirá el estreno mundial de ‘Las nubes de Hamlet’, la pieza más reciente de la agrupación.

Diferencia, oficio, revuelta conmemorará también medio siglo de presencia del Odin Teatret en México y América Latina, donde las ideas de Eugenio Barba han tenido una influencia significativa. “La función social del teatro depende de su contexto social”: frase que sintetiza una trayectoria intelectual que comenzó con Grotowski, siguió con el estudio del teatro kathakali de la India y ha seguido incorporando reflexiones de distintas culturas y posicionamientos escénicos. La noción de Tercer Teatro resuena entre quienes producen expresiones escénicas fuera de los canales oficiales, y define el libro más reciente de Barba, Mis vidas en el Tercer Teatro, cuya edición en español, a cargo de Paso de Gato y Ediciones Ibero, se presentará el 8 de octubre.

Odin Teatret

Ensayo de Las nubes de Hamlet. Fotografía: Tommy Bay. Cortesía de Odin Teatret Archives

Teatro y trascendencia

“La tensión entre el teatro y el anhelo de trascenderlo”: así describe Lluís Masgrau, en su prólogo, a Mis vidas en el Tercer Teatro, aunque podría extenderse a la práctica de Barba y el Odin Teatret. Además del estreno de Las nubes de Hamlet, el público asistente al Foro El Cardoner de la Universidad Iberoamericana podrá ver los espectáculos The Thrillind Violinist (7 de octubre) y El Castillo de Holstebro (7 y 8). En el Foro D, por su parte, tendrá lugar El eco del silencio, una demostración del trabajo con la voz de la actriz Julia Varley.

“La tensión entre el teatro y el anhelo de trascenderlo”: así describe Lluís Masgrau, en su prólogo, a ‘Mis vidas en el Tercer Teatro’, aunque podría extenderse a la práctica de Barba y el Odin Teatret.

Varias serán las proyecciones dentro de Diferencia, oficio, revuelta. Dirigido por Torgeir Wethal, Sobre las dos orillas del río (1978) captura la estancia del Odin Teatret en Perú a finales de los setenta. Los primeros 50 años de la agrupación son el tema de La conquista de la diferencia (2014), documental de Erik Exe Christoffersen. El arte de lo imposible (2017), de Elsa Kvamme, es una road movie donde Barba habla de los orígenes del proyecto. En el trabajo fílmico más reciente, Zona límite (2021), Stefano di Buduo –que participará en diversas actividades en la Ibero– captura la semana de fiesta de Holstebro: un microcosmos para estudiar el vínculo entre el teatro y la sociedad.

El que fuera el estudio de Eugenio Barba hasta 2022 podrá ser visitado de forma virtual en La habitación de los recuerdos, un proyecto de Dina Abu Hamdan. A través de unas gafas RV, el público accederá a una experiencia inmersiva, que complementa la exhaustiva revisión de 60 años del Odin Teatret, uno de los proyectos más longevos e influyentes del teatro contemporáneo, que residirá por unos días en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México.

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Odin Teatret, seis décadas

Como en ningún otro campo artístico, las dimensiones física y simbólica del cuerpo se hallan en el centro de las prácticas escénicas. Esto tiene implicaciones distintas según hablemos de danza o de teatro, y dentro de este último las formas de pensarlo han dado lugar a poéticas muy diversas. “¿Qué sucedería si la realidad del cuerpo, ya de por sí desemantizada en dolor y deseo (para Lacan fronteras infranqueables del discurso), fuera elegida autorreferencialmente como tema del teatro?”, se pregunta Hans-Thies Lehmann en su referencial Teatro posdramático (1999).

El teórico alemán responde que, precisamente, eso ocurre en el llamado teatro posdramático, aquel que desde los años sesenta del siglo pasado afirma la autonomía de lo escénico respecto al texto dramático. Así, identificó una nueva tarea para los creadores teatrales europeos: reaprender el cuerpo, algo que en culturas no-occidentales era natural. En esa búsqueda sitúa a Eugenio Barba (Brindisi, 1936), para quien “el cuerpo funciona como si estuviera colonizado y, consecuentemente, precisa de un entrenamiento que lo libere para generar una expresión espontánea”.

Como describen Eugenio Barba e Iben Nagel Rasmussen, el actor, por medio de una dialéctica física, “produce una imagen que hace visibles las tensiones emotivas, conceptuales y psicológicas”.

Debe decirse, sin embargo, que la práctica de Barba, fundador del Odin Teatret, se diferencia de otros “posdramáticos”, tendientes a incorporar las lecciones del performance, en que desciende de las ideas de Antonin Artaud y Jerzy Grotowski, donde actuar, escribe la dramaturga rusa Keti Chukhrov, “no es tanto una profesión como un entrenamiento psicofísico específico que prepara para realizar actos”. Como describen Eugenio Barba e Iben Nagel Rasmussen, el actor, por medio de una dialéctica física, “produce una imagen que hace visibles las tensiones emotivas, conceptuales y psicológicas”.

Odin Teatret

Eugenio Barba. Cortesía de Odin Teatret Archives

Diferencia, oficio, revuelta

Fundado en Noruega en 1964 y con sede en Dinamarca desde 1966, el Odin Teatret celebrará en la Ciudad de México 60 años de trayectoria ininterrumpida. Con el título Diferencia, oficio, revuelta, la Universidad Iberoamericana cobijará entre el 2 y el 11 de octubre un programa que incluye talleres, conferencias, clases magistrales, mesas de discusión, proyecciones y puestas en escena, a partir de una propuesta de Talabot Teatro. El evento no sólo contará con la presencia de miembros fundadores de la compañía –Julia Varley, Else Marie Laukvik o el mencionado Eugenio Barba–, sino que incluirá el estreno mundial de Las nubes de Hamlet, la pieza más reciente de la agrupación, los días 10 y 11.

Que una universidad cobije el encuentro resulta natural, pues el trabajo del Odin Teatret siempre ha contado con dimensiones pedagógica y de investigación: su espacio en Holstebro alberga la Escuela Internacional de Antropología Teatral (ISTA), fundada en 1979 con un perfil itinerante y multicultural, y el Centro para los Estudios de Teatro Laboratorio (CTLS), surgido en 2002 con el fin de documentar las actividades de la compañía y estudiar prácticas afines. Ese conocimiento, que incluye conceptos como antropología teatral, teatro de grupo o Tercer Teatro, será trasladado al público de la Ibero a través de conferencias y conversatorios.

El evento no sólo contará con la presencia de miembros fundadores de la compañía –Julia Varley, Else Marie Laukvik o el mencionado Eugenio Barba–, sino que incluirá el estreno mundial de ‘Las nubes de Hamlet’, la pieza más reciente de la agrupación.

Diferencia, oficio, revuelta conmemorará también medio siglo de presencia del Odin Teatret en México y América Latina, donde las ideas de Eugenio Barba han tenido una influencia significativa. “La función social del teatro depende de su contexto social”: frase que sintetiza una trayectoria intelectual que comenzó con Grotowski, siguió con el estudio del teatro kathakali de la India y ha seguido incorporando reflexiones de distintas culturas y posicionamientos escénicos. La noción de Tercer Teatro resuena entre quienes producen expresiones escénicas fuera de los canales oficiales, y define el libro más reciente de Barba, Mis vidas en el Tercer Teatro, cuya edición en español, a cargo de Paso de Gato y Ediciones Ibero, se presentará el 8 de octubre.

Odin Teatret

Ensayo de Las nubes de Hamlet. Fotografía: Tommy Bay. Cortesía de Odin Teatret Archives

Teatro y trascendencia

“La tensión entre el teatro y el anhelo de trascenderlo”: así describe Lluís Masgrau, en su prólogo, a Mis vidas en el Tercer Teatro, aunque podría extenderse a la práctica de Barba y el Odin Teatret. Además del estreno de Las nubes de Hamlet, el público asistente al Foro El Cardoner de la Universidad Iberoamericana podrá ver los espectáculos The Thrillind Violinist (7 de octubre) y El Castillo de Holstebro (7 y 8). En el Foro D, por su parte, tendrá lugar El eco del silencio, una demostración del trabajo con la voz de la actriz Julia Varley.

“La tensión entre el teatro y el anhelo de trascenderlo”: así describe Lluís Masgrau, en su prólogo, a ‘Mis vidas en el Tercer Teatro’, aunque podría extenderse a la práctica de Barba y el Odin Teatret.

Varias serán las proyecciones dentro de Diferencia, oficio, revuelta. Dirigido por Torgeir Wethal, Sobre las dos orillas del río (1978) captura la estancia del Odin Teatret en Perú a finales de los setenta. Los primeros 50 años de la agrupación son el tema de La conquista de la diferencia (2014), documental de Erik Exe Christoffersen. El arte de lo imposible (2017), de Elsa Kvamme, es una road movie donde Barba habla de los orígenes del proyecto. En el trabajo fílmico más reciente, Zona límite (2021), Stefano di Buduo –que participará en diversas actividades en la Ibero– captura la semana de fiesta de Holstebro: un microcosmos para estudiar el vínculo entre el teatro y la sociedad.

El que fuera el estudio de Eugenio Barba hasta 2022 podrá ser visitado de forma virtual en La habitación de los recuerdos, un proyecto de Dina Abu Hamdan. A través de unas gafas RV, el público accederá a una experiencia inmersiva, que complementa la exhaustiva revisión de 60 años del Odin Teatret, uno de los proyectos más longevos e influyentes del teatro contemporáneo, que residirá por unos días en la Universidad Iberoamericana de la Ciudad de México.

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miércoles, 25 de septiembre de 2024

El fruto de tu vientre

El cuerpo de una mujer –al igual que el cuerpo masculino– no pertenece a la voluntad de su dueña, en tanto somos juguetes de la naturaleza, todos, pero el cuerpo femenino lo siente más. El cuerpo femenino es una máquina ctónica, orgánica, indiferente al espíritu que lo habita.

Camille Paglia, Sexual Personae (1990)

 

A mediados de 1982 Michael Eisner, jefe de estudio en Paramount y uno de los productores más lucrativos en años precedentes –Fiebre de sábado por la noche, Vaselina, Los cazadores del arca perdida– reunió a un grupo de productores y empleados, incluyendo al guionista Joe Eszterhas, para evaluar el proyecto basado en un guion de este último: Flashdance. Para decidir cuál de las dos actrices finalistas tendría el protagónico –una mezcla de gimnasia artística, ingenuidad, hits radiales y la sexualización febril de un cuerpo adolescente– Eisner planteó una pregunta directa en encuesta abierta: “¿A cuál de ellas dos te cogerías?”. La elección fue Jennifer Beals.

La otra aspirante, con 19 años, de familia obrera de Nuevo México, historial de violencia doméstica y dos papeles ínfimos de serie B como experiencia, se llamaba Demi Moore y quince años más tarde, cuando promocionaba Striptease (1996), era la mujer con el sueldo más alto de cualquier pantalla en el planeta y, con amplia diferencia, la más sexualizada en la que podría ser la ranchería más acaudalada y misógina de Occidente: Hollywood, California.

En los años anteriores a la escandalosa campaña gráfica de Striptease, Moore protagonizó un amplio rango de debates mediáticos en torno a su cuerpo, desde las fotografías del embarazo desnudo para Vanity Fair por Annie Leibovitz hasta la enjuiciada sexualidad de sus personajes en Una propuesta indecorosa (1993), Acoso sexual (1994) o la propia Striptease, con la agria sorna pública sobre recibir once millones de dólares no por actuar –diría Roger Ebert– sino por desnudarse. Nada hay más intocable en Hollywood que el derecho a sexualizar desde la mirada masculina; nada más punible y deleznable que una actriz que lo haga por cuenta y agenda propia. Demi Moore cruzó la línea –aquella bien dibujada por Pierre Bourdieu en La dominación masculina (1998), afinada después por Judith Butler– y pagó el costo con la virtual desaparición de su carrera tras la inocua Hasta el límite (1997), que implicaba un lastimoso intento de masculinizarse [sic] como una militar malhablada y de cabeza calva.

Demi Moore

Margaret Qualley en La sustancia (2024), de Coralie Fargeat. Cortesía de MUBI

En un lapso menor a diez años la corporalidad de Moore fue campo de batalla entre la mercadotecnia, la prensa rosa y los estudios culturales, el sueño licuado entre quince ideas de Gilles Lipovetsky, las batallas de Camille Paglia y lo escrito por Roland Barthes sobre el rostro de Greta Garbo, pero ampliado al cuerpo entero. Todo ello constituye el hielo oculto bajo el agua en el iceberg de punta cortante, autoficcional y bañado en fluidos que es La sustancia (2024), segundo y tremebundo largometraje de la parisina Coralie Fargeat que, al igual que su anterior y muy menor Venganza siniestra (2017), licúa consignas varias de feminismos teóricos y teoría crítica con el espíritu cincuentero de los fanzines sci-fi , la revulsión estomacal de las películas grindhouse y el olor a alfombra puerca de las funciones de medianoche.

El argumento, tan preciso en su balance pulp entre fantasía, rigor imaginativo e incoherencias que parece extraído de las mejores páginas de Weird Tales, nos presenta a Elizabeth Sparkle (Demi Moore), una actriz de Los Ángeles que ronda los cincuenta cuya presencia mediática, alguna vez fulgurante, está reducida a un programa matutino de aerobics en televisión. El mismo día en que Elizabeth es despedida por un ejecutivo lascivo llamado, para menor sutileza, Harvey (Dennis Quaid), recibe la invitación anónima a una suerte de secta de élite o clínica de belleza –si es que existe diferencia– cuyo procedimiento, detalles aparte, consiste en la generación de un nuevo cuerpo, más joven, vital y parcialmente autónomo (Margaret Qualley), que comparte la esencia, los fluidos vitales y los procesos orgánicos del cuerpo matriz, de modo que cada uno tiene consciencia y vida activa durante siete días, durante los cuales su contraparte permanece inconsciente y debe ser alimentada por vía intravenosa a la par que secreta el fluido vital que permite a su replicante mantenerse estable. A partir de esta dinámica entre Mrs. Jeckyll y Lady Hyde se establece una relación de poder inmediata en donde Elizabeth alimenta la juventud de Sue, mientras ésta mantiene viva a la primera.

Demi Moore

Fotograma de La sustancia (2024), de Coralie Fargeat. Cortesía de MUBI

Los detalles y giros de lo que sucede a partir de una premisa tan estrafalaria merecen ser conservados para el asombro, que será creciente y expansivo para quien sea capaz de aceptar la inventiva del relato sin someterla al látigo utilitario de la lógica. La sustancia es, como el título parece sugerir, una mise-en-scène de incoherencia voluntaria cuyo mayor atractivo está escondido en el metarrelato, en la descarga catártica que supone para Moore someter a electroshock su propia historia como persona pública o icono del erotismo mass media de finales de siglo.

Lo más interesante, una vez superadas las descargas agresivas y conductistas de estilismo pop-punk, es la pantomima representada por su elenco, dispuesto sin miedo a representar caricaturas de sí mismo: junto a la propia Moore está Qualley –hija de Andie McDowell (Sexo, mentiras y video, 1989), otra actriz fetichizada hasta el absurdo en los noventa– y Quaid: republicano, trumpista, cristiano y, a pesar de ello, actor capaz de exponer el reverso grotesco de sus militancias. Por supuesto, es inmediata la tentación de entender La sustancia como una Sunset Boulevard reescrita por Virginie Despentes para Jess Franco, pero en realidad lo mejor sucede cuando observamos tanto a sus personajes-idea como a las personas que –pun intended– les prestan el cuerpo.

Coralie Fargeat, nacida en 1976 y expuesta como adolescente a la cultura mediática de Estados Unidos durante los noventa, encuentra un margen personal y original para rendir tributo a aquel Zeitgeist mientras disfruta abriéndolo en canal con sierra eléctrica. La sustancia, con todos sus asaltos a la lógica narrativa y su constante propensión a lo indigesto, es un ejercicio de pastiche que, viajando en la cresta de la ola de femme rage levantada por Voraz y Titane (Julia Ducournau, 2016 y 2021), Viólame (Virginie Despentes, 2000) o Trouble Every Day (Claire Denis, 2001), cae de pie en la mayoría de sus arriesgados saltos al vacío; está, sí, provisto hasta la náusea de citas visuales –el rango va de Oscar Wilde a Mullholland Drive al primer David Cronenberg, Showgirls (1995) o los videos aeróbicos Jane Fonda’s Workout (1986)–, pero también de un pulso firme y una confianza descarada para invitarnos a aceptar el absurdo como base narrativa mientras disfrutemos –es un decir– el resto del viaje.

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El fruto de tu vientre

El cuerpo de una mujer –al igual que el cuerpo masculino– no pertenece a la voluntad de su dueña, en tanto somos juguetes de la naturaleza, todos, pero el cuerpo femenino lo siente más. El cuerpo femenino es una máquina ctónica, orgánica, indiferente al espíritu que lo habita.

Camille Paglia, Sexual Personae (1990)

 

A mediados de 1982 Michael Eisner, jefe de estudio en Paramount y uno de los productores más lucrativos en años precedentes –Fiebre de sábado por la noche, Vaselina, Los cazadores del arca perdida– reunió a un grupo de productores y empleados, incluyendo al guionista Joe Eszterhas, para evaluar el proyecto basado en un guion de este último: Flashdance. Para decidir cuál de las dos actrices finalistas tendría el protagónico –una mezcla de gimnasia artística, ingenuidad, hits radiales y la sexualización febril de un cuerpo adolescente– Eisner planteó una pregunta directa en encuesta abierta: “¿A cuál de ellas dos te cogerías?”. La elección fue Jennifer Beals.

La otra aspirante, con 19 años, de familia obrera de Nuevo México, historial de violencia doméstica y dos papeles ínfimos de serie B como experiencia, se llamaba Demi Moore y quince años más tarde, cuando promocionaba Striptease (1996), era la mujer con el sueldo más alto de cualquier pantalla en el planeta y, con amplia diferencia, la más sexualizada en la que podría ser la ranchería más acaudalada y misógina de Occidente: Hollywood, California.

En los años anteriores a la escandalosa campaña gráfica de Striptease, Moore protagonizó un amplio rango de debates mediáticos en torno a su cuerpo, desde las fotografías del embarazo desnudo para Vanity Fair por Annie Leibovitz hasta la enjuiciada sexualidad de sus personajes en Una propuesta indecorosa (1993), Acoso sexual (1994) o la propia Striptease, con la agria sorna pública sobre recibir once millones de dólares no por actuar –diría Roger Ebert– sino por desnudarse. Nada hay más intocable en Hollywood que el derecho a sexualizar desde la mirada masculina; nada más punible y deleznable que una actriz que lo haga por cuenta y agenda propia. Demi Moore cruzó la línea –aquella bien dibujada por Pierre Bourdieu en La dominación masculina (1998), afinada después por Judith Butler– y pagó el costo con la virtual desaparición de su carrera tras la inocua Hasta el límite (1997), que implicaba un lastimoso intento de masculinizarse [sic] como una militar malhablada y de cabeza calva.

Demi Moore

Margaret Qualley en La sustancia (2024), de Coralie Fargeat. Cortesía de MUBI

En un lapso menor a diez años la corporalidad de Moore fue campo de batalla entre la mercadotecnia, la prensa rosa y los estudios culturales, el sueño licuado entre quince ideas de Gilles Lipovetsky, las batallas de Camille Paglia y lo escrito por Roland Barthes sobre el rostro de Greta Garbo, pero ampliado al cuerpo entero. Todo ello constituye el hielo oculto bajo el agua en el iceberg de punta cortante, autoficcional y bañado en fluidos que es La sustancia (2024), segundo y tremebundo largometraje de la parisina Coralie Fargeat que, al igual que su anterior y muy menor Venganza siniestra (2017), licúa consignas varias de feminismos teóricos y teoría crítica con el espíritu cincuentero de los fanzines sci-fi , la revulsión estomacal de las películas grindhouse y el olor a alfombra puerca de las funciones de medianoche.

El argumento, tan preciso en su balance pulp entre fantasía, rigor imaginativo e incoherencias que parece extraído de las mejores páginas de Weird Tales, nos presenta a Elizabeth Sparkle (Demi Moore), una actriz de Los Ángeles que ronda los cincuenta cuya presencia mediática, alguna vez fulgurante, está reducida a un programa matutino de aerobics en televisión. El mismo día en que Elizabeth es despedida por un ejecutivo lascivo llamado, para menor sutileza, Harvey (Dennis Quaid), recibe la invitación anónima a una suerte de secta de élite o clínica de belleza –si es que existe diferencia– cuyo procedimiento, detalles aparte, consiste en la generación de un nuevo cuerpo, más joven, vital y parcialmente autónomo (Margaret Qualley), que comparte la esencia, los fluidos vitales y los procesos orgánicos del cuerpo matriz, de modo que cada uno tiene consciencia y vida activa durante siete días, durante los cuales su contraparte permanece inconsciente y debe ser alimentada por vía intravenosa a la par que secreta el fluido vital que permite a su replicante mantenerse estable. A partir de esta dinámica entre Mrs. Jeckyll y Lady Hyde se establece una relación de poder inmediata en donde Elizabeth alimenta la juventud de Sue, mientras ésta mantiene viva a la primera.

Demi Moore

Fotograma de La sustancia (2024), de Coralie Fargeat. Cortesía de MUBI

Los detalles y giros de lo que sucede a partir de una premisa tan estrafalaria merecen ser conservados para el asombro, que será creciente y expansivo para quien sea capaz de aceptar la inventiva del relato sin someterla al látigo utilitario de la lógica. La sustancia es, como el título parece sugerir, una mise-en-scène de incoherencia voluntaria cuyo mayor atractivo está escondido en el metarrelato, en la descarga catártica que supone para Moore someter a electroshock su propia historia como persona pública o icono del erotismo mass media de finales de siglo.

Lo más interesante, una vez superadas las descargas agresivas y conductistas de estilismo pop-punk, es la pantomima representada por su elenco, dispuesto sin miedo a representar caricaturas de sí mismo: junto a la propia Moore está Qualley –hija de Andie McDowell (Sexo, mentiras y video, 1989), otra actriz fetichizada hasta el absurdo en los noventa– y Quaid: republicano, trumpista, cristiano y, a pesar de ello, actor capaz de exponer el reverso grotesco de sus militancias. Por supuesto, es inmediata la tentación de entender La sustancia como una Sunset Boulevard reescrita por Virginie Despentes para Jess Franco, pero en realidad lo mejor sucede cuando observamos tanto a sus personajes-idea como a las personas que –pun intended– les prestan el cuerpo.

Coralie Fargeat, nacida en 1976 y expuesta como adolescente a la cultura mediática de Estados Unidos durante los noventa, encuentra un margen personal y original para rendir tributo a aquel Zeitgeist mientras disfruta abriéndolo en canal con sierra eléctrica. La sustancia, con todos sus asaltos a la lógica narrativa y su constante propensión a lo indigesto, es un ejercicio de pastiche que, viajando en la cresta de la ola de femme rage levantada por Voraz y Titane (Julia Ducournau, 2016 y 2021), Viólame (Virginie Despentes, 2000) o Trouble Every Day (Claire Denis, 2001), cae de pie en la mayoría de sus arriesgados saltos al vacío; está, sí, provisto hasta la náusea de citas visuales –el rango va de Oscar Wilde a Mullholland Drive al primer David Cronenberg, Showgirls (1995) o los videos aeróbicos Jane Fonda’s Workout (1986)–, pero también de un pulso firme y una confianza descarada para invitarnos a aceptar el absurdo como base narrativa mientras disfrutemos –es un decir– el resto del viaje.

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Mdou Moctar y la psicodelia desértica

Alrededor del siglo XVI el término Occidente surgió para referirse a los países mayoritariamente cristianos ubicados en la zona occidental de Eurasia. Pero la división entre Oriente y Occidente es hoy más cultural y religiosa que geográfica; sus límites varían según los criterios de quien lo utiliza, trayendo con ello, más que una distinción clara, una serie de actitudes no siempre abiertas con aquello que desconocemos. 

Para el occidental moderno el mundo oriental, si no exótico en el mejor de los casos, resulta francamente salvaje, primitivo e incluso violento en esencia. Por siglos el mundo árabe ha tenido que cargar con el desdén y el prejuicio de Occidente. Leído como franco “miedo al otro”, este marasmo de la modernidad, la época que hoy se jacta de ser tolerante e incluyente, ha logrado que el Oriente más occidentalizado pase la prueba de la aceptación mundial a través del capitalismo. 

Para quienes atienden a detalle los matices y las singularidades de los pueblos del mundo, sin embargo, el norte de África es un bastión amplio y diverso que permite entender resistencias, identidades e intercambios. Desde las postrimerías del rock, el pueblo tuareg ha sabido avanzar entre la condescendencia del mercado francés y la curiosidad ocasional angloparlante para ver florecer un estilo propio que hoy se conoce como “blues del desierto”. En las últimas dos décadas hemos conocido a agrupaciones como Tinariwen, Bombino y Tamikres, por mencionar a los de mayor exposición. 

En giras y entrevistas Mdou Moctar enfatiza una expresividad antiextractivista, procurando las obviedades engorrosas de toda la vida (“África es un continente entero”, “no soy el Hendrix del desierto”, etc.). Pero en las ondulaciones expansivas de las guitarras destempladas, las baterías despiadadamente crudas y, sobre todo, el halo agreste y semiagónico de la voz de Mahamadou Souleymane y su grupo, tanto en vivo como en estudio, trasciende las espuelas del folclor y la emotividad para coronarse como una figura emblemática de los históricamente oprimidos pueblos nómadas del norte africano.

En compases rítmicos y cadencias que despiertan reminiscencias pastoriles del desierto, Mdou Moctar encarna un cancionero popular anticolonial cantado en lengua tamasheq, idioma de la familia bereber hablada en Níger, Argelia, Burkina Faso y Mali, que pese a contar con más de 900 mil hablantes no es reconocida como idioma oficial. 

Mientras el tormento interno se decanta en una daga milenaria de doble filo –un lado habla de la crueldad humana y la libertad, el otro invita al espectáculo rocker de regocijo lisérgico–, la electricidad y el poderío de la música de Mdou Moctar entrarán a la Ciudad de México como una suerte de revelación y parte del festival Hipnosis 2024, compartiendo cartel con Slowdive, Air, The Kills y muchos más el próximo 2 de noviembre.

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Mdou Moctar y la psicodelia desértica

Alrededor del siglo XVI el término Occidente surgió para referirse a los países mayoritariamente cristianos ubicados en la zona occidental de Eurasia. Pero la división entre Oriente y Occidente es hoy más cultural y religiosa que geográfica; sus límites varían según los criterios de quien lo utiliza, trayendo con ello, más que una distinción clara, una serie de actitudes no siempre abiertas con aquello que desconocemos. 

Para el occidental moderno el mundo oriental, si no exótico en el mejor de los casos, resulta francamente salvaje, primitivo e incluso violento en esencia. Por siglos el mundo árabe ha tenido que cargar con el desdén y el prejuicio de Occidente. Leído como franco “miedo al otro”, este marasmo de la modernidad, la época que hoy se jacta de ser tolerante e incluyente, ha logrado que el Oriente más occidentalizado pase la prueba de la aceptación mundial a través del capitalismo. 

Para quienes atienden a detalle los matices y las singularidades de los pueblos del mundo, sin embargo, el norte de África es un bastión amplio y diverso que permite entender resistencias, identidades e intercambios. Desde las postrimerías del rock, el pueblo tuareg ha sabido avanzar entre la condescendencia del mercado francés y la curiosidad ocasional angloparlante para ver florecer un estilo propio que hoy se conoce como “blues del desierto”. En las últimas dos décadas hemos conocido a agrupaciones como Tinariwen, Bombino y Tamikres, por mencionar a los de mayor exposición. 

En giras y entrevistas Mdou Moctar enfatiza una expresividad antiextractivista, procurando las obviedades engorrosas de toda la vida (“África es un continente entero”, “no soy el Hendrix del desierto”, etc.). Pero en las ondulaciones expansivas de las guitarras destempladas, las baterías despiadadamente crudas y, sobre todo, el halo agreste y semiagónico de la voz de Mahamadou Souleymane y su grupo, tanto en vivo como en estudio, trasciende las espuelas del folclor y la emotividad para coronarse como una figura emblemática de los históricamente oprimidos pueblos nómadas del norte africano.

En compases rítmicos y cadencias que despiertan reminiscencias pastoriles del desierto, Mdou Moctar encarna un cancionero popular anticolonial cantado en lengua tamasheq, idioma de la familia bereber hablada en Níger, Argelia, Burkina Faso y Mali, que pese a contar con más de 900 mil hablantes no es reconocida como idioma oficial. 

Mientras el tormento interno se decanta en una daga milenaria de doble filo –un lado habla de la crueldad humana y la libertad, el otro invita al espectáculo rocker de regocijo lisérgico–, la electricidad y el poderío de la música de Mdou Moctar entrarán a la Ciudad de México como una suerte de revelación y parte del festival Hipnosis 2024, compartiendo cartel con Slowdive, Air, The Kills y muchos más el próximo 2 de noviembre.

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martes, 24 de septiembre de 2024

Hacia la ‘Ciudad infinita’

Ciudad infinita, la nueva serie de Canal Once, propone recorrer la Ciudad de México de la mano del cronista Jorge Pedro Uribe Llamas, conductor y, junto a Ana Quintanilla, guionista de esta aventura por las entrañas de una de las urbes más grandes y pobladas del mundo. 

Cada uno de los seis capítulos que componen la primera temporada, producida por Daniela Paasch y Nadia Sachenka, plantea una temática que funciona de enlance para visitar un puñado de lugares de la ciudad y conocer de cerca a los personajes que los animan. Desde vecinos de la zona hasta expertos en ciertos temas: las conversaciones que propone el cronista aportan una visión plural, rica y amena a sus andanzas, cuyo común denominador es la curiosidad insaciable.

Jorge Pedro Uribe lo dice mejor: “Esta serie se concentra en las personas, no es una lanzadera de datos, fechas, nombres de arquitectos, es acercarse al agricultor, a las cocineras. Meternos a las entrañas de la ciudad implica escuchar a las personas, poner el foco en ellos, para lograr el objetivo de dignificar esta ciudad”. 

 

El primer capítulo, que se estrena el 24 de septiembre a las 20:00 horas por Canal Once, se titula “Fundaciones” y va de Cuicuilco a Tepito pasando por el Museo Nacional de Antropología, tratando de desentrañar la edad de la Ciudad de México. Las otras cinco partes tratarán sobre “Agua”, “Migración e identidad”, “Del campo a la ciudad”, “De la trajinera al Cablebús” y “Arquitectura”.

Desde las pirámides preaztecas en Tlalpan hasta innovaciones de movilidad en Iztapalapa, de los cultivos de Xochimilco y Milpa Alta a los pasillos de la Central de Abastos, de los pueblos originarios a las comunidades de migrantes, Ciudad infinita propone un recorrido por el pasado para imaginar el futuro y, sobre todo, disfrutar el presente.

Jorge Pedro Uribe Llamas es escritor y periodista especializado en la Ciudad de México. Ha colaborado con diversos medios de comunicación nacionales y extranjeros, entre los que se encuentra La Tempestad. Es autor de los libros Crónicas de la verdadera conquista (2022), Novísima grandeza mexicana (2017) y Amor por la Ciudad de México (2015), entre otros. 

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Hacia la ‘Ciudad infinita’

Ciudad infinita, la nueva serie de Canal Once, propone recorrer la Ciudad de México de la mano del cronista Jorge Pedro Uribe Llamas, conductor y, junto a Ana Quintanilla, guionista de esta aventura por las entrañas de una de las urbes más grandes y pobladas del mundo. 

Cada uno de los seis capítulos que componen la primera temporada, producida por Daniela Paasch y Nadia Sachenka, plantea una temática que funciona de enlance para visitar un puñado de lugares de la ciudad y conocer de cerca a los personajes que los animan. Desde vecinos de la zona hasta expertos en ciertos temas: las conversaciones que propone el cronista aportan una visión plural, rica y amena a sus andanzas, cuyo común denominador es la curiosidad insaciable.

Jorge Pedro Uribe lo dice mejor: “Esta serie se concentra en las personas, no es una lanzadera de datos, fechas, nombres de arquitectos, es acercarse al agricultor, a las cocineras. Meternos a las entrañas de la ciudad implica escuchar a las personas, poner el foco en ellos, para lograr el objetivo de dignificar esta ciudad”. 

 

El primer capítulo, que se estrena el 24 de septiembre a las 20:00 horas por Canal Once, se titula “Fundaciones” y va de Cuicuilco a Tepito pasando por el Museo Nacional de Antropología, tratando de desentrañar la edad de la Ciudad de México. Las otras cinco partes tratarán sobre “Agua”, “Migración e identidad”, “Del campo a la ciudad”, “De la trajinera al Cablebús” y “Arquitectura”.

Desde las pirámides preaztecas en Tlalpan hasta innovaciones de movilidad en Iztapalapa, de los cultivos de Xochimilco y Milpa Alta a los pasillos de la Central de Abastos, de los pueblos originarios a las comunidades de migrantes, Ciudad infinita propone un recorrido por el pasado para imaginar el futuro y, sobre todo, disfrutar el presente.

Jorge Pedro Uribe Llamas es escritor y periodista especializado en la Ciudad de México. Ha colaborado con diversos medios de comunicación nacionales y extranjeros, entre los que se encuentra La Tempestad. Es autor de los libros Crónicas de la verdadera conquista (2022), Novísima grandeza mexicana (2017) y Amor por la Ciudad de México (2015), entre otros. 

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lunes, 23 de septiembre de 2024

Dorantes, Scarlatti y el flamenco

Qué mejor escenario que la iglesia San Luis de los Franceses, esa joya barroca sevillana, para escuchar el nuevo trabajo de Dorantes. El compositor y pianista flamenco estrenó el 22 de septiembre Scarlattianas en dos conciertos dentro de la XXIII Bienal de Flamenco de Sevilla. Dorantes ha sido pionero en incorporar el piano al flamenco; para ello ha creado un idioma propio, que ha “germinado en una auténtica revolución en la concepción de la música flamenca”. Su obra “está repleta de mucha historia, recreación musical, de mucha composición y plena de un discurso veraz, auténtico y con la sabiduría de una sangre bañada por el arte”. 

Scarlattianas es un homenaje a Domenico Scarlatti. ¿Qué le atrajo del compositor italiano para crear una obra inspirada en él?

Es muy curioso que Scarlatti quedara tremendamente influenciado por la música de los gitanos durante su estancia en Sevilla (de 1729 al 1733). Esta admiración por el flamenco lo llevó a explorar los recursos tímbricos del clave como ningún otro compositor hasta ese momento; creó un estilo único, innovador y ciertamente extraño para la época. Scarlatti se acercó al flamenco y lo llevó a la corte, y ahora me apetecía embarcar parte de su legado en el camino inverso: el de ser interpretado cinco siglos después al clave por un pianista flamenco y yuxtaponer sus sonatas desde el flamenco, en creaciones de este siglo.

¿Qué tiene el flamenco para que pueda integrarse o fusionarse con la música clásica o el jazz?

A mí no me gusta hablar de fusión, más bien de enriquecimiento. Quiero decir con esto que el flamenco puede dialogar con otras culturas, con otros momentos históricos, porque es una música viva y de raíz. Está abierta a nuevas influencias porque tiene tanta fuerza y tanta identidad que no se pierde en el camino cuando dialoga con otras formas. Yo no pienso que haya que inventar. No me gustan los experimentos ni las fusiones. Nunca he pensado: “¿Qué puedo unir para que suene distinto?”, mi proceso es diferente. Lo primero que surge en mí es la necesidad de expresar algo, de contar algo. Después viene el escoger, de la paleta de colores, los que más me ayuden a expresar mi sentimiento de la forma más fiel a mi corazón y mi cabeza.

Dorantes

Dorantes retratado por Javier Cano

Lo novedoso de este concierto está en uno de los instrumentos que ha elegido: el clavicémbalo. ¿Qué aporta este instrumento al universo sonoro del flamenco, con respecto al piano?

¡Es maravilloso! Es muy difícil describirlo, hay que escucharlo. Es como un flamenco muy antiguo, muy primitivo, parte laúd, parte guitarra, parte piano… Una locura. Estoy disfrutando como un niño de esta nueva sonoridad y de lo que puedo hacer con ella.

Se cumplen 25 años de la publicación de Orobroy, su primer álbum. ¿Qué supuso para el flamenco, desde su punto de vista, este trabajo? 

Creo que fue una apertura conceptual. Hasta este álbum el piano no había tomado su lugar como instrumento solista en el flamenco, sólo como acompañante. Orobroy vino a decir que el piano es tan flamenco como la guitarra y que no tiene que imitarla, que puede conservar su identidad instrumental. Durante muchos años estuve estructurando ese lenguaje, la forma en la que el piano, sin perder su autonomía, podía expresase de forma flamenca.

“Creo que mi trabajo ha creado un camino, que al día de hoy ha consolidado a este instrumento en el mundo del flamenco”: Dorantes.

Creo que mi trabajo ha creado un camino, que al día de hoy ha consolidado a este instrumento en el mundo del flamenco. Recuerdo a mi abuelo Bernardo decir en las fiestas que la guitarra no dejaba cantar a gusto, que como los nudillos no había nada. Luego la guitarra se hizo grande y todo era guitarra… Así que me halaga muchísimo, de verdad, que ahora el piano esté en el lugar en el que está. Siempre digo que se debe conocer bien el flamenco primero, y sentir en el alma esta música, para que el lenguaje del instrumento sea creíble y el discurso sea veraz.

Orobroy se estrenó en el Festival de Arte Flamenco de Mont-de-Marsan, en Francia. ¿Cómo se percibe el flamenco fuera de España? 

En Francia aman tanto el flamenco como en España, os lo aseguro. Mi primera participación en el festival fue en 1996, ambos éramos muy jóvenes: yo con 17 años y el festival con nueve años. Me da la sensación de que he crecido con él. Mi familia entera ha pasado por este festival, he conocido a todos sus directores artísticos y hemos vivido momentos inolvidables con sus fundadores dentro y fuera del festival, en España y en Francia… Amar el flamenco es el secreto de Mont-de-Marsan. Ahí tuve la primera oportunidad de mostrar mi forma de componer flamenco al piano al público francés, me ofreció además uno de mis primeros escenarios y se produjo el estreno de mi primer espectáculo en solitario, Ventanales.

Usted pertenece a una estirpe gitana de flamencos andaluces. Su tío es El Lebrijano y su abuela La Perrata. ¿Cuáles son sus primeros recuerdos? En las familias gitanas ¿se sigue viviendo el flamenco como en la época de su abuela?

Mi familia es mi escuela del alma, donde aprendí mi idioma nativo. Luego aprendí un segundo idioma, en el conservatorio, del que me nutro para lo que me interesa en mi música. Nací en Lebrija, una campiña soleada, tranquila, de tiempo lento, que nos permitía a los niños regocijarnos en nuestra niñez, palpar la tierra, observar, experimentar y soñar. Imaginar todo sin nada, crear. 

En mi casa el flamenco inundaba toda nuestra vida, y cuando digo toda es toda, créeme. El compás es algo tan importante que mi padre nos educaba en el ritmo de la vida, al hablar, la coherencia del estar en reunión sin desafinar, la tolerancia y el respeto al de al lado para que la música de la vida fluya siempre cómoda y bella. Recuerdo que ya siendo niño entendía que ese “ritmo” era algo tan importante que siempre intentaba no romper.

“El compás es algo tan importante que mi padre nos educaba en el ritmo de la vida, al hablar, la coherencia del estar en reunión sin desafinar”: Dorantes.

Mi familia me aportó tantas noches tras la silla “del mayor” escuchando cómo la comunicación entre mi gente se realizaba a través de la música, cómo lloraban o reían comulgando todos a una, ante lo que podía parecer –a la mirada de un espectador– un momento festero, pero que era un reencuentro con nuestra propia alma. Desde pequeño aprendí que la improvisación es parte fundamental –al menos en mis vivencias– y el acompañamiento al cante favorecía el desarrollo improvisatorio, ya que al estar siempre el guitarrista al servicio de un cantaor (que en cualquier momento cambia las melodías, la duración, el orden de los cantes…) teníamos que desarrollar la habilidad de poder dar lógica y belleza al tema en el momento. 

Ahora las formas de reunirse han cambiado un poco, pero se sigue manteniendo lo más importante: el respeto y el amor a esta forma de comunicación, a nuestra cultura.

El flamenco de Dorantes ha pasado de la guitarra al piano; estudió en el Conservatorio Superior de Música de Sevilla. ¿Qué motivó ese cambio de instrumento?

Una tarde, en un viejo piano bajo la escalera de mi abuela La Perrata, levanté la tapa, miré ese teclado inmenso, desconocido y comencé a pulsar tímidamente las notas. No sabía tocar, nada, pero ese sonido me llamó muchísimo la atención, me encantó y cada vez que llegaba a la casa de mi abuela no podía evitar ir corriendo a ese piano y seguir sorprendiéndome con esa amplia escalera bicolor que emitía esos sonidos tan dulces.

“El piano aporta al flamenco un abanico sonoro impresionante, unas posibilidades armónicas maravillosas, y abre un camino de desarrollo a ésta, nuestra música”: Dorantes.

Crecí y comencé a estudiar música y guitarra con mi padre. Y él, casualmente, en lugar de volver un día con una tabla para endurecer su colchón apareció con una pianola del 1900 que encontró medio escondida entre maderas del carpintero al que acudió para hacerle el encargo. No pudo resistirse y desde aquel día tampoco yo pude resistirme. Pasaba horas y horas tocando, sin profesor, sin mentor, frente a un instrumento al que yo no podía aportar aún nada pero que a mí me aportaba tanto… Recurrí a él para encontrarme conmigo mismo.

¿Es difícil sacarle sonido flamenco a un instrumento como el piano? Háblenos un poco del proceso de composición.

Todo ha sido paso a paso. No ha sido fácil. Y no me refiero a conseguir la técnica para hacerlo sonar flamenco (que me ha costado mis años también) sino a encontrar como podía hacer que este instrumento hablara de mí y cómo hacer que este instrumento en mi casa se sumara naturalmente a nuestra comunicación. Eso sí, sin imitar a lo que ya estaba, la guitarra, sino con toda su amplitud, con todas sus posibilidades y respetando su voz propia. Con estas premisas el piano aporta al flamenco un abanico sonoro impresionante, unas posibilidades armónicas maravillosas, y abre un camino de desarrollo a ésta, nuestra música, que rompe fronteras y limitaciones propias de otros instrumentos.

¿En qué otros lugares vamos a poder disfrutar del piano de Dorantes?

El siguiente concierto será el 22 de noviembre en el Teatro Villamarta de Jerez de la Frontera.

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