György Ligeti declaró en 1993: “Estoy en una prisión: un muro es la vanguardia, el otro muro es el pasado. Quiero escapar”. Palabras de un ánimo opuesto a las de John Cage en el documental From Zero (1995), en donde el risueño compositor afirmaba que “hemos dejado el río y nos encontramos en el delta, o quizás incluso en el océano”. Son dos músicos observando la misma situación, pero el primero bajo el modo del encierro y el otro como la libertad absoluta. ¿Un caso más de optimismo e inocencia norteamericana contra cinismo y madurez europeas? Donde Cage está viendo el inicio de algo, la extensión de tierra infinita (“Go West, young man”), Ligeti, que vive en el espacio lleno, atiborrado, presiente el final.
Para redondear lo que dice Cage, se podría pensar la historia del arte occidental, por lo menos a partir de la Edad Media, como un cauce estrecho en el que cada artista (o cada taller o grupo) podía utilizar tan sólo las formas vigentes en la época, empujándolas si acaso hacia una lenta transformación, introduciendo a veces quiebres que, de todas maneras, terminaban siendo socialmente vinculantes. Hacia el siglo XIX la rigidez del repertorio pareció agrietarse, la sociedad burguesa concedía gradualmente mayor autonomía al arte y lo dejaba seguir su propia lógica, cada vez más libre para ir y venir entre las formas.
Es cierto que ahora, para el artista individual, lo que hay es la disponibilidad de un repertorio enorme, pero esto tiene un precio. Si bien en ningún momento de la historia han coexistido tantas formas como en el nuestro, Bolívar Echeverría advierte que a todas ellas las corroe una falta de fundamento, algo las drena de vitalidad. En el pequeño ensayo “La revolución formal y el creativismo cultural moderno” Echeverría insiste en que el desarraigo o heimatlosigkeit, una de las condiciones más reconocibles de la experiencia humana contemporánea, la ausencia de “una fuente última de sentido o coherencia en las significaciones que se producen y consumen”. Se debe al imperio de las relaciones mercantiles, que al traducir las cosas al valor de cambio las cortan de raíz, les hacen perder el suelo.
Las formas y las cosas solían estar firmemente enlazadas a una comunidad particular, de ella venían y a ella se dirigían, trazaban un arco completo, un hogar. Para el mercado, en cambio, cualquier objeto, cualquier forma es válida, siempre y cuando pueda venderse y comprarse: la “oferta de bienes” se agiganta, pero lo que los ataba a un horizonte específico, a un tejido comunitario, se debilita. El valor de cambio actúa corrosivamente sobre los objetos y los vínculos, los vuelve abstractos, móviles, equivalentes. Si bien distintas comunidades y tradiciones sobreviven o nacen, resisten o están a la ofensiva, el mercado es por mucho el espacio más potente para otorgar sentido y arraigo, es decir, ninguno en absoluto. Su único mensaje, su única idea, es la que detectó Alain Badiou: “Si te alcanza, consume. Si no te alcanza, cierra el hocico y desaparece”.
Bolívar Echeverría sostenía en “La modernidad americana” que el consumismo desenfrenado introducido por Estados Unidos al mundo, el paradigma de la cantidad y del tamaño, es un intento de compensar la pérdida del valor de uso de los objetos, es decir, nuestra relación sencilla e íntima con ellos. La necesidad que cumplían, el placer que saciaban, la red de vínculos que mantenían se evapora, y queda la facilidad con que pueden ser obtenidos y consumidos. El sujeto se atraganta, desesperado por encontrar un reflejo de satisfacción, vive en una “precariedad del disfrute en medio de la sobreproducción”.
Por las mismas razones, a la debilidad del lazo entre forma y comunidad, una vez que la segunda ha dejado de sancionar a la primera, la producción artística responde con una explosión donde todo se permite pero nada realmente importa –salvo que venda. Aunque el artista del pasado tuviera menos formas para elegir, cada una de ellas era una palanca que movía un peso enorme, su obra encendía una red de significados, conectaba con una cultura que lo sustentaba (y limitaba). El artista contemporáneo puede optar por cualquier configuración, es libre, puede escribir un poema épico rimado si así lo desea, pero tras un tiempo se dará cuenta que está trabajando con cables cortados. Flotamos en un océano, es verdad, y justamente un océano no es un lugar para habitar.
“Ahora no hay ningún tabú; todo está permitido”, continuaba Ligeti, “pero no podemos simplemente volver a la tonalidad, no es ese el camino. Debemos encontrar una manera de ni dar un paso atrás ni continuar con la vanguardia”. Seguramente, para el goce de la creación, es mucho más tentadora la ligereza de Cage, pero la parálisis de Ligeti, la gravedad que se percibe allí, parece expresar una relación comprometida con las formas, en que para poder elegirlas se debe hallar primero su necesidad y su vigencia (sociales, históricas). Digamos que, ante la dispersión que impone el mercado, Cage se siente a sus anchas y Ligeti se desespera por encontrar otra vez un amarre. Hay una estrategia para participar en este juego, sin embargo, que pone de frente el vacío y la contingencia pero solo para tratar de atravesarlas, que somete las formas obsoletas a una tortura “para despertar el drama que dormita en ellas”. Una estrategia versada en catástrofes y callejones sin salida. El tema al que Bolívar Echeverría dedicó la mayoría de sus esfuerzos: el barroco, el mestizaje.
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